Saturday, July 16, 2016

La épica radical

Estación de paso

La épica radical

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 14/07/2016)

El radicalismo es un planteamiento que significa “ir a la raíz” de las cosas. El problema es definir cuál es la raíz de que tipo específico de asuntos para tratar de entender la lógica del radicalismo, o, mejor dicho, de los radicalismos. Hay diversas motivaciones ideológicas, psicológicas, políticas o económicas detrás de las distintas máscaras del radicalismo que hoy se expande rápidamente en diversos territorios y contextos sociales, desde Europa y Estados Unidos hasta América Latina, Asia o África. Uno vería, por supuesto, a los fundamentalistas religiosos cuyas vertientes más conocidas son el Estado Islámico y el yihadismo en sus distintas expresiones regionales. Pero existen también los radicales empresariales-populistas que representa el trumpismo norteamericano, o los radicales políticos de la ultraderecha británica que impulsaron, alentaron y triunfaron con el Brexit, o los que acarician con conquistar el poder en Austria. En esa colección de radicalismos religiosos y políticos, o de las extrañas hibridaciones de ambos, coexisten los ecoterroristas, neofascistas, neoanarquistas, fundamentalistas de mercado, estadólatras.

Hace justamente una década, en su libro “El perdedor radical” (Anagrama, 2006, España) Hans Magnus Enzesberger se refirió a aquellos individuos, grupos o sectas que, sumidos en las aguas negras de la impotencia y de la desesperación, deciden reivindicar en algún momento el recurso de la violencia asesina para tratar de imponer un nuevo orden ideológico, moral y material de las cosas a los otros. En las palabras que habitan sus discursos flotan siempre las referencias apocalípticas, catastróficas, hacia la destrucción de un mundo que no es como al que ellos les gusta o se imaginan. De ahí viene la convicción de que la suya es una cruzada contra los escépticos, contra los infieles y los traidores que no comparten sus creencias. Son individuos y grupos que han llegado a la conclusión de que en una sociedad que no comparte sus ilusiones, lo mejor es que todos se vayan al diablo, incluyendo a los propios perdedores radicales.

El fenómeno del radicalismo es sin embargo una expresión que, como el populismo, suele ser esencialmente ambigua. Lo mismo sirve para asumir una identidad que para descalificar a otros. Cuando un grupo, líder o partido político acusa a otro de radical o extremista, lo que busca claramente es situarse en el partido de las opciones moderadas, prudentes, responsables. Es el caso de las recientes elecciones generales en España, por ejemplo, donde el candidato Rajoy y el PP colocaron a la oposición de “Unidos Podemos” en el reducido espectro de los extremos políticos, cuando, en realidad, es una opción política socialdemócrata, digamos, de nueva generación. Pero también lo vemos en el caso del radicalismo islámico, una expresión violenta del tradicionalismo más acentuado, cuya argumentación es que la raíz de todos los problemas individuales y colectivos es la paulatina occidentalización del mundo.

En México, las opciones radicales saltan de cuando en cuando a la palestra pública. Las élites neoliberales que tomaron por asalto Palacio Nacional hacia finales de los años ochenta fueron una expresión ideológica y política radical que desmontó uno a uno los viejos ladrillos del desarrollismo mexicano. Por el lado de la izquierda, luego de 1968, muchos jóvenes diagnosticaron que la raíz de las cosas estaba en las estructuras de dominación del Estado mexicano y decidieron combatirlo con armas, bombas y secuestros, que incluyeron también ajusticiamientos a los traidores y ex compañeros de lucha. En ese inventario, podrían incluirse también a quienes con el Presidente Calderón a la cabeza, decidieron que la raíz de (casi) todos los males estaba en las redes de corrupción del narcotráfico, y por la tanto habría que atacarlo mediante la violencia legítima del Estado mexicano, ejército y policías incluidos.

En nuestro contexto, los nuevos radicalismos suelen ser movimientos de oposición a cambios que implican transformaciones superficiales o más o menos profundas en el funcionamiento de ciertos sectores, una rebelión contra la pérdida de derechos o privilegios reales o imaginarios. El CNTE podría ser un buen ejemplo. Pero hay otros mucho más preocupantes: es el caso de una cosa llamada “Individualistas Tendiendo a lo Salvaje” que reivindica varios asesinatos en la ciudad de México (lo relata el periodista Héctor de Mauleón, El Universal, 06/07/2016).

En cualquier caso, el retorno de los radicalismos es el resultado, malo, de ilusiones sobre pasados que nunca existieron, o el resultado de promesas no cumplidas o amenazas ciertas, realizadas por los promotores de ciertos cambios. La épica radical es una colección de relatos delirantes que aspiran a colocar en el mapa de las opciones ideológicas, políticas o morales reclamos específicos que tratan de imponer por la razón o por la fuerza, o por una mezcla imprecisa de ambas. Esa épica simplifica argumentos, descalifica realidades, construye una retórica lineal de causas y consecuencias que facilita la distinción entro lo malo y lo bueno, la construcción imaginaria de un mundo plano, sin valles ni picos ni abismos ni desfiladeros, de soluciones sin problemas. Esa épica es alimentada por símbolos, profecías, dioses, imágenes y retóricas intimidantes, que mezclan según sea el caso, racismo, xenofobia, vandalismo, clasismo, miedo, terror. Banderas negras, bombas, manifiestos, clandestinidad, comunicados a los medios, discursos políticos, extorsiones, relatos ideológicos, se expanden con velocidad en la lógica del radicalismo, en una dinámica destructiva de reclamos sin opciones.

Los nuevos radicalismos alimentan a su vez un nuevo fenómeno global: la cultura del odio. Esa cultura es el sedimento de las opciones que han renunciado al reconocimiento de los límites de la ley o de las costumbres, y que significa pasar del malestar y la protesta a la violencia o al asesinato. Dallas, Bagdad, Estambul, Bruselas, París, Orlando, forman parte de las postales recientes de los impulsos y cálculos que gobiernan la violencia asesina. Son el recordatorio, ominoso y cruel, de que el radicalismo siempre está dispuesto a matar y morir.



Sunday, July 03, 2016

Nochixtlan: ganadores y perdedores

Estación de paso

Nochixtlán: ganadores y perdedores

Adrián Acosta Silva

(Publicado en Campus-Milenio, 30/06/2016)

Los acontecimientos ocurridos en Nochixtlán revelan nuevamente el lado áspero, oscuro, que ha acompañado a la reforma educativa peñanietista. Los bloqueos carreteros, las armas, la violencia, los muertos, se acumulan a las pérdidas de una reforma que, a pesar de las razones y las promesas de mejoramiento de la educación básica mexicana, no termina de cristalizarse en aquellas regiones controladas políticamente por la CNTE. Ni el encarcelamiento de sus líderes acusados de corrupción, ni el despido de maestros, ni el desmantelamiento del IEEPO, han logrado desactivar las movilizaciones de la Coordinadora contra la reforma, y han colocado al gobierno federal y a los gobiernos de las entidades más conflictivas (Oaxaca, Chiapas, Michoacán) en una situación de parálisis política de las políticas reformadoras.

A lo largo del prolongado y complicado proceso de diseño e instrumentación de la reforma, se ha desarrollado un intenso juego político en el cual los actores protagónicos (la SEP, la SEGOB, los gobiernos estatales, la CNTE) han entablado una lucha constante en torno a la aplicación de las reformas anunciadas por el Presidente desde el inicio de su mandato. La articulación de una coalición reformadora encabezada por el gobierno federal, apoyada por los principales partidos políticos, fue sumando el apoyo del SNTE, de los gobiernos estatales, y de los organismos empresariales. En contraste, la CNTE articuló una oposición débil aunque radicalizada en contra de cualquier acción transformadora impulsada por el gobierno federal. El resultado es el que hemos observado en los últimos tres años: reformas legislativas y laborales, creación de nuevos organismos como el INEE, la movilización de una opinión pública favorable a las reformas, y la aceptación y apoyo del SNTE para su instrumentación efectiva; del otro lado, una oposición violenta, que se ha situado en una lógica de todo-vale para “derrumbar” la reforma educativa del oficialismo.

A pesar del tono triunfalista de la SEP en torno al carácter minúsculo y focalizado de la oposición a las reformas, la CNTE agudizó sus movilizaciones empleando todo tipo de recursos. El resultado es una creciente radicalización de su movimiento, una radicalización atractiva para grupos y corrientes que consideran legítima la violencia ejercida por la Coordinadora para luchar por sus causas antigobiernistas. Los trágicos eventos de Nochixtlán colocan en una nueva dimensión política y social el conflicto educativo, y obligan a replantear el balance político de las pérdidas y las ganancias de la propia reforma educativa.

El cálculo gubernamental de implementar las reformas durante los tres primeros años del sexenio parece haberse disuelto. La idea de recuperar la autoridad del Estado en materia educativa se ha desvanecido poco a poco, y la reforma avanza a distintas velocidades por todo el país. En este sentido, uno de los perdedores netos del conflicto es el Presidente y sus Secretarios de Educación y de Gobernación. En política, el tiempo es siempre un recurso escaso, y para las reformas cercado por plazos fatales. Pero la CNTE es también el otro gran perdedor de conflicto. Los diversos grupos y camarillas que se esconden detrás de sus siglas, han sido incapaces de transmitir su causas y argumentos a otros sectores de las sociedades locales y regionales. Es un aislamiento que parece ir de la mano de su radicalización.

La lógica de la reforma ha entrado en una fase crítica, que se resume en una dicotomía clara. Para el gobierno federal, el dialogo se condiciona a la aceptación de la reforma. Para la CNTE, cualquier negociación se condiciona a la derogación de la misma. Ambas posiciones parecen irrenunciables, incompatibles, y no parece haber lugar ni espacio ni ánimo para acercar las posiciones, lo que resulta en la demolición dramática de la política como oportunidad y como ejercicio civilizatorio. En su lugar, el lenguaje de la acción directa se confirma como la opción antipolítica por excelencia. Cuando las razones e intereses se dirimen mediante el secuestro de carreteras, incendios, bombas molotov y balas, los efectos son los que vimos hace dos semanas en Oaxaca.

Nochixtán simboliza el drama de una reforma que no termina de nacer pero tampoco de morir. Pierden los principales protagonistas del pleito y ganan los que piensan que la autoridad del Estado no existe y los que piensan que el Estado es el enemigo del magisterio “democrático”. Ese saldo es el típico efecto perverso de una reforma que, a pesar de sus promesas e intencionalidad, ha terminado por radicalizar hacia la izquierda y hacia la derecha las posiciones frente a los cambios en educación. A casi un año de que comience el proceso electoral federal del 2018, el tiempo, el maldito factor tiempo, juega en contra de la reforma educativa. Con un gobierno debilitado, incapaz de controlar las variables estratégicas del conflicto -que incluye la combinación de labores de inteligencia política, uso adecuado de la autoridad del Estado, capacidades de persuasión y coordinación efectiva de la acción en los tres niveles de gobierno-, y una Coordinadora que no parece contemplar ninguna alternativa para satisfacer sus demandas, el escenario parece más complicado que nunca. La legitimidad de la autoridad y la legitimidad de la oposición se alimentan mutuamente en una espiral de conflicto que acumula ya un saldo trágico. En esas circunstancias, la sangre fría de la política es sustituida por el ánimo a la vez autoritario y revanchista, violento e ingobernable, de una una rebelión cuyas causas han pasado a un segundo término. Ya no se trata de negociar una reforma educativa. De lo que se trata, es de fortalecer la identidad y legitimidad de un actor debilitando al otro, en un típico juego de suma cero. Las cartas están marcadas.