Monday, June 30, 2008

Las dos almas de la universidad mexicana (Nexos 367)

Las almas de la universidad mexicana

Adrián Acosta Silva


Si se mira con cierto cuidado y desde cierta perspectiva, la universidad mexicana –como la educación en general-, es un tema que tiende a aparecer y desaparecer de la atención pública de medios, intelectuales, gobernantes y analistas de cuando en cuando. Se trata de un movimiento cíclico, cuyas fuentes generalmente se localizan en el escándalo, la nota de coyuntura, el ánimo de debacle y desastre cuando se conocen evaluaciones nacionales o internacionales de su desempeño y calificaciones, o se realizan movilizaciones espectaculares que anuncian o reviven viejos pleitos institucionales. De un tiempo para acá, el ciclo de reapariciones se ha vuelto un dato, y la universidad se ha colocado en el centro de la agenda como asunto público de primer orden, pero también como el motivo central de varios escándalos mediáticos, pleitos institucionales locales y caseros, y preocupaciones públicas y sociales variadas. La muerte de los estudiantes de la UNAM en Ecuador –quizá producto de lo que un amigo ecuatoriano denominó como un trágico ejercicio de etnografía guerrillera naif-, y las reacciones entre los poderes fácticos y políticos de la temporada, la prolongada huelga sindical de la UAM iniciada a finales de enero y extendida hasta los primeros días de abril, las protestas y los malestares acumulados en varias universidades públicas estatales (Sonora, Michoacana, Oaxaca), sea por los efectos de las políticas públicas hacia el sector experimentadas desde hace un par de décadas, o sea por las peculiares formas de organización e influencia de los poderes locales, configuran parte de la endemoniada relación entre la tradición y el cambio que domina el campus universitario mexicano contemporáneo.

Desde su (re) fundación como institución pública, laica y nacional a principios del siglo pasado, en el transcurso y luego al finalizar la revuelta revolucionaria, la universidad mexicana ha lidiado permanentemente con sus dos almas originarias: el alma de la tradición y el alma del cambio. Son almas en conflicto y tensión permanente, a veces corrosiva, en ocasiones pacífica. Para decirlo en palabras de Tocqueville, la tradición y el cambio forman parte de los “hábitos del corazón” de nuestras universidades, pero también sus espíritus atormentados, que vagan por los campus en busca de cuerpos y almas en que puedan encarnar sus afanes, sus intereses, sus ansiedades. Y en ocasiones, y a pesar de las circunstancias y las dudas, esas almas se aparecen en las aulas y los pasillos universitarios, se adueñan de mentes y corazones, alimentan pasiones y tradiciones, reformas desmesuradas en busca de un lugar en la Historia y otros pequeños cambios cotidianos. En buena medida, las universidades son criaturas engendradas por las tensiones entre las fuerzas de la modernización y tradición, entre la conflictividad política y la discusión académica, entre los viejos intereses resguardados celosamente entre las aulas, pasillos y muros universitarios, y los vientos del cambio que de cuando en cuando soplan por esos lugares.

Esas dos fuerzas coexisten y se alimentan de sus propias interacciones, fatalidades y desafíos. Si se observa con detenimiento, existen a lo largo del siglo XX por lo menos tres momentos fundamentales en la rebelión de las almas de la tradición y el cambio en la universidad. Uno es el que se fraguó lentamente en el contexto del porfiriato, que se extendió hasta la conquista de la autonomía universitaria de la Nacional en 1929 y que prosiguió y se agotó en las llamas deliberativas de la célebre discusión encabezada por Antonio Caso y Vicente Lombardo Toledano de los años treinta, cuyo saldo duro fue la conformación de las identidades universitarias en todo el país. El segundo momento es el que podría fecharse entre los años de 1940 y 1980 (pasando por la rebelión estudiantil de 1968 y el sindicalismo universitario de los años setenta), que son lo años de la expansión y modernización de la universidad mexicana, que inició con el desarrollismo mexicano y culminó con la crisis económica y luego política de los ochenta. El tercero es el que corre en los últimos veinticinco o treinta años, en que los intentos por reformar a la universidad descansaron en una mezcla extraña de iniciativas gubernamentales y universitarias en varios frentes nacionales, es decir, locales y regionales. Estos tres momentos encierran procesos largos y complejos, de cambios e innovaciones estructurales, de reformas silenciosas o espectaculares alimentadas por el juego rudo de intereses en conflicto. Y cada uno, a su modo y variaciones correspondientes, ha sido gobernado por fuerzas, ideas e intereses modelados por los códigos del poder y de las prácticas políticas universitarias, que de algún modo representan y reproducen los códigos de la política mexicana en general, desde las que se alimentan las estructuras formales e informales del poder universitario.

Hoy, luego de tortuosos procesos reformas y adecuaciones de muy diverso calibre y efectos, las universidades públicas mexicanas configuran el escenario de rituales, representaciones y novedades que recogen lo que podríamos denominar con todas las licencias del caso como la nueva complejidad de la vida económica y sociopolítica mexicana. Con restricciones e imposibilidades múltiples, las universidades públicas han entrado con diversos grados de éxito al juego extraño de las acreditaciones, las certificaciones y los rankings, emprendido cambios y adecuaciones a sus estilos de gestión y a sus manías administrativas y burocráticas. Bajo la mirada prejuiciosa o francamente escéptica de las elites de derecha que llegaron al poder con los vientos del cambio político mexicano, la universidad pública mexicana aparece en el centro de una nueva disputa por las orientaciones, las formaciones y las prácticas políticas y académicas que se desarrollan en sus patios interiores, en sus azoteas, en sus sótanos.

Hoy, bajo el escrutinio post-orweliano de los medios y sus voceros de ocasión, y frente a los regateos políticos y financieros de las elites dirigentes y de poder de la sociedad mexicana, las universidades públicas mexicanas alimentan nuevamente las almas atormentadas del cambio. Con una autonomía que ya no es lo que solía ser, con estudiantes que encarnan la vieja desigualdad social mexicana y las libertades políticas de nuevo cuño, con un profesorado envejecido y sin perspectivas de reconstitución de las plantas académicas universitarias, y en un contexto crecientemente dominado por al discurso y las prácticas de las universidades privadas consolidadas y de elite, pero sobre todo por establecimientos emergentes y de bajo costo, la universidad pública enfrenta un medio hostil y amenazador. Con una izquierda política y académica que se aprecia confundida por la magnitud de las restricciones y de los cambios, la vida universitaria es un campus en busca de territorios, una entidad en búsqueda de la comunidad perdida. Espacio de identidades múltiples y elásticas, la universidad pública es también el sitio de las rebeldías instantáneas o de las prácticas autoritarias de izquierdas delirantes o de derechas puritanas. Pero es también el espacio donde la investigación científica, la docencia universitaria, la especulación y el debate político, la experimentación y la cohesión, espacios preciosos para el desarrollo de prácticas y hábitos basados en el ciencia y en la cultura, que pocas instituciones públicas son capaces de ofrecer a sus estudiantes, a sus profesores y a la sociedad misma. Quizá sea esa justamente, la herencia mayor a cuidar en un medio que reclama airadamente respuestas inmediatas, soluciones instantáneas, lealtades automáticas, bajo el celofán discursivo de la globalización, la calidad y la excelencia académicas. De eso está hecha la nueva “misión de la universidad” orteguiana aquí y ahora: de reclamar, una y otra vez, a los dinosaurios universitarios, a los nuevos señoritos, y al bestiario político y mediático multiforme que habita zonas importantes de nuestros espacios públicos y privados, la necesidad de preservarla como un espacio autónomo, comprometido con las funciones sustantivas y con el desarrollo de alternativas a los grandes problemas nacionales. Digo, si se piensa que eso todavía existe.

Friday, June 13, 2008

Palabras mágicas

Palabras mágicas

Adrián Acosta Silva


A partir del gran libro de las revelaciones habitadas por los cuentos y relatos de Jorge Ibargüengoitia, sabemos con certeza que los mexicanos tenemos una relación difícil con las palabras. Ahí donde decimos quién sabe es que no; cuando decimos que mañana es que será en algún momento o nunca jamás; cuando decimos nomás la puntita estamos afirmando una mentira pudorosa. La lingua franca mexicana está llena de ambigüedades, dobles sentidos y contradicciones abiertas, pero es lo que hay, con eso hemos vivido y lo seguiremos haciendo muy probablemente de aquí a la eternidad, o cuando el destino nos alcance, que para el caso es lo mismo. Esta legendaria dificultad para relacionar las palabras con las cosas (una dificultad relativamente universal, según Foucault), es una de las dimensiones más fascinantes que habitan la cultura política mexicana y la cultura en general. Y los tiempos modernos -vale decir, los que nos llegaron con los años de las transición económica y política que nos ha traído con algún éxito y varios fracasos a las lodosas playas del siglo XXI- trajeron consigo entre otras cosas la pretensión de nombrar las viejas cosas con palabras nuevas, con la ilusión tan mexicana de que cambiando los nombres cambiarán las realidades que evocan.

Esta tendencia atraviesa todas las esferas de nuestra vida pública y privada. Pero es quizá en la esfera política donde se visualiza de mejor manera, más clara, este esfuerzo por cambiar las palabras como una estrategia desesperada o calculada para cambiar los hechos. Al viejo integrismo nacional-revolucionario que caracterizó el discurso político mexicano durante la mayor parte del siglo XX , basado en la idea de la unidad nacional, el autoritarismo presidencial priista, y la exaltación de la originalísima e insuperable idiosincrasia mexicana, se le opuso, lentamente primero y con fuerza incontenible después, el discurso neo-integrista habitado por palabras como competitividad, democracia, calidad, co-responsabilidad, ciudadanización, rendición de cuentas, transparencia, verbos y adjetivos que articulan varios de nuestros clichés post-democráticos más conocidos. Más que un lenguaje políticamente correcto, lo que se construyó en estos años de fervor por el novedismo conceptual y coloquial fue la edificación de palabras cuyo significado evoca una normativa discursiva adecuada para solucionar nuestros problemas, o para encontrar diagnósticos instantáneos sobre nuestros males públicos. De esa madera verbal está hecha buena parte de nuestra retórica transicional.

En la actualidad, dos son las palabras mágicas que se emplean con frecuencia pasmosa entre las elites gubernamentales y empresariales para tratar de exorcizar los males de nuestras sociedades y de sus instituciones: “calidad” e “integral”. Su uso es tan frecuente que ya se utilizan normalmente (es decir, sin razón y sin remedio) para acompañar propuestas y soluciones contra nuestros males públicos y privados. Hay otras, lo sé, pero éstas suelen ser sinónimos u operar como tales: excelencia, competitividad, innovación, etc. Pero las primeras se han vuelto parte del lenguaje de uso diario de políticos y empresarios, de ciudadanos, funcionarios de todo nivel y aún de analistas y opinadores profesionales de todos los medios. No es muy preciso el hecho de que “calidad” e “integral” signifiquen lo mismo para todos, pero eso es lo de menos. Lo importante es que las palabras se emplean para mostrar que son los atributos deseables para resolver casi cualquier cosa, desde la educación hasta la seguridad pública, desde la salud hasta la recaudación fiscal, la reforma energética, la lucha contra el narcotráfico o contra el cambio climático, la competitividad de las empresas, la reforma petrolera, las políticas de vivienda o de empleo, todo lo que el lector guste o se pueda imaginar. Como si la solución a los problemas públicos sea lo mismo que atribuir propiedades curativas a un determinado pan, a un suplemento alimenticio, o a la venta de una cocina (integral por supuesto).

La fascinación por estas palabras revela el espíritu de los tiempos, dominados violentamente por el lenguaje gerencial y el “emprendurismo” (versión muy mexicana del intraducible entrepreneurialism). Bajo el supuesto de que el exorcismo verbal es una maniobra suficiente para expiar todos los males, las palabras de marras juegan el papel de mecanismos simbólicos de supervivencia que se creen adecuados para enfrentar el vendaval de la globalización, la competencia por los mercados o la eficiencia en el gasto gubernamental y en la resolución de los problemas públicos; ello explica cómo la calidad y la búsqueda del santo grial de lo integral de las acciones públicas y privadas se han vuelto la parte medular de un discurso dominante y obsesivo. Las palabras se vuelven entonces en clavos ardientes para asegurar la fe en nuestras acciones y buenas intenciones. Sus antónimos revelan el lado oscuro de las cosas: las acciones deficientes, de baja calidad, y parciales (es decir, no integrales), están en el corazón explicativo de nuestras ineficiencias, de nuestros fracasos, de nuestras incapacidades públicas y privadas.

Por eso al Presidente Calderón le gusta machacar con las palabras de marras (a Fox y a Zedillo también les encantaba utilizarlas). Pero también forman parte de los discursos reactivos de empresarios, economistas y politólogos de ocasión, de sus asesores y consultores, más los exégetas oficiales y los amos de la sociología instantánea. Toda propuesta, programa o acción pública o privada que pretenda ser la solución a un problema debe tiene que ser de calidad y además ser integral, es decir, completa, armónica, coherente, sin contradicciones, tensiones ni ambigüedades molestas e indeseables.

El problema es que muchos de nuestros problemas públicos son justamente la expresión de realidades habitadas por imperfecciones, tensiones, contradicciones, insuficiencias, efectos perversos, ambigüedades, incapacidades acumuladas. Para decirlo de otra forma, la realidad pública es de baja calidad y es inconexa, desintegrada, incoherente. Exorcizar esas incomodidades es una tarea nominalista, es colocar verbos para transformar las realidades, sea a partir de discursos, de programas o de políticas “integrales y de calidad”. Ante la vasta colección de realidades indescifrables y prácticas imposibles, los liderazgos políticos y empresariales predominantes desde hace tiempo se han lanzado por el accidentado terreno de una cruzada nominalista para lidiar con los demonios públicos y privados. No importa que no conozcamos el perfil y tamaño de nuestros problemas, ni el origen ni las causalidades de los mismos, ni de los efectos estructurales o coyunturales que explican nuestras fatalidades e imposibilidades económicas, políticas o socioculturales. Todo es cuestión de programas “integrales y de calidad”, según los nuevos sacerdotes gerenciales, ordenados en los cánones “emprenduristas” de interpretaciones tropicales propias de estas tierras ignotas. Que Dios se apiade de nuestras almas.