Thursday, March 31, 2011

Viento en el desierto




Estación de paso
Viento en el desierto
Adrián Acosta Silva
Señales de Humo, Radio U. de G., 31 de marzo de 2011
Como se sabe, los vientos pre-electorales han comenzado a soplar en el ámbito político del país. Candidatos y partidos, líderes y sectas, grupos y cofradías, iniciaron el proceso de construir candidaturas de cara a las elecciones presidenciales del año que viene, y en algunos estados de la República (el Estado de México, por ejemplo), suenan desde hace tiempo los tambores políticos para la competencia electoral. No hay nada de espectacular ni novedoso en todo ello. De hecho, como sucede desde hace rato (desde 1997 para ser precisos) estos actos son parte de las rutinas institucionales que habitan el complicado reloj de la democracia mexicana realmente existente, es decir, aquella que se ha construido con las instituciones, los actores y las reglas acordadas desde hace tiempo.
La novedad es que estas rutinas ocurren en un un contexto degradado por el pobre desempeño institucional de los partidos y del gobierno, y por la consolidación de la apatía y el desencanto político como seña de identidad en muchas franjas de ciudadanos. En esas circunstancias, las elecciones que vienen pueden significar, entre otras cosas, la confirmación del abismo que separa a la clase política respecto de los ciudadanos, pero también la posibilidad de debatir asuntos que no aparecen en la agenda de la política y de los políticos profesionales. Contra lo que puede pensarse desde las franjas malhumoradas y escépticas de nuestra vida pública (que, sin duda, se han multiplicado en los años recientes), las elecciones son siempre ocasiones importantes para plantear cuestionamientos al desempeño de los representantes ciudadanos y de las propias instituciones en que se organiza esa representación.
El problema es que no parecen identificarse buenos incentivos para participar en la vida pública. La crisis de representación política que atraviesa el régimen post-autoritario mexicano ha significado el aislamiento de las élites políticas respecto de las demandas e intereses de zonas importantes de la ciudadanía. Ello se manifiesta no sólo en el aburrimiento y la apatía de dichos sectores frente a la actual oferta de partidos políticos y sus respectivos liderazgos, sino que tampoco parece responder a las formas más elementales de la organización política, es decir, la participación en sindicatos, asociaciones civiles, organizaciones vecinales, consejos escolares. El desafío es enorme tanto para la capacidad de representación que tienen los partidos como para la estructuración de las demandas sociales por parte del sistema político en México.
No hay muchas razones para entusiasmarse con la oferta política que tenemos hoy en día. Pero tampoco parecen existir buenas razones para voltear la mirada como si esa oferta fuera irrelevante. Si la democracia consiste simplemente en que los ciudadanos pueden castigar o premiar con su voto a los partidos, esa misma fórmula les permite alejarse del ejercicio si las alternativas no le resultan atractivas. Desde esa perspectiva, lo que quizá sea el recurso más valioso de la política -la capacidad para generar expectativas y compromisos-, tiene en los procesos electorales una oportunidad importante para configurar propuestas que susciten, potencialmente, el interés y quizá hasta el entusiasmo de los ciudadanos por la vida política.
Hay una tendencia dura que explica la ausencia de incentivos a la participación y al debate político. Desde hace tiempo, no aparecen ideas claras ni programas de los partidos que ofrezcan proyectos atractivos para los electorados mexicanos (así, en plural). Y hay al menos tres asuntos que parecerían importantes en el horizonte programático de la democracia representativa que tenemos. Son asuntos que se debaten desde hace poco en otros contextos (el europeo, por ejemplo), y que son pertinentes para el presente y futuro mexicano. Son retos que significan poner de cabeza lo que se ha hecho en México en los últimos veinte o treinta años en términos de políticas públicas de bienestar y desarrollo social. Uno es el tema de la familia y la revolución del papel de la mujer. Otra es el del tema de los hijos y la igualdad de oportunidades. Y el tercero es el tema del envejecimiento y su relación con la equidad.
(En la próxima colaboración me referiré brevemente a ellos.)

Friday, March 18, 2011

Síndrome de infelicidad colectiva



Estación de paso
El síndrome de la infelicidad colectiva
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 17 de marzo, 2011.
Un fantasma recorre el mundo: el fantasma de la infelicidad. Con distintos matices y expresiones, ese fantasma se aparece frecuentemente en el ánimo público y privado, entre grupos sociales e individuos. Bajo distintos ropajes, máscaras y disfraces, la infelicidad se manifiesta en la convivencia pública cotidiana, en las charlas de café o de cantina, en los medios, incluyendo, por supuesto, las redes sociales, las cartas a los diarios, en el cine o en los noticieros de televisión.
El síndrome de infelicidad colectiva forma parte de una suerte de ”lamento generacional” que se ha expandido poco a poco en México y en buena parte del mundo respecto de la manera en que se percibe el bienestar social de los jóvenes de hoy respecto de generaciones anteriores. Para decirlo en breve, se trata de la afirmación de que los jóvenes de hoy viven peor que sus padres y sus abuelos, y que sus expectativas laborales, culturales o educativas son más reducidas hoy que en el pasado reciente y aún remoto. Ese lamento, arraigado en varios territorios sociales, académicos e intelectuales, a veces es una crítica a la globalización y al neoliberalismo, en otras una denuncia sobre la falta de valores y la pérdida de las tradiciones e identidades, pero también tiene un potente aire de familia con el nihilismo y el existencialismo que de cuando en cuando nos asalta a todos. Pero la afirmación añade varios elementos adicionales: el desempleo, la crisis económica, la precariedad laboral, los malos gobiernos nacionales, que han erosionado las bases materiales del bienestar, y han comprometido casi de manera irreversible las posibilidades e movilidad social y mejoría económica y cultural de las nuevas generaciones.
El lamento es, insisto, extendido, se transmite rápidamente y es fácil de compartir. Sin embargo, es ambiguo y, en el mejor de los casos, paradójico. Es decir, por un lado es confuso porque los niveles de bienestar en el mundo se han incrementado como nunca antes en la historia. Hoy tenemos infraestructura, sistemas de salud y educativos, posibilidades tecnológicas y ciencias que no teníamos hace ni siquiera 50 años. Ello explica un incremento notable en la esperanza de vida de la población, una mejoría general en la atención a la salud, un ingreso per cápita mayor, la expansión del consumo, etc. El problema es hoy como ayer la desigualdad social en la distribución de esos beneficios. Esa desigualdad explica no sólo el pesimismo de los pobres y de las clases medias, sino que también afecta a los ricos. En otras palabras, por diversas razones, en contextos de desigualdad la infelicidad afecta a clases sociales distintas de modo diferente.
Incluso ciertas escuelas de economistas han incluido la categoría “felicidad” como una categoría central para medir el desarrollo y bienestar de las sociedades, y algunos gobiernos han colocado a la “Felicidad Nacional Bruta” (similar al ingreso nacional bruto, o el índice de desarrollo humano) como una forma de medir y articular los esfuerzos de los gobiernos para mejorar la felicidad colectiva. Un ejemplo: el gobierno himalayo de Bután utiliza esta categoría para instrumentar sus programas de gobierno desde hace varios años.
Pero el argumento de la infelicidad es, además de ambiguo, también paradójico. En un medio donde se publicita la felicidad consumista y proliferan los mensajes de optimismo en forma de consejos, cursos de superación personal y desarrollo humano, canciones y anuncios publicitarios, y libros que se venden por millones en los que el éxito se asocia a la felicidad, la persistencia de las percepciones y expresiones de la infelicidad aparecen como problemas de los individuos y no de las sociedades. Por lo tanto, los individuos tienen en sus manos la posibilidad de ser felices si son más competitivos, menos egoístas, más calificados, conocen los secretos del liderazgo, son innovadores y emprendedores. Es decir, un discurso vacío y ramplón, como suelen serlo todas las fórmulas y manuales de la felicidad, el éxito y el reconocimiento social instantáneo.
El tema da para mucho. Pero el hecho es que la sensación de infelicidad colectiva aparece hoy en el horizonte de las preocupaciones públicas, privadas y sociales. ¿Que explica eso?. Un libro reciente de un economista y una antropóloga británicos (Robert Wilkinson y Kate Picker, The Spirit Level: Why Greater Equality Makes Societes Stronger, Bloomsbury Press, 2009) lanza una hipótesis interesante: la desigualdad produce infelicidad para los pobres pero también para los ricos. Probablemente el miedo, el estrés, el riesgo a perder dinero, las propiedades, el estatus, el empleo, es el combustible de la infelicidad. Ello alimenta la sensación de precariedad y a vivir en el riesgo permanente, a no tener demasiadas expectativas ni representaciones claras sobre el futuro, a padecer los estragos de la nostalgia y la idealización del pasado, a sobrevivir en un presente que es un túnel profundo y oscuro, sin luces del norte ni señales de orientación que ayuden a salir de él. Con mapas extraviados, sin brújulas, con la sensación de que no hay causas que valgan la pena ni instrumentos confiables para salir del marasmo, la infelicidad colectiva es la música de fondo de estos años largos.

Monday, March 14, 2011

La rebelión de las clases medias

Estación de paso
La rebelión de las clases medias
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 3 de marzo de 2011.
Desde un punto de visto sociológico, “clases medias” es un concepto problemático. Hay una considerable variedad de definiciones sobre ese segmente de la población ubicado en algún lugar entre los pobres y los ricos, para decirlo de manera coloquial. Ese “lugar” está determinado por el ingreso económico, el estatus, la educación, el origen social, el lugar de residencia, la actividad, cierto tipo de linaje incluso. Pero también juegan algún papel las expectativas de movilidad, los patrones de diferenciación respecto de los que están arriba o abajo (o incluso al lado) de su posición social. Por supuesto, hablar de clases medias es un generalización un tanto abusiva, tanto que en el lenguaje cotidiano que se acostumbra utilizar entre las familias hay un esfuerzo intuitivo por diferenciar la clase media, de la clase media baja, de la clase media alta, de los que están en el fondo y de los que están en la cima, aunque nunca es claro que significa y que implicaciones tiene pertenecer o reconocerse en uno u otro segmento.
Ello no obstante, el hecho es que la cosa existe. Es decir, hay segmentos de la población que pueden ser considerados como capas o estratos medios, generalmente urbanos, escolarizados, que han sido beneficiados por prolongados procesos trans-generacionales de movilidad social y crecimiento económico, y que desempeñan diversas actividades económicas o políticas. Burócratas, pequeños o medianos comerciantes y empresarios, universitarios, profesionistas, suelen ser parte de esos estratos medios. Y lo interesante de estos sectores es que son los que usualmente promueven la resistencia o el cambio de los regímenes políticos en las sociedades contemporáneas. Ahí, en esos segmentos, se ubican generalmente el grueso de los liderazgos políticos, los miembros de los partidos, las organizaciones no gubernamentales, el funcionariado público o privado del gobierno y de las empresas, los licenciados, los médicos, los contadores y profesores , los estudiantes universitarios y sus familias.
Esos segmentos juegan un papel central en la estructura social moderna. Como lo saben los fiscalistas y economistas, la ciudadanía fiscal es clasemediera: provee buena parte de los impuestos que el Estado recauda entre la población todos los días. Pero son también los segmentos que reciben buena parte de los servicios públicos y algunos privados que se producen en las sociedades. Pero, además, esas franjas cumplen funciones políticas sustanciales en los procesos de estabilidad y legitimidad a la que aspira todo régimen político. Por ello, son los sectores que resienten más los períodos de crisis económica que suelen asolar a las economías modernas, al introducir abrupta o gradualmente el veneno de la incertidumbre económica en sus vidas cotidianas.
Esto explica el hecho de que los segmentos medios sean los más proclives a la rebelión o al conservadurismo, según sean las circunstancias. Pinochet, Videla, Stroessner, los nombres estelares de las legendarias dictaduras militares de los años sesenta y setenta del siglo pasado en Sudamérica, fueron regímenes estructurados sobre la base de un sector importante de las clases medias de sus respectivos países, pero el derrumbe de esos mismos regímenes políticos se explica por la movilización de esos y otros sectores de las mismas clase que antes les apoyaron.
Hoy que en El Cairo, en Trípoli, en Yemen, en Jordania, observamos la rebelión de la población frente a los dictadores y regímenes que antes apoyaron, es posible afirmar que entre esas multitudes se encuentran muchos de los segmentos de las clases medias que por razones diversas decidieron emprender movilizaciones y protestas contra personajes como Mubarak o Ghadafi, que forman parte de la última generación de políticos y dictadores surgidos de la guerra fría. Esos movimientos no son exclusivamente clasemedieros, pues se pueden identificar también rebeliones tribales y étnicas, la movilización de élites que ven amenazados sus privilegios, sectores militares descontentos con sus jefes. Pero son los sectores medios los que han emprendido un movimiento de cambio político para tratar de asegurar, sobre todo, su estatus y sus expectativas.
La espectacularidad de los registros en el medio oriente, es posible por el papel de los medios, pero fundamentalmente por la visibilidad y el papel que juegan los segmentos medios de esas sociedades en los proceso de rebelión y cambio. El activismo de las clases medias (en particular de los jóvenes) y otros sectores ha configurado un clima de rebeldía que muy probablemente terminará con linchamientos morales o físicos a los representantes del viejo orden, y con cambios en los regímenes políticos de la región. Sin embargo, nada asegura desenlaces felices (o fatales) para las aspiraciones de los que hoy promueven los cambios. De cualquier modo, el efecto hipnótico de los acontecimientos muestra, una vez más, el cambiante papel de las clases medias en el orden político y social contemporáneo.