Monday, March 31, 2014

La pedagogía de la amistad


Estación de paso
La pedagogía de la amistad
Señales de humo, Radio U. de G., 28 de marzo 2014.

Los escritores Paul Auster y John M. Coetzee publicaron hace un par de años un pequeño libro titulado Aquí y ahora. Cartas 2008-2011 (Anagrama/Mondadori, 2012, España). En este texto se reúnen las cartas que intercambiaron a lo largo de tres años entre Nueva York y Adelaida (Australia), y en las cuales tratan de un conjunto de temas que brotan del interior de una amistad personal y literaria que trasciende sus perspectivas individuales, particulares, para situarse en el corazón de los intereses que comparten, los asuntos que los sorprenden, las cosas frente a las cuales no tienen ideas ni opiniones sólidas. El tema mismo de la amistad, de los deportes, de la política, de la literatura, son los ejes de intercambios epistolares breves, concisos, auto-contenidos pero también abiertos a la discusión, mapas de la vida contemporánea que viven desde distintas posiciones y geografías dos de los escritores anglófonos más conocidos en el mundo literario contemporáneo.
A continuación, algunas postales sueltas sobre las palabras que intercambian el sexagenario neoyorkino Auster y el septuagenario sudafricano Coetzee sobre diversos temas vitales:
Sobre la amistad. Escribe Coetzee: “Parece ser que la amistad sigue siendo en cierto modo un enigma: sabemos que es importante, pero no tenemos nada claro por qué la gente traba amistad y la conserva” (p.7). El comentario de Auster es: “Una súbita y luminosa idea. Las mejores amistades, las más duraderas, se basan en la admiración. Ese es el sentimiento fundamental que relaciona a dos personas durante un prolongado período de tiempo” (p.12).
Sobre los deportes. Escribe Paul Auster: “No hay duda de que los deportes poseen un sólido elemento narrativo. Seguimos los giros y peripecias del encuentro con objeto de saber el resultado final”. (43) A lo que reacciona Coetzee. “Parece que consideras el deporte una cuestión principalmente estética”. Pero “lo que el enfoque estético pasa por alto es que los deportes satisfacen la necesidad de héroes. La base de mi interés no es estética sino ética”.(45-46)
Sobre los artistas. Escribe Coetzee: “Siendo esquemáticos, podemos pensar que la vida del artista está dividida en dos o quizá en tres fases. En la primera encuentras, o te planteas a ti mismo, una gran pregunta. En la segunda te esfuerzas por contestarla. Y luego, si vives lo bastante, llegas a la tercera fase, en la que esa gran pregunta te empieza a aburrir y necesitas buscar otras cosas” (96-97).
Sobre los libros. Ante la irrupción del libro electrónico y la proliferación de las bibliotecas virtuales, nuestros escritores mantienen interpretaciones cautas. Escribe Auster: “….es absolutamente fundamental que continuemos publicando libros tradicionales en papel, que se mantengan nuestras librerías, ya que constituyen los cimientos de la civilización. Si se digitaliza todo, piensa en el eventual daño que podría producirse. Textos borrados, desaparecidos, o igual de alarmante, textos alterados” (187). Reacción de Coetzee. “Deshacerse de los libros, reemplazarlos por imágenes de libros, imágenes electrónicas. Deshacerse de los muertos, reemplazarlos por fotografías” (191)
Política: Coetzee: “Desde 1970, más o menos, se ha propagando una visión bastante mezquina a la que se le ha permitido tomar el rumbo del planeta, una visión de los seres humanos como máquinas encaminadas al beneficio individual y de la actividad económica como un combate de todos contra todos para quedarse con un botín material. En consecuencia se ha impuesto una noción degenerada de lo que constituye la vida política, y a su vez, esa noción ha generado una visión llena de desprecio de lo que constituye la praxis política” (207). Auster propone un matiz: “Por mucho que me duela admitirlo.. no es ésta una época especialmente horrible para el mundo occidental. Un período ridículo, tal vez frustrante, pero no uno de los peores. No se queman brujas en la hoguera; en Francia, católicos y protestantes no se degüellan unos a otros; no mueren millones de europeos en trincheras llenas de barro ni en campos de concentración. Hitler ha muerto, Stalin a muerto, Franco ha muerto.” (209).
Sobre el envejecimiento: Coetzee, que ahora anda por los 74 años, escribe: “Hace poco me encontré con un poema publicado póstumamente por A.R. Ammons: hasta el hecho de envejecer envejece, escribe; hasta el hecho mismo de tratar de encontrar algo nuevo que decir sobre el hecho de envejecer envejece”.
Las cartas reunidas de Auster/Coetzee son la reafirmación del viejo arte epistolar. En plena época del correo electrónico, de facebook y del twitter, estos escritores continúan mandándose cartas por correo postal y a veces, cuando le da un arranque de modernidad, emplean el ahora prácticamente extinto fax. Es un intercambio basado en la curiosidad, la confianza y el respeto mutuos, a miles de kilómetros de distancia y en contextos muy distintos. Alejados desde hace tiempo de los clarines de la fama, ambos escritores nos recuerdan la plasticidad de los universos literarios y mundanos, sus fronteras imprecisas, que alimentan la imaginación de dos escritores que desde hace tiempo “producen frases extraordinarias, pensamientos como hachazos, una implacable rapidez narrativa”, atributos que ellos mismos admiran en algunos escritores canónicos. Es el pasado literario que fluye a través de las palabras de dos amigos que conversan.

Thursday, March 27, 2014

Elefantes en la sala


Estación de paso
Elefantes en la sala
Adrián Acosta Silva
Publicado en Campus-Milenio 27/03/2014

A todos nos sucede alguna vez: al estar frente a una situación en la cual es necesario interpretar su significado, se puede perder de vista el fondo del asunto o sus implicaciones, el hecho duro de que hay cosas que necesitan abordarse o resolverse de otra manera, o se deja de ver el efecto central que tiene algún evento o fenómeno sobre el comportamiento de las instituciones, los grupos o los individuos. Esa suerte de “invisibilización” de lo que parece evidente no es nunca (o casi nunca) un acto deliberado, voluntario, sino que suele ser el resultado de la pérdida de atención en lo que se observa, el típico efecto de centrar la mirada en los árboles y no en el bosque, o al revés. Para decirlo en palabras de un antiguo dicho inglés, es no mirar (o fingir no mirar) el elefante que está en la sala, a la vista de todos, mientras que todos están hablando (o pretendiendo hablar) de otra cosa.
Veamos lo que ocurre con el deporte de masas, por ejemplo, pensado como espectáculo, en el cual hay negocios millonarios, cálculos de apostadores, famas y prestigios en juego, símbolos destacados. Hoy día, la figura de los ganadores, del éxito deportivo, de los triunfos, está en el centro de la promoción de los espectáculos, de la comercialización masiva de tal o cual competencia o deporte, la fila interminable de marcas deportivas y anuncios publicitarios. El centro simbólico, imaginario de toda esa maquinaria es la figura de los ganadores, los mejores, los más calificados, y el triunfo, el éxito es la recompensa evidente. Y sin embargo, esos son sólo un puñado de personajes y equipos, un minúscula parte de todos los que se involucran en el deporte moderno. La mayor parte de los participantes son los perdedores, los que fracasan en el intento de alcanzar la gloria del triunfo, masas de individuos y equipos que están condenados en su gran mayoría a probar una y otra vez las uvas amargas del fracaso y la decepción.
Una ilusión poderosa alimenta la competencia deportiva: la ilusión del triunfo, la satisfacción del ganador. Y sin embargo, los hechos apuntan a que es el elefante del fracaso lo que se impone en toda competencia deportiva, el hecho de que no importa lo que ocurra, 9 de cada 10 veces los que se impondrá es la derrota para 9 de cada 10 participantes. Ese hecho, evidente, cuantificable, medible, está en el centro de las competencias profesionales de los deportes de masas que han sido cobijados por el capitalismo deportivo contemporáneo en México y en el mundo.
Pero hay otros elefantes en otras salas de la vida pública mexicana contemporánea. En el campo de la educación superior y de la vida política por ejemplo. En el primer caso, mientras que el eje de discusión (y acción) que proponen desde hace décadas el gobierno y no poco actores protagónicos de ese sector es la mejora de la calidad de la educación superior, lo que seguimos teniendo en la sala es el problema-elefante de la cobertura, la inclusión y la retención de miles de estudiantes en las aulas universitarias. A pesar de que llevamos más de dos décadas bajo el paradigma de la calidad y la innovación en la educación superior (y en que se han acumulado más de treinta programas, varios organismos y muchos fondos de financiamiento para resolver el problema de la calidad), el incremento en la cobertura en la educación superior mexicana ha crecido a un ritmo muy lento, lo que nos sitúa entre los países de América Latina con peores tasas de inclusión social de los jóvenes mexicanos en la educación universitaria. Ya padecemos las consecuencias de que el bono demográfico mexicano se nos siga yendo de las manos sin poder incorporar a millones de jóvenes a la educación superior y al trabajo productivo, en un contexto transicional donde el país del adiós a los niños está dando pasos acelerados a un país que no es ni podrá ser para viejos, como escribió hace tiempo Yeats. Mientras, el paquidermo permanece ahí en la sala, mirando, esperando que alguien diga algo para darse cuenta de que existe, de que es necesario advertir de su presencia, de que las decisiones de hoy deben considerar su existencia para tener mejores perspectivas de un futuro menos ominoso para nosotros y para las generaciones que vienen.
Pero también ocurre algo similar en el campo de la vida política mexicana. Los efectos corrosivos de una economía que no crece sobre una democracia frágil, parecen alimentar la presencia de viejos elefantes en las salas. El tiempo, “el maldito factor tiempo”, como solía decir el finado Norbert Lechner, actúa permanentemente en las relaciones entre economía y política, disolviendo sus resortes y vínculos. Más de tres décadas de políticas económicas de mercado, que descansan en el supuesto de que las libertades de consumo e inversión tienen efectos positivos en la mejoría de las empresas y de los individuos, parecen ir en contra de las políticas de desarrollo político democrático, que se orientan a la participación colectiva y al mejoramiento de las instituciones. Los elefantes del fracaso económico y del malestar político aguardan pacientemente en nuestras salas públicas y sociales, a la espera de que su presencia sea advertida por los invitados.

Saturday, March 15, 2014

Fantasmas hambrientos



Estación de paso
Fantasmas hambrientos
Adrián Acosta Silva
(Publicado en el suplemento Campus, del diario Milenio. 13/03/2014)
“Los temas son fantasmas hambrientos”, escribió alguna vez Borges, refiriéndose al hecho de que ciertos asuntos vuelven una y otra vez a la cabeza de los escritores de cualquier época, pero también a la vida de las personas, de los grupos y de las sociedades. En especial, tanto en la república de las letras como en la república de los académicos, esos temas suelen ser espinosos, elusivos, re-visitados por obra de la voluntad o del azar, de las circunstancias o del destino. Temas como el del destierro, la fama y la soledad, la memoria y el olvido, los sueños y las pesadillas, los demonios de la desesperación, son sólo parte de la variedad temática -es decir, en lenguaje borgiano, fantasmagórica- que suele azotar la imaginación o las prácticas de ciertos escritores. Para los académicos, en especial de las ciencias sociales, esos temas suelen ser la relación del individuo con las estructuras, el peso de las determinaciones contextuales sobre la acción de las personas, los motivos de la acción colectiva, las explicaciones al comportamiento racional, el análisis de “los hábitos del corazón”, como le dominó Tocqueville a lo que luego otros llamarían la cultura política de las sociedades contemporáneas.
Pero esos fantasmas también se aparecen con frecuencia en la vida pública, y configuran sus imaginarios tribales o colectivos. En el campo de la política pública, por ejemplo, en los últimos años una y otra vez son invocados los fantasmas insaciables de la pobreza, la educación, la corrupción, el buen gobierno. Las comunidades de políticas y las comunidades epistémicas asociadas a los distintos campos de las políticas públicas, vuelven una y otra vez a enfrentar a los mismos fantasmas, armados con diversos sistemas de creencias, a veces con algunas ideas nuevas, a veces reorganizando los intereses involucrados en las acciones públicas. En el campo de las universidades, esos fantasmas se alimentan vorazmente de temas económicos, sociológicos, historiográficos o politológicos, que en ocasiones tienen que ver con modas intelectuales, en otras con insatisfactorias explicaciones dominantes sobre problemas de coyuntura, algunas más con la permanencia de tradiciones teóricas que se transmiten cuidadosamente de generación en generación.
Pero también de fantasmas hambrientos está hecha nuestra vida política. La democracia, por ejemplo. De cuando en cuando, el tema democrático resurge entre los escombros de república, que siempre está fragmentada entre lo que aparece en los medios, lo que declaran los políticos y lo que hacen y piensan cotidianamente las personas. El neo-oficialismo priista pregona ante medios y públicos seleccionados la grandeza de sus reformas estructurales como producto de la democracia mexicana, las promesas de un futuro brillante para México, la certeza de que estamos en el “camino correcto”, según se escucha insistentemente desde los salones del Palacio Nacional. En el otro extremo, la oposición más radical afirma que la democracia es una farsa, una máscara para ocultar los verdaderos problemas de México, la fachada que han construido políticos y medios para esconder el verdadero rostro de la pobreza y la marginación de millones: la democracia como el nuevo opio del pueblo.
Esas invocaciones y descalificaciones atraen los fantasmas de las revoluciones, la ansiedad por los cambios espectaculares o por las reformas discretas. Los espectros que resurgen entre la confusión se sitúan entre dos abismos: el abismo de la fe ciega, y el abismo del escepticismo absoluto. En términos políticos, esos abismos conducen al mismo cruce de caminos: las viejas relaciones de tensión entre el capitalismo y la democracia, entre el mercado y el Estado. Pero también apuntan a una historia no resuelta, confusa, habitada por espectros hambrientos que deambulan por ahí. Es la historia de las crisis cíclicas del capitalismo, de esa forma de organización económica dominada por “las aguas heladas del cálculo egoísta”, como escribieron Marx y Engels en el Manifiesto….Es la historia de las resistencias sociales a los efectos de los “mares embravecidos del capitalismo” (Schumpeter), una trayectoria larga de acción colectiva e institucional dirigidas a regular y contener los poderes depredadores del capital, y de la cual la democracia representativa es su edificación más célebre, y, a la vez, más insatisfactoria y en algunos casos más débil.
Ese debate entre democracia y capitalismo no ha terminado, ni ha sido el fin de la historia como señaló alguna vez en tono de ocurrencia, escándalo intelectual y provocación mediática Francis Fukuyama, ni el fin de las ideologías, como escribió antes Daniel Bell. En realidad, desde hace tiempo el debate ya no es entre democracia o capitalismo, como argumentara muchas veces el recientemente fallecido Robert Dahl, o en el que insiste con frecuencia Adam Przeworski. El debate es entre cuánto capitalismo y cuánta democracia, cómo se pueden articular fórmulas de mercado con fórmulas políticas democráticas, en el cual se puedan trazar con alguna precisión conceptual y empírica los límites de la democracia y los límites de la economía. Y buena parte de los cartógrafos que intentan identificar esas fronteras lo hacen desde las aulas y los pasillos universitarios, en seminarios y foros para tratar de comprender los nuevos mapas del capitalismo y de la democracia.
De cualquier modo, las democracias capitalistas, representativas e institucionalizadas, están en problemas. Su capacidad para coexistir con las prácticas de mercado son cuestionadas, y sus resultados son decepcionantes para la gran mayoría de los ciudadanos. Y ni las fugas hacia las filosofías de farmacia de la felicidad individual o colectiva pueden ocultar los temas pesados de la pobreza y la desigualdad social. Ahí, entre los callejones y laberintos de fórmulas contradictorias entre democracia y desarrollo, entre política y economía, están los sitios donde aparecen continuamente aquellos fantasmas hambrientos, insaciables, a los que se refería con agudeza literaria Borges, el sabio.

Wednesday, March 05, 2014

El poder de la estupidez


Estación de paso
El poder de la estupidez
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 27 de febrero, 2014
La estupidez, junto con la inteligencia, es uno de los grandes temas de las sociedades antiguas y contemporáneas. El punto de partida de muchas de las discusiones sobre el asunto tiene que ver con el hecho de que en todas las épocas y en todas las sociedades hay estúpidos, al igual que hay listos y tontos, oportunistas e ingenuos. Ambos conjuntos se superponen, coexisten y traspasan continuamente sus fronteras. El problema es definir que es la estupidez, y construir esa definición constituye un desafío formidable para el sentido común, pero también para la psicología, la filosofía o para las ciencias sociales en general. Dostoievsky, que algo sabía de la naturaleza humana, en algún momento escribió: “El hombre es estúpido, fenomenalmente estúpido”.
Algunos pensadores se han arriesgado a pensar seriamente en el tema, con el riesgo de provocar risas, enojo o ira, según sea quien los escuche o los lea. Johann Eduard Erdmann (1805-1892), por ejemplo, un estudiante alemán discípulo de Hegel, lanzó el dardo envenenado sobre el tema de la estupidez humana en pleno siglo XIX, con el auge del racionalismo y las herencias del siglo de las luces en Europa. En una época en la que en nombre de la razón se intentaba borrar todo vestigio de los impulsos y emociones irracionales de la vida social, Erdmann recordó que la estupidez es una de las características esenciales de la vida en sociedad, el recordatorio incómodo de la imperfección humana, las limitaciones infranqueables del cálculo y el comportamiento racional. En 1866, en Berlín, recordaba frente a un grupo de filósofos que los griegos inventaron para el estúpido la expresión “idiota”, que significa el aislamiento del individuo de su núcleo social, el ensimismamiento, la reflexión del individuo en un mundo cerrado que no sobrepasa nunca las fronteras de su propio pensamiento. Por ello, Erdmann proponía definir a la estupidez como “el estado mental en que el individuo se considera a sí mismo y la relación consigo mismo como único criterio de la verdad y el valor; o dicho más brevemente: en que lo juzga todo sólo a partir de sí mismo” (p.92)
Robert Musil, casi 70 años después, en 1937, en Viena, retomaba con brío poético y reflexivo el gran tema de la estupidez que había iniciado antes el filósofo Erdmann. A diferencia de éste, Musil confesaba no conocer ninguna teoría sólida sobre la estupidez, y se declaraba incompetente para definirla con precisión. Cuestionaba los acercamientos que intentan considerarla sinónimo de la incapacidad, de la falta de inteligencia, de tontería, de ineficiencia. Pero reflexionaba con agudeza sobre el tema, al distinguir dos tipos de estupidez, muy distintos entre sí: “una estupidez franca y sencilla” y otra estupidez elaborada, “más elevada y con pretensiones”. La primera tiene expresiones que se acercan a lo artístico, cierta candidez e ingenuidad que suelen ser alojadas en distintas formas poéticas; la segunda es, por el contrario, una malformación, una formación mal realizada, que se expresa en inconstancia y en malos resultados. En cualquiera de los dos tipos, decía Musil, la estupidez puede ser un arte, sea por la vía de la ignorancia ingenua, sea por la vía del cálculo fallido. Si ser estúpido es hablar sobre lo que no se sabe con la seguridad de quien se asume como sabio, la única salida contra la estupidez es la modestia, señalaba el autor de El hombre sin atributos.
La ubicuidad de la estupidez humana llevó a un gran historiador económico italiano, Carlo M. Cipolla, a escribir un pequeño tratado titulado justamente, “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”, publicado originalmente en Bolognia, en 1988. Ahí, su autor describió lo que considera las 5 leyes principales de la estupidez. La primera de ellas es que “siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo; la segunda es que “la probabilidad de que una persona determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona”; La tercera es la denominada por Cipolla como la Ley de oro: “una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”. La cuarta es que “las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas no estúpidas...” Finalmente, la quinta ley de Cipolla de la estupidez humana es: “La persona estúpida es la persona más peligrosa que existe.”
Musil, Erdmann y Cipolla confirman que la estupidez es una bestia ingobernable, un animal ubicuo, propio de todos los tiempos y todos los climas intelectuales, sociales y políticos. Y eso lo decía con crueldad maligna hace muchos años un agnóstico célebre, Frank Zappa: “Algunos científicos afirman que el hidrógeno, por ser tan abundante, es el componente básico del universo. No estoy de acuerdo, pues hay más estupidez que hidrógeno, y es aquella el componente básico del universo.”
Fuentes: Robert Musil, Johann Eduard Erdmann, Sobre la estupidez, ABADA Editores, Madrid, 2007.
Carlo M. Cipolla, Las leyes fundamentales de la estupidez humana, Crítica, Barcelona, 2013.
Giancarlo Livraghi, El poder de la estupidez, Ares y Mares, España, 2010.