Thursday, October 28, 2021

¿Universidades neoliberales?

Estación de paso ¿Universidades neoliberales? Adrián Acosta Silva (Campus-Milenio, 28/10/2021) https://suplementocampus.com/universidades-neoliberales/ Como se ha vuelto uso y costumbre, un día sí y otro también el presidente se concentra en repartir calificativos, acusaciones y caracterizaciones a individuos, grupos e instituciones. A estas alturas de su gobierno, ese ejercicio repetitivo se ha convertido en deporte presidencial, practicado religiosamente todos los días muy temprano desde la sala de prensa/set de filmación/red de redes en que se ha convertido el Palacio Nacional desde el 2 de diciembre del 2018. La última de ellas fue el jueves pasado, cuando todos los medios registraron las palabras de la mañanera de ese día, relacionadas con la UNAM: “En los últimos años, hasta la UNAM se volvió individualista, defensora de estos proyectos neoliberales, perdió su esencia de formación de profesionales para servir al pueblo” (Reforma, 22/10/2021). Al día siguiente, cuestionado al respecto de las críticas a sus afirmaciones del día anterior, el presidente volvió a la carga: “la UNAM legitimó las políticas neoliberales” y “muchísimos de sus egresados, académicos e intelectuales promovieron políticas neoliberales (…) la universidad se derechizó” (La Jornada, 23/10/2021). Amén. El juicio presidencial se alimenta de imágenes extrañas sobre lo que son y lo que deben ser las universidades contemporáneas. Esas imágenes son, como siempre, una mezcla de prejuicios personales, creencias tribales e ideología política. Siendo él mismo un egresado conspicuo de la UNAM, donde estudió la licenciatura en ciencias políticas y administración pública de 1973 a 1976, López Obrador ha mantenido siempre una actitud de recelo con la universidad nacional y con las universidades públicas en general. De manera persistente, ha expresado críticas abiertas y veladas hacia esas instituciones, alimentadas desde hace tiempo por la desconfianza que le inspiran su autonomía, sus liderazgos y formas de gobierno, o la organización de sus prácticas académicas. Es díficil establecer con precisión la génesis personal y política de las creencias obradoristas. Lo que vale la pena es revisar si existen, o no, “universidades neoliberales”, y si la UNAM representa una de ellas. En México hoy existen más de 3 mil Instituciones de educación superior, de las cuales 40 son universidades públicas y autónomas. Se sabe de la existencia de universidades corporativas-empresariales, de corte privado; hay universidades de orientación religiosa; también existen universidades públicas federales o estatales; hay universidades de elite, de absorción de la demanda o universidades en red. También hay universidades comprometidas con la competitividad y con la innovación, con la justicia y el cambio social, o con la democracia y las libertades. Los idearios institucionales pueden ser, desde luego, diversos y contradictorios. La historia de esas instituciones ayuda a comprender sus procesos de surgimiento, adaptación y expansión en los distintos contextos sociales, políticos y económicos regionales y nacionales. La experiencia mexicana del siglo XX mostró la coexistencia de dos grandes modelos de universidades públicas: las autónomas y las no autónomas. Los años treinta presenciaron el encendido debate sobre la educación socialista versus la educación positivista y liberal. Las tres autonomías de la UNAM recogen los saldos al respecto, que en los años cuarenta fueron muy claros: la autonomía intelectual, académica y política de las universidades públicas es el eje de sus procesos de docencia, investigación y difusión de la cultura. Ese es el corazón del poder institucional de la universidad pública moderna. La autonomía coexistó con los gobiernos de la revolución desde Cárdenas hasta López Portillo (pasando por la ocupación militar a CU ocurrida con Díaz Ordaz en 1968), acompañó las políticas desarrollistas de la posguerra y el “milagro mexicano” hasta finales de los setenta, y también a las políticas de ajuste y restructuración neoliberal de los ochenta que se prolongaron durante los años noventa y la primera década del siglo XXI. A lo largo de esta trayectoria la universidad se constituyó como un espacio de debate político y reflexión intelectual sobre temas como el nacionalismo autoritario, la desigualdad, la pobreza, la corrupción y el papel de la ciencia y las humanidades en la configuración de una sociedad más libre, democrática y justa. Esta rápido recuento muestra que no existe un modelo de universidad, o un solo tipo de universidad. La propia naturaleza y complejidad de la universidad como organización del conocimiento y como espacio deliberativo y reflexivo se resiste a cualquier reduccionismo político o ideológico. Que existan algunos académicos, profesores, estudiantes, trabajadores o directivos que simpaticen con una posición política y que “legitimen” un proyecto gubernamental sexenal o transexenal es una cosa (no pocos universitarios se han convertido en activistas de una causa o en funcionarios de un gobierno, como ocurre con el oficialismo obradorista). Pero que se asuma que una universidad obedece a una ideología o un patrón único de comportamiento es una afirmación conceptual y empíricamente insostenible, una alucinación política, aunque lo afirme en tono de homilía matutina el mismísimo presidente de la república. Tal vez la experiencia de la Universidad-Pueblo, la Universidad-Foco Revolucionario, o la Universidad Crítica, Democrática y Popular, sean más del agrado de la colección de creencias lopezobradistas sobre lo que deben ser las universidades públicas. Todas ellas fueron invenciones ideológicas más que proyectos institucionales, y sus saldos fueron, en varios casos, desastrosos, y en otros, incluso, criminales. La imaginación y los cálculos políticos presidenciales nos han regalado el descubrimiento de una nueva categoría de la taxonomía universitaria contemporánea: la “Universidad Neoliberal”. Empeñado en que sus palabras transformen la realidad, el presidente confirma su animadversión a las universidades públicas, a su autonomía y complejidad, y pavimenta el camino político del castigo presupuestal que ha dado a este sector desde su llegada al poder. Quizá en eso consista la “sacudida” que quiere dar a las universidades.

Thursday, October 14, 2021

Voces y ecos del nuevo puritanismo político mexicano

Estación de paso Nuevo puritanismo: las voces y los ecos Adrián Acosta Silva (Campus Milenio, 14/10/2021) https://suplementocampus.com/nuevo-puritanismo-las-voces-y-los-ecos/ The spirits are using me/larger voices callin´ Crosby, Stills & Nash, Southern Cross El jueves de la semana pasada, en sus rutinarias mañaneras, el presidente lanzó varias preguntas en torno a las razones por las cuales las universidades públicas se “resisten” al regreso a las clases presenciales. En un acusado tono de reproche (acompañado de su reiterada muletilla “con todo respeto”), con una sonoridad que siempre oscila entre el sermón y el regaño, el presidente afirmó que los maestros universitarios “estaban muy cómodos en sus casas”, “cobrando sus sueldos sin riesgos”, mientras que los sindicatos universitarios mantenían una suerte de silencio cómplice con la situación. De pasada, acusó a grupos de poder en las universidades que actúan como mafias (“no tengo otra palabra”), con liderazgos que, sin ser formales, “mandan en las universidades”, en las que incluía a la UNAM, a la Universidad Veracruzana y a la U. de Guadalajara, llamando a la acción a los estudiantes y profesores para terminar con “cacicazgos” (La Jornada, 08/10/2021). La voz presidencial exhibe, una vez más, su desprecio por las formas y los fondos de la comunicación política. Otra vez, es el espectáculo de un monólogo privado, no de un diálogo público, cuya lógica es denunciar, acusar, denigrar a quienes considera adversarios, enemigos, conservadores. No hay distinción entre instituciones, grupos o individuos. Como su pecho no es bodega -uno de sus refranes favoritos-, el presidente hostiga, provoca frente a los medios y redes en cadena nacional a quienes en ejercicio de su independencia intelectual, de sus posiciones críticas, o de su autonomía institucional, se deslindan de las acciones presidenciales y deciden actuar en forma distinta a las aspiraciones del jefe máximo del oficialismo. Universidades, centros de investigación, partidos, asociaciones, escritores, científicos, intelectuales, son objetos frecuentes de las descalificaciones del conspicuo inquilino sexenal que todos los días recorre las salas, patios y pasillos de Palacio Nacional. A tres años de su administración, el estilo de gestión política del presidente confirma sus prejuicios y fobias, sus afinidades, excesos y repeticiones. Su voz es seguida por los ecos de sus subordinados, el funcionariado de primer nivel, dirigentes de su partido, que se han enfrascado desde el prinicipio en demostrar quién es más leal al presidente, quién interpreta mejor sus creencias y obsesiones, quién se distingue más en acciones que evidencien la corrupción, el desplifarro, la inmoralidad o la perversidad del status quo neoliberal, pseudemocrático e inmoral de los gobiernos anteriores a Morena. La nueva élite de poder obedece mecánicamente a su líder, empeñado en la “purificación de la vida pública”, sin reparar en el tamaño de las fracturas gobierno-oposición, los excesos y los efectos no deseados o perversos de un liderazgo que a estas alturas es claramente autoritario y clientelar, que aspira a sentar las bases de un nuevo orden político y moral del país. Las dirección del CONACYT representa con transparencia la lógica purificadora del transformacionismo a través de la divulgación de un “código de conducta” que prohibe a los servidores de ese organismo público criticar las acciones, proyectos o programas impulsados por la actual administración. La forma y el contenido del código retratan de manera espléndida la racionalidad puritana que domina los cálculos, deseos e ilusiones de la élite oficialista. Lo más precupante de las creencias presidenciales sobre las universidades es que alimentan las bestias negras de la desconfianza sobre la importancia o el desempeño de esas instituciones. El presidente sopla al fuego con el combustible del escepticismo sobre la legitimidad social, intelectual y cultural de las universidades públicas, haciendo eco de las afirmaciones similares que otras voces han promovido desde hace tiempo. Pero las evidencias muestran que la imagen de que las universidades no apoyan el regreso a clases presenciales es insostenible. Desde hace varias semanas, no pocas universidades públicas regresaron a clases mediante distintas estrategias y temporalidades. Los calendarios escolares son diferentes y por lo tanto las temporalidades del regreso a la presencialidad son también distintas. En todos los casos, la virtualidad o las formas híbridas se mantienen desde hace año y medio como herramientas prácticas frente a una situación de crisis. Mantener el funcionamiento universitario durante la pandemia significó un gran esfuerzo por apoyar a profesores y estudiantes mediante sistemas de enseñanza/aprendizaje a distancia, con resultados que aún se tendrán que valorar con precisión. Contra lo que las creencias presidenciales suponen, los profesores no trabajaban sin cobrar, en la comodidad de sus hogares, y los estudiantes tuvieron que adaptarse a condiciones inéditas de interacción escolar. Todos tuvieron que aprender sobre la marcha las nuevas tecnologías para mantener cursos, ajustando programas, realizando seminarios, conferencias y talleres, dirección de tesis, tutorías, publicando artículos y libros, promoviendo eventos culturales, aún en entornos de enorme incertidumbre por las erráticas formas de gestión de la pandemia por parte del gobierno federal y de los gobiernos estatales. A estas alturas, se confirma que el presidente está atrapado en su propio juego de espejos, que oye pero no escucha, que nadie es capaz de advertirle sobre los riesgos de la polarización y la provocación que sus palabras y actitudes tienen en el ánimo público y político. Pero también se confirma que, en caso de valorar los riesgos de su célebre incontinencia verbal, no le importa. Lo suyo es endurecer su clientela electoral en vista de la segunda mitad de su gobierno. El cálculo apunta hacia el 2023, el año en que decidirá quien será su candidato o candidata para la sucesión presidencial, asegurando además el respaldo político-electoral suficiente para consolidar a Morena como el partido hegemónico de la transición neopopulista de la tercera década del siglo XXI. La retórica obradorista es la voz y los ecos de espíritus puritanos persiguiendo herejes y apóstatas que deambulan en los alrededores de Palacio Nacional.