Tuesday, July 21, 2009

La naturaleza de la bestia

Estación de paso
La naturaleza de la bestia
Adrián Acosta Silva
(Señales de Humo, Radio U. de G., 23 de julio, 2009.)
En una memorable escena de “Los secretos del poder” (el thriller policiaco-político-periodístico dirigido por Kevin MacDonald, estrenado hace apenas unos meses), el personaje interpretado por Russell Crow, un periodista, conversa con su amigo, el congresista interpretado por Ben Affleck, en torno a sus aspiraciones políticas futuras. El congresista afirma, con la claridad y aplomo del político profesional: buscar un puesto más alto, en el cual desarrollar sus proyectos políticos. El periodista le comenta: “Claro. Es la naturaleza de la bestia: un puesto público”.
La escena sirve para iluminar un poco la naturaleza de un oficio viejo: la política. No es quizá el más antiguo del mundo pero sí uno de los más controvertidos, complicados y, en cierto modo, exigentes. Y la política requiere por lo menos de un par de condiciones importantes: visibilidad y carácter. La primera implica coleccionar puestos públicos, estar en la jugada política, construir cierta imagen de confianza y credibilidad, participar en las decisiones, intervenir en los conflictos y negociaciones, proponer acuerdos y compromisos. El carácter implica otras cosas: aprender a correr riesgos, soportar críticas, convivir con la posibilidad del fracaso o la traición, saber construir amistades pero también adversarios, lidiar con comportamientos hipócritas, cálculos egoístas, tener la capacidad personal para proponer proyectos y suscitar simpatías, consensos, a veces unanimidades. La política por supuesto tiene su lado obscuro, ese que Weber o Maquiavelo asociaban cada uno a su modo con la disposición de recibir el beso del diablo, de ofrendar el alma a los demonios de la incertidumbre, de los acuerdos inconfesables para conseguir trofeos y puestos. Es la doble naturaleza del político y de la política, la de generar expectativas y proyectos, pero también la capacidad de endurecer la piel frente a las críticas, las amenazas y las pérdidas.
El oficio tiene por supuesto sus rituales, sus reglas y sus modos. Pero es el contexto el que determina en alto grado el perfil del político, sus posibles trayectorias, sus riesgos y recompensas. Y en México el entorno ha propiciado la aparición de políticos con diversas capacidades y virtudes. También explica los comportamientos canallescos de los políticos y de los partidos, sus extravíos y sus corruptelas, la degradación de la política, el desencanto y el malestar de muchos ciudadanos. De manera paralela, en la etapa post-priista que se inició con el gobierno foxista, el clima intelectual de la época se ha empobrecido de manera asombrosa y al parecer inevitable, un clima en el cual el reclamo a la clase política y a la partidocracia se confunde con los arranques santificadores de la ciudadanía y la sociedad civil. El resultado es la era de la confusión, en la que las élites políticas y las élites cívicas o empresariales hablan un lenguaje altisonante, basado en la demonización de la política y la beatificación de la vida civil, del discurso del pueblo bueno y noble o de los ciudadanos responsables y participativos. Nada nuevo ni reciente –ni exclusivo de nuestro país, por lo demás- pero que sorprende por su persistencia en un contexto donde desde hace rato todo lo sólido se disuelve en el aire, como señalaran Marx y Engels hace ya muchos años.
Sospecho que esta confusión, sin embargo, es una confusión que ocurre entre las elites representativas y de privilegio que promueven los reclamos, los debates y las propuestas. Es un discurso estridente lleno de denuncias, remordimientos y culpas, de arrepentimientos y promesas. Como vimos recientemente, los políticos de la derecha panista gustan mucho de ofrecer disculpas y pedir perdón, los políticos priistas se inclinan por sus promesas de que no lo volverán a hacer, mientras que desde la izquierda perredista, petista y lopezobradorista se apuesta a la purificación y al salvamento nacional. Las elites de privilegio, conformadas por una mezcla extraña de organizaciones y liderazgos empresariales, académicos o intelectuales, personajes y personajillos de la clase media y alta de las ciudades y pueblos, expresan en distintos tonos y modos la necesidad de conversión de la política depredadora de recursos y valores hacia la política de la virtud y la corrección, del buen gobierno y de la moral pública.
En estas circunstancias, suele olvidarse la naturaleza de la bestia de la que hablábamos al principio. Una naturaleza que puede ser vista como una maldición o como un signo del carácter indomable de la razón o el instinto político. Una naturaleza, además, que explica la imposibilidad de que los ángeles sean capaces de gobernar en esta tierra convulsiva, y que ayuda a reconocer con realismo los límites y posibilidades de la acción política, de la política y de los políticos. Sumidos desde hace tiempo en las aguas profundas del escepticismo, ese reconocimiento es quizá la única forma de recuperar la importancia de la política en los tiempos postelectorales.

Monday, July 06, 2009

En presencia del señor

Estación de paso
En presencia del Señor
Adrián Acosta Silva
(Texto preparado para el programa Señales de Humo, de Radio U. de G., 9 de julio de 2009)

El sentido del humor de Jorge Luis Borges era legendario, a veces particularmente agudo, filoso, demoledor. En alguna ocasión- relata Roberto Alifano en El humor de Borges- le preguntaba un reportero al célebre escritor de El Aleph, que había de cierto en torno a su marcado y público agnosticismo, a lo que el gran escritor argentino respondió: “He cambiado muy poco. De hecho, soy tan escéptico que hasta comienzo a creer en Dios”.
Algo así puede ocurrir a quienes en algún momento dudaron de la inspiración casi religiosa del Dios de Todas las Guitarras, Eric Clapton. Si en los años sesenta aparecieron decenas de extraños graffitis por toda Londres afirmando aquello de que Clapton is God, al finalizar la primera década del siglo 21 de nuestra era, una grabación nos revela contundentemente que Dios no existe y Clapton es su profeta. Una señal irrebatible circula ya en México: el disco en vivo que Clapton y Steve Winwood -el ex integrante de grupos como Spencer Davies Group, Traffic, y efímero compañero de Clapton en Blind Faith- grabaron en ocasión de una serie de conciertos apenas el año pasado en el Madison Square Garden de Nueva York. El DVD correspondiente no tiene desperdicio: las imágenes, las entrevistas, los sonidos, el espíritu lúdico y la fiesta acompañan el ritual de dos músicos legendarios del rock contemporáneo.
El par de sesentones reflexivos que hoy son, revivieron fugazmente a los jóvenes impulsivos que fueron en los años sesenta, en un ejercicio de resurrección del espíritu de la época que alimentó con ferocidad la era dorada del rock. La potencia de la rola que abre el concierto (Had to Cry Today, de la época de Blind Faith) se combina con el blues de una clásico (Rambling on my Mind, de Robert Johnson), mientras que la guitarra mágica de Clapton suena mejor que nunca en After Midnight, de J.J Cale. Para exorcizar cualquier intento de nostalgia, basta escuchar Double Trouble o Presence of the Lord para constatar que el rock aún vive, y pasa sus días entre Nueva York, Londres o Guadalajara; que no es una rémora ni un testamento, sino un acto de demostración de las propiedades curativas y festivas de la música clásica de la segunda mitad del siglo pasado. Voodoo Chile, aquel viejo himno de otro santo del panteón rockero, Jimi Hendrix, es el pretexto perfecto para mostrar como la reinterpretación de los apóstoles es también un acto de creación divina.
Para quienes reconocemos en el rock una buena parte de nuestra educación sentimental, escuchar los dos discos del álbum supone -acaso instintivamente- realizar un acto sagrado: hincarse y pedir perdón por los pecados. Ya se sabe, el perdón, el arrepentimiento y las culpas gobiernan de manera frecuente los sentimientos individuales y colectivos. Pero para los infieles que nunca faltan, quizá sea mejor y más adecuado sentarse cómodamente, escuchar o ver los discos con una cerveza fría al lado, y dejar que la guitarra y las voces de los profetas Winwood y Clapton se adueñen un rato de nuestras sinrazones, de nuestras emociones y reflexiones. Ahora que ya no hay tiempo para (casi) nada, en que los sonidos de la época están marcados por la prisa y la desesperación (¿quién puede pensar, por ejemplo, con el ruido que impone escuchar “Como perro atropellado” de la Arrolladora Banda El Limón sonando a todo volumen en el automóvil que pasa a un lado?), un acto de rebelión como es el dedicarse exclusivamente a escuchar un buen disco, supone también la realización de un pequeño acto civilizatorio. Con suerte, en ese momento el viejo escepticismo de los agnósticos ceda el lugar a la nueva ironía de los creyentes, justo como le ocurrió a Borges.