Friday, September 05, 2008

Universidad, política y espectáculo (Campus 287)

Universidad, política y espectáculo.
Adrián Acosta Silva

En el marco irremediable de la confirmación de la política como espectáculo, todos los pleitos son taquilleros. Explicar el fenómeno no es una tarea fácil. Tiene que ver, por supuesto, con el hecho obvio de que la política vende, de que la noticia política se ha vuelto una mercancía que en ocasiones alcanza un buen precio en los tiempos que corren, que se cotiza bien en un medio donde los escándalos se han vuelto la forma dominante de la comunicación pública. También cuenta el hecho de que los actores en conflicto tienen algo de histriones, de que sus gestos, palabras y silencios suelen ser teatrales, de que los medios explotan metódicamente los conflictos, de que existe un mercado que sigue con cierta atención y hasta con morbo el desarrollo de los acontecimientos, sus desenlaces, el humor involuntario de dichos y hechos, sus efectos en instituciones y grupos. Hay algo de ansiedad y emoción en todo ello, que confirman la legendaria desconfianza de muchos hacia la política y sus formas, mientras que a los ojos de otros revelan las propiedades misteriosas y hasta metafísicas de las prácticas y los rituales políticos.
Las universidades no escapan de esta situación. Una huelga laboral, un pleito estudiantil, un problema financiero, una lucha por el poder institucional, el proceso de elección de un rector, un pronunciamiento sobre algún tema espinoso o urgente de la agenda pública, coloca inmediatamente a las universidades en el ojo mediático, y las proyecta velozmente hacia el rugoso tapiz de la vida pública, ocupando fugazmente un lugar en el espectáculo político de todos los días. Poco importa saber con precisión el origen o el desarrollo de la peculiar conflictividad de las universidades, y menos importa aún saber si sus prácticas políticas tienen algo que ver con su naturaleza académica, sus funciones sociales o sus contribuciones al desarrollo. Nadie se preocupa (ni tendría que hacerlo, por lo demás) por las condiciones y contextos específicos de los problemas, la formación de los consensos y los disensos en la universidad, en la acumulación de exigencias desmesuradas, la sobrecarga de demandas y los enaltecimientos retóricos, que se combinan con una sistemática escasez de recursos, de bloqueos al desarrollo de la ciencia y a la vida académica, fatigas inconfesables y expectativas heroicas, el tamaño de restricciones estructurales o coyunturales al desarrollo de las funciones habituales de la universidad.
En el primer sexenio de Campus, algunos de estos conflictos se han identificado y ventilado, frecuentemente a medio camino entre el análisis académico riguroso y la especulación política franca. Eso se explica tal vez por la especial complejidad de los contextos institucionales y las trayectorias políticas de grupos y reglas de cada universidad, vagamente conocidas y muy poco estudiadas de manera compartida y comparada. La relación entre las políticas públicas, el gobierno y la política universitaria se ha revelado como un espacio obscuro, pantanoso, en la que el despliegue de una retórica basada en temas como la calidad, la integralidad (esa extraña insistencia en que todas las acciones y propuestas deben de ser “integrales”), la competitividad internacional de las universidades, se superpone con viejas prácticas políticas autoritarias, pseudo-democráticas, en las que el clientelismo, el patrimonialismo y la simulación permanecen como monedas de uso común en muchas universidades públicas. El corporativismo sindical y estudiantil que emergió con fuerza indiscutible desde los años setenta, continua siendo en muchos casos la principal seña de identidad de la política universitaria, mientras las rectorías universitarias participan con entusiasmo y no poco esfuerzo en acreditar programas, elevar el nivel académico del profesorado, certificar procesos administrativos, presumiendo pequeños y grandes logros nacionales o internacionales.
Ahí donde las prácticas políticas que estructuran las relaciones entre los universitarios son advertidas como un obstáculo para el progreso de la universidad, nuevos héroes y redentores instantáneos surgen para denunciar el lamentable estado de las cosas, y para lanzar nuevos proyectos, demandas, críticas demoledoras contra los culpables de que las cosas estén tan mal. Amparados en la misma confusa retórica de la calidad y la excelencia, la transparencia o el compromiso social de las universidades, los nuevos paladines reformadores se auto-promueven como universitarios visionarios, valientes, legales hasta el tuétano, académicos comprometidos, funcionarios comprensivos, administradores eficientes, demócratas intachables. Poco importa que por sus antecedentes remotos o recientes, esos líderes universitarios que hablan solemnemente a la Historia frente a cámaras y micrófonos, sean personajes impresentables, que se comportan como emperadorzuelos de ocasión, alabados por una corte integrada en la mayor parte de las veces por súbditos y consejeros que suelen ser a su vez una colección grisácea de puras glorias municipales. Fanfarrones y mediáticos, muchos de los neo-reformadores y sus asesores son una mezcla de gerencialismo teórico con populismo práctico, criaturas crecidas sombríamente al amparo de accidentados procesos anteriores de reforma y de prácticas políticas donde el servilismo se acompañó por becas para hacer posgrados al vapor, que utilizarán para hacer más presentables sus curriculums políticos pero jamás para dedicarse a la docencia o a la investigación.
La política universitaria está habitada parcialmente por estos personajes y prácticas. Aunque por el pequeño número de participantes y los espacios delimitados la vida política de la universidad sea un mundillo de intereses y pasiones, sus efectos pueden afectar, en ocasiones, la vida académica de campus y escuelas. Pese al feroz individualismo de los académicos universitarios, o por el hecho de que la vida estudiantil contemporánea sea un conjunto de prácticas e imaginarios que poco tiene que ver con la vida interna de las universidades, la política y los políticos en la universidad no suelen ser bien vistos. Quizá por ello, el retorno ocasional de la conflictividad universitaria suele atraer más la atención de los medios que de los estudiantes y profesores. Sus cíclicas explosiones sirven para que los partidos y los gobernantes exclamen en tono compungido y con semblantes serios, su preocupación por la inestabilidad que pueden alcanzar los conflictos políticos en las universidades públicas locales o nacionales, reiteren su respeto por la autonomía universitaria, y elevan sus oraciones porque los universitarios encuentren la paz y la armonía lo más pronto posible. Para los medios, los pleitos universitarios resultan en la indagación de actividades secretas o semi-clandestinas de los involucrados, en la que se revelan detalles, rumores y chismes de sus vidas privadas y de sus acciones públicas, que vuelven más misteriosa e impredecibles las interacciones y resultados de los conflictos universitarios. Las imágenes competitivas de ganadores y perdedores, reales o potenciales, es bien explotada por los medios y sus pequeños ejércitos de reporteros, fotógrafos y columnistas.
Cíclica y confusa, la vida política universitaria mexicana de los últimos años es, a no dudar, un gran espectáculo, un happening, comedia y tragedia. Luces y sombras dominan el escenario. Mientras, debajo y al fondo, la vida institucional sigue su curso, entre cubículos, pasillos y salones de clase, esperando quizá a que el espectáculo termine para dar paso al silencio y a las rutinas, indispensables para el trabajo académico de todos los días.

Monday, September 01, 2008

U. de G. El gato y la liebre (Campus 286)

U. de G.: el gato y la liebre
Adrián Acosta Silva
El conflicto que vive actualmente la U. de G. tiene por supuesto muchas lecturas, que dependen, como dirían los sociólogos, de las posiciones en el campo de los observadores y los actores. Así, algunos pueden verlo como un conflicto activado por el ejercicio de la autoridad legítima y legal de sus directivos, mientras que otros los pueden ver como el producto de un mal o deficiente desempeño de las autoridades centrales. Otras lo mirarán como un pleito descarnado por el poder y el dinero, por los recursos, por los puestos, por las implicaciones presentes y futuras de los intereses involucrados. Muchos más mirarán con desinterés, fastidio o indiferencia al pleito, como suele ocurrir. Como en la política en general, es difícil encontrar un acuerdo puntual en la vida política universitaria, como pasa hoy en la U. de G.. Lo que desde hace varias semanas ocurre en Guadalajara, muestra, entre otras cosas, el despliegue de los alineamientos automáticos propios de todo conflicto político entre las élites dirigentes de la universidad y sus fieles, oficiosos, tradicionales u ocasionales. Esa polarización es inevitable y sin duda genera división y desencuentros propios de la búsqueda de intereses distintos, diversos y muchos de ellos frontalmente encontrados. Pero ello no impide encontrar marcos de referencia comunes y consensos normativos básicos, que permitan eliminar obstáculos y excluir comportamientos políticos indeseables.
Desde mi punto de vista, el conflicto es esencialmente (aunque no exclusivamente) un problema de gobernabilidad institucional. Para otros es un problema de régimen político universitario, de sistema político, de “sistema de dominación”, de alguna otra cosa. Sin embargo, sostengo, sin sofisticaciones ni eufemismos, que es un problema de poder y de relaciones políticas, más que un problema de cumplimiento de la ley, de exigencias de transparencia, o de una mecánica de acciones y reacciones políticas. Cuando se trata de presentar un problema político como un problema unicausal se asiste a un reduccionismo propio de los actores del pleito para marcar la diferencia y atacar a sus adversarios, pero se vuelve imposible como argumento para comprender a los ojos analíticos la complejidad del problema. Es volver la mirada y la lectura a las diferencias entre el político y el científico que sugirió el viejo Weber.
Explico algunos supuestos de mi argumento.
A) El arreglo político que hoy revela tensiones agudas que rápidamente está desembocando en una crisis en la conducción política de la universidad, tuvo y tiene sentido en el marco de la reforma institucional 1989-1995 en la cual se formuló y consolidó bajo un paradigma de relaciones políticas en el cual centralidad de de un núcleo dirigente y de un personaje (RPL), se constituyeron como el soporte político principal de la conducción de las reformas. Esta fórmula política se estructuró como una fórmula de gobernabilidad institucional, cuyos resultados han sido contrastantes, tanto en el terreno estrictamente administrativo, como en el campo académico y político de la universidad, y el examen de esos logros, contrastes, efectos perversos e insuficiencias son la base de cualquier nuevo intento de reforma política o de gobierno de la U. de G.. La política universitaria, como toda acción política, tiene costos de transacción en el marco institucional, y el padillismo ha sido hasta ahora una coalición que ha mantenido relativamente estables los costos de la conflictividad política. El briseñismo emergente no muestra cómo puede bajar esos costos, sino que está mostrando rápidamente una tendencia hacia un “encarecimiento” de los costos de la política universitaria, y esos costos los paga la comunidad universitaria en su conjunto, aunque sus hipotéticos beneficios pueden favorecer al rector general.
B) Hoy como siempre no hay en la U. de G. una diferencia prístina entre lo normativo y lo político. Para los asesores profesionales del actual rector general de la U. de G. el tema del conflicto es institucionalidad vs. facticidad, el poder de la ley vs. el poder informal, la transparencia vs. la corrupción, honestidad vs. deshonestidad. Esta es una dicotomía falsa. En la U. de G., al igual que en otras organizaciones, las decisiones estratégicas y rutinarias se mueven en el marco institucional vigente, compuesto de una dimensión normativa y otra dimensión política. Ninguna organización funciona bajo el supuesto de la pureza normativa o política (eso supondría que las leyes, normas y transacciones políticas son exhaustivas y completas), sino que existe un comportamiento institucional que se deriva de acuerdos políticos (que adquieren fuerza normativa informal) que reducen la distancia entre lo escrito y lo no escrito, y vuelven la incertidumbre manejable. En otras palabras, la vida política se desarrolla en el marco de lo jurídicamente instituido. Eso explica, por ejemplo, procesos como la designación del rector o de los rectores universitarios, los acuerdos apara las candidaturas de consejeros, de directivos intermedios, de distribución presupuestal, etc. El cabildeo político es el aceite de las decisiones institucionales, y sus modos, formas y estilos (así como de sus resultados) dependen de los arreglos institucionales previos. Ello explica porqué la elección del actual rector general a principios de 2007 no generó conflictos ni inestabilidad política en la universidad y porqué los cálculos y ambiciones del rector implicaron desconocer o subordinar los arreglos políticos para tratar de instaurar una gobernabilidad a modo. El espectáculo de un rector enfrentado a los propios órganos de gobierno, muestra la incapacidad del “briseñismo” para ganar los espacios de representación política bajo las reglas que han producido ganadores y perdedores en los últimos veinte años.
C) Actualmente, el pleito institucional es una lucha entre el rector general por ampliar su margen de maniobra política que se enfrenta a una forma de estructuración de los poderes institucionales que ha garantizado, con todo, niveles aceptables de estabilidad, legitimidad y eficacia. En ese sentido es una estrategia por desequilibrar los arreglos políticos tradicionales, pero que no muestra ni nuevas formas de organización política ni comportamiento institucional, y que tampoco se acompaña de un proyecto de reforma de la vida académica e institucional de la U. de G. En otras palabras, es una lucha por el poder sin proyecto alternativo ni fundamentación sólida, cuyo resultado es, o puede ser, un retroceso en los avances de la reforma universitaria, una suerte de riesgo de “rolling-back” del cambio experimentado desde hace dos décadas.
Más bien lo que se observa a lo largo del último año es un discurso estridente y confuso que se acompaña de un activismo político respaldado en los intentos de construcción de una imagen popular, renovadora y hasta simpática. Sin el carisma de otros políticos universitarios (ese “don divino” al que se refería Weber), el actual rector y sus consejeros han querido imponer a los ojos públicos la visión de un rector populachero, buena onda, con buena comunicación con los estudiantes y profesores (todos los días inunda los correos electrónicos de miles de estudiantes y maestros con sus comentarios y ocurrencias personales ), que intenta presentarse como un rector jovial, moderno, transparente y honesto. Derrotado por los diversos grupos y expresiones políticas que articulan la coalición padillista en la renovación de los consejeros estudiantiles y las representaciones corporativas el año pasado (claves en el funcionamiento del Consejo General Universitario), el rector general se lanzó a la conquista de una imagen de renovación y cambio intentando apoyarse en un gobernador que hasta hace poco lanzaba diatribas en su contra. Ahora resulta que el Rector General (que antes fue secretario general de la misma, y rector de un centro universitario regional), reniega de su pasado padillista (“Me he dado cuenta, un poco tarde, por eso pido disculpas”, declaró el pasado 25 de agosto, en un alarde de confusión verbal), y se muestra como el campeón de la defensa de la institucionalidad universitaria, auto-promoviéndose como el Gran Reformador de la U. de G., y que el pasado inmediato le pasó de noche en el ejercicio de sus funciones y de su ascenso político en la universidad. En realidad, el rector general intenta transformar el equilibrio político tradicional para construir una gobernabilidad a modo, pues la actual resulta incompatible o incómoda para sus intereses. Es un intento de pasar gato por liebre, independientemente de cuan maquillado y grande esté el gato.
El resultado es el que ahora vemos en la U. de G.: un enfrentamiento entre un rector sin argumentos, ni proyecto ni fuerza política frente a un contexto institucional habitado por una coalición que sostiene una reforma poblada por éxitos, fracasos y ambigüedades diversas. Evaluar la reforma, insisto, es el primer paso para discutir con sentido crítico y productivo el problema del gobierno y la conducción institucional. De otro modo el costo político de la crisis superará los beneficios institucionales que la reforma ha generado a la propia universidad.