Thursday, April 21, 2022

Ciudades universitarias

Estación de paso Ciudades universitarias: ideas y representaciones Adrián Acosta Silva (Campus-Milenio, 21/04/2022) https://suplementocampus.com/ciudades-universitarias-ideas-y-representaciones/ Las universidades son y representan muchas cosas. Son, desde luego, espacios físicos, con territorios delimitados habitados por miles de estudiantes y profesores, directivos y trabajadores. Pero representan también un poder social e intelectual organizado, simbolizan ilusiones y aspiraciones, rutinas académicas, prácticas de investigación y aprendizajes que luego, en contextos apropiados y con un poco de suerte y persistencia, se traducen en acumulación de prestigios individuales, grupales e institucionales. Esos espacios y símbolos se sintetizan en la idea de las “ciudades universitarias” como mapas que concentran el saber y el poder en las sociedades contemporáneas, una idea que ha transcurrido desde comienzos del siglo XX por diferentes ciclos de tensión, conflicto y cooperación con gobiernos y sociedades nacionales. La propia historia de los campus universitarios en Europa, Estados Unidos o en América Latina permite identificar la fuerza de la idea misma de la universidad y de sus representaciones sociales a través de sus edificaciones. Desde sus orígenes modernos, la aspiración por construir ciudades universitarias como microespacios educativos y culturales dentro de macroespacios urbanos más amplios, se constituyó como la expresión más contundente para tratar de dar un sitio a la idea de la universidad como núcleo multidisciplinario de investigación y aprendizajes, organizado en escuelas, facultades, institutos y laboratorios, con edificios y jardines, cafés, museos, bibliotecas y espacios deportivos, artísticos o culturales. Si las universidades medievales europeas se construyeron como parte orgánica de monasterios distibuidos en diferentes regiones, las universidades públicas modernas se desligaron desde el siglo XIX de sus orígenes religiosos, y se instalaron como parte de la geografía urbana de sociedades cuyas élites liberales rápidamente verían en las universidades los símbolos más potentes del progreso económico, la modernización social y cultural, y la democratización política. La idea de la universidad como una corporación cerrada de estudiantes y profesores formados en los misterios del trivium y el cuadrivium, donde los estudiantes eran aprendices y los profesores sus maestros, se transformó con el paso de la industrialización, la urbanización acelerada y el democratización, en la idea de la universidad de masas, abierta al acceso meritocrático, con autonomía política e intelectual como garantía institucional del ejercicio de libertades de expresión, de aprendizajes e investigación. Parte de esa larga, compleja y fascinante historia es recogida en el libro “Forma y pedagogía. El orígen de la ciudad universitaria en América Latina”, coordinado por Carlos Garcíavelez Alfaro, publicado en 2014. Se trata de una monumental obra en torno a ocho historias de ciudades universitarias en la región, construidas entre los años de 1935 y 1960, donde a través de planos, dibujos originales y diagramas, de fotografías y textos breves, se narra el origen y la evolución de las sedes centrales de las universidades de México (UNAM), de Puerto Rico (Campus Río Piedras), Venezuela (U. Central de Caracas), Colombia (U. Nacional en Bogotá), Brasil (C.U de Río de Janeiro y de Brasilia), Argentina (U. de Tucumán) y Chile (U. de Concepción). Arquitectos, políticos, ingenieros, intelectuales y científicos de la época, desfilan en la explicación del surgimiento de las ideas de las ciudades universitarias como ciudades del conocimiento, como ambientes de aprendizaje, o como conjuntos arquitéctónicos unidos por el arte y la ciencia. Diferenciadas pero a la vez integradas a los procesos de urbanización de las grandes ciudades latinoamericanas, los campus universitarios se constituyeron como sedes territoriales de los proyectos que las teorías de la modernización y del desarrollo formularon para América Latina. En un contexto intelectual de optimismo por el futuro, la legitimidad de la idea de la universidad como un proyecto cultural de largo plazo se encuentra estrechamente ligada a la construcción de las grandes ciudades universitarias. Esas historias florecieron con éxito durante varias décadas enmedio de crisis económicas y políticas ya través de la hechura de nuevas estructuras de oportunidades para grupos y clases sociales medias urbanas. En México, la CU de la UNAM se convirtió en el símbolo de la modernidad imaginada para muchas universidades públicas federales y estatales, y para no pocas privadas de élite como la UA de Guadalajara o el Tec de Monterrey. Durante los años setenta, nuevas universidades como la UAM, o universidades estatales como las de Aguascalientes, Baja California Sur, Ciudad Juárez, Tamaulipas, o Tlaxcala, reinventaron la noción del campus en sus territorios urbanos, y en los años noventa otras universidades públicas como las de Guadalajara, Puebla, la Veracruzana o Sonora emprendieron la multiplicación de sus campus universitarios como parte de ambiciosos procesos de reforma de sus estructuras académicas y administrativas. Desde el último tercio del siglo pasado la idea de la universidad como proyecto cultural fue sustituida por la idea de la universidad como una empresa de servicio público. Hoy, décadas después, se habla de la idea de la universidad como una institución al servicio del bienestar del pueblo. Algunos otros, hechizados por las sirenas de la innovación tecnológica, hablan ya de “smart campus” como extensión automática de los smartphones o las smart-tv. Son lenguajes y músicas de temporadas diferentes, contradictorias, confusas. En todos los casos, las ciudades universitarias son sitios cuyo edificios y jardines siguen representando la idea de un proyecto en busca de sentido, asaltado con frecuencia por la urgencia de activismos políticos o mercadológicos de distinto signo, pero habitado por la prudencia de la reflexión rigurosa y la curiosidad intelectual propia de la vida académica. Campus como espacios donde beber un café ejerciendo el viejo arte de la conversación o de los placeres de la vida contemplativa, forman parte de los muros, las bibliotecas, las aulas y los pasillos que configuran la arquitectura de nuestras ciudades universitarias. Para los citadinos locales (los universitarios), la experiencia transcurre entre relaciones que combinan ideas, intereses y pasiones, lecturas y discusiones, afectos perdurables, incertidumbres corrosivas, rivalidades memorables o amistades entrañables, relaciones que configuran la geografía ética y estética de la vida en el campus. Son los ritos de paso que forman el núcleo sociológico de las ciudades universitarias.

Saturday, April 16, 2022

Moral de guerra

Moral de guerra: lucha y ruina Adrián Acosta Silva (Publicado en suplemento Laberinto, periódico Milenio, 16/04/2022) https://www.milenio.com/cultura/laberinto/moral-de-guerra-lucha-y-ruina-en-ucrania Es la hora de su Majestad: el dolor Joseph Roth, Job Mientras el lenguaje de las bombas domina el suelo ucraniano, la destrucción y la muerte configuran velozmente las postales de una época maldita. El alargamiento de la era de la violencia militar (que, como se sabe, no es sino la continuación de la política por otros medios) muestra una vez más que el uso de la fuerza, o la invocación del patriotismo -como lo recordó oportunamente el escritor Javier Cercas en El País Semanal (20/03/2022)-, es “el último recurso de los canallas”. Ciudades destruidas, millones de desplazados, fotografías de casas abandonadas donde juguetes, ropa, sillones, adornos hogareños y muebles de cocina lucen desolados, objetos sin sentido en contextos donde el instinto de supervivencia domina todo lo demás. Imágenes de abandono de las cosas cotidianas que registran las escenas de crueldad que circulan por todo el mundo, sin cesar y sin esperanzas. En tiempos dominados por realidades virtuales y aumentadas, de videojuegos como la saga Call of Duty: War Zone, de redes sociales que vomitan todos los días imágenes y palabras que combinan ignorancia, estupidez o, de vez en cuando, humor e inteligencia, el estallido de la guerra real, con muertos y heridos de verdad, revela el tamaño del lado oscuro de nuestras fantasías. El espectáculo de guerras virtuales donde la ausencia de escrúpulos y restricciones morales de los jugadores se convierten en monedas de cambio, ha sido desplazado por el espectáculo de una guerra real que revela la veloz construcción de una frágil moralidad de guerra, muy distinta a la que impera en tiempos de paz. En pleno invierno ucraniano, el olor de la sangre y de la pólvora se entremezclaron en la región del Donbas, la frontera entre Ucrania y Rusia. Y al comienzo de la primavera, el humo de las bombas y el fuego de casas y edificios gobiernan las instántaneas del desastre. 15 mil muertos fue el saldo del primer mes del conflicto, saldo que seguramente se incrementará en forma exponencial en las próximas semanas. Es el resultado esperado de la lógica metálica de tanques y fusiles, acompañado por la música del estruendo y el silencio de la tragedia. El tiempo comprimido de la guerra es un inmenso hoyo negro. Mientras Vladimir Putin invoca la gloria y el patriotismo ruso frente sus ciudadanos, los militares empuñan las armas y dirigen la operación, lejos de las palabras y entusiasmados con los cálculos de los daños, las maniobras de la acción táctica y los ajustes de la planeación estratégica de la violencia. Los perros de la guerra están sueltos y descontrolados. Mercenarios a sueldo (principalmente chechenos) se filtran en las ciudades asediadas, y aviones, tanques y cañones emiten los sonidos lúgubres de la violencia. Los invasores han olido la sangre y no se detendrán hasta obtener la victoria. Rotos los códigos de la paz y de la ética política internacional, una peculiar forma de moralidad aparece en escena. Es la moral de guerra, compuesta por una mezcla de desesperación y ansiedad, por principios elementales de autoprotección, acciones de heroísmo y cobardía, de fuga y supervivencia, de ilusiones cortas y decepciones largas. Es una hechura emocional, simbólica, alimentada indistintamente por la renuncia al abandono de la identidad y a cierto sentido de pertenencia, la resistencia a los comportamientos anómicos, la constatación de que dios no existe, justo como la revelación que tuvo el viejo judío Mendel Singer, el protagonista de la novela de Roth, al verse devastado por todas las desgracias. Destruido el piso firme de los hábitos y las costumbres que componen el orden natural de las cosas, los individuos son a la vez observadores y víctimas del orden impuesto por las bombas y las balas. El miedo, el dolor y el temor se constituyen entonces como las emociones que guían las acciones y razones de hombres y mujeres, de ancianos y niños. Bajo el cielo negro de la incertidumbre, la moralidad de la guerra es elástica, dúctil, líquida. Su némesis, la amoralidad, es el espíritu que acompaña a los monstruos de la razón. La crueldad de la guerra se ensaña con los débiles, que con sus sufrimientos alimentan la sed de venganza de los invasores. Es la moralidad que surge entre las cenizas de la guerra. Mariúpol, Odessa, Kiev, Járkov, Jérson, Leopólis, son nombres de ciudades que resuenan al pasado, a la lejanía, a lugares pertenecientes a territorios y poblaciones que evocan fantasías, ilusiones y curiosidad para los no europeos y no rusos. La sonoridad eslava de esos nombres reafirma su atractivo. Hoy, son los espacios donde las bombas destruyen hospitales, teatros y museos, y amenazan iglesias del siglo XI, edificaciones medievales, antiguas rutas de conexión entre Europa y Asia, la zona que desde hace tiempo experimenta las tensiones entre oriente y occidente. Son lugares que aparecen ocasionalmente en las obras de Issak Babel (nacido justamente en Odessa), de Tólstoy o Chéjov, paisajes de historias y costumbres que relatan pasiones, intereses y razones de individuos, grupos y comunidades entrelazadas, como todas, por ilusiones y creencias. Se han ido los días de fiesta. Se han roto los rituales mortuorios, los duelos y los lamentos. Las fracturas se vuelven abismos, los fragmentos no unen las partes. Son días sin música ni cánticos celebratorios. No hay nada que celebrar. Desde algunas franjas de la cultura judeo-cristiana, este momento es interpretado como la hora del diablo. Desde las culturas de los no creyentes, de los ateos a los agnósticos, es la confirmación de la naturaleza de la bestia. Desde la perspectiva de los escépticos, es el nuevo espéctaculo del miedo y el terror de la destrucción humana. Son los anteojos y cristales con los que se miran los juegos de guerra en una pequeña parte del mundo, pero que anticipan relámpagos expansivos y potencialmente mortales para muchas otras. Las circunstancias recuerdan guerras pasadas y temores futuros. Como escribió Gramsci en 1918: “hay quien constantemente lanza chispas sobre el combustible, y obra entre los hombres, y suscita dudas y siembra el pánico. Porque hay profesionales de la guerra, porque hay quienes ganan la guerra, aunque el colectivo, los colectivos nacionales, no reciban más que lucha y ruina” (Odio a los indiferentes, Ariel, España, 2020, p. 81-82). Esa es la gran lección de las guerras pasadas y presentes, la hechura antigua y oxidada que combina en dosis siempre imprecisas las relaciones entre moral, política y muerte.