Thursday, December 10, 2009

Un mundo sin dioses

Un mundo sin dioses
Cormac McCarthy, La carretera, Random House-Mondadori/Ediciones Debolsillo, México, 2009, 210 págs.

La visión de un mundo oscurecido por las cenizas, cubierto por las sombras de la desolación y de las pérdidas, es el tema de esta breve novela de McCarthy. La leí en la primavera del 2009 de un solo jalón, atrapado por la prosa y el ritmo ordenado de un autor inclasificable. La carretera es una pequeña obra maestra de ficción, imaginación y literatura. Aquí, en el centro de un mundo que se derrumba, en el que el orden social de las cosas ha cedido el paso a la ley de la jungla, la relación de un padre con su hijo se convierte en la única seguridad posible para una existencia amenazada por el canibalismo, la crueldad y la locura. El miedo, el frío y la incertidumbre habitan el clima narrativo de esta novela, en la cual los lazos de afecto y el temor a la muerte que unen al padre y a su pequeño hijo, son el único mecanismo para sobrevivir en un mundo sin dioses.

Adrián Acosta Silva, profesor-investigador de la U. de G.

Wednesday, December 09, 2009

Mark Knopfler

Estación de paso
La música y la suerte
Adrián Acosta Silva
Señales de Humo, Radio U. de G., 10 de diciembre de 2009.

La música, ya se sabe, suele poseer ciertas propiedades curativas, incluso mágicas, en el mejor sentido de la palabra. Independientemente del género, de los grupos o intérpretes que a cada quien le gusten, los acordes de una guitarra, de un bajo, de alguna batería o saxofón, junto con la voz ronca, melodiosa o aguda del o la cantante que se trate, la música forma parte de los hábitos cotidianos de muchos, que acompaña de distintos modos la opacidad y el aburrimiento de la vida diaria. Para quienes tenemos envenenada el alma con los sonidos del rock, por ejemplo, esa música forma parte importante de la manera en que se perciben, se interpretan o se experimentan muchos acontecimientos cotidianos. Quizá, como señala Cesare Pavese, la música –como el arte en general- es un esfuerzo por “poner orden en el caos”, un asidero simbólico y significativo para imprimir cierto sentido a la existencia individual y colectiva.
De hecho, algunas veces, muy pocas, la música también acompaña inesperados golpes de suerte, según nos cuenta con discreción pero con franqueza Mark Knopfler en su disco más reciente, Get Lucky (Reprise Records, 2009), publicado hace apenas un par de meses. Sobreviviente de una larga trayectoria en el género, el fundador del legendario grupo Dire Straits, que incendió con su guitarra y sonidos el paisaje rockero de finales de los años setenta y toda la década de los ochenta, cierra el año y la década con un disco anclado en la nostalgia y los recuerdos de su oriunda y tranquila Glagow, en Escocia, y su paso a la alucinante Londres de los primeros años setenta. En 11 canciones, Knopfler se sumerge en el blues, el rock, en los sonidos celtas y las gaitas escocesas para ofrecer una obra pausada, consistente y envolvente.
Acompañado de clarinetes y la cítara, de violines, piano y acordeón, el músico escocés gobierna el blues y el rock con la maestría que sólo proporcionan la madurez y la sensibilidad de un músico excepcional. Bajo la conducción de una guitarra fogueada en largos años de experimentación colectiva y creatividad solitaria, Knopfler produce la sensación de que la naturaleza insaciable del género ha sido finalmente domada por el talento de un experto en la mezcla de sonidos bastardos, o, para decirlo en palabras de un viejo poema de T. S. Elliot, en la práctica vieja de una “mezcla adúltera de todo”. En Get Lucky, su sexto disco en solitario de la década que corre, el veterano rockero escocés narra su transición del mundo semirural a la urbe industrial y ruidosa, un trayecto acompañado por el recuerdo de padres y abuelos que vivieron un tiempo sin gasolina ni televisión, donde viejas historias contadas de generación en generación poblaban la vida pausada de los hijos.
El blues explota en “You Can´t Beat the House” o en “Before Gas and TV”, mientras que en “Hard Shoulder” se dibujan los mapas personales del mundo perdido de hombres derribados por la vida y el destino. Crecido entre los grandes astilleros de Glasgow, la vista de los esqueletos de navíos gigantescos permanece en la memoria de un joven acosado por la ansiedad, mientras los ecos de la gaita que tocaba su tío cuando murió a los 20 años en plena batalla del ejército escocés contra los alemanes en 1940, resuenan con tristeza en “Piper to the End”, Gaitero hasta el final. Con la naturalidad que abreva de las aguas calmas de la experiencia, Knopfler estructura su música alrededor de su voz profunda y su guitarra eléctrica, que en ocasiones cambia por la acústica y que acompaña siempre con el piano. El rock duro reaparece en “Cleaning my Gun”, como para mostrar la potencia y el músculo que conserva uno de los mejores guitarristas de todos los tiempos.
Tal vez lo interesante de las historias y referencias que habitan las canciones de este disco no es sólo que muestran la vida de Knopfler antes del éxito apabullante de Dire Straits, -“antes de que yo tuviera suerte con mis canciones”, como dice el propio autor-, sino que recogen la sabiduría exacta de un músico que ha permanecido fiel a sus convicciones sonoras y obsesiones narrativas. Más aún: Get Lucky es el combustible de un rockero que a los sesenta años aún se anima a realizar largas giras ante públicos pequeños, que lo llevan de Lisboa a Londres, o de Phoenix a Philadelphia. Quizá, con un poco de suerte, podamos verlo algún día tocando su guitarra por estas tierras mexicanas abrasadas por el desencanto y la música de banda.

Thursday, November 26, 2009

Política, amistad e infortunio

La política, la amistad, el infortunio
Adrián Acosta Silva

Comienzo estas notas como debe de ser, por el principio. Y para el caso, comienzo con los hechos.
1. Desde el 1 de junio de 2008, Miguel Ángel Beltrán Villegas – 45 años, sociólogo colombiano y profesor titular de la Universidad Nacional de Colombia-, llegó a México, invitado por el Centro de Estudios Latinoamericanos (CELA) de la UNAM, para realizar una estancia posdoctoral de un año, con el objetivo de desarrollar un proyecto específico: el estudio del comportamiento de la oposición de la derecha mexicana durante el período de Lázaro Cárdenas (1934-1940). Estudioso de fenómenos políticos como el del Movimiento de Liberación Nacional en México–fundado por el propio Cárdenas a principios de los años sesenta-, o de la violencia política en Colombia, Beltrán conoce bien el país, pues estudió en la FLACSO la Maestría en Ciencias Sociales, y el Doctorado en Estudios Latinoamericanos en la UNAM, todo ello en la década de los noventa.
2. Casi un año después, el 22 de mayo de 2009, luego de solicitar en dos ocasiones anteriores una cita en el Instituto Nacional de Migración con el propósito de extender por un año más su estancia en México (apoyado por la propia UNAM), Beltrán fue detenido, expulsado del país y entregado a la policía colombiana, bajo cargos de de terrorismo y de pertenecer al círculo dirigente de las FARC. Está encarcelado en la cárcel Modelo de Bogotá desde el día 24 de mayo, en espera de enfrentar el juicio correspondiente.
3. El Presidente Uribe agradeció la colaboración del gobierno mexicano el mismo día de la expulsión de Beltrán, a quien señaló como el responsable de las relaciones exteriores de las FARC en México, y encargado de reclutar estudiantes y apoyo para la causa revolucionaria. En tono burlón, señaló también al profesor Beltrán como un profesor “de clases de terrorismo” (según nota de periódico El Tiempo, 23/05/2009, Bogotá).
4. Las pruebas y documentos que sustentan las acusaciones a Beltrán fueron tomadas de la computadora personal de “Raúl Reyes”, que hasta el momento de su muerte en el bombardeo en territorio ecuatoriano hace año y medio por parte del ejército colombiano, era el segundo dirigente en importancia luego de Manuel “Tirofijo” Marulanda. En esa computadora se identifica una correspondencia continua entre el Sr. Reyes y un tal “Jaime Cienfuegos”, que la policía colombiana asocia como el alias del profesor Beltrán.
5. Hasta el momento de escribir estas notas, el inculpado ha rechazado públicamente ser “Cienfuegos” y negado las acusaciones de pertenecer a las FARC (http://wradio.com.co/oir.aspx?id=822633). El asunto está en litigio judicial en Bogotá.


Estos son los hechos. Veamos ahora algunas reflexiones personales.

1. Conozco personalmente a Miguel Beltrán desde septiembre de 1992. Lo conocí cuando iniciamos juntos la maestría en ciencias sociales de la FLACSO-México. Además, fuimos vecinos pues compartíamos el mismo conjunto de mini-departamentos en la calle de Acanceh, en la colonia Lomas de Padierna, muy cerca de la Flacso, en las faldas del Ajusco. Ahí, además de estudiar juntos algunas materias –con otros condiscípulos de la maestría-, bebíamos con frecuencia casi religiosa cantidades respetables de cerveza mexicana y aguardiente colombiano, ingredientes indispensables en cualquier comunidad estudiantil que se respete. Muchas horas, días y noches los compartimos discutiendo largamente textos, temas y posiciones políticas para el caso de México y Colombia, teniendo como música de fondo a los Countin Crows, Eric Clapton, Joaquín Sabina, Bienvenido Granda, Daniel Santos, Mark Knopfler, Javier Solís o Julio Jaramillo, según fuera el humor y las circunstancias.
2. Conocí muy de cerca la vida académica, personal y política de Miguel. Fue un estudiante destacado de la maestría (con especialidad habilidad para las matemáticas y la estadística), y realizó una tesis sobre el Movimiento Revolucionario Liberal en Colombia en los años cincuenta y sesenta. Su director fue José Woldenberg, en ese tiempo consejero ciudadano del IFE. En agosto de 1994 presentó el examen de grado correspondiente. También conocí la trayectoria sentimental de Miguel en México, que sostuvo un romance con una estudiante boliviana, de la cual nació su hijo Miguel Ernesto, de quien mi mujer y yo fuimos (y somos) sus padrinos simbólicos. Esa dimensión afectiva de la relación con Miguel no eliminaba nuestras diferentes apreciaciones sobre temas como la violencia política, la guerrilla, o el papel de la izquierda en la construcción de la democracia en nuestros países. Nos tocó presenciar el nacimiento del EZLN en enero del 94, que vimos como un movimiento que apelaba a la vieja y arraigada noción de la revolución política y social, como el inicio de una nueva sociedad y del hombre nuevo guevarista. Pero siempre nos levantó sospechas tanto el discurso revolucionarista como el perfil mercadotécnico y mediático de su icono, Marcos. Coincidíamos en que para México eso significaba un riesgo y un retorno al pasado de la izquierda armada de los años setenta, en el contexto de una transición política que pasaba por la estructuración de un sistema de partidos.
3. Luego de terminar sus estudios de doctorado en la UNAM (período durante el cual también realizó estudios doctorales en el programa de Historia de la U. Iberoamericana del D.F.), regresó a principios de 1998 a Colombia a buscar empleo en las universidades. Le perdí la pista, aunque esporádicamente nos escribíamos por correo electrónico o nos hablábamos por teléfono. Fue hasta el 2007, en ocasión de un viaje de trabajo que hice a Bogotá, que pude volverlo a ver, ahora en compañía de su mujer, Natalia, una inteligente y encantadora argentino-colombiana. En su modesto pero agradable departamento ubicado justo fuera del campus de la Universidad Nacional de Colombia, platicamos largo sobre la vida y los proyectos, entre los cuales estaba el de regresar a México –un país queridísimo por Miguel- para realizar una estancia post-doctoral en la UNAM. A principios de 2008, me confirmó esa posibilidad, luego de que a su mujer la aceptaron en un programa doctoral en la propia UNAM. La semana santa de ese mismo año, estuvo en Guadalajara invitado por nosotros (mi mujer y yo), para que pasaran unos días de vacaciones en casa. Fue un reencuentro muy agradable y cálido, propio de las amistades maceradas a la luz de vivencias compartidas, afinidades electivas y discusiones interminables.
4. Fue en esa ocasión que Miguel me confesó estar un poco temeroso por el hecho de que pudieran vincularlo con las FARC. La razón era que había intercambiado varios correos electrónicos con “Raúl Reyes”, el dirigente farquista muerto en el ataque del ejército colombiano en la selva ecuatoriana a principios del 2008.El tema de esos correos era el de los antecedentes y trayectoria de la guerrilla colombiana, una larga entrevista en varios correos y archivos para tener datos e información acerca del origen y desarrollo de las FARC, una cuestión que interesaba a Miguel desde hacía varios años, pues estaba desarrollando un proyecto de investigación sobre la violencia política en Colombia. A pesar de todo, confiaba en que se podría aclarar la correspondencia referida, pues formaban parte de su trabajo de investigación, que contaba con el respaldo institucional y académico de la Universidad de Colombia.
5. Ya instalado en el D.F., y trabajando en el CELA de la UNAM, lo volví a ver en tres ocasiones más, en mis viajes a la ciudad de México. La última de ella, a finales de marzo de este año, cuando junto con mis hijos y mi mujer fuimos a pasar unos días a la ciudad, que aprovechamos para ir a cenar a un restaurante a la Plaza Loreto con Miguel y su compañera. Ahí lo notamos muy enfermo de gripa y tos, que padecía desde hacía varios días. Eso no era extraño en Miguel. Desde siempre, tenía dos costumbres arraigadas: bañarse con agua helada todas las mañanas y jamás ir al médico, pues insistía en que debía dejar que su cuerpo se curara solo. En otras palabras, tenía disciplina castrense (su padre fue militar en Colombia) y era un homeópata autodididacta. Nunca pude comprender muy bien esas salvajadas.

Por último, algunas consideraciones sobre el infortunio.

1. Dada la situación de mi amigo, varios sentimientos habitan el ánimo. Uno de ellos, es la molestia franca por el modo y la forma en que el gobierno mexicano –mi gobierno, qué le vamos a hacer-, procedió contra Miguel. No era un ciudadano extraño para las autoridades de migración, ni se desconocía el hecho de que sus temas de interés académico y personal estaban relacionadas con las FARC. Entiendo que bajo el discurso de la seguridad nacional de Colombia –un discurso lleno de agujeros, por lo demás-, se invocara a la cooperación del gobierno mexicano para la aprehensión de un posible miembro de las FARC, pero lo que no entiendo es porque el propio gobierno uribista permitió la salida de Beltrán desde mayo de 2008 y porque no empleó los canales diplomáticos sino hasta un año después. Tampoco entiendo porqué el gobierno mexicano, a través del Instituto Nacional de Migración, permitió la entrada de Beltrán en mayo de 2008, mantuvo en suspenso la autorización de su prórroga durante casi un año, para luego, de mala manera, entregar a Miguel al gobierno colombiano en una actuación humillante para un profesor invitado de la UNAM…y para la propia UNAM.
2. Acosado por las dudas, también me he preguntado de manera intermitente (junto con otros amigos) si efectivamente hubiera algo de cierto en las acusaciones del gobierno de Colombia, de si Miguel hubiera tenido una doble personalidad, el disfraz del académico prestigiado bajo el cual se escondió siempre (o recientemente) el sombrío militante guerrillero de las FARC. Si ello es así tendría que probarse. Sin embargo, a pesar de mis dudas, confío en que no ocurrirá así. Quizá una parte del las simpatías políticas de mi amigo estaban con las FARC, debido a su historia y el contexto en el cual había el mismo crecido en la Bogotá de los años ochenta –en donde fue encarcelado por participar en la “Unión Patriótica”, una organización de izquierda legal, de abierta oposición política- aunque me consta que reprobaba de manera creciente y explícita los métodos y las acciones que utilizaban para lograr sus fines, particularmente las bombas y los secuestros, las alianzas con el narco y la descomposición política de sus líderes y militantes. Y aunque uno nunca termina de conocer bien a sus amigos (ni a uno mismo, por lo demás), estoy convencido de que aunque los temas de interés existencial y profesional de Miguel lo hubieran llevado a la frontera entre la vida académica y la militancia política –frontera siempre borrosa y frágil, en ocasiones confusa- eso no justifica ni el tamaño de las acusaciones ni el modo en que fue tratado por los gobiernos de México y de Colombia, que lo exhibieron casi como un criminal de guerra ante los medios nacionales e internacionales. De hablar pausado y sereno, siempre incómodo frente a las multitudes, con un sentido del humor afilado y preciso, muy seguramente Miguel debe sentirse incómodo por la exhibición pública de la que ha sido objeto.
3. Creo firmemente que el infortunio y el azar van de la mano. Por supuesto, ni la academia ni la política escapan a ellas. En este caso, Miguel ha caído en ese cruce y en ese trance. Es un momento difícil para él, para su mujer, su familia y para sus muchos amigos. Confío en que todo el asunto termine aclarándose más o menos pronto, para reconstruir lo que se deba y recobrar lo que se pueda. En el último mes, un activismo (casi) frenético se apoderó de muchos de los que conocemos a Miguel, un activismo que compartimos sin desear con ciertos activistas y personajes de dudosa reputación (lo cual no sé si a la larga sea benéfico para la causa del propio Miguel). Con todo, defender la causa de Miguel, que personaliza la defensa de un principio –la libertad de pensamiento y el derecho a expresar ideas y críticas- , es una causa que vale la pena. Pero además, es defender al amigo y al colega, al esposo y al profesor, al ciudadano y al académico. Finalmente, se trata de preservar la flor exótica y delicada de la amistad en tiempos de infortunio, algo quizá demasiado poco para algunos, premoderno o francamente anticuado, pero que para otros nos puede significar un asidero sólido en las adversidades vitales. La geografía de los sentimientos que nos ha despertado a muchos la situación de Miguel Beltrán –para emplear la frase que Italo Calvino utiliza sabiamente en Los sellos de los estados de ánimo-, forma parte de los aprendizajes que uno puede o espera extraer duramente de la experiencia de lo que es, estoy seguro, una infamia.

Guadalajara, Jal., agosto, 2009.

Wednesday, November 25, 2009

El suicidio

Estación de paso
El suicidio
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 26 de noviembre de 2009.
El suicidio es, siempre, un acontecimiento perturbador. Las emociones que emergen frente al acto, las reacciones frente a la muerte auto-infligida, los sentimientos encontrados de dolor, de lamento o de indiferencia, revelan de alguna forma los perfiles de una comunidad o de una sociedad en torno al significado, los motivos, las razones que llevan a alguien a quitarse la vida. Buena parte de nuestros prejuicios, fobias y creencias son removidos cuando observamos que alguien decide terminar con su existencia, revelándose de pronto el hecho de que la muerte de un individuo es algo más que una muerte solitaria y aislada de su contexto social, simbólico y cultural. El suicido del exrector Briseño, ocurrido hace exactamente una semana, coloca nuevamente un tema incómodo para una comunidad que contempla de maneras muy distintas la tragedia en que culmina, en parte, una accidentada historia personal, política e institucional.
El fenómeno del suicidio es parte de las preocupaciones sociológicas, antropológicas y psicológicas clásicas. Emile Durkheim por ejemplo, escribió una de sus obras fundamentales alrededor de este tema con un título del mismo nombre publicado originalmente en París en el año de 1897. Ahí, el sociólogo francés examina el fenómeno del suicido en las sociedades modernas, el cual define como “todo caso de muerte que resulte, directa o indirectamente, de un acto…realizado por la víctima misma, sabiendo ella que debía producir este resultado” (El suicido, UNAM, México, 1983, p.60). Pero el propio Durkheim se encarga de distinguir desde el principio las dos dimensiones desde los cuales se analiza (y se juzga) frecuentemente el fenómeno suicida. Una, muy común, es que el acto del suicidio sólo compete a la esfera del individuo, como un acción solitaria derivada de sus impulsos emocionales, y que sólo se explica a través de la determinación de las causas psicológicas, subjetivas, que llevan al individuo a cometer su propia muerte. Esta postura asume que hay una conducta enfermiza o patológica asociada a la decisión del individuo de su propio aniquilamiento. La otra perspectiva, menos reconocida, es la dimensión social del suicidio, donde el fenómeno es producto del debilitamiento del sentido mismo de la existencia personal en la vida social, de la relación del individuo con las instituciones, las normas y los valores que le rodean y a las cuales ha tratado de adaptarse toda su vida. Para Durkheim, como se sabe, las causas del suicidio no deben encontrase en el individuo, sino en la sociedad.
El fallecimiento del exrector, por su modo y contexto, nos muestra nuevamente el poder explicativo de las palabras de Durkheim. Más allá del sentido del fracaso, de la desesperación o de la frustración que pueden intervenir para explicar el acontecimiento, se encuentra también el papel que ha jugado la comunidad universitaria en la decisión de autoinmolación de uno de sus miembros. Las palabras inmediatas de algunos funcionarios y académicos, de políticos y ciudadanos, muestran que las reacciones sociales frente al hecho en Guadalajara son parecidas a las que Durkheim registraba hace más de un siglo en París: la culpa es del individuo, no de las comunidades o de sus instituciones. Mientras que algunos señalan la debilidad emocional del suicida como la causa, otros atribuyen a su acto una extraña carga martirológica, mientras que algunos más, desde la indiferencia o el cinismo, lo muestran como el resultado, lamentable, de un comportamiento, digamos, inadecuado.
Ello no obstante, quizá sea necesario acotar una obviedad: que el hecho es producto de una dinámica de conflictividad política que llevó a un esquema de ganadores/perdedores en el cual uno de sus miembros destacados, terminó asumiendo los costos de las pérdidas internalizando los problemas políticos como problemas personales. En el baile de máscaras que suele ser la política universitaria, nadie sabe bien cómo entiende cada uno su papel en la fiesta, que luego puede terminar en tragedia, como es el caso. Ese proceso de “personalización radical” de la vida política –como lo ha recordado Cristina Palomar en estos días- , conforma quizá el fondo explicativo de un drama que afecta en primerísimo lugar a una familia, pero que también tiene efectos en la configuración de las creencias, las emociones y los sentimientos que habitan la cultura política de los universitarios. De un lado, las explicaciones instantáneas, las condenas morales, las descalificaciones al vapor, dominan el ánimo de los juzgadores de acto; del otro lado, el silencio, el estupor, o la franca indiferencia de muchos rodean la violencia del acontecimiento. Lo que está abajo y al fondo es, tal vez, un proceso de socialización de la política que culmina de manera dramática, y en el que no está claro quiénes son los ganadores y quiénes los perdedores.

El suicidio

Wednesday, November 11, 2009

Viejos recuerdos, nuevas desolaciones

Estación de paso
Viejos recuerdos, nuevas desolaciones
Adrián Acosta Silva
Señales de Humo, Radio U. de G., 12 de noviembre, 2009.

“Las formas más primitivas sobreviven”, afirma en tono de revelación el narrador anónimo de la carta de presentación que inicia la lectura de Suttree, la novela del escritor norteamericano Cormac McCarthy (Mondadori, Barcelona, 2004). El protagonista de la historia, Cornelius Suttree, es un personaje solitario, sin expectativas, con un pasado confuso, un presente azaroso, y un futuro imposible. Ambientada en la ciudad de Knoxville, Tennesse, en algún momento de los años cincuenta, la trayectoria del personaje está poblada de equivocaciones, accidentes, muerte, desolación, alegrías instantáneas, salpicado de pocos días felices que pasa encerrado en las sombrías habitaciones de un hotel perdido. Pescador solitario de siluros (“pez teleósteo de agua dulce, de hasta 5 metros de largo, gran depredador, con una boca muy grande rodeada de barbillas”, según lo define Maria Moliner en su indispensable Diccionario del uso del español) la vida diaria de Suttree es un esfuerzo de sobrevivir a las penurias económicas y a los afectos corrosivos, de lidiar con los demonios del olvido y la memoria, habitando en los márgenes de un río contaminado y pestilente, donde la silueta de la ciudad es el paisaje cotidiano de sus travesías, con el fondo metálico de trenes fantasmales que recorren con pesadez las venas de acero de Knoxville, la horrible.
Publicada originalmente en inglés en 1979, esta novela precede en el tiempo a la fama global que alcanzó McCarthy el año pasado con la película No Country For Old Man, (titulada en español como “Sin lugar para los débiles”) inspirada en su propia novela, dirigida por los hermanos Cohen y protagonizada por Javier Bardem. Es anterior también a libros como La Carretera (2006) o Meridiano de Sangre (1985). Pero al igual que los otros textos de McCarthy, es también una obra que recorre con precisión estética lugares, diálogos, imágenes y relaciones que Budd (el apodo del personaje central) establece con su medio a lo largo de su intermitente estadía como outsider de un pueblo de perdedores, bebedores habituales de cerveza caliente y whisky barato, comerciantes de lo que sea, ladrones, putas, chamanes y brujas, “gente austera y diminuta enmarcada por cucuruchos de flores, vendedores ambulantes de artículos esotéricos, electuarios raros ordenados por tarros y elixires macerados en días sin luna” .
Caminando al filo del abismo, el pescador entabla amistades frágiles con personajes oportunistas cuya vida breve pasa de la cárcel a la calle, del robo en pequeña escala para satisfacer necesidades mínimas al goce de lujillos que hacen llevadera una vida repleta de penurias, de rutinas inexorables y desenlaces previsibles. Condenado a transitar circularmente por “escenarios de viejos recuerdos y nuevas desolaciones”, el solitario convive con pordioseros, intercambia pescado por dinero, ropa o cerveza, bebe en burdeles infames, cosecha mejillones en busca de perlas preciosas, coexistiendo con personajes hundidos en miserias cotidianas, mirando siempre al fondo del desfiladero, con pequeñas pero sistemáticas explosiones de violencia que aturden por su precisión cruda, envueltos en pleitos cotidianos con la policía local.
La estética de McCarthy es la estética literaria del granito, sin matices, de un lenguaje fluido y crudo, exacto y envolvente. Novela de cenizas y de sombras, de túneles subterráneos que sostienen el peso de una ciudad sórdida, la narración de esta obra es una pieza de orfebrería que deslumbra por la solidez del oficio y la imaginación del narrador. En un medio invadido por el predominio apabullante de best-sellers y literatura basura, la prosa que se encuentra en las casi 600 páginas de Suttree es una muestra de que la buena literatura sobrevive, a pesar de la industria literaria, como lo señaló con lucidez moribunda Sándor Márai en sus últimos Diarios.

Friday, October 23, 2009

Murciélagos en el crepúsculo

Estación de paso
Murciélagos en el crepúsculo
Adrián Acosta Silva
Señales de Humo, Radio U. de G., 29 de octubre de 2009.

Afirma el gran escritor brasileño Rubem Fonseca en uno de los capítulos de su novela La Biblia de Maguncia, que las sospechas son como murciélagos volando en el crepúsculo, las cuales, aconseja, “deben ser reprimidas o por lo menos vigiladas; llevan a los reyes a la tiranía, a los maridos a los celos y a los hombres sabios a la indecisión y a la melancolía…” . El párrafo parece adaptarse bien al espíritu de nuestra época, tan lleno de sospechas y balbuceos sobre tantas cosas, y tan escaso de certezas y saberes sobre casi todo. Uno de esos ámbitos de ignorancias que están poblados de sospechas mal disimuladas, es el referido al mundillo de las ideas y representaciones sobre el presente y el futuro de nuestra vida en común.
Me parece que desde hace tiempo se han instalado firmemente entre nosotros los murciélagos de la sospecha. Si se observa con algún detenimiento el tono dominante de nuestra vida pública, ese sin duda es el tono del pesimismo y de la desconfianza, que son, como se sabe, emociones emparentadas con las sospechas. Uno puede leer a los columnistas-estrella de los periódicos, o escuchar las voces y mirar los rostros de los “líderes de opinión” de medios electrónicos, y se encontrará sin muchos problemas con la sensación de que los demonios de la incertidumbre sobre el presente mexicano dominan el clima de los tiempos. Además, si uno es un cliente habitual del correo electrónico, del facebook, o recibe los blogs de medio mundo, encontrará un mar embravecido de información y especulaciones sobre los más diversos acontecimientos, personajes o temas, marcados con el tono de denuncia y de desconfianza que recorre desde hace tiempo el espacio público y los espacios privados. Como diría el rockero brasileño Lenine con fondo de guitarra y violines, el presente es una casa a oscuras, sin gracia, habitada por el miedo.
Ese es quizá el gran mal de la época, por lo menos para el caso mexicano y las vidas locales que lo habitan. Y sospecho que ese malestar con el presente le debe mucho a dos sombras mayores: la sombra del pasado y la sombra del futuro. De un lado, porque desde hace tiempo estamos enfrascados en un debate sobre el “nuevo pasado mexicano” (como le denomina el historiador Enrique Florescano), que nos ha llevado a cuestionar la mitología, los métodos de enseñanza y transmisión de la historia, los contenidos mismos de la nuestro pasado, el perfil de los grandes mitos fundacionales y los símbolos y héroes nacionales. Por otro lado, estamos también azorados frente a una sensación de presente interminable, que opaca o cancela expectativas y optimismos razonables sobre el futuro del país. La celebración del centenario y del bicentenario nos encuentra aturdidos entre un presente incómodo y en muchos sentidos indeseable para muchos, un pasado problemático y un futuro que se antoja imposible.
Esta discusión, sin embargo, es una discusión, una confusión y un debate entre elites intelectuales, de poder, o dirigentes, y siempre ha sido así. Uno podría pensar que el contexto intelectual que dio vigor a lo que se ha dado en llamar la transición mexicana, se agotó rápidamente en medio de múltiples expresiones de desilusión y desencanto de las propias élites respecto de los cambios experimentados desde hace varios años. El presente mexicano es el gran muro de las lamentaciones intelectuales, el tiempo y el lugar en el cual la decepción y la ansiedad han dado paso al escepticismo y la desconfianza abierta o soterrada. Desvanecidos desde hace tiempo los viejos mapas de izquierda y derecha, los horizontes intelectuales desde los cuales podrían ser comprendidos y eventualmente resueltos los grandes problemas nacionales, la alternativa que emerge entre las ruinas del presente es la del balbuceo, la confusión y el desamparo.
Esa es por supuesto una alternativa incómoda, es parte del estado natural de las cosas que nos han traído los polvos de viejos lodos. Frente a ellos, la prudencia quizá esa sea la gran clave para descifrar estos tiempos difíciles. Tal vez sea necesario seguir el vuelo de los murciélagos en el crepúsculo para aguardar tiempos mejores, aunque ello signifique para muchos el riesgo de la indecisión y la melancolía, como sugiere Fonseca.

Wednesday, October 14, 2009

Chismes y política: la realidad de los espejos (rotos)

Estación de paso
Chismes y política: la realidad de los espejos (rotos)
Adrián Acosta Silva
Señales de Humo, Radio U. de G., 15 de octubre, 2009.
Una de las curiosidades de la vida política mexicana contemporánea es la marcada propensión a convertirla en el centro de toda suerte de rumores, chismes y escándalos. Esa propensión no es nueva (ni ocurre sólo aquí, por lo demás), pero en los últimos años esa tendencia se ha recrudecido hasta alcanzar el centro simbólico y propagandístico de la bestia insaciable de los medios, como decía Mailer. No hay medio escrito, radiofónico, televisivo o virtual, que no contemple entre su oferta de “información” una sección, columna, una nota, reportaje o entrevista donde esos rumores y chismes se reproduzcan, se generen o se den por cierto sin más para construir a continuación el “análisis” instantáneo de la vida política local o nacional. La política suele aparecer en estos espacios como una farsa, una comedia o una tragedia, según lo dictaminen los observadores. Se trate de intrigas palaciegas, aldeanas o de cantina, los protagonistas cotidianos de la vida política aparecen como actores dispuestos a la transa, al embute, a colocarle zancadillas al otro, a colocar sus intereses personales por encima de sus funciones públicas, a estar dispuestos a lo que sea para alcanzar sus propósitos, sin importar el costo público, político o mediático de sus acciones.
Tenemos así la crónica de un escenario donde un ejército de farsantes, mentirosos, cínicos e hipócritas de diversa calaña y alcances protagonizan la sátira política de la temporada, mientras, abajo y al fondo, entre las luces mortecinas del gran teatro de la vida pública de los medios, otro ejército registra, inventa, o narra a su modo y oficio la puesta en escena del día, las actuaciones de los personajes, sus guiños y conversaciones, sus silencios, sus miradas, sus limitaciones. Ese otro ejército de reporteros, periodistas y opinadores profesionales o amateurs, interpretan lo que sienten o creen, y lo transmiten desde la óptica de sus prejuicios, sus ocurrencias o sus preferencias éticas o estéticas de carácter político, o anti-político. No existe el interés por saber la veracidad de lo que escuchan u observan, ni por verificar si lo que es apenas audible es cierto, o si las conversaciones en voz baja de los protagonistas es sólo una parte de lo que suele comentar dentro de la vida privada de ciudadanos y políticos. Eso, bien visto, no importa. Lo que es relevante es lo que dicen, creen, piensan o catalogan los intérpretes del vecindario, no los actores del espectáculo de todos los días.
Pero el asunto es un tanto más complicado, por el hecho de que la política y los políticos son el objeto de atención de medios que no pueden vivir sin la dosis diaria de escándalo y especulación que le rodea. Una práctica cotidiana es inventar historias, narrar anécdotas y vericuetos entre políticos, inducir o inventar rumores envenenados, para confirmar que el oficio de la política no es más que la suma de las personalizaciones correspondientes. Bajo el supuesto inconfesable de que la mejor política es la que no existe, y que lo que hay confirma que de la política formal y real nada bueno puede esperarse, los medios documentan paciente y fantasiosamente acusaciones, filtraciones y chismes, que entre más escandalosos parezcan, más enaltecen al chismoso de ocasión. El morbo político es el morbo de los que miran a un atropellado, tratando de mirar lo expuesto, de descifrar los daños, de observar lo que quedó a salvo, de especular cómo sucedió todo.
Gobernados por la convicción de que en política todo tiene una lógica coherente y esférica, una causa y un efecto calculados, los mirones y los chismosos del periodismo practican el viejo hábito de la especulación sin pruebas, de la invención de historias y hasta de actos de telepatía politológica, donde son capaces de saber lo que piensan los actores. Personajes y personajillos de nuestra vida política aparecen entonces como los protagonistas de novelones o novelitas de cálculo y ambición, de lágrimas, bostezos y risas, que son relatados también por personajes o personajillos de medios que desmenuzan hasta la náusea las palabras, los gestos y las poses de los observados.
La vida política se vuelve entonces en un juego de espejos rotos, en la que los políticos y funcionarios juegan un aburrido juego de cartas marcadas, que simplemente basta mirar a través de los medios para comprender el desarrollo y el desenlace del juego, y en la que los narradores se dedican a trasmitir a multitudes imaginarias sus fobias, impresiones y certezas. El narrador se vuelve un actor más de la política, pero no corre nunca con los riesgos del político y la política profesional. La imaginería y el delirio de los medios se han vuelto directamente proporcionales a la grisura, la ineficacia y la opacidad de la política profesional. La danza de sombras entre medios y política se ha convertido en el signo indomable del presentismo político.

Wednesday, September 30, 2009

1968:imágenes y representaciones

Estación de paso
1968: imágenes y representaciones
(Señales de humo, Radio U. de G., 1 de octubre de 2009.)
Adrián Acosta Silva

Hay una imagen –una fotografía tomada por Pedro Meyer- que ilustra las primeras ediciones del libro de Luis González de Alba, Los días y los años, en la cual un joven estudiante, parado en el toldo de un automóvil, habla frente a una multitud imprecisa que camina por las calles del D.F. Algunos prestan atención a sus arengas, portando pancartas que llevan palabras contra la represión, mientras que otros lo ven de reojo y algunos más no le prestan demasiada atención, entre risas y semblantes serios. Es una imagen hermosa, que simboliza muchas cosas, evoca otras, oculta algunas. La primera, la más evidente, es que se trata de un acto de libertad, en la que la voz de un joven parece representar la voz de muchos. La otra es la multitud misma: la imagen de una masa en movimiento, atenta y dispersa, habitada por jóvenes inconformes, protestando contra actos de la autoridad.
Esa imagen representa, insisto, muchas cosas del 68 y sus desprendimientos sociopolíticos y culturales. Simboliza el espíritu de libertad, de rebelión, de comunidad. Se trata también del ejercicio abierto de un derecho constitucional, el de expresión y manifestación de las ideas, un derecho que había sido prácticamente eliminado en los años largos del autoritarismo posrevolucionario mexicano. Pero la fotografía congela un momento, un contexto y una idea: es una rebelión anti-autoritaria, en contra de un estado de cosas asfixiante y represor, frente al cual había que oponer resistencia y enarbolar palabras como democracia, libertad y justicia. Y hacerlo además de manera festiva, sonriendo, ejercitando el humor y el carácter desafiante de la risa, esa muestra de irreverencia asociada al diablo y que tanto molesta a las mentalidades autoritarias y religiosas, como señala Milan Kundera en El libro de la risa y el olvido.
Las imágenes y las palabras continúan alimentando de forma poderosa el significado, o los significados, del movimiento estudiantil de 1968. De ahí abrevan las interpretaciones liberales, revolucionarias y hasta conservadoras del cambio político mexicano. Entre las elites políticas e intelectuales de hoy, persiste cierto debate en torno a lo que el 68 representa en términos sociológicos, históricos, políticos o culturales. En el santoral laico edificado desde hace más de 4 décadas, el 2 de octubre es una fecha relevante, una marca, un punto en la historia moderna del país que se manifiesta cada año en una enorme cantidad de artículos, reseñas, memorias, fotografías, documentales, películas, entrevistas a los protagonistas, mesas redondas. Se organizan marchas y mítines, se prenden veladoras por los muertos, se guardan minutos de silencio. Creencias y mitos, hechos e interpretaciones, representaciones simbólicas, nutren generosamente el imaginario y las prácticas políticas que se reconocen en el espejo del 68.
Pero hay también el lado oscuro de los saldos del movimiento. Es el relacionado con las prácticas violentas y los nuevos autoritarismos que se alimentan con nostalgias generalmente inconfesables de un pasado que nunca existió, como canta Sabina. Es la historia de la guerrilla urbana, del radicalismo depredador y la hiperpolitización salvaje que aún se desarrolla dentro y fuera de las universidades públicas. Es la moralina conservadora que exhuman gobiernos panistas, priistas y perredistas en diversas ciudades, que aspiran a un orden dominado por la disciplina y las tradiciones, con su correspondiente carga de exclusión, intolerancia y autoritarismo. Es el asambleísmo que domina aún las prácticas políticas en muchas organizaciones estudiantiles, sindicales y políticas, que apelan al espíritu del 68 para legitimar un discurso envejecido y antidemocrático.
En fin. El 68, sus palabras, sus imágenes, sus interpretaciones y prácticas, sus actores, sus nostalgias, sus logros y sus déficits, nos han acompañado en los últimos cuarenta y un años. Hoy se puede apreciar con mejor perspectiva la magnitud de sus impactos, la densidad de su complejidad sociopolítica y cultural, sus aportes a lo que hoy tenemos en nuestra vida pública. Entre los claroscuros, sin embargo, yo me quedo con sus luces: las que apuntan hacia la democracia y hacia la libertad, las que representan el ejercicio de los derechos cívicos, y las que fortalecen las prácticas ciudadanas. Prefiero seguir creyendo en la imagen del joven estudiante parado en el toldo de un automóvil, dirigiéndose a una multitud expectante y en movimiento, mientras en el fondo suena, como soundtrack de la época, la guitarra de Eric Clapton con Jack Bruce y Ginger Baker con Cream, la voz de Lennon en “Hapiness is a Warm Gun”, o las atmósferas alucinantes de Jim Morrison y los Doors en “The End”, mientras que al otro lado de la calle se escucha con fuerza “Mi gran noche” con Raphael, o “Hazme una señal”, de Roberto Jordán. Esa es la postal que puede caracterizar al 68, y que ilumina un movimiento sin el cual el país no sería lo que es hoy: una democracia de baja intensidad y escasa productividad pero democracia al fin; una vida pública plural pero capturada por zonas de intolerancia de izquierdas y derechas de diverso origen y motivaciones; una vida política que se debate entre el aislamiento de los partidos políticos y el activismo de algunos particulares. A cuarenta y un años, 1968 es un recuerdo pero también, por lo menos en parte, un proyecto inconcluso: el de un país más democrático, justo y libre.

Monday, September 21, 2009

Violencia, prudencia y espectáculo

Estación de paso
Violencia, prudencia y espectáculo
Adrián Acosta Silva
(Señales de Humo, Radio U. de G., 17 de septiembre, 2009)
Ciudad Juárez es desde hace tiempo un lugar demonizado (juzgado y condenado) por los medios nacionales e internacionales. Por las muertas de Juárez, o por las narco-ejecuciones de hoy, la ciudad es percibida como la “más violenta del mundo” dicen los diarios, o como el sitio en el cual no existe ni ley, ni orden, ni seguridad. Para algunos de sus habitantes, esa imagen es exagerada, incorrecta o incompleta, mientras que para otros es, por el contrario, mucho peor. Pero el hecho es que la gente sale todos los días a trabajar, va a la escuela, aprende a lidiar con el riesgo, y hasta organiza carnes asadas con cerveza los sábados y los domingos en sus casas o en el parque de El Chamizal, a unos metros de la frontera con El Paso.
¿Qué explica imágenes y prácticas tan contrastantes? Eso es un terreno de polémica y de apreciaciones, pero, bien visto, es un fenómeno que ha ocurrido antes y ahora, en otros lugares. Simplemente, hay que recordar cómo era vista por los medios la misma Guadalajara en los años setenta (con la guerra entre la FEG y la FER, o los bombazos de la Liga 23 de septiembre), como una ciudad comparable a Beirut, en Líbano, en plena guerra civil. Las apariencias y las creencias, por supuesto, siempre engañan.
Las cifras del miedo que proporcionan los medios de comunicación todos los días han colocado el tema de la violencia y el crimen como las señas de identidad de una sociedad en proceso de descomposición. Si uno hace caso a lo que dicen la prensa o la televisión, la situación de Juárez, Tijuana o Culiacán, hacen palidecer lo que ocurre en Irak o en Afganistán con la ocupación estadounidense. Eso ocurre si se mira el espejo que nos muestra a todo color y todos los días la república de los medios. Pero es un tipo de violencia específica, la criminal, la que ocupa el centro de la atención de medios, políticos y analistas, que la interpretan de muy distintos modos: como efecto de la pobreza y la desigualdad, de la inseguridad pública, de la mala educación, de la falta de valores, o, en el extremo de la desesperación espiritual, de la ausencia de la fe en Dios, o de Dios mismo, como aseguran con certeza inconmovible nuestros pastores laicos y religiosos.
La violencia que registramos es en efecto un fenómeno complejo que responde a diversas causas y que puede ser leído desde muy distintas posiciones teóricas o ideológicas. ¿Qué es lo que inhibe o minimiza la violencia criminal? Algunos dirán que una buena educación, otros que más policías y penas más duras, otros, como el Presidente Calderón, que toda la fuerza del Estado, con el ejército al frente y a los costados. Sin embargo, el tamaño y la densidad del fenómeno pueden ayudar a descifrar la complejidad del asunto, pero también a calibrar el tamaño y precisión del esfuerzo público para afrontar el problema.
El sociólogo Fernando Escalante muestra, en el número de septiembre de la revista Nexos (www.nexos.com.mx) que en realidad tenemos menos violencia hoy que en 1990. Con cifras y datos, muestra como la dura realidad de los números ilustra una violencia que no es la que nos muestran los medios. Tenemos más bien una re-localización de la violencia homicida que ha pasado del medio rural al urbano, y del sur hacia el centro y sobre todo el norte del país. En otras palabras, según Escalante, tenemos una nueva geografía de la violencia, pero también una reducción de sus indicadores e índices en muchas zonas, y el incremento relativo en algunas ciudades y regiones.
En estas circunstancias, la “cultura del miedo” –lo que eso signifique- parece haberse anidado en la república de los medios, más que en la cultura de los ciudadanos de la calle. Y eso no significa que las ejecuciones y los muertos, los secuestrados, los decapitados y desmembrados o quemados, no sean cosa de todos los días, que sean fruto de una pura invención mediática. No es eso. Lo importante es como esos datos no se reflejan en las prácticas de los ciudadanos de todos los días. Para decirlo de otro modo, si el miedo que transmiten los medios fueran de la magnitud cotidiana de sus imágenes sangrientas, Juárez y el país estarían paralizados por el miedo, y no escuchando música y organizando carnes asadas cada fin de semana. Eso muestra que las percepciones y representaciones del espectáculo de la violencia enfrentan, día a día, el filtro de la prudencia y escepticismo de los ciudadanos. Frente a la imagen de anarquía y desorden que pintan los medios, se imponen las rutinas, estabilizadoras y silenciosas, de la vida cotidiana.

Wednesday, September 02, 2009

Educación, ciencia y cultura: los vínculos extraviados

ESTACIÓN DE PASO
Educación, ciencia y cultura: los vínculos extraviados
Adrián Acosta Silva
(Señales de Humo, 3 de septiembre, 2009).

Instalados en la coyuntura del tercer informe presidencial, bajo el clima de aires encontrados entre el voluntarioso optimismo calderonista y el consolidado escepticismo público, el tema educativo reaparece como el telón de fondo de buena parte de nuestros grandes y graves problemas nacionales. Situados frente al drama de nuestra catástrofe educativa, en la cual reprueban niños, jóvenes y profesores, y en donde al lado de las lamentables condiciones de desempeño del sistema público de educación han florecido como hongos en tiempo de lluvias una multiplicidad de escuelas particulares de educación básica y superior en las poblaciones urbanas del país, la impresión de que estamos atrapados por la bestias negras de la incredulidad se recrudece frente al tamaño de los desafíos que enfrentamos desde hace tiempo.
Hoy, más de 32 millones de estudiantes están en alguna escuela del sistema educativo, en el cual laboran cerca de un millón y medio de profesores, que interactúan en 200 mil escuelas de todos los niveles educativos. Aunque hay zonas y territorios alimentados por prácticas educativas exitosas, en términos de sistema tenemos desde hace décadas un deterioro paulatino e irreversible del clima escolar y de las aportaciones y vínculos de la educación con el mundo social, cultural y productivo. A pesar de que se han emprendido diversas acciones e inyectado recursos cuantiosos al mejoramiento del sistema, ni la calidad ni la eficiencia ni el impacto de la educación han podido reflejarse positivamente en el bienestar, ni el progreso tecno-científico ni económico de la población mexicana.
No hay una explicación simple de lo que nos ha ocurrido, ni tampoco existen recetas milagrosas que permitan encontrar soluciones mágicas a nuestros problemas. Eso es ya parte de la sabiduría convencional de nuestro tiempo, aunque nunca faltan quienes afirman tener a la mano el aceite de serpiente que nos curará de todos nuestros males públicos y hasta privados. Sin embargo, sospecho que hay una relación fundamental que parece estar ausente en el análisis de lo que está ocurriendo en la educación mexicana: la relación entre educación, ciencia y cultura. Trataré de argumentar un poco esa intuición.
Uno de los motores que movilizaron durante décadas a la educación fue el de relacionarla con la cultura y con la ciencia. Eso lo sabía muy bien José Vasconcelos y la élite científica y política que le acompañó en el proyecto de construcción de la escuela pública mexicana. El Estado educador tuvo como eje el ligar la escolarización con la formación científica y cultural. Algo pasó desde los años setenta del siglo pasado que esa relación se desvaneció a la par del agotamiento de la escuela pública, la emergencia de un poder sindical depredador de los recursos, y la colonización de la educación por parte de intereses políticos, públicos y privados. Las crisis económicas experimentadas con crueldad cíclica desde los años setenta, han profundizado las rupturas y los abismos que separan a la educación con el pensamiento científico y la difusión y creación cultural. El resultado es lo que tenemos al frente y a los costados: una educación de mala calidad (pública o privada, no hay grandes diferencias), una ciencia aislada de la educación, poco desarrollada y mal atendida por el estado y por el mercado, y una cultura alimentada indistintamente por la charlatanería de ocasión, las modas internacionales, o por un cosmopolitismo ramplón disfrazado de innovación y creatividad.
Los descubrimientos científicos clásicos, la transmisión del saber, la buena literatura, son considerados como relativos en el espíritu de la época que acompaña los vínculos rotos a que me refiero. En nombre de la innovación y la creatividad, de la racionalización y de la rendición de cuentas, de la calidad, de la evaluación y sus derivados, la educación, la ciencia y la cultura se han aislado y han profundizado sus separaciones, y la simulación, el novedismo y hasta la metafísica han sustituido al gran proyecto educativo y cultural que pretendía la formación de ciudadanos abiertos al conocimiento, a la cultura y a la ciencia clásica y moderna. El canon científico-cívico-educativo ha sido sustituido por el canon de la impostura y la ignorancia franca. La política y la economía, la vida cultural y social, las escuelas públicas y privadas, son campos donde han cultivado y florecido figuras que representan muy bien el deterioro brutal del sentido institucional y social de la educación mexicana. Del expresidente Fox al millonario Vergara, de nuestro inagotable Gobernador a las torpezas y tropelías de la Maestra, del niño Verde a Juanito (ese grotesco personaje de la República de Iztapalapa), nuestra vida pública cosecha los frutos de temporada que el quiebre de los vínculos entre educación, ciencia y cultura ha producido en estas tierras tropicales.

Wednesday, August 19, 2009

Woodstock

Estación de paso
Woodstock
Adrián Acosta Silva
La obsesión por las celebraciones es una manía moderna, uno de los rasgos constitutivos de nuestras prácticas políticas y culturales. Celebramos cosas de muy diverso calibre: cumpleaños, días de la madre, refundaciones institucionales, aniversarios de bodas, centenarios, bicentenarios. Y se suele olvidar que no se celebra el pasado remoto o el reciente, sino el presente inescapable; la ilusión de que algún acontecimiento del pasado le dé algún sentido y significado a la dictadura del presente. Por supuesto, celebrar es una decisión nutrida por muy diferentes causas: personales, políticas o mercantiles, depende del sapo y la pedrada, del evento y sus significaciones, pero en todos los casos celebrar es una fantasía organizada para dotar de cierta trascendencia moral, política o histórica a un evento del pasado.
Woodstock, por supuesto, no escapa a estos rituales y manías celebratorias. 40 años después de aquel verano del 69, los medios han recordado en diversos tonos el Festival de Arte y Música realizado durante tres días (del 16 al 18 de agosto), en una granja del estado de Nueva York, y en el que participaron 22 cantantes y grupos que protagonizaron el espectáculo frente a un hormiguero de cientos de miles de asistentes. A tono con el hecho, se acaba de poner en circulación una edición de lujo conmemorativa del festival, a partir del célebre documental de Michael Wadleigh de 1970, que contiene escenas inéditas y buena parte de la parafernalia hippie de los años sesenta que en Woodstock encontró su canonización definitiva.
En esta edición, una colección interesante de fotografías registran el acto y a los actores. Un individuo estrafalario que camina entre la multitud vestido como una especie de arlequín hippie; otra que muestra hombres y mujeres jóvenes bañándose desnudos en el río, en actitud desprejuiciada y de felicidad; niños jugando entre el lodo y la hierba, frente a un camión multicolor habitado por sus padres; Jerry García ofreciendo un cigarro de mota al fotógrafo. Son imágenes muy conocidas, desde luego. Sin embargo, hay un par de fotografías que me atraen de manera particular. Una es la de un grupo de jóvenes acostados encima de un auto de la policía; la otra es la de un helicóptero de la guardia nacional recogiendo a un joven que llevan en camilla. Son las postales que revelan algo implícito en el orden del caos que significó Woodstock: las fuerzas del orden apoyando la fantasía organizada. En medio de las drogas, el amor y la música, del lodazal y de la alucinación psicodélica, de la basura y del humo, policías y militares apoyando el evento, resolviendo problemas, trasladando enfermos, o sirviendo de descanso a jóvenes cansados y probablemente hambrientos. Mis simpatías están con Canned Heat y la Joplin y Hendrix, y con Joe Cocker y su camisa teñida con ligas y anilina de colores, con los jóvenes participantes de torsos desnudos y senos al aire, pero también con los policías y militares, personajes incómodos de cualquier fantasía libertaria.
¿Qué significa la Nación de Woodstock, hoy? Apunto cinco temas:
1. El fin de la utopía comunitaria hippie y el comienzo de la industrialización y comercialización del rock. El sueño contracultural de aquellos baby boomers se convirtió en la cultura hiperconsumista de hoy.
2. La confirmación de que para muchos las drogas -como para otros el alcohol- son instrumentos esenciales para convivir más o menos civilizadamente en una sociedad conflictiva. Ya lo dijo el sabio: la realidad es una alucinación provocada por la falta de alcohol (o de drogas, añadiría yo).
3. La legitimación de una moralidad centrada en la libertad y la paz, que con el tiempo se convirtió en una de las fuentes de creación política y cultural más potentes del final del siglo XX.
4. El reconocimiento de que una fantasía colectiva no puede durar demasiado tiempo sin convivir con los demonios de la política. En otras palabras: una experiencia comunitaria del tamaño de Woodstock se prendió y consumió en el acto, sin una agenda intelectual y política de largo alcance. El fenómeno de “combustión instantánea” del concierto, mostró la fuerza que había alcanzado el hippismo de los años sesenta, pero también sus límites e imposibilidades. Eso es justo lo que llevaría poco después a afirmar a John Lennon aquello de que el sueño había terminado.
5. El rasgo esencial del Festival no fue su politización o despolitización, sino su carácter fugaz y traicionero. Woodstock fue ante todo un estado de ánimo, no un proyecto sociocultural ni político.
En México, Woodstock fue percibido como un acontecimiento lejano y distinto. Años después, en 1971, tendríamos nuestra propia versión criolla: Avándaro. Hoy, la nación de Woodstock representa la fantasía que se convirtió en liturgia, el fuego rebelde que se consumió en tres días y de cuyas cenizas se forjaron nostalgias falsas y mitos verdaderos.

Tuesday, July 21, 2009

La naturaleza de la bestia

Estación de paso
La naturaleza de la bestia
Adrián Acosta Silva
(Señales de Humo, Radio U. de G., 23 de julio, 2009.)
En una memorable escena de “Los secretos del poder” (el thriller policiaco-político-periodístico dirigido por Kevin MacDonald, estrenado hace apenas unos meses), el personaje interpretado por Russell Crow, un periodista, conversa con su amigo, el congresista interpretado por Ben Affleck, en torno a sus aspiraciones políticas futuras. El congresista afirma, con la claridad y aplomo del político profesional: buscar un puesto más alto, en el cual desarrollar sus proyectos políticos. El periodista le comenta: “Claro. Es la naturaleza de la bestia: un puesto público”.
La escena sirve para iluminar un poco la naturaleza de un oficio viejo: la política. No es quizá el más antiguo del mundo pero sí uno de los más controvertidos, complicados y, en cierto modo, exigentes. Y la política requiere por lo menos de un par de condiciones importantes: visibilidad y carácter. La primera implica coleccionar puestos públicos, estar en la jugada política, construir cierta imagen de confianza y credibilidad, participar en las decisiones, intervenir en los conflictos y negociaciones, proponer acuerdos y compromisos. El carácter implica otras cosas: aprender a correr riesgos, soportar críticas, convivir con la posibilidad del fracaso o la traición, saber construir amistades pero también adversarios, lidiar con comportamientos hipócritas, cálculos egoístas, tener la capacidad personal para proponer proyectos y suscitar simpatías, consensos, a veces unanimidades. La política por supuesto tiene su lado obscuro, ese que Weber o Maquiavelo asociaban cada uno a su modo con la disposición de recibir el beso del diablo, de ofrendar el alma a los demonios de la incertidumbre, de los acuerdos inconfesables para conseguir trofeos y puestos. Es la doble naturaleza del político y de la política, la de generar expectativas y proyectos, pero también la capacidad de endurecer la piel frente a las críticas, las amenazas y las pérdidas.
El oficio tiene por supuesto sus rituales, sus reglas y sus modos. Pero es el contexto el que determina en alto grado el perfil del político, sus posibles trayectorias, sus riesgos y recompensas. Y en México el entorno ha propiciado la aparición de políticos con diversas capacidades y virtudes. También explica los comportamientos canallescos de los políticos y de los partidos, sus extravíos y sus corruptelas, la degradación de la política, el desencanto y el malestar de muchos ciudadanos. De manera paralela, en la etapa post-priista que se inició con el gobierno foxista, el clima intelectual de la época se ha empobrecido de manera asombrosa y al parecer inevitable, un clima en el cual el reclamo a la clase política y a la partidocracia se confunde con los arranques santificadores de la ciudadanía y la sociedad civil. El resultado es la era de la confusión, en la que las élites políticas y las élites cívicas o empresariales hablan un lenguaje altisonante, basado en la demonización de la política y la beatificación de la vida civil, del discurso del pueblo bueno y noble o de los ciudadanos responsables y participativos. Nada nuevo ni reciente –ni exclusivo de nuestro país, por lo demás- pero que sorprende por su persistencia en un contexto donde desde hace rato todo lo sólido se disuelve en el aire, como señalaran Marx y Engels hace ya muchos años.
Sospecho que esta confusión, sin embargo, es una confusión que ocurre entre las elites representativas y de privilegio que promueven los reclamos, los debates y las propuestas. Es un discurso estridente lleno de denuncias, remordimientos y culpas, de arrepentimientos y promesas. Como vimos recientemente, los políticos de la derecha panista gustan mucho de ofrecer disculpas y pedir perdón, los políticos priistas se inclinan por sus promesas de que no lo volverán a hacer, mientras que desde la izquierda perredista, petista y lopezobradorista se apuesta a la purificación y al salvamento nacional. Las elites de privilegio, conformadas por una mezcla extraña de organizaciones y liderazgos empresariales, académicos o intelectuales, personajes y personajillos de la clase media y alta de las ciudades y pueblos, expresan en distintos tonos y modos la necesidad de conversión de la política depredadora de recursos y valores hacia la política de la virtud y la corrección, del buen gobierno y de la moral pública.
En estas circunstancias, suele olvidarse la naturaleza de la bestia de la que hablábamos al principio. Una naturaleza que puede ser vista como una maldición o como un signo del carácter indomable de la razón o el instinto político. Una naturaleza, además, que explica la imposibilidad de que los ángeles sean capaces de gobernar en esta tierra convulsiva, y que ayuda a reconocer con realismo los límites y posibilidades de la acción política, de la política y de los políticos. Sumidos desde hace tiempo en las aguas profundas del escepticismo, ese reconocimiento es quizá la única forma de recuperar la importancia de la política en los tiempos postelectorales.

Monday, July 06, 2009

En presencia del señor

Estación de paso
En presencia del Señor
Adrián Acosta Silva
(Texto preparado para el programa Señales de Humo, de Radio U. de G., 9 de julio de 2009)

El sentido del humor de Jorge Luis Borges era legendario, a veces particularmente agudo, filoso, demoledor. En alguna ocasión- relata Roberto Alifano en El humor de Borges- le preguntaba un reportero al célebre escritor de El Aleph, que había de cierto en torno a su marcado y público agnosticismo, a lo que el gran escritor argentino respondió: “He cambiado muy poco. De hecho, soy tan escéptico que hasta comienzo a creer en Dios”.
Algo así puede ocurrir a quienes en algún momento dudaron de la inspiración casi religiosa del Dios de Todas las Guitarras, Eric Clapton. Si en los años sesenta aparecieron decenas de extraños graffitis por toda Londres afirmando aquello de que Clapton is God, al finalizar la primera década del siglo 21 de nuestra era, una grabación nos revela contundentemente que Dios no existe y Clapton es su profeta. Una señal irrebatible circula ya en México: el disco en vivo que Clapton y Steve Winwood -el ex integrante de grupos como Spencer Davies Group, Traffic, y efímero compañero de Clapton en Blind Faith- grabaron en ocasión de una serie de conciertos apenas el año pasado en el Madison Square Garden de Nueva York. El DVD correspondiente no tiene desperdicio: las imágenes, las entrevistas, los sonidos, el espíritu lúdico y la fiesta acompañan el ritual de dos músicos legendarios del rock contemporáneo.
El par de sesentones reflexivos que hoy son, revivieron fugazmente a los jóvenes impulsivos que fueron en los años sesenta, en un ejercicio de resurrección del espíritu de la época que alimentó con ferocidad la era dorada del rock. La potencia de la rola que abre el concierto (Had to Cry Today, de la época de Blind Faith) se combina con el blues de una clásico (Rambling on my Mind, de Robert Johnson), mientras que la guitarra mágica de Clapton suena mejor que nunca en After Midnight, de J.J Cale. Para exorcizar cualquier intento de nostalgia, basta escuchar Double Trouble o Presence of the Lord para constatar que el rock aún vive, y pasa sus días entre Nueva York, Londres o Guadalajara; que no es una rémora ni un testamento, sino un acto de demostración de las propiedades curativas y festivas de la música clásica de la segunda mitad del siglo pasado. Voodoo Chile, aquel viejo himno de otro santo del panteón rockero, Jimi Hendrix, es el pretexto perfecto para mostrar como la reinterpretación de los apóstoles es también un acto de creación divina.
Para quienes reconocemos en el rock una buena parte de nuestra educación sentimental, escuchar los dos discos del álbum supone -acaso instintivamente- realizar un acto sagrado: hincarse y pedir perdón por los pecados. Ya se sabe, el perdón, el arrepentimiento y las culpas gobiernan de manera frecuente los sentimientos individuales y colectivos. Pero para los infieles que nunca faltan, quizá sea mejor y más adecuado sentarse cómodamente, escuchar o ver los discos con una cerveza fría al lado, y dejar que la guitarra y las voces de los profetas Winwood y Clapton se adueñen un rato de nuestras sinrazones, de nuestras emociones y reflexiones. Ahora que ya no hay tiempo para (casi) nada, en que los sonidos de la época están marcados por la prisa y la desesperación (¿quién puede pensar, por ejemplo, con el ruido que impone escuchar “Como perro atropellado” de la Arrolladora Banda El Limón sonando a todo volumen en el automóvil que pasa a un lado?), un acto de rebelión como es el dedicarse exclusivamente a escuchar un buen disco, supone también la realización de un pequeño acto civilizatorio. Con suerte, en ese momento el viejo escepticismo de los agnósticos ceda el lugar a la nueva ironía de los creyentes, justo como le ocurrió a Borges.

Wednesday, June 24, 2009

La urna y la vida

Estación de paso
La urna y la vida
Adrián Acosta Silva
(Señales de Humo, Radio U. de G., 25 de junio 2009.)

Me arriesgo a comentar en esta nota un tema que, sospecho, no es popular ni goza de demasiada estima entre los radioescuchas: el de las elecciones. La buena noticia es que la próxima semana terminarán por fin los procesos electorales y se sabrá cómo se resolverán los equilibrios políticos para los próximos tres años. Pero no voy a hablar aquí de los problemas de representación política, de la calidad de lo que hemos visto ni de especular en torno a los significados de las elecciones, de los electores y de los posibles elegidos. Me voy a concentrar en conversar con ustedes en torno a algunas cosas de lo que probablemente ocurrirá el día 5 de julio, entre las 8 de la mañana y las 6 de la tarde, es decir, lo que puede ocurrir en la jornada electoral, en la que casi un millón de ciudadanos en todo el país participarán como funcionarios de casilla o representantes de los partidos políticos en cada mesa electoral . Y para ello voy a apoyarme en lo que escribió hace casi medio siglo el célebre escritor Italo Calvino en La jornada de un escrutador (1963), un relato basado en las observaciones de un participante en el transcurso de unas elecciones locales en su país, Italia. Es un relato crudo que, en palabras del propio Calvino, le significó diez años de trabajo, muchas noches de insomnio, y varios meses de incapacidad para escribir otra cosa.
En ese libro, el personaje central (Amerigo Ormea) un militante comunista, participa como representante de partido en una mesa electoral en Turín. A partir de ahí, registra y reflexiona en torno al comportamiento de los funcionarios y de los ciudadanos que llegan a depositar su voto. Amerigo había aprendido que “los cambios en política se producen por caminos largos, y que no era cosa de esperárselos de un día para otro, por un giro de la fortuna”. Por otra parte, estaba seguro de que en política (como todo en la vida) cuentan solamente dos cosas: “no hacerse demasiadas ilusiones, y no dejar de creer que cualquier cosa que hagas puede servir”. Con estos principios sólidos, el personaje de Calvino participa en el día de la elección.
El relato registra la llegada de ciudadanos a la mesa de votación, describiendo una colección de personajes que encarnan el sentido de construcción y los absurdos cotidianos: el aburrimiento y el entusiasmo van de la mano al instalar la casilla electoral, las cajas, las sillas, la mesa. Desfilan a lo largo del día personajes que evocan reflexiones al narrador: el paralítico que llega a votar, el idiota, la enana, la monja, el hombre de los muñones, el cretino. La rutina soñolienta que impone la norma sólo se ve alterada por pequeñas discusiones entre los miembros de la mesa –los funcionarios electorales- en torno a sus interpretaciones de lo que es válido o no, de la corrección del voto, del comportamiento de los electores.
Sin moralina ni pretensiones intelectuales, Calvino logró hacer de un ritual generalmente aburrido y solemne, un relato estupendo en torno a la vida cívica y la vida a secas, que quizá sea pertinente para ver las elecciones mexicanas de otro modo. Ahora que el ruido de las campañas, los pleitos y el aburrimiento han hecho presencia arraigada en la democracia mexicana, tal vez habría que recordar que la política y las elecciones son también parte de la vida cotidiana de individuos y ciudadanos, en la que el sinsentido y las pasiones, la infelicidad natural y las pérdidas, la razón y las emociones, habitan el sencillo acto de ir (o no ir) a votar.

Friday, June 12, 2009

Voluntarismo anulacionista

El voluntarismo anulacionista
Adrián Acosta Silva
El desencanto democrático mexicano ha disipado rápidamente los optimismos y certezas que alimentaron de combustible el fuego de la transición política iniciado hace casi dos décadas, para ceder el paso rápidamente al pesimismo, el enfado y la molestia por el pobre desempeño de la política y la democracia que tenemos. Habrá que reconstruir con paciencia y precisión de relojero que sucedió en el camino, cómo en menos de una década las expectativas y los ánimos esperanzadores fueron demolidos por los hechos, o de cómo las percepciones y representaciones del cambio fueron cambiando el imaginario y las prácticas políticas del sistema, o de nuestra élites políticas e intelectuales, si es que ello ocurrió así. Mientras tanto, nuevas voces se han alzado recientemente para clamar al cielo abierto de los medios la propuesta por sustituir el voto útil o el voto a secas, por el voto nulo, como una forma de protesta contra el sistema de partidos.
El razonamiento de esta perspectiva es más o menos así: a) Los partidos no representan a nadie más que a sí mismos, alimentando el círculo vicioso de la partidocracia, por lo que existe un hartazgo de los ciudadanos que es preciso expresar de alguna forma; b) el abstencionismo no beneficia más que a los propios partidos, por lo que es necesaria una participación electoral activa de los ciudadanos rechazando por igual a todos los emblemas; c) sólo una acción políticamente fuerte, es decir un porcentaje alto de votos nulos, puede servir para que los partidos y el régimen político cambien; d) ello servirá para que surjan mejores políticos y representantes de la sociedad civil.
No comparto ni el diagnóstico ni la receta ni el pronóstico. Esta son mis razones y, si no les gustan - como diría Groucho, el sabio- …tengo otras.
1. El hartazgo ciudadano. No me parece un argumento sólido el invocar al hartazgo como la causa del movimiento anulacionista. Los activistas de este o cualquier movimiento, o partido político, suponen que sus diagnósticos son compartidos por otros ciudadanos, y esos es un tema frecuente de extravíos y alucinaciones del pasado y del presente. Sin negar que en algunas franjas de los ciudadanos exista el hartazgo –obvio en el caso de los impulsores del movimiento referido-, me parece que existen otras formas de percibir la vida política que no aparecen en el razonamiento. ¿Por qué se descuida sistemáticamente valorar el peso que tiene el escepticismo o la indiferencia de muchos ciudadanos frente a la política y los partidos? A esas franjas no les interesa participar en la política pero tampoco en organizar movimientos anulacionistas o abstencionistas de ninguna índole. Es la “mayoría silenciosa” de infieles, que compone zonas extensas de la ciudadanía, y que sistemáticamente elude cualquier forma de participación política, incluido por supuesto el voto mismo. En otras palabras, el hartazgo es sólo una manifestación parcial –y cuantitativamente imprecisa- del descontento ciudadano, e invocarlo como causa general del anulacionismo sólo significa alimentar el reducido activismo de una franja ambigua del electorado mexicano que se ha asumido como intérprete oficiosa de causas ambiguas.
2. La receta. Anular el voto expresa muchas cosas, no solamente el hartazgo. Pueden ser comportamientos lúdicos, berrinches de ocasión, malhumor, malestar, preocupación. No se puede saber con precisión los motivos de anular el voto y los votos nulos son tan viejos como la historia electoral mexicana. En las elecciones del 2006 (en el caso de las presidenciales), por ejemplo, alcanzaron cerca del 2.1% de la votación total, que significó en todo caso casi un millón de votos (contra 41 millones de votos válidos). El efecto sobre los partidos y el sistema político es, sin embargo, igualmente nulo. Se cuentan pero no afectan el resultado de la votación y menos aún el desempeño posterior de los partidos y de los políticos. Anular el voto en las actuales circunstancias puede ser interpretado de varios modos y humores, pero resultará imposible determinar el peso y orientación que tienen para el proceso electoral y para el sistema de partidos. Al anochecer del 5 de julio se podrá saber si el 2% se elevó de manera significativa o no, pero no se podrá saber qué motivó específicamente a los ciudadanos para nulificar su voto.
3. El pronóstico. El cálculo de que un porcentaje alto o significativo de votos nulos (lo que eso signifique) servirá para cambiar al sistema de partidos es una hipótesis heroica. A lo más, servirá como llamada de atención a un sistema de partidos que está diseñado –aquí, en Francia o en Italia- para que los partidos busquen votos y alcancen posiciones, y luego desempeñarse de acuerdos a sus propios intereses, ideologías y cálculos egoístas. De eso se trata la democracia, y el secreto es buscar un equilibrio de la representación plural de los intereses de la ciudadanía, bajo el supuesto de que ese equilibrio implicará restricciones a los comportamientos canallescos de los partidos. La anulación de votos no es útil ni para cambiar el sistema ni para expresar una forma organizada de descontento.


El malestar, sin embargo, existe. Como sugería el gran economista alemán Albert Hirschmann hace 40 años -en su clásico Salida, voz y lealtad- , al tratar de explicar por qué las instituciones y los sistemas fallan, el voto nulo puede ser leído como la expresión dentro de un sistema que lo permite, es una voz dentro del sistema, no una voz que lo disuelva, ni que implique una ruptura de las lealtades hacia normas, métodos o procedimientos. En este sentido, el anulacionismo es una voz legítima pero vieja, que muy probablemente tendrá los mismos viejos (d)efectos: reproducir el eco de ciudadanos inconformes, que se disipará en el ruido de fondo de la política de partidos.

Wednesday, June 10, 2009

Cultura y política en tiempos electorales

Cultura y política en tiempos electorales
Adrián Acosta Silva

(Texto leído para el programa Señales de Humo, de Radio Universidad de Guadalajara.)
11 de Junio, 2009.

La relación entre cultura y política es una relación problemática, construida a partir de supuestos heroicos, creencias bienintencionadas y muchas monedas falsas, que habitan eso que suele denominarse como “cultura política”. Más aún: es una relación conflictiva y llena de agujeros teóricos y conceptuales, que luego llevan a (o explican las) confusiones prácticas y las ambigüedades retóricas. En el contexto de las campañas electorales que presenciamos, esa relación emerge con fuerza inusual, pues los partidos, sus candidatos, opinadores y periodistas, funcionarios electorales, activistas cívicos, colocan en el espacio público slogans, denuncias, spots, propuestas, berrinches, y variados arranques de sociología o politología instantánea.
Veamos, por ejemplo, los discursos e imágenes de ocasión de los candidatos. Lugares comunes y desmesuras se amontonan en las palabras que publicitan los aspirantes a recibir votos de los ciudadanos. “Trabajar y dejar trabajar”, “Experiencia con resultados”, “Creo en GDL”, “Acción responsable”, “Primero México” , “Así sí, gana la gente”, “Salvemos a México”….Hay desde luego el trabajo de mercadólogos de la política junto con las ocurrencias de los candidatos, pero en términos generales existe un empobrecimiento irrefrenable de la retórica y la imagen de la política, que coloca sus ofertas de temporada en el mismo nivel de la promoción de un detergente o de una marca de automóviles. Ese empobrecimiento tiene un par de supuestos implícitos: primero, que los ciudadanos no requieren de explicaciones ni fundamentaciones discursivas, sino de propuestas y de soluciones concretas; segundo, que la imagen de los candidatos, sus caras sonrientes y optimistas, coloridas, maquilladas, valen más que mil palabras. Es el viejo espectáculo de la política electoral, en el que, como decía Nietzsche hace más de 100 años “el protagonista sale del escenario y es sustituido por el actor”.
El efecto de todo ello es lo que otro clásico y célebre marxista, Groucho, describía como la imagen del político que carga un maletín de soluciones en busca de problemas. “La política” –decía con humor envenenado- “ es el arte de buscar problemas, encontrarlos en cualquier parte, diagnosticarlos incorrectamente y aplicar el remedio equivocado”. Otros, más sofisticados, lo denominan como el efecto de adecuación del discurso electoral a la necesidad de promesas que desean escuchar los votantes potenciales. El resultado es un juego de espejos: el de un conjunto de políticos imaginarios que se dirigen a un conjunto de ciudadanos imaginados. El tiempo electoral ofrece postales oportunas que muestran cómo el malestar político de muchos ciudadanos coincide con el optimismo de los políticos. No hay remedio, es lo que hay.
Quizá lo que está en el fondo del asunto es que presenciamos el valor de uso de una moneda que circula libremente para explicar el fenómeno: no tenemos una democracia de calidad porque no contamos con una cultura política democrática. Es una moneda vieja, de uso frecuente para explicar los desencantos y frustraciones de la política y de la democracia. Luego entonces, debemos empezar por construir lo segundo (la cultura) para tener lo primero (instituciones y actores). Y aquí entramos a terreno minado. ¿Los valores, las prácticas y los hábitos democráticos preceden a las instituciones, las estructuras, o las reglas democráticas? ¿O es exactamente al revés: las instituciones primero, los comportamientos cívicos después? ¿Las dos cosas al mismo tiempo? La política comparada proporciona evidencia empírica de estas trayectorias, con resultados contrastantes. Pero lo que no ofrece es un manual de democracia para dummies, satisfactoria y eficaz, aunque consultores, funcionarios y políticos insistan en que eso es posible. En estas circunstancias, la alternativa es otro juego de espejos: sólo una sociedad de ciudadanos virtuosos y participativos es capaz de construir una política virtuosa. El reino político de los cielos construido por ángeles cívicos.
La cultura política de la transición y el cambio político mexicano se ha macerado al fuego lento del desencanto y los arrebatos partidofóbicos y partidofílicos que observamos desde hace tiempo. Es una cultura que esconde prácticas autoritarias, anarquistas, democráticas, corporativas, clientelares, parroquiales, de vasallaje, o de participación, de activismo bienintencionado, de activismo ingenuo o de acciones que tienen efectos imprecisos. No hay una cultura cívica sino varias, que coexisten entre el conflicto y el pragmatismo, el escepticismo y la indiferencia. Al mismo tiempo tenemos instituciones y reglas que hace no tanto tiempo eran impensables, y que implican un diseño institucional razonablemente adecuado para garantizar un sistema de partidos, la competencia electoral y la libertad de elección de los ciudadanos. Hoy que asistimos al ritual electoral, quizá podamos observar más arriba y más al fondo el tamaño de nuestros haberes y de nuestros déficits democráticos.

Tuesday, June 02, 2009

Por la libertad de Miguel Ángel Beltrán

A la opinión pública

Por la libertad de Miguel Ángel Beltrán Villegas

El pasado 22 de mayo, en las instalaciones del Instituto Nacional de Migración de México, fue detenido, expulsado y entregado a la policía colombiana el profesor Miguel Angel Beltrán Villegas. Doctor en Estudios Latinoamericanos por la UNAM, Maestro en Ciencias Sociales por la Flacso-México, y profesor de la Universidad Nacional de Colombia, el Dr. Beltrán estaba por finalizar una estancia posdoctoral de un año en la UNAM, invitado por el Centro de Estudios Latinoamericanos de nuestra máxima casa de estudios. Sus trabajos de investigación sobre la violencia política en Colombia, sus estudios sobre la historia de la izquierda latinoamericana, y sus preocupaciones sobre el creciente clima de intolerancia política en su país, le habían conducido a constituirse como una voz serena pero firme, crítica e informada sobre los excesos del autoritarismo del oficialismo político colombiano, pero también sobre las deformaciones y desviaciones de grupos como el de las FARC. Sus trabajos publicados en diversas revistas y libros documentan sus ideas y convicciones, así como su trabajo como profesor en varias universidades colombianas.
La detención y ahora el encarcelamiento del Dr. Beltrán, acusado por el propio Presidente Álvaro Uribe como uno de los “máximos dirigentes de las FARC en el exterior”, revelan una injusticia y una ilegalidad descomunales, propia de las mentalidades autoritarias, en este caso de derecha. Acusado por el Estado colombiano de ser “narco-terrorista”, el ciudadano Beltrán se enfrenta a acusaciones que no han sido probadas y las enfrenta, además, en un virtual estado de indefensión física y jurídica. La preocupante pasividad del gobierno mexicano frente a los hechos, nos revela una complicidad indignante más que una cooperación fundada en acuerdos internacionales, y confirma la pérdida del vigor diplomático y político que caracterizó a la política exterior mexicana durante un largo tiempo.
Los que suscribimos este documento, conocedores de la trayectoria académica, profesional y personal del Dr. Beltrán, hacemos un llamado a las instancias internacionales y nacionales para defender la integridad física y jurídica del acusado, y exigimos al gobierno colombiano otorgar su libertad inmediata para enfrentar en condiciones dignas las acusaciones de que ha sido objeto. El ataque a las acciones ilegales de grupos y organizaciones, no puede ser respondido con la acción ilegal del Estado colombiano frente a ningún ciudadano, y menos aún con aquellos que han ejercido con responsabilidad, rigor y convicción el libre pensamiento y la crítica a las injusticias e incapacidades políticas del gobierno colombiano. El tamaño de las acusaciones que enfrenta el Dr. Beltrán Villegas, y el oscuro procedimiento empleado para su detención y procesamiento judicial, nos llevan a pensar que estamos frente a un atropello injustificable de los derechos de un ciudadano colombiano de pensamiento libre, un profesor universitario comprometido con el desarrollo intelectual y académico universitario, y un amigo y colega que no ha hecho más que ejercer el derecho al libre pensamiento y expresión de las ideas, uno de los valores sustantivos de las democracias contemporáneas.

Adrián Acosta Silva (U. de G, México), Armando Alcántara Santuario (UNAM, México), Julián Bertranou (Escuela de Política y Gobierno, U. San Martín, Argentina), Antonio Camou (U.N. de La Plata, Argentina), Hugo Casanova Cardiel (UNAM), Martha Vicente Castro (Investigadora de la ACS, Calandria, Lima), María Cruz Mora Arjona (México), Ragueb Chain Revueltas (UV, México), Mario César Constantino Toto (UV, México), Rafael Cordera Campos (UNAM), Osmar Gonsales (Universidad Nacional de San Marcos, Lima), Jorge Hernández L (U. del Valle, Cali, Colombia), Eduardo Ibarra Colado (UAM-C, México), Alicia Lissidini (U. N. de San Martin, Arg.), Sara Makowski (UAM-X, México), Alma Maldonado-Maldonado (U. de Arizona), Norma Alejandra Maluf (Flacso-Ecuador), Dinorah Miller Flores (UAM-A, México), Mario F. Navarro (U. de Córdoba, Argentina), Imanol Ordorika (UNAM, México), Héctor Padilla Delgado (UACJ, México), Lorenia Parada A. (UNAM, México), Ricardo Pérez-Luco (U. de La Frontera, Chile) Marcela Ríos (PNUD-Chile), Fredy Rivera (Flacso-Ecuador), Manuel Rivera (U. de San Carlos, Guatemala) Roberto Rodríguez Gómez (UNAM, México), Laura Salazar (Universidad Mayor de San Andrés,Bolivia), Adolfo Sánchez Rebolledo (México), Martín Tanaka (IEP-Perú), Aníbal Viguera (U.N La Plata, Argentina), Guillermo Villaseñor García (UAM, México), Marissa Von Bülow (U. de Brasilia, Brasil), ,

Thursday, May 07, 2009

Influenza: geografía de los sentimientos

Vieja geografía de los sentimientos

Adrián Acosta Silva

Este reino de miedo y cenizas
Cormac McCarthy, Suttree

Las últimas dos semanas atestiguamos ruidosamente la ruptura de las rutinas, las costumbres y el orden cotidiano de la vida pública y de nuestras vidas privadas. Bajo la amenaza real o supuesta de la epidemia de influenza -humana, porcina, AH1N1, o como se llame- se sucedieron un conjunto amplio y complejo de reacciones en distintas dimensiones de la vida social. El gobierno federal, los gobiernos estatales y locales, los partidos políticos, las instituciones, los ciudadanos, los medios de comunicación, los agentes económicos, los analistas de la vida pública, los organismos internacionales, se movilizaron frente al riesgo, el temor o el miedo franco hacia los efectos del virus y mostraron de manera colorida la geografía de los sentimientos que habitan el corazón de nuestra convivencia pública. La invisibilidad del orden natural de las cosas cedió el paso a la visibilidad del miedo y el temor asociado con la percepción de riesgo frente a un depredador impreciso que flotaba en el aire.

El estado alterado de la convivencia comenzó con la suspensión de actividades de un tercio de la población del país, compuesto por los casi 29 millones de estudiantes de todos los niveles educativos, y sus efectos en la población que gravita alrededor de ellos: padres de familia, maestros, trabajadores administrativos y manuales del sector educativo. Con la desactivación de este conglomerado de la población, el ritmo de toda la actividad social, económica y productiva se vio radicalmente modificado en sus tiempos, costumbres y estructuras. Motivadas por el cálculo o la prudencia, las autoridades federales modificaron la atención pública sobre el tema del narco o de las elecciones, y enviaron una potente señal de alerta con toda la fuerza del Estado a la sociedad mexicana y a la comunidad internacional. Confusas y desordenadas, las conferencias de prensa encabezadas por el secretario de salud y apoyadas por el Presidente Calderón, mostraron el día a día de una decisión que encontraba cada vez menos asideros para justificar el tamaño de la alarma gubernamental. Paranoica o responsable, la acción gubernamental tendrá que ser valorada con calma en las próximas semanas, y sus efectos políticos podrían ser observados en el voto de los electores del 5 de julio.

Pero entre los ciudadanos y organismos empresariales y cívicos, la reacción fue diversa e igualmente confusa. Desde reclamos por las pérdidas económicas hasta las teorías conspiracionistas más inverosímiles, el abanico de reacciones iluminan bien los problemas de legitimidad, credibilidad y confianza que las decisiones públicas suscitan entre los ciudadanos. El lado oscuro de la epidemia fueron las acciones de discriminación y rechazo que se suscitaron dentro y fuera del país, la incapacidad de muchos gobiernos estatales de reaccionar de manera coherente frente a la emergencia, la encomiendas a la virgen para salvarnos de todos los males que lanzó la jerarquía católica, las ocurrencias y despropósitos que invadieron a la opinión pública. El miedo, el asombro, el escepticismo, junto con la apatía, la indiferencia o la fe ciega en los dictados gubernamentales, mostraron la complejidad y diversidad de los sentimientos públicos hacia las acciones gubernamentales.

Pero el miedo fue el gran ordenador de la vida pública de estos días extraños. El miedo político y el miedo físico, es decir, el miedo público hacia las consecuencias colectivas del mal, y el miedo de los privados hacia el riesgo de contagio. Y el miedo no es nada nuevo ni aquí y ni ahora. Es el piso duro y a la vez frágil del orden social. La influenza gobernó fugazmente el cálculo y las emociones, la razón y los sentimientos. Y ciudadanos y gobernantes, y sus intermediarios oficiales e intérpretes de ocasión, encarnaron la vieja geografía de los sentimientos que descansan en el subsuelo profundo del orden público.

Monday, May 04, 2009

Miedo: la invención de una idea

Estación de paso
El miedo: la invención de una idea
Adrián Acosta Silva

“A lo que más temo es al miedo”, escribió en alguna ocasión el célebre ensayista francés Michel de Montaigne, y esa afirmación ha recorrido desde entonces la espina dorsal de la intelectualidad política y cultural de buena parte de las sociedades occidentales. La frase formula una idea que ha tenido consecuencias políticas en distintos órdenes de nuestra vida social, a saber: que la creación de nuestras instituciones, de nuestras prácticas y valores cotidianos, de muchas de las creencias que habitan la imaginación individual y colectiva, están afirmadas fuertemente en el piso duro y a la vez frágil del miedo.
Desde este argumento, el núcleo central de ordenamiento de la vida en común no es la buena voluntad, el deseo o el interés, sino el temor al miedo. Y dos son los temores mayores que han estructurado la vida social contemporánea: el miedo a Dios y el miedo al Estado. Uno ha dado por resultado la construcción de una potente cultura del sufrimiento, de la culpa, y de la fe, como mecanismo de construcción de un orden moral, fuertemente custodiado por las iglesias. El otro ha dado por resultado el reclamo liberal-democrático por los excesos del poder político y del autoritarismo. Uno supone algún orden divino al que deben ajustar sus comportamientos los individuos, vigilados por los hombres con caras de santos, de sotanas púrpuras y báculos sagrados; el otro, un orden político cuyo rasgo deseable es la sociedad democrática, organizados en instituciones políticas habitadas por lo que Gaetano Mosca denominó “la clase política”. Lo que une estos fenómenos es el miedo, no la confianza; el temor, y no la fe.
Con baterías y acordes de requinto, en el rock también se ha reconocido la importancia del miedo. Decía el Jefe Springsteen en una canción (Devils and Dust) del 2005, que “el miedo es una cosa peligrosa”. David Gilmour y Roger Waters, de Pink Floyd, escribieron “El mismo, viejo miedo”, como una de las frases que cierran su célebre Wish You Were Here, de 1975. Estas referencias lúdicas quizá sirvan para mostrar la potencia simbólica y práctica del miedo, ese viejo combustible para que comunidades, individuos y sociedades procuren establecer reglas que minimicen la sensación de riesgo frente a las amenazas externas o los conflictos internos.
El universo de los miedos personales, privados, es tan amplio como la cantidad de individuos que habitan a nuestras comunidades. De hecho, las industrias cinematográfica y literaria han explotado con distintos grados de éxito y consistencia ese universo oscuro, desde Stephen King o Brian de Palma, a de Edgar Allan Poe y Joseph Conrad a Alfred Hitchcock. Pero existe un tipo de miedo específico, colectivo y público, que es el que provoca guerras, intolerancia, exclusión y discriminación. Es el miedo político. Y un libro del politólogo norteamericano Corey Robin publicado recientemente por el Fondo de Cultura Económica (El miedo. Historia de una idea política, México, 2009), da cuenta puntual de la trayectoria de la idea del miedo político, con referencia a la sociedad estadounidense, pero cuyos efectos se pueden extender a la nuestra. El argumento central del texto es que el miedo es un fenómeno político, desde el cual se construyen instituciones, culturas y comportamientos sociales, pero es también un dispositivo de dominación de las elites políticas, económicas y mediáticas.
El miedo al narcotráfico, el miedo al aborto, el temor hacia las nuevas tecnologías, el miedo a la crisis económica o a una epidemia, forman parte del menú de opciones del miedo político en nuestro contexto. Las vemos todos los días expresadas en las voces de los líderes religiosos, de los funcionarios públicos, de los dirigentes políticos, de los opinadores mediáticos. El miedo hacia lo de fuera, hacia lo externo, es muy bien explotado por las élites locales. Pero es el miedo entre los ciudadanos, en el trabajo, en el vecindario o en la escuela, el que propicia comportamientos perturbadores y extraños, que debilitan la cohesión social e incrementan la conflictividad no sólo contra la autoridad sino entre los propios ciudadanos. Los demonios del miedo político viven en el centro de nuestra vida pública.

Tuesday, March 31, 2009

Gran Torino negro, modelo ´72. Impecable.

Gran Torino, negro, modelo ´72. Impecable.
Adrián Acosta Silva
La más reciente película de Clint Eastwood (que de hecho puede ser la última, según ha dicho por ahí), es un relato situado a salto de caballo entre el drama y la comedia, pero también entre el humor y la tragedia. Personificada por Walt Kowalski, un obrero casi octagenario, jubilado de la Ford, viudo y solitario, cuyas aficiones son beber cerveza, mirar a los vecinos y cuidar con esmero a su auto y a su perra, la historia que dirige y actúa Eastwood puede ser vista como una daga que penetra directamente al centro del corazón políticamente correcto que invade a la sociedad gringa desde hace décadas. Con humor irreverente y sarcasmo ácido, el director nos muestra a las nuevas minorías que invaden desde hace tiempo las ciudades y los pueblos del medio oeste, no como la colección de postales folck y estereotipos que suelen presentar activistas de los derechos civiles o los medios de comunicación, sino más bien como una colección de familias e individuos tratando de adaptarse a un medio hostil, entre los que se encuentran individuos esforzados y apacibles junto con el puñado de hijos de la chingada que nunca faltan en ninguna sociedad, raza, etnia o nativos de ningún lado.
Como en todas las cintas recientes del autor, hay un sentido de trascendencia moral del personaje y de la historia, que en este caso tiene que ver con la soledad, el descubrimiento de los otros, las contradicciones entre la ética religiosa, las convicciones personales y las prácticas civiles. Tomando distancia del sacerdote de la historia (casi siempre hay uno en sus películas, como en la célebre Million Dollar Baby, de 2004), y todo lo que él representa en la vida cotidiana de la comunidad, Kowalski es un ateo práctico, que asume sus limitaciones y contradicciones sin rubor y sin presunción, tratando de convivir con ellas a pesar de la ominosa carga moral que aplasta su alma desde que asesinó a soldados indefensos en la guerra de Corea. Sus hijos y nietos son la gente extraña del personaje, una colección de familiares irreconocibles e impresentables para el exobrero de la Ford, mientras que poco a poco la familia Hmong que vive al lado se convierte en el nuevo entorno afectivo del protagonista. El proceso de aceptación de su presencia y sus prácticas, de sus símbolos, constituye el eje de la transformación de Kowalski, cuyas creencias y convicciones son alteradas por el reconocimiento de los valores de sus vecinos.
Pero es también la violencia pandilleril el lado oscuro de la luna eastwoodiana. La tribu de hunos urbanizados que encabeza el primo familiar de los Hmong, forjados a base del enfrentamiento criminal con otras tribus urbanas de latinos y negros, simbolizan el orden práctico al que deben adaptarse los hombres jóvenes de los migrantes, y a lo que se resisten mediante la intervención resuelta y un tanto autoritaria de la hermana y de la madre. Esta tensión entre violencia y adaptación, entre la búsqueda de sentido de pertenencia y la obediencia a la estructura familiar, ilumina buena parte de la película, que terminará por el sacrificio del personaje principal en beneficio del joven de la familia vecinal.
Gran Torino es la vuelta a la escena del tema de los valores y de las prácticas del orden social, representadas por Kowalski, los Hmong y la comunidad anglosajona a la que intentan adaptarse. Pero es también una historia del desvanecimiento de las certezas y los hábitos en medio de un orden que se desmorona, un poco como mostró el propio Eastwood en Los imperdonables (1992). Con un lenguaje políticamente incorrecto (“cabezas de pescado”, “cabeza de cierre”, italiano-hijo de-puta, son los adjetivos que suelta Kowalski a sus vecinos y amigos), el director y actor remueve el dedo en la llaga del neoconservadurismo que domina el lenguaje políticamente correcto de la época. El impecable Ford Gran Torino negro, modelo 1972, que permanece en el fondo de la película como testigo de la historia, simboliza el pasado perfecto que todos quisiéramos tener, ese que se pule con obsesión y se limpia como el recuerdo precioso de un presente imposible. Como la vida, justamente.

Wednesday, March 25, 2009

Chismes y política

Chismes y política: la realidad de los espejos (rotos)
Adrián Acosta Silva
Una de las curiosidades de la vida política mexicana contemporánea es su marcada propensión a convertirse en el centro de toda suerte de rumores, chismes y escándalos. Esa propensión no es nueva (ni ocurre sólo aquí, por lo demás), pero en los últimos años –justamente los de nuestra transición y cambio político hacia la democracia, lo que eso a estas alturas signifique- esa tendencia se ha recrudecido hasta alcanzar el centro simbólico y propagandístico de la bestia insaciable de los medios. No hay medio escrito, radiofónico, televisivo o virtual (o sea, el que se difunde por la internet, a través de infinidad de blogs, páginas web, correos electrónicos), que no contemple entre su oferta de “información” una sección, columna, una nota, reportaje o entrevista donde esos rumores y chismes se reproduzcan, se generen o se den por cierto sin más para construir a continuación el “análisis” instantáneo de la vida política local o nacional. La política suele aparecer en estos espacios como una farsa, una comedia o una tragedia, según lo dictaminen los observadores. Se trate de intrigas palaciegas, aldeanas o de cantina, los protagonistas cotidianos de la vida política aparecen como actores dispuestos a la transa, al embute, a colocarle zancadillas al otro, a colocar sus intereses personales por encima de sus funciones públicas, a estar dispuestos a lo que sea para alcanzar sus propósitos, sin importar el costo público, político o mediático de sus acciones.
Tenemos así la crónica de un escenario donde un ejército de farsantes, mentirosos, cínicos e hipócritas de diversa calaña y alcances protagonizan la sátira política de la temporada, mientras, abajo y al fondo, entre las luces mortecinas del gran teatro de la vida pública de los medios, otro ejército registra, inventa, o narra a su modo y oficio la puesta en escena del día, las actuaciones de los personajes, sus guiños y conversaciones, sus silencios, sus miradas, sus limitaciones. Ese otro ejército de reporteros, periodistas y opinadores profesionales o amateurs, interpretan lo que sienten o creen, y lo transmiten desde la óptica de sus prejuicios, sus ocurrencias o sus preferencias éticas o estéticas de carácter político, o anti-político. No existe el interés por saber la veracidad de lo que escuchan u observan, ni por verificar si lo que es apenas audible es cierto, o si las conversaciones en voz baja de los protagonistas es sólo una parte de lo que suele comentar dentro de la vida privada de ciudadanos y políticos. Eso, bien visto, no importa. Lo que es relevante es lo que dicen, creen, piensan o catalogan los intérpretes del vecindario, no los actores del espectáculo de todos los días.
Pero el asunto es un tanto más complicado, por el hecho de que la política y los políticos son el objeto de atención de medios que no pueden vivir sin la dosis diaria de escándalo y especulación que le rodea. Una práctica cotidiana es inventar historias, narrar anécdotas y vericuetos entre políticos, inducir o inventar rumores envenenados, para confirmar que el oficio de la política no es más que la suma de las personalizaciones correspondientes. Bajo el supuesto de que la mejor política es la que no existe, y de que lo que hay no es más que la confirmación de que de la política formal y real nada bueno puede esperarse, los medios documentan pacientemente y a veces fantasiosamente acusaciones, filtraciones y chismes, que entre más escandalosos parezcan, más enaltecen al chismoso de ocasión. El morbo político es el morbo de los que miran a un atropellado, tratando de mirar lo expuesto, de descifrar los daños, de observar lo que quedó a salvo, de especular cómo sucedió todo.
Gobernados por la convicción de que en política todo tiene una lógica coherente y esférica, una causa y un efecto calculados, los mirones y los chismosos del periodismo practican el viejo hábito de la especulación sin pruebas, de la invención de historias y hasta de actos de telepatía politológica, donde son capaces de saber hasta lo que piensan los actores y cómo sus acciones son la expresión cotidiana de sus planes y deseos. Personajes y personajillos de nuestra vida política aparecen entonces como los protagonistas de novelones o novelitas de cálculo y ambición, de lágrimas, bostezos y risas, que son relatados también por personajes o personajillos de medios que desmenuzan hasta la náusea las palabras, los gestos y las poses de los observados.
La vida política se vuelve entonces en un juego de espejos rotos, en la que los políticos y funcionarios juegan un juego de cartas marcadas, que simplemente basta mirar para comprender el desarrollo y el desenlace del juego, y en la que los narradores se dedican a trasmitir a multitudes imaginarias sus impresiones y certezas. El narrador se vuelve entonces en un actor más de la política, o se coloca al filo de la relación entre el observador y el observado, pero que no corre nunca con los riesgos del político y la política profesional. La incertidumbre y las ambiciones se vuelven entonces datos incómodos para los intérpretes del periodismo, hechos viejos que resultan problemáticos para quienes se han acostumbrado a ver en la política mexicana el peor de los mundos posibles. La imaginería y el delirio de los medios se han vuelto directamente proporcionales a la grisura, la ineficacia y la opacidad de la política profesional. La danza de sombras entre medios y política se ha convertido el signo mexicano de nuestra consolidación democrática.