Wednesday, December 08, 2010

Los años del plomo



Estación de paso
Los años del plomo
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 9 de diciembre de 2010.
A la memoria de Rafael, Fallo, Cordera

La imagen de la violencia -junto con el mal humor nacional- domina el clima público mexicano de los últimos años. Desde el gobierno y desde los medios se nutre cotidianamente la idea de que de que estamos atrapados en una guerra entre el Estado y las bandas de narcotraficantes, que implica, de manera inevitable, daños colaterales y nuevas disputas territoriales entre los narcos que terminan, a veces, por matar a inocentes. Los pleitos entre el Chapo y el Barbas, entre la Tuta y La Puerca, entre la Barbie y el Popeye contra el Pozolero o contra el Farmero, se colocan como las evidencias para justificar la acción del gobierno federal y explicar los más de 30 mil muertos acumulados en lo que va del sexenio calderonista.
Estas imágenes van acompañadas de un lenguaje público lleno de palabras que han sido vaciadas de significado preciso, en donde hechos y juicios se confunden: ahora, cualquier homicidio aparece como ejecución; un asesinato aparece como venganza; la guerra de las drogas es un pleito entre el cártel del Golfo contra el cártel de El Chapo; de La Familia michoacana contra los Zetas tamaulipecos, y de estos contra los Beltrán Leyva o los Carrillo Fuentes; en Ciudad Juárez, Los Aztecas se baten en duelo contra los de la Línea, mientras que Los Pelones se enfrentan a muerte a los Artistas Asesinos. Se trata de una narrativa edificada sobre el argumento de que la sangre y las muertes son el precio inevitable a pagar en el combate por restablecer el orden perdido o corrompido por años de negligencia por parte de gobiernos anteriores. Más aún: se asegura que lo operativos del ejército donde han muerto más de 500 individuos con balas federales, son actos legítimos de respuesta a los ataques que hacen criminales a los soldados. “La violencia es por los violentos” ha reafirmado hace uno días el propio Presidente Calderón.
Este discurso, insisto, se ha colocado en el centro del espectáculo de la violencia de los últimos años. Sin embargo, el recuento de los daños, el número de muertes violentas por regiones y municipios, la tasa de homicidios en ciertas ciudades y territorios, parecen indicar otra cosa. Una hipótesis inquietante ha sido lanzada recientemente por Fernando Escalante, investigador del Colegio de México: la intervención del ejército en la guerra contra el narco ha provocado que se dispare dramáticamente el índice de homicidios en los últimos tres años. Con cifras y registros puntuales, extraídos de los boletines de prensa del Ejército Mexicano, de la lectura de los diarios nacionales, y de registros de ministerios públicos, Escalante ha estado documentando pacientemente la lógica depredadora de la intervención militar y sus efectos en la desestructuración del orden social de ciudades y regiones enteras del país. Su proyecto se titula: “Violencia, criminalidad y estrategia gubernamental: un diagnóstico alternativo”, y algunos de sus hallazgos fueron presentados hace un par de semanas en el Museo Trotsky de la Ciudad de México, invitado por el Instituto de Estudios para la Transición Democrática.
El supuesto general de su estudio es que una intrincada red de relaciones entre actores del mercado de prácticas ilegales o semi-legales permitió contener y disminuir la violencia desde 1990 y hasta el 2007. Fue un proceso largo tendiente a civilizar los intercambios del mercado de la ilegalidad, que permitió organizar la tolerancia en torno a fenómenos como el narcomenudeo, la venta de mercancías piratas, la instalación del comercio informal. Esta forma de ordenamiento colocó a las policías municipales en una posición estratégica de intermediación entre los actores, estableciendo límites a la violencia, tolerando prácticas corruptas pero altamente efectivas para contener los impulsos homicidas. El bien mayor de todo ello era claro: evitar que las disputas se resolvieran con la muerte. Eso explica que en términos generales, la tasa de homicidios hubiera mostrado una clara tendencia hacia la baja hasta el año 2007.
Sin embargo, desde 2008 la tasa se dispara. ¿Qué lo explica? Para Escalante la causa es la intervención del ejército. Esa intervención rompió las reglas del viejo orden sin ofrecer nada a cambio. Las policías locales conocen casas, grupos y líderes locales, información que no tiene el ejército. Eso despertó a la bestia. Los datos de su estudio son perturbadores: buena parte de los homicidios (cerca de un tercio) de 2008 al 2010 se concentran en 4 ciudades: Juárez, Tijuana, Culiacán, Mazatlán, es decir, lugares donde hay operativos militares, se despidieron a los policías municipales y se ensayan desde hace tiempo los esquemas de “mando único”. Las masacres se han multiplicado frente a las narices de soldados y generales, y no es claro que sean eventos provocados por las disputas por el territorio entre El Nextel y El Toñón, o entre el 67 y Tony Tormenta. Pero peor aún: regiones que difícilmente pueden ser lugar de disputas entre cárteles de la droga, como en el sur de Veracruz o la tierra caliente michoacana, se han convertido en lugares donde los homicidios se han elevado a índices históricos.
Escalante ensaya una interpretación general: los operativos militares han provocado la ruptura de los dispositivos del orden social en los territorios locales, y la multiplicación de la acción directa, el homicidio, rebasa la lógica de los pleitos entre pandilleros y narcotraficantes contra el Ejército. Más bien, la ignorancia y el deprecio hacia los órdenes locales ha provocado el retorno de una violencia que se creía erradicada desde los años treinta del siglo pasado. Si ello es correcto, las postales del presente de la violencia mexicana son señales intimidantes de que estamos de regreso al futuro.