Thursday, December 08, 2011

Lenguaje público y democracia





Estación de paso
Lenguaje público y democracia
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 8 de diciembre, 2011.

“Tepocatas”, “alimañas”, “mafias del poder”, “espurio”, “mediocre”, “hijos de puta”, “asalariados de mierda”, “matar al tirano”, “chinguen a su madre”, “corruptos”, “ineptos”, “hasta la madre”, “putitas”, “pendejos”. Esta brevísima e ilustrada colección de insultos no es lo que se podría pensar el lenguaje procaz, grosero, que uno suele escuchar en la calle, en las cantinas o en los baños públicos. Son palabras que han aparecido con frecuencia en los últimos años en el ámbito público, pronunciadas por Presidentes de la república, gobernadores, políticos, escritores, damas de la sociedad del espectáculo, diputados, conductoras de televisión, periodistas y editorialistas. Se trata de un lenguaje público al que rápidamente nos hemos acostumbrado, que ha sido vigorosamente recogido, reproducido y alentado por los medios de comunicación. Palabras e insultos que circulaban en voz baja, generalmente pronunciados en el contexto de conversaciones privadas, son hoy moneda de uso común en el ámbito público, formas de expresión que revelan el espíritu de la época, la manera en que la descalificación y el insulto configuran eso que vagamente suele denominarse como “deliberación pública”, “libertad de expresión”, incluso a veces disfrazado de “crítica política” .
Por supuesto, no hay ni puede haber deliberación ni debate público o democrático que pueda construirse a partir de las descalificaciones mutuas, de los insultos y de las ocurrencias. Y sin embargo, las buenas conciencias de la democracia a la mexicana apuestan por construir una democracia deliberativa también a la mexicana. Detrás de tan noble intención se encuentra implícita una noción heroica: para mejorar la democracia, o mejor aún, para construir una auténtica democracia (sabrá Dios que quiera decir eso), es necesario que los ciudadanos y los gobernantes discutan, debatan, presenten argumentos, que todos los ciudadanos participen, que sean escuchadas sus opiniones y críticas, que los gobernantes guíen sus acciones de cara a los ciudadanos, no en la oscuridad de los congresos, de los cafés o de las cantinas. Este supuesto heroico se ha puesto de moda en varios círculos en México y en otras partes del mundo, aunque, en realidad, es un supuesto que no se respalda en evidencias empíricas, ni en las democracias emergentes como la mexicana, pero tampoco en las democracias consolidadas europeas o norteamericanas.
Para decirlo en breve: no hay estudios que muestren que existe una relación directamente proporcional entre la cantidad y la calidad del debate público con la calidad de las democracias representativas. Más bien tenemos muchas evidencias contrarias, que alimentan cierto “escepticismo democrático” al respecto, como lo refiere el politólogo Adam Przeworski: quienes alientan el debate y la deliberación pública suelen ser muchas veces grupos de interés privados que terminan por obtener ganancias particulares, exclusivas, de los asuntos públicos. Hay varios casos que muestran como detrás del reclamo por el debate y la deliberación pública de ciertos temas se encuentra un conjunto de intereses privados no democráticos. Ejemplo reciente: las leyes antiinmigrante de California, Arizona o Alabama, que fueron promovidas por grupos de activistas de la ultra-derecha que terminaron por criminalizar a los migrantes, particularmente a los mexicanos. Un ejemplo local: las reformas antiabortivas y de protección a la familia, que terminan por imponer los prejuicios de una minoría deliberante a una mayoría silente.
Ello no obstante, la reflexión y el debate público suponen la construcción de un lenguaje político capaz de dar sentido a las palabras y a las cosas. Es deseable, por supuesto, que las artes de la política se acompañen de un lenguaje público apropiado, de una retórica atractiva, de palabras que correspondan no a la corrección política, sino a la precisión temática o técnica. Sin embargo, la política mexicana y el lenguaje público construido dentro y en sus alrededores en los últimos años reflejan más bien que sus actores y muchos de sus espectadores verbalizan con insultos o descalificaciones un profundo estado de confusión, donde las palabras y las cosas apuntan a direcciones diferentes. Quizá eso (la confusión) explique, en parte, el malhumor y la incapacidad discursiva que se han adueñado con frecuencia de las expresiones públicas de nuestras élites políticas y mediáticas, de los arrebatos y las incontinencias verbales de personajes y personajillos de ocasión. Nadie pide, por supuesto, que los actores públicos hablen como personajes fantásticos extraídos de algún Diccionario de la Real Academia. Pero por lo menos, que ejerciten un par de atributos propios de toda conversación civilizada: la prudencia y la claridad. Y no perder de vista que, hasta para insultar, hace falta inteligencia.