Monday, February 27, 2017

Diles que me fui


Estación de paso
Diles que me fui
Adrián Acosta Silva

Ya se sabe: al tratar de intentar poner en orden las cosas viejas que se amontonan sin razón y sin remedio en la vida cotidiana, es probable que se encuentren proyectos abandonados, borradores perdidos, notas al azar, escondidas en algún archivo, hojas o papeles sueltos atrapados entre las páginas de algún libro a medio leer. Eso pasó con la nota siguiente, cuyo origen es de hace casi tres años, escrita en algún momento del verano del 2014, cuando Yusuf Islam -es decir, Cat Stevens- publicó lo que a la fecha es su disco más reciente: Tell´Em I´m Gone (Legacy Records, 2014). Por razones que ni vienen al caso ni tampoco recuerdo con precisión, nunca publiqué ese texto (en realidad, no más que un apunte), que escribí en algún momento de ese caluroso verano en Guadalajara, que por casualidad ahora encuentro arrumbado en algún archivo perdido de mi computadora, y que, con algunas pequeñas modificaciones y actualizaciones, volví a reescribir hace unos días. Tal vez sea del interés para lectores nostálgicos.
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“Diles que me fui” sería la traducción más o menos literal del título de último disco de Cat Stevens, un cantante y compositor que, como muchos saben, hoy se llama Yusuf Islam. Aunque, en realidad, el músico de origen británico y raíces griegas se llama así desde finales de los años setenta, cuando, en medio de una crisis existencial y de salud, se convirtió súbitamente a la religión musulmana y se adentró en los misterios del Corán, en la figura de Alá y en la vida del profeta Mahoma, abrió una mezquita en Londres, y tuvo o adoptó a una docena de hijos, con tres o cuatro concubinas permanentes y algunas más de ocasión. Eso significó una ruptura radical con su pasado de estrella pop, con su estilo de vida occidental, y con la experiencia que había acumulado a su paso por la vida terrenal asociada al camino de los excesos y los estilos de crápula que suelen llevar en ocasiones muchas estrellas de rock.
Tell´Em I´m Gone, es el disco número 14 de la larga carrera de Cat Stevens, iniciada a finales de los años sesenta, y cuyo punto de popularidad más alto ocurrió en la primera mitad de los años setenta con discos como Tea for the Tillerman, Mona Bone Jackon, o Teaser and The Firecat, con los cuales cultivó una gran cantidad de fans en todo el mundo, incluyendo por supuesto México y Guadalajara. Como ha ocurrido desde su conversión al islamismo a finales de los años setenta del siglo pasado, Yusuf Islam regresó a los estudios de grabación a mediados de la primera década del nuevo siglo, ya sin el aura de estrella pop de los años setenta, y con una marcada orientación hacia cánticos religiosos llenos de referencias al Corán y hacia Alá y su profeta Mahoma. En el medio de estos dos momentos, episodios como la condena del Ayatollá Jomeini a Los versos satánicos de Salman Rushdie, en el cual el autor de “Peace Train” y “Hard Headed Woman” se unió a las condenas al escritor hindú-británico (participación que aparece relatada por el propio Rushdie en su libro de memorias Joseph Anton, de 2012), marcaron un alejamiento de muchos de sus antiguos fans respecto de su figura y sus canciones. Con todo, el fuerza musical del viejo Gato no desapareció, y su destreza guitarrera reapareció con luminosidad en los 3 discos que ha grabado desde su conversión: An Other Cup (2006), Roadsinger (2009) y ahora este de Tell´em I´m Gone (2014).
Su última obra es un homenaje explícito al blues y al R&B, géneros que ahora reconoce le marcaron de manera definitiva en los años de su juventud londinense. Conviene citar sus propias palabras, registradas en el booklet del disco: “Regreso a 1963. Dedicaba la mayor parte de mis noches a deambular por los clubs de West End: el “Club 100”, “The Scene”, “The Marquee”, “Tiles”, y otros. Yo era parte de una generación que fue liberada por Jimmy Reed, Bo Diddley, Chuck Berry, Howlin´ Wolf y los increíbles sencillos de Motown importados desde más allá del océano”. En este disco, reconoce y hace homenaje a la influencia de Leadbelly y de Bob Dylan, pero también de contemporáneos suyos como Edgar Winter y Procol Harum.
Su disco más reciente es, en sus propias palabras, una expresión de libertad, inspirada en el recuerdo de lo que significaba el blues en los tiempos de la opresión de los negros. Big Boss Man (de Luther Dixon y Al Smith), Dying to Live (de Edgar Winter), o You Are My Sunshine (de Jimmie Davis y Charles Mitchell), por ejemplo, son piezas de ese reconocimiento a la libertad asociada al blues. Los arreglos que hace de esas rolas clásicas son la evidencia de que el genio musical de Stevens no ha desaparecido en medio de su fe e imaginario religioso. Sospecho que el viejo espíritu rebelde del rock y el blues animan los impulsos creativos y la destreza guitarrera del viejo Gato, que ahora estará cumpliendo los 69 años. Y quizá eso confirmaría que, afortunadamente, los intentos de exorcismos musulmanes de los demonios del rock que habitan el alma profunda de Cat Stevens no han podido ser sustituidos por los ángeles invocados por la figura del propio Yusuf Islam. Esas dos almas contradictorias habitan la fuente de inspiración de un músico extraordinario, capaz de componer rolas espléndidas aún desde los rincones oscuros o iluminados de alguna mezquita en Dúbai.
El músico cerró el 2014 y comenzó el 2015 recorriendo con una larga gira Europa, Canadá y los Estados Unidos, tratando de reencontrarse con sus viejos fans y, con suerte, tratando de atraer nuevos públicos juveniles. Por supuesto, fue una empresa arriesgada, si no es que imposible. Con todo, fue una buena noticia que un cantautor de las capacidades de Stevens siguiera en el camino, mostrando las bondades y riesgos de un oficio difícil, azaroso y contradictorio, y, con ellas, las tensiones y sinsentidos de una trayectoria poblada de señales confusas, lejanas, acaso melancólicas.


Thursday, February 16, 2017

Autonomia y poder institucional

Estación de paso

Autonomía universitaria y poder institucional

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 16/02/2017)

La autonomía universitaria ha sido desde sus orígenes un tema polémico, azaroso, sujeto a múltiples contingencias, apreciaciones y circunstancias. Su definición –su conceptualización- suele ser ambigua, polisémica, y requiere de cierto esfuerzo analítico para precisar sus contenidos, sus limitaciones y potencialidades. El contexto, los actores, y las fuerzas intelectuales de cada época (zeitgeist), determinan las interpretaciones y las prácticas autonómicas en cada caso. Sin embargo, no es de suyo evidente el hecho de que estas dificultades conceptuales e interpretativas sean también dificultades prácticas. En otras palabras, que la forma en qué y cómo se piensa la autonomía universitaria tiene implicaciones con las formas prácticas de su ejercicio institucional más o menos cotidiano. La hipótesis que quizá puede explicar esa ambigüedad es que la “idea” de la autonomía de las universidades tiene alguna relación (vaga, imprecisa, contradictoria) con las prácticas autonómicas realmente existentes.

Un ejemplo reciente y dramático de esas tensiones entra las palabras y las cosas ocurre hoy con el caso de la Universidad Veracruzana, donde se discute en estas semanas el concepto de “autonomía presupuestal”, como un mecanismo legal que asegure que el gobierno estatal –uno de las fuentes de financiamiento público universitario, el otro es el gobierno federal-, pueda destinar no menos del 4% de sus presupuestos anuales a la UV. Esta demanda se asemeja mucho a lo que ocurrió en los orígenes mismos de la Universidad de Sonora en los años cuarenta del siglo pasado, cuando se acordó, a propuesta de los universitarios y del propio gobernador de la época, destinar un porcentaje de los impuestos recaudados por el gobierno estatal al sostenimiento de la universidad. Y se parece también a las fórmulas de financiamiento mixto que la Universidad de Guadalajara aseguró políticamente (no normativamente) desde los años noventa del siglo pasado con el gobierno estatal y con el gobierno federal.

Pero el caso de la UV es revelador por dos elementos centrales. Primero, porque es una propuesta política surgida luego de una etapa de conflicto y crisis de financiamiento provocada por el ejecutivo del gobierno estatal (el hoy ex gobernador Duarte) al no hacer entrega oportuna y regular de los recursos públicos destinados a la UV. Segundo, porque aunque la autonomía presupuestaria contempla esencialmente la facultad de que el gobierno universitario distribuya de acuerdo a sus necesidades y proyectos los recursos públicos que recibe anualmente, no hay ninguna fórmula específica que asegure un financiamiento suficiente y estable para la propia universidad.

El primer elemento tiene que ver con los comportamientos políticos de los gobiernos estatales respecto de las universidades públicas, comportamientos que combinan con frecuencia cálculos de rentabilidad política con prácticas prebendarías y depredadoras de los recursos públicos por parte de los ejecutivos estatales. En ese sentido, los gobiernos estatales configuran una “externalidad” estratégica en el comportamiento institucional de las universidades, una externalidad que puede ser positiva o negativa para el desarrollo universitario, y que implica complejos procesos de gestión política entre las autoridades universitarias y los gobiernos estatales, mediados en ocasiones por el gobierno federal, por grupos de interés, o por el Congreso de la Unión.

El segundo factor tiene que ver con el tema del gobierno y la vida académica e institucional de las universidades. Aunque en el texto actual de la fracción séptima del artículo tercero constitucional la autonomía se contempla como la facultad de las universidades en torno a cuatro grandes ámbitos de la acción institucional (autogobierno, educar, investigar y difundir la cultura “respetando la libertad de cátedra y de la investigación, y de libre examen y discusión de las ideas”, la autodeterminación de planes y programas, y la fijación de los términos de ingreso, promoción y permanencia del su personal académico y administrativo), en la práctica ese derecho está fuertemente condicionado por la estructura del financiamiento público (ordinario y extraordinario) y por la estructura presupuestal de las propias universidades. Un financiamiento destinado al pago de salarios del personal académico y administrativo universitario –que consumen entre el 70 y el 95% de los presupuestos totales de las universidades federales o estatales-, y una creciente dependencia de los programas federales de financiamiento extraordinario –que ya se han legitimado como parte de las rutinas de negociación presupuestal de cada año-explican el poco margen de maniobra del que disponen las universidades para el ejercicio de su autonomía académica y administrativa.

En cualquier caso, el tema de la política presupuestaria, del gobierno institucional y de los recursos financieros universitarios constituye uno de los ejes centrales del tema mayor de los límites, debilidades y tensiones que habitan la esfera de la autonomía de las universidades públicas. Y hay aquí una larga historia que vale la pena explorar para tratar de entender porqué los problemas de la “autonomía presupuestaria” de las universidades mexicanas contemporáneas tienen su origen remoto no sólo en el “Manifiesto Liminar” que en 1918 publicaron los jóvenes universitarios de Córdoba, en Argentina, o en las experiencias autonómicas de la UNAM de 1929, de 1933, o la de 1945, sino que se remontan a las experiencias políticas e institucionales de las universidades de Bolonia, de París o de Salamanca desde los siglos XII y XIII. Con distintas intensidades, contextos y actores, la autonomía universitaria se constituyó casi desde el principio en un reclamo político asociado al fortalecimiento e incremento del poder institucional de las universidades. En las siguientes colaboraciones trataré de explorar ese argumento.


Friday, February 03, 2017

Luz de gas

Estación de paso

Luz de gas

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 02/02/2017)

El contexto mexicano es desde hace tiempo el escenario de varias crisis específicas. La incertidumbre, el temor, la insatisfacción, parecen haberse adueñado del ánimo público y no existe en el horizonte político ni de políticas alguna claridad sobre como enfrentar los asuntos que se acumulan en la vida republicana. Un gobierno rápida y prematuramente desgastado por la gestión de la crisis económica, por la multiplicación de las bestias negras de la inseguridad y la violencia criminal, o por los vientos en contra que soplan desde el norte, que amenazan las apuestas estratégicas construidas desde hace más de dos décadas en torno a la globalización, la liberalización o la democratización, son asuntos que aguardan con impaciencia una agenda renovada, con opciones y decisiones estratégicas para tiempos (otra vez) difíciles.

La amenaza mayor, de carácter coyuntural y acaso estructural, es la que se cierne sobre México desde la Casa Blanca. El viejo y de suyo agotado decálogo del “Consenso de Washington” parece haber sido arrinconado y enterrado por el monólogo imperial, nacionalista y patriotero del nuevo “Disenso de Trump”. Las ilusiones y entusiasmos con las reformas de mercado que nos conducirían tarde o temprano al progreso, la competitividad y la equidad social, y la mecánica del cambio político asociado a las reformas electorales y democratizadoras experimentadas durante los años noventa, fueron disipándose entre contradicciones y efectos perversos de las propias reformas. La desigualdad y la corrupción, la injusticia y la inseguridad, la desconfianza social en la política y en los políticos, la precariedad laboral, el pesimismo generalizado, la sensación o la certeza de que “peor” siempre es un concepto elástico, se amontonan en el escenario y las circunstancias de todos los días.

Pero sin duda la fuente más potente que domina el presente y al futuro es el trumpismo emergente, vociferante y amenazante, instalado estrambóticamente frente a los jardines del National Mall, en la capital de los Estados Unidos. Por las evidencias y las expectativas, por las señales y los hechos consumados, el gobierno y la sociedad mexicana tendrán que adaptarse rápidamente a vivir una temporada en el infierno.

La lógica del trumpismo es harto conocida y más o menos previsible. Se trata de golpes discursivos, gobernados por frecuentes ataques de incontinencia verbal que, montados en una oscura colección de prejuicios xenófobos e hiper-nacionalistas, apuntan directamente hacia México como fuente de experimentación y legitimación de las promesas de campaña y a la vez como escarnio para el resto de los países. Trump ha colocado a México como cabeza de turco de sus relatos, como el enemigo perfecto de sus intereses y proyectos. No se recuerda en la memoria reciente un caso similar, donde los reflejos antisistémicos siempre latentes en la sociedad norteamericana se hayan trasladado con nombre y apellido a vivir en la silla presidencial misma, justo a las orillas del río Potomac.

La estridencia vociferante del trumpismo va de la mano de su potencial destructivo. Es una estrategia dirigida a imponer, no a negociar; a engañar, no a convencer; a pontificar, no a dudar. Se trata de mostrar “hechos” e “información alternativa” como fuentes privilegiadas y exclusivas de ejercicio de las decisiones del poder presidencial, más que discutir desde la información pública –científica y técnica- argumentos, posiciones y decisiones. El anti-intelectualismo de Trump y de su gobierno va ligado a su profundo desprecio por los medios y las fuentes convencionales de información, de su desconfianza hacia medios y personas, su pragmatismo salvaje y, como afirma Aaron James, de su imbecilidad primaria (Trump. Ensayo sobre la imbecilidad, Malpaso, 2016, Barcelona)

Esa lógica (de alguna manera hay que llamarle) utiliza como recurso rutinario el de la “luz de gas” (gaslighting), un anglicismo que se refiere a la manipulación de las certezas, opiniones y creencias de otros para hacerlas parecer como falsas, como alucinaciones sin fundamento, como apreciaciones que no existen en la realidad. Se trata de un recurso de engaño y falsedad, para tratar de someter a los otros a las “verdades” propias, como únicas fuentes correctas de interpretación de la realidad. “Luz de gas” es una manera de designar el comportamiento de los demagogos en el ámbito político y de los psicópatas en el ámbito social, la manera en que un déspota, un dictador o un autócrata se presenta a sí mismo como poseedor único de verdades ocultas, como el elegido para representar los intereses del pueblo pero también el profeta de los designios de la Historia, del Destino Manifiesto, de Dios.

Frente a la tormenta, el poder intelectual de las universidades puede contribuir simbólicamente a combatir los efectos del temporal que se avecina. Pero el poder simbólico puede ayudar a definir escenarios, a redefinir agendas, a perfilar alternativas, a desmentir dichos, a contrastar la metafísica del trumpismo y lo que representa para México con la racionalidad de las evidencias y los argumentos. Las universidades mexicanas y sus organizaciones (ANUIES, por ejemplo) pueden ser parte de los muros de contención de los efectos destructivos de Trump y sus corifeos. El poder intelectual, simbólico, de las universidades puede ayudar a disipar los efectos de la luz de gas que hoy flota sobre las frías aguas del Potomac.