Thursday, June 25, 2020

Los gatos muertos de la modernización: estímulos

Estación de paso

Los gatos muertos de la modernización: estímulos

Adrián Acosta Silva

(Campus Milenio, 25/06/2020)

Las políticas de modernización de la educación superior (1989-2018) se concentraron en una agenda que ha dejado huellas significativas en la dinámica de la educación terciaria. Temas como la evaluación, acreditación y aseguramiento de la calidad de los programas y del profesorado, el financiamiento público condicional, diferenciado y competitivo, la internacionalización, el impulso a la transformación de universidades basadas en la docencia a universidades de investigación, las reformas a la gobernanza institucional, o los esquemas de transparencia y rendición de cuentas, significaron no sólo la “invención” de un nuevo lenguaje institucional, sino también la “naturalización” de hábitos, rutinas y prácticas institucionales, burocráticas y académicas.

Esa agenda generó soluciones coyunturales y tensiones permanentes. De un lado, en temas como el de la autonomía universitaria, las libertades de cátedra e investigación, y la rendición de cuentas. Por otro lado, en cuestiones como la articulación de las fórmulas de financiamiento federal, estatal y la generación de recursos propios. Más allá, en la construcción de gobiernos universitarios que juegan un doble papel: como representantes de los intereses de sus comunidades frente a los actores externos, y como implementadores de las políticas y programas gubernamentales asociados a la obtención de mayores recursos públicos través del concurso en las bolsas anuales de financiamiento extraordinario.

Esta combinación de temas y prácticas explica la compleja configuración de los comportamientos institucionales de las universidades públicas. Las huellas de los programas instrumentados en más de tres décadas pueden ser vistas como los restos acumulados de las políticas, los “gatos muertos” de la modernización educativa superior, para utilizar la metáfora que hace Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas respecto de la civilización. En esta y las próximas colaboraciones revisaremos tres de esos “gatos” (estímulos, financiamiento y gobierno institucional) para comparar lo que el actual gobierno federal está haciendo al respecto.

Estímulos. Un asunto específico asociado al mejoramiento de la calidad tiene que ver con los estímulos académicos. Como se sabe, una de las ideas que a mediados en los años ochenta -en plena crisis económica de la “década perdida”-, comenzaron a jugar un rol importante en la confección de las políticas de modernización de la educación superior instrumentadas a partir de los noventa, fue la relacionada con la diferenciación de los salarios de los profesores y científicos de las instituciones públicas del sector. El origen fue el dramático desplome del ingreso real de profesores e investigadores debido a la inflación descontrolada y el estancamiento salarial generalizado. De ahí surgieron dos instrumentos de políticas federales, usados como paliativos para la crisis pero que, a la larga, se consolidaron como herramientas permanentes: el Sistema Nacional de Investigadores (1984) y los programas de estímulos a los académicos (1994-1995).

Ambos instrumentos no fueron pensados inicialmente para estimular la calidad o la competitividad de los académicos y científicos mexicanos, sino para actuar como mecanismos de emergencia para generar fondos públicos de compensación salarial de los ingresos del profesorado universitario más calificado. Inicialmente, fueron utilizados para diferenciar los ingresos entre los académicos, retener a los más destacados, e introducir el “pago por mérito” a la mexicana. El resultado es conocido: la contingencia se convirtió en permanencia, y a lo largo de casi cuatro décadas varias generaciones de académicos han colocado al SNI y a los programas de estímulos como parte importante de sus ingresos, reconocimientos y prestigio profesional y científico.

La narrativa rupturista de la 4T con esas políticas “neoliberales” en educación superior presagiaban incertidumbre en el sector en relación a aquellos y otros instrumentos de política pública en el sector. Sin embargo, el SNI permanece y los programas federales de estímulos también. El pasado 4 de febrero, la Dirección General de Educación Superior Universitaria de la SES-SEP, emitió un documento titulado “Lineamientos del Programa de Carrera Docente en UPES 2020 (U040). Fondo extraordinario”, con un presupuesto de casi 255 millones de pesos dirigido a los profesores de tiempo completo de 35 Universidades Públicas Estatales (UPE´s) del país.

El U040 introduce nuevas reglas a un viejo mecanismo híbrido, que es a la vez compensatorio y meritocrático. Esas nuevas reglas tienen como referente un profesor universitario ideal: tiempo completo, con reconocimiento de perfil PRODEP (Programa de Desarrollo Profesional de nivel superior), que imparte 10 horas de clase a la semana y preferentemente lo hace además en un programa de licenciatura, donde aprueba al menos al 70% de sus estudiantes por curso, y “atiende” mínimamente a 50 estudiantes. Todo ello con el objetivo de “alcanzar la excelencia educativa”.

Sin duda, la permanencia de los estímulos es una buena noticia para los profesores de tiempo completo de las universidades públicas estatales, que ya han hecho de ese ingreso extraordinario un fuente importante de sus salarios mensuales desde hace años o décadas. Ello no obstante, la decisión política de continuidad de ese instrumento federal, revela que el problema de fondo permanecerá inalterado: los bajos salarios-base de los académicos mexicanos. Hay que recordar que sólo una cuarta parte de los más de 414 mil profesores de educación superior son de tiempo completo, y que sólo una fracción de los PTC (alrededor del 30% del total, en el caso de las UPE´s), tienen acceso al ingreso extraordinario que proporcionan los programas respectivos.

En este como en otros casos el profesorado realmente existente se aleja mucho del profesor ideal que tiene como referente imaginario el U040. La imagen de un “gato muerto” sustituye a los “gatos vivos” que habitan los campus universitarios, una imagen que, sin embargo, ha permanecido fija a lo largo de tres décadas y seis sexenios de políticas de estímulos académicos.

Monday, June 15, 2020

Correr al burdel o invocar a los ángeles

Correr al burdel o invocar a los ángeles

Adrián Acosta Silva

Ya pasaron los tiempos en que a los burdeles se les solía llamar congales. Después de los cabarets, de la ola incontenible de los topless y table-dance, y la explosión anárquica de los “antros” –eufemismo de cantinas, cervecerías o bares sofisticados donde consumen generalmente jóvenes de clases medias y acomodadas-, los viejos congales/burdeles quedaron relegados, en el olvido, simplemente desaparecieron o fueron marginados en las calles de los centros históricos de las ciudades o en las periferias empobrecidas suburbanas.

En los burdeles solía encontrarse una atmósfera inconfundible dominada por el humo, el alcohol y las putas. Cioran los entendía como refugios de desesperados contra el horror a la muerte; en sus célebres Silogismos de la amargura, confiesa que, siendo adolescente, para escapar de ese horror, “corría al burdel o invocaba a los ángeles”. En esos sitios, a veces un resplandor mortecino iluminaba una pista de baile donde los hombres la usaban a cambio de una módica ficha con alguna de las muchachas dispuestas para ello. Pero el centro de todo buen congal eran las mesas y la barra, dominada por grandes y viejos espejos en espacios oscuros, con penetrantes olores de humedad y humanidad. Beber una cerveza, un tequila, un ron con coca cola, era un hábito de solitarios, una forma de pasar el rato, de pensar y no pensar. A veces, un hombre solo, o un grupo de amigos, se reunían para beber y conversar, saludar a las putas, observar a los otros.

Las representaciones de los burdeles solían ser más interesantes. La imaginería elitista o la popular le daban connotaciones diferentes. Eran lugares vistos como sótanos siniestros de la vida social, sitios donde borrachos y pirujas habitaban las mesas y barras, empapados en alcohol y humo de cigarro, olores de perfumes baratos y joyería de fantasía. De alguna manera, visitar congales producía imágenes semejantes al barroquismo de una película de Ripstein, a pinturas de Edward Hooper, la atmósfera de una novela de Bukowski, o alguna fotografía de los Casasola de los años treinta: imágenes metálicas, melancólicas, de penumbras y soledad. Los lupanares eran vistos como espacios de perdición, pecado, lujuria y depravación moral, buenos para desahogar penurias permanentes o festejar júbilos fugaces. Las narrativas católicas que nutrieron la moralidad republicana moderna penetraron a las leyes federales, bandos municipales y burocracias gubernamentales, colocando a las casas de citas, cabarets y congales lejos de escuelas, iglesias y edificios públicos, aunque en la práctica ello no ocurrió siempre así.

En ese territorio había un orden diferenciado por jerarquías, un lenguaje público de distinción entre los lugares. En el fondo de las clasificaciones estaban las pulquerías, luego le seguían los burdeles, congales, y casas de citas (todos sinónimos de lo mismo), en la cima los bares y cabarets, y ahora los antros. Había lugares que tenían un poco de todo. En el barrio de San Juan de Dios, en Guadalajara, por ejemplo, la “zona roja” era la delimitación geográfica de ese tipo de negocios, donde hoteles de paso de aspecto intimidante coexistían con cantinas y cabarets. La Tarara, El Sarape, el King Kong, el Afrocasino, estaban muy cerca de sitios legendarios como La Sin Rival, La Iberia o La Fuente (las tres cantinas más antiguas de la ciudad), un poco más hacia el centro La Alemana, el Bar Cue, el Lido, y unas cuadras al oriente célebres prostíbulos-cantinas como La Comanche, La Cachucha, el Guadalajara de Día, o Las Cascadas, justo frente a la vieja penal de Oblatos. Era un circuito interesante gobernado por el orden impuesto por bules y congales, putas y borrachos, policías corruptos, individuos taciturnos, políticos licenciosos, comerciantes y burócratas en horas libres.

Hoy, las cosas han cambiado. Las representaciones sociales sobre los nuevos espacios del sexo y alcohol son otras. Nuevas prohibiciones (no fumar), formas renovadas de criminalidad (redes de prostitución, narcotráfico), preferencias estéticas y hábitos de consumo hiperindividualistas han modificado los significados de bebederos y burdeles. Los tiempos modernos son hechura de una colección de soledades distribuidas caóticamente en las redes sociales. Los congales son sitios exóticos, sin el glamour que exigen ahora los antros ni los sonidos del nuevo pop (gobernado por el regeton o las bandas gruperas), donde la búsqueda de fama instantánea, la exhibición del dinero y la distinción, o el poder del clasismo suelen ser los códigos sociales al uso. La pandemia ha colocado en el centro otras formas de gestión de nuestras propias soledades, encerrados entre las paredes y ventanas de hogares que antes solían ser sólo dormitorios. Bajo el dominio de rituales y reglas que hacen de los festejos multitudinarios y ruidosos el código obligatorio de la convivencia social, la soledad imaginaria de los congales, con su sensación de tiempo alargado y sombras protectoras, parece más lejana que nunca.

Thursday, June 11, 2020

Nueva normalidad, ¿nueva agenda?

Estación de paso

¿Nueva normalidad, nueva agenda?

Adrián Acosta Silva

(Campus Milenio, 11/06/2020)

http://campusmilenio.mx/notasd/853acosta.html


La muy promocionada pero poco explicada “nueva normalidad” a la que conducen las políticas del post-confinamiento sanitario añade mayor incertidumbre a los efectos de la pandemia en el campo de la educación superior. A pesar de su ambigüedad, la “nueva normalidad” se acompaña de la exigencia presidencial a favor/en contra de la 4T y de decisiones que el oficialismo ya ha tomado y que probablemente tendrán como efecto deliberado la traducción de los códigos de la neo-normalidad pública en acciones que afectarán directamente el presente y el futuro de la educación superior del país.

Esas acciones son de dos tipos: financieras y políticas. Las primeras ya las vemos con claridad, y se expresan en los condicionamientos y recortes presupuestales federales dirigidos a generar ahorros gubernamentales para enfrentar las secuelas económicas de la crisis. Las políticas de austeridad que han acompañado la retórica y las prácticas del obradorismo, se han reforzado durante la crisis epidémica y se alargarán durante los próximos años. En términos de la educación superior, eso significa menores recursos públicos a las instituciones federales y estatales, así como un estancamiento del financiamiento a las actividades científicas y tecnológicas que desarrollan los centros especializados de investigación.

En este tema, los conflictos y protestas no se han hecho esperar. La movilización promovida por un grupo de centros e instituciones científicas nacionales como el CIDE o el CINVESTAV impidió que el anuncio del recorte del 75% del gasto público de la dependencias de la administración federal de este año que anunció hace un par de semanas el propio Presidente, no se aplicara a rajatabla a los centros especializados de investigación. Si se agrega también la movilización de varios de estos mismos centros contra la propuesta de desaparición de los fideicomisos que lanzó un grupo de diputados de MORENA a finales del mes pasado, el tono y los alcances de la nueva normalidad parecen tener un significado más claro.

En el terreno de la política educativa, la normalidad imaginaria se vuelve más confusa. La concentración del poder en el ejecutivo federal significa la centralidad y discrecionalidad de muchas decisiones políticas. La inexistencia del programa sectorial de educación 2019-2024 es un componente que añade incertidumbre a lo que el oficialismo plantea como política pública en educación superior. Hasta ahora, el programa brilla por su ausencia. En cualquier caso, se publicará prácticamente dos años después del arribo al poder de AMLO (suponiendo que ello suceda en el transcurso del segundo semestre de este año), por lo que el horizonte del análisis de los instrumentos y contenidos de las acciones y políticas federales quedará reducido no a un horizonte sexenal sino cuatrienal (2020-2024).

Propuestas como la expedición de una nueva Ley General de Educación Superior, el diseño y reglas de operación del Fondo Nacional de la Educación Superior, las nuevas fórmulas del financiamiento público federal y estatales para las universidades públicas, el papel, contenidos y alcances de las “Universidades para el Bienestar Benito Juárez García” en los sistemas estatales de educación superior, la implementación de acciones para universalizar el acceso a la educación terciaria eliminando los exámenes de selección en las universidades públicas, o los relacionados con las experiencias institucionales de virtualización y digitalización educativa instrumentadas durante la pandemia, son temas que requieren definiciones políticas y de políticas que no aparecen en las narrativas de la “nueva normalidad” en el campo de la educación superior.

La música metálica de la austeridad, los recortes presupuestales indiscriminados, la ambigüedad de las políticas públicas, la ausencia de explicaciones y definiciones claras de las reglas políticas de las políticas sexenales de la educación superior, configuran el espíritu de la “nueva normalidad”. Los llamados presidenciales a la solidaridad, la honestidad y el amor (palabras que forman parte del extraño idioma que suele utilizar el Presidente) son el paraguas discursivo que arropa las indefiniciones políticas en muchos campos de la acción pública. Por lo pronto, la vieja normalidad -con la conocida lógica de incentivos y restricciones vigentes desde los años del salinismo, y las rutinas, hábitos burocráticos y reglas escritas y no escritas en las relaciones entre el gobierno y las instituciones de educación superior-, ocupa el centro de la vida burocrática de los SEP, la Secretaría de Hacienda, y la gestión de los gobernadores, diputados, senadores, rectores y directivos de la educación superior.

Desde esta perspectiva, la nueva normalidad no plantea ni promete una nueva agenda. En realidad, conserva las mismas rutinas del pasado reciente pero con menos recursos y apoyos federales. No hay cambio de régimen de políticas: es el mismo régimen experimentado desde hace treinta años en la educación terciaria, particularmente visible en las universidades públicas, pero en un contexto de austeridad salvaje, o ciega. Como en otros sexenios, las restricciones financieras y el control presupuestal dependen del poder público; lo distintivo está en el retorno del hiper-presidencialismo mexicano y sus poderes metaconstitucionales, su parafernalia, símbolos y prácticas. En esas condiciones, la retórica presidencial es la política verbalizada de un proyecto vacío, donde la neo-normalidad significa lo que cada quien quiera que signifique, como sentenciara sin ironía y con aplomo Humpty Dumpty en el país de las maravillas.