Friday, November 30, 2018

AMLO: el político y el licenciado

Estación de paso
Andrés Manuel y López Obrador: el político y el licenciado
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 29/11/2018)

A la memoria de Jorge Medina Viedas

“El mundo es un extraño teatro”, escribió alguna vez Tocqueville en sus cartas al referirse a los personajes de la política que entrecruzaban sus trayectorias en el confuso escenario francés de la Revolución de 1848. Individuos poseedores de talentos innegables para lidiar con demandas imposibles y reclamos iracundos de comunidades feroces en busca de respuestas instantáneas, se mezclaban azarosamente con locos, tontos, pusilánimes o caballeros que, sin embargo, podrían destacar y adquirir una centralidad inesperada en el “extraño teatro” de la vida política.
En el espectáculo político mexicano de este siglo XXI abundan estos ejemplos, pero entre sus personajes destaca sin duda el perfil del próximo presidente López Obrador. Político ambicioso y astuto que destaca enmedio de un ejército de simuladores y oportunistas, su estilo personal de hacer política y gobernar es una mezcla de misticismo arraigado, arengas morales, cálculos políticos y arrebatos de ocasión. A lo largo de su trayectoria ha desarrollado una especial capacidad para construir un mismo personaje asociado a diversas figuras institucionales (puestos públicos). Dependiendo de las circunstancias, reacciona como todo animal político que se respete: peleando, negociando, cediendo, adaptándose al mundo extraño e incierto de la política de todos los días. Desde su ascenso como lider local tabasqueño y figura política nacional (su papel como presidente nacional del PRD), hasta su encumbramiento como Jefe de Gobierno del DF (2000-2006), y luego como líder moral y candidato presidencial, o investido con la autoridad del fracaso en dos campañas electorales consecutivas (2006, 2012), el habitus político de López Obrador se mueve con fluidez asombrosa entre las arenas de la promoción de utopías instantáneas y los espacios gobernados por el rudo pragmatismo de la política terrenal.
Esta doble faceta ha sido caracterizada por Héctor Aguilar Camín como la convivencia naturalizada, en un mismo individuo, de dos personalidades distintas y distantes pero complementarias: el político profesional y el profeta. Enrique Krauze lo había definido antes como un “mesías tropical”. En una perspectiva más amplia, esa dualidad de muchos protagonistas políticos puede verse como la del místico y la del moralista, como sugiere Cioran en su Antología del retrato. En el caso de AMLO, uno es el que se ampara en los oficios ejercitados con destreza a lo largo de su trayectoria política, desde que iniciaba sus primeros aprendizajes en la filas juveniles del PRI en Tabasco (circa 1975-1989) hasta llegar y sobrevivir a los aguas embravecidas y expansivas del perredismo (1990-2013), para arribar luego a la la fundación y desarrollo organizativo y electoral de un partido político hecho a modo, imagen y semejanza (Morena, 2014-2018). El otro es el que apela con frecuencia machacona a la autoridad moral de su trayectoria de honestidad y buena fe, a la explotación de la imagen de un pueblo bondadoso y sabio, a los rasgos personales de su ascetismo franciscano, palabras y gestos que revelan un lenguaje evangélico mezclado con cierta tozudez e imaginería ultraizquierdista setentera.
Pero esa doble faceta también puede ser vista como el desdoblamiento bipolar entre el realista político y el republicano utópico. Una se expresa y resuelve en el político bravucón, desafiante y autoritario, que insulta, califica y descalifica a simpatizantes, enemigos y adversarios, que atrae simpatías y genera animadversión. La otra faceta se nutre indistintamente de un juarismo de bronce y mármol, del relato de la república amorosa, de la búsqueda de la felicidad, de la narrativa de la transformación nacional hacia una sociedad angelical sin clases sociales, ni mafias ni corrupción. “Mi pecho no es bodega” caracteriza al primero; “Tengo adversarios, no enemigos” describe al segundo. Una es extraída quizá de algún dicho popular tabasqueño; la otra es probablemente tomada (sin créditos) de la escena final del político que aparece en “Subida al cielo”, la clásica película de Luis Buñuel. Una es capaz de asociar causa-efecto (corrupción-mafia del poder); la otra enmarca la imagen de un hombre inflexible pero bondadoso con sus opositores y críticos.
El personaje que se ha creado él mismo es una máscara confeccionada con retazos de ideas, intereses y creencias, extraídas de sus propias experiencias vitales y de los referentes morales que parecen haber influido en sus hechuras políticas. Ese personaje es Andrés Manuel, el místico, el político carismático y populista que cosecha fracturas y vive cotidianamente de la gestión de la incertidumbre y de los conflictos. El otro es el Lic. López Obrador, el moralista, la figura pública que asume dirigencias institucionales en partidos políticos, en jefaturas de gobierno, y hoy, como Presidente de la República, elegido por una mayoría histórica abrumadora de los ciudadanos. Uno es el político que se mueve con agilidad en el escenario público, que protagoniza pleitos y escándalos, que se mueve entre las sombras y los pasillos secretos de la vida política, entre la grilla, el abrazo y el descontón cabaretero. El otro es el que asume la prudencia del deber, que reconoce los límites del poder institucional, que aboga por una constitución moral, y que ofrece salidas y opciones a los problemas públicos y políticos.
Pero el personaje y la figura coexisten en el mismo animal, con todo y sus contradicciones, ambigüedades y tensiones. Andrés Manuel y López Obrador no son la expresión literal de dualidades siniestras (la historia fantástica del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, por ejemplo) sino la expresión de la convivencia práctica de la lógica del realismo con la lógica de la ilusión, de la tiranía de la coyuntura política entrelazada con el aseguramiento del ejercicio efectivo del poder. Se trata de un “liderazgo fascinante” (como lo definió en algún ocasión Luis González de Alba), producto de la mixtura de distintas simbolizaciones y significados, rituales híbridos de cultura política y gestos de moralidad republicana, que también forman parte de las tradiciones caudillescas, autoritarias y clientelares del viejo régimen político mexicano. A partir del 1 de diciembre y durante los próximos años, veremos desplegarse esas dos caras de la luna obradorista, en un contexto que exige respuestas urgentes, compromisos claros, definiciones y decisiones riesgosas. Uno vivirá a plenitud en el ejercicio público de sus poderes constitucionales. El otro se mantendrá en el discreto ejercicio de sus poderes metaconstitucionales. En esos momentos, veremos si el personaje engulle a la figura, o si la figura puede vivir sin el personaje. En el extraño teatro de la política mexicana de estos años líquidos, sólo la naturaleza de la bestia determinará el resultado.

Thursday, November 22, 2018

Obcecados

Estación de paso
¿Obcecados? ¿Todos? ¿En serio?
Adrián Acosta Silva

(Campus Milenio, 22/11/2018)

El pasado sábado 10 de noviembre, 42,761 aspirantes a cursar una licenciatura en la Universidad de Guadalajara se presentaron puntualmente a las 8 la mañana en los distintos Centros Universitarios de la Red-U. de G. para presentar el examen correspondiente. Cada seis meses ocurre lo mismo: es un típico espectáculo aspiracionista, una feria de las ilusiones, una multitudinaria competencia meritocrática. Todos ellos saben que sus posibilidades de ingreso no son fáciles. Dependiendo de la carrera a la que aspiran, requieren de puntajes más o menos elevados para tener mejores o peores condiciones de acceso a la elección de su preferencia. El puntaje se divide en dos partes. Uno depende del promedio obtenido en el bachillerato (50%); el otro depende del que obtengan en el examen de admisión (50%). La combinación de ambos factores arroja el resultado final, que determina, a partir de los puntajes mínimos y los cupos de admisión previamente marcados por cada programa, quienes pueden acceder a las licenciaturas universitarias.
El problema es que sólo un 30% del total de los aspirantes logrará acceder a un programa. Eso se explica por la alta tasa de rechazo de las carreras más demandadas, que son, hoy como ayer, las mismas de siempre: medicina, abogacía, enfermería, contaduría pública, psicología. Hay carreras muy poco demandadas que suelen tener espacios disponibles pero para los cuales no hay aspirantes o los que hay no cubren los mínimos del puntaje de admisión establecido. Programas como Física, Filosofía, Economía, Matemáticas, son carreras de baja matrícula y demanda. Esta combinación entre opciones sobredemandas y subdemandadas explica el resultado general.
Pero lo ocurrido en la U.de G. también sucede con diversas escalas e intensidades en otras universidades públicas del país. Las explicaciones sobre el fenómeno abundan, pero suelen ser una mezcla de opiniones, creencias e impresiones basadas en anécdotas, ignorancias y prejuicios. Para unos, apostar a las carreras tradicionales es resultado de decisiones “necias”, propias de individuos poco informados, que no toman en cuenta la oferta de otras instituciones no universitarias y opciones profesionales, y que suelen terminar en el fracaso, la amargura y la decepción. Para otros, se trata de un comportamiento racional, calculado, que tiene como mecanismo explicativo la posible recompensa futura de la elección (empleo bien remunerado y estable, prestigio, reconocimiento). Los obcecados forman el primer tipo de aspirantes, un estereotipo explicativo común para ciertos empresarios o funcionarios del sector, como lo expresó hace unos años ni más ni menos que un fugazmente célebre subsecretario de educación superior (por cierto, abogado egresado de la propia UNAM). Los indolentes, el antónimo de los obcecados, sería otro de los estereotipos de los estudiantes que intentan acceder a la universidad. Se trata de estudiantes que le apuestan a la suerte, al destino o a Dios, distribuyendo sus opciones entre carreras cuyo acceso acaso resulte más factible.
El núcleo duro de análisis del problema radica en la combinación entre creencias, deseos y oportunidades de los estudiantes, un núcleo que está en el centro de la teoría de las decisiones en la sociología analítica contemporánea. Jon Elster, uno de sus más conocidos representantes, escribió en algún lugar que la elección de una carrera para un joven de 18 o 19 años es una de las decisiones más agobiantes de sus vidas. Sin experiencia vital ni madurez intelectual, los impulsos vocacionales, la voluntad y la información no son suficientes para tomar una decisión clara que les puede costar la definición de su futuro en el corto y en el largo plazo. Gravitan en los jóvenes una combinación de deseos y creencias, ambiguedades corrosivas, preferencias contradictorias, aspiraciones y expectativas múltiples que debe contrastar contra las oportunidades objetivas que aparecen en el horizonte y que consideran más o menos alcanzables.
Estos factores objetivos y subjetivos no se producen en soledad. Se trata de procesos de referencia, de significación, de experiencias y aprendizajes que los estudiantes toman indistintamente de varios lados: de sus amigos, de sus familias, de la observación sobre sus profesores, de los ambientes institucionales de sus escuelas, de cierta información sobre las trayectorias de los profesionistas realmente existentes, es decir, de los que conocen, respetan e inclusive admiran. Las oportunidades por su parte obedecen más a factores institucionales: el tipo de programas, las disciplinas en cuestión, el perfil de las profesiones, la competencia y la equidad en el acceso, los puntajes de admisión requeridos, la ubicación geográfica de las instituciones.
Pero los estudiantes tampoco son irracionales. Calculan, asumen riesgos, juegan a la suerte, prenden veladoras, intuyen, imaginan, buscan opciones. Saben que apostar por carreras tradicionales, de alta demanda, disminuye sus posibilidades. Pero también saben que, de lograr su propósito, alcanzarán buenas posibilidades de mejorar sus futuros individuales y familiares. En ausencia de otros mecanismos de movilidad social ascendente, la universidad es una de las pocas opciones en las que pueden “asegurar” un futuro optimista.
Por ello, la persistencia de la demanda hacia ciertas carreras y universidades públicas resulta incomprensible para muchos. Pero el hecho existe y se repite año con año. Descalificar a los solicitantes como obcecados, ingenuos o indolentes es asumir que hay una ruta correcta de elección, un camino al dorado profesional que los estudiantes y sus familias deberían conocer y transitar. Pero ese supuesto es un truco viejo, que parte de considerar que hay “un” solo tipo de estudiante, “una” decisión óptima, “una” opción correcta. Es la tradicional rutina ilusionista de sustituir la ignorancia franca sobre la complejidad y diversidad de los comportamientos estudiantiles por un juicio normativo guiado exclusivamente por la fe o los prejuicios de los opinadores.



Thursday, November 15, 2018

Thomas Wolfe



El oscuro milagro del azar
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Nexos en línea, 15/11/2018)
https://cine.nexos.com.mx/?p=17390#.W-2mOiyWwdU

Cada uno de nosotros es el total de las sumas que no ha contado
—Thomas Wolfe, El ángel que nos mira

El pasado 15 de septiembre se cumplieron exactamente 80 años de la muerte de Thomas Wolfe, el gran escritor norteamericano fallecido de tuberculosis apenas a los 37. La figura y la obra de Wolfe (1900-1938) anticiparían la emergencia de una nueva generación de escritores que marcarían para siempre las aportaciones de la literatura estadounidense a la literatura mundial. William Faulkner, Saul Bellow, Philip Roth, o David Foster Wallace, son algunos de los escritores que reconocieron su deuda intelectual, estilística y literaria con Wolfe. Para recordar esas ocho décadas en la agonía de un año que languidece rápidamente, ofrezco a los lectores de Nexos un pequeño homenaje a la obra, la figura y la trayectoria de un escritor irrepetible, surgido en un contexto que hoy se antoja francamente imposible.

El editor de libros (Genius por su título original en inglés) es una película sobre el mundo de los escritores y de quienes les publican (Reino Unido/EU, 2016). Pero no es sólo eso. Se trata de una exploración más profunda e inquietante sobre la creatividad literaria y la vitalidad intelectual, sobre el interés y la pasión por las palabras y los libros, sobre los inicios de la industria editorial moderna, pero es también una inmersión cinematográfica deslumbrante en torno a las relaciones entre las duras exigencias editoriales y la ética de la honestidad y del compromiso, de la coherencia y de la verdad.
La cinta gira alrededor de las relaciones entre un editor de libros (Max Perkins, interpretado por Colin Firth) y de un escritor célebre fallecido de manera prematura y sorprendente (Thomas Wolfe, interpretado estupendamente por Jude Law). Situada en el contexto de Nueva York al final de los años veinte y los primeros treinta, el director de la película (Michael Grandage) centra el enfoque en el nacimiento de una industria en un período de penurias económicas, incertidumbre y desesperación social. El jazz, el humo y el alcohol, las calles y los bares, teatros y veladas literarias, la crisis económica y su ejército de desempleados, sirven de marco a la vida de un editor profesional con buen oficio y olfato para detectar escritores prometedores. Perkins, quien antes de conocer a Wolfe ya había apoyado el lanzamiento de escritores de la época como F.S. Fitzgerald, Ernest Hemingway y posteriormente a autores como John Steinbeck, es un hombre decidido a comprometer el futuro de su empresa editorial (Scribners and Sons) con la promoción de buenos escritores y libros.
A finales de 1929 se acerca a su oficina un joven altísimo, impulsivo e irreverente, locuaz y envolvente (Thomas Wolfe), que le entrega un enorme manuscrito de cientos de páginas para su revisión. Como ya lo han rechazado en otras editoriales, Wolfe no se hace muchas ilusiones y se muestra escéptico y bromista sobre la posible respuesta de Perkins. Sin embargo, éste, luego de leer el texto, queda impactado por la prosa deslumbrante y el estilo de Wolfe. Eso explica la edición del primero de los dos libros que publicó en vida el gran escritor norteamericano: Look Homeward, Angel, (El ángel que nos mira), publicada originalmente en 1929. El otro sería editado y publicado en 1935, tres años antes de su muerte: Of Time and the River (Del tiempo y el río).
La historia de esa relación entre un escritor y su editor marca el ritmo de la cinta. Se trata de un ejercicio de admiración mutua, donde los límites editoriales y los impulsos creativos son fuerzas en tensión. Inundado por una fuerza literaria descomunal, Wolfe escribe todo el tiempo, en cualquier parte, a cualquier hora. Miles de páginas se acumulan en su casa y escritorio, escritas a mano, garabatos y tachones incluidos. La mirada experta de Perkins identifica repeticiones, excesos, divagaciones innecesarias, ideas no resueltas, personajes prescindibles en las primeras novelas de Wolfe. Al mismo tiempo, éste sumerge a su editor en sus aficiones y sus relaciones personales, como una manera de comprender el ritmo vital de su existencia, de sus lecturas y de sus obras. Ahí, el jazz, el alcohol y los burdeles de negros neoyorkinos, la relación tortuosa con su amante (interpretada sobriamente por Nicole Kidman), marcan el territorio existencial de un escritor consumido por la creatividad, los excesos y la pasión literaria.
Por ahí desfilan las vidas de un Fitzgerald sumido en una crisis de creatividad, agobiado por las deudas financieras y por la enfermedad psiquiátrica de su esposa, Zelda. También aparece por ahí Hemingway, en plena fuerza física y soberbia intelectual, mirando con escepticismo a las nuevas promesas de la novela como Wolfe. En ese ambiente de rencores, envidias y promesas, la historia de las relaciones entre el escritor y el editor conduce al callejón sin salida del desencuentro y la ruptura. La fama, el dinero, los egos descontrolados y las envidias que suelen caracterizar el mundo de los escritores, la búsqueda de la gloria y del reconocimiento, la crítica despiadada de obras y personajes, la desmesura como rebeldía frente a los límites, las exigencias de productividad de la industria editorial, marcarán el tono de los problemas que enfrían y luego disuelven la amistad y el trabajo entre editor y escritor.
La prematura muerte de Wolfe a los 37 años de edad, debida a una tuberculosis miliar, marca el fin de una historia y una época irrepetibles en términos culturales e intelectuales. La industria editorial crecerá y se diversificará como nunca antes y nuevas generaciones de escritores, de novelistas y poetas, llegarán a renovar las estanterías y librerías en todo el mundo. El mercado editorial había nacido y con él la despiadada competencia entre editores y escritores por conquistar nuevos lectores. Pero El editor de libros esconde un par de secretos que, bien buscados, trascienden la época, el contexto y los personajes de ocasión. Uno de ellos es la convicción de que un buen editor “debe, siempre, ser anónimo”, como le confiesa Perkins al joven escritor en algún momento de la cinta. El otro gran secreto es un misterio: la inspiración solo puede ser, como la vida misma, el fruto del “oscuro milagro del azar”, como escribe Wolfe en El ángel que nos mira.

Adrián Acosta Silva

(Esta reseña se publicó originalmente en el suplemento “Tapatío” del periódico El Informador de Guadalajara en diciembre de ese año. La presente es una versión revisada, modificada y actualizada.)

Thursday, November 08, 2018

Música de bancarrota

Estación de paso

Música de bancarrota

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 8/11/2018)

Notas periodísticas, presiones laborales, gestiones desesperadas y reclamos de varias universidades públicas ante autoridades federales y estatales, han mostrado en las últimas semanas el rostro áspero de las políticas de financiamiento público hacia dichas instituciones. En el centro está el tema de las pensiones y jubilaciones de sus trabajadores, acaso el mayor de los problemas financieros de las universidades públicas mexicanas durante los últimos veinte años. Cierto tono de escándalo, ansiedad y dramatismo predomina sobre el asunto, y ya suenan los tambores de guerra de la culpabilidad que acusan a las instituciones de prácticas de indolencia, despilfarro, irresponsabilidad y corrupción.

Lo preocupante es la interpretación que se hace del problema. Algunos lo denominan como un factor que ha colocado a las universidades en la “bancarrota” financiera, la “quiebra presupuestal”, la catástrofe institucional, la amenaza con el cierre de las universidades públicas. Esa interpretación asemeja a las universidades -como a los municipios y gobiernos estatales-, como empresas privadas, que operan en el mismo esquema de riesgo que cualquier institución privada. Pero las universidades no pueden “quebrar”, ni declararse en bancarrota. No son bancos, ni cajas de ahorro, ni empresas de calzado o fábricas tequileras. Pueden ser paralizadas por los sindicatos, pueden ser castigadas en sus presupuestos públicos, enfrentar crisis de ingobernabilidad, padecer huelgas y paros, pero no pueden ser consideradas en “bancarrota”.

El lenguaje por supuesto importa. Como instituciones de interés público, las universidades experimentan crisis de insolvencia presupuestal, derivadas de un largo y complicado proceso de expansión flojamente regulada que incluyó el crecimiento de su planta laboral. La cuestión central es cómo sostener esquemas de pensiones y jubilaciones en las condiciones en que fueron pactados hace décadas entre las autoridades universitarias y los sindicatos de trabajadores académicos y administrativos de las instituciones. En dichos esquemas, las reglas acordadas en los contratos colectivos se basaron en dos principios estratégicos: amortiguar los bajos salarios de los trabajadores y enfrentar la larga crisis económica de los años ochenta.

Estos dos principios no emanaron del vacío. El largo período de masificación de la educación superior iniciado a finales de los años sesenta colocó a las universidades públicas en la necesidad de atender a miles de nuevos jóvenes que ingresaban a la universidad a través de la contratación de cientos de profesores que atendieran las necesidades de docencia que reclamaba la ola estudiantil que llegaba tumultuosamente a las aulas universitarias. El aumento de la demografía universitaria es la expresión de una lógica de crecimiento institucional de su población estudiantil y laboral basado en la atención a la demanda y a la creciente necesidad de incorporar nuevas funciones –la investigación, por ejemplo- a instituciones básicamente diseñadas a operar como “enseñaderos”.

Eso ocurrió en Puebla, Zacatecas, Guadalajara, Sinaloa, Sonora o Michoacán. Posteriormente, en los años noventa, ocurriría también en Oaxaca, Guerrero, Morelos, Nuevo León o Nayarit. Mirando solamente lo ocurrido en el personal académico, las cifras ayudan a comprender la magnitud de lo ocurrido: a mediados de los años sesenta, la cantidad de profesores universitarios apenas rebasaba los cuarenta mil, y en 1977 superaban ya los 100 mil. Para el fin de siglo se incrementaron a poco más de 200 mil, y en 2017 rebasaron los 375 mil profesores universitarios. Esas cifras ilustran el efecto de acumulación de las presiones financieras sobre la nómina ordinaria y la destinada a sostener la nómina de jubilados y pensionados de todos aquellos que ingresaron hace veinticinco o treinta años en las universidades públicas.

A comienzos de los años noventa, las políticas de modernización intentaron colocar frenos y nuevas reglas de la contratación de profesores, con la Secretaría de Hacienda y la SEP (en ese orden) al frente de la estrategia de contención y regulación de las contrataciones. Cada nueva plaza debería ser aprobada por la SHCP y por la SEP. La autonomía de las contrataciones pasaba a depender de los recursos federales disponibles, recursos crecientemente recortados o limitados por las reglas hacendarias. Sus efectos, sin embargo, no resolvieron el problema: simplemente coexistieron con él. Paradójicamente, la matrícula estudiantil seguía creciendo, y las exigencias de eficiencia, calidad y evaluación gubernamental agravaban el problema.

Pero lo que importa no es solo el tamaño sino la composición de las plantas académicas universitarias. Hoy como ayer, predominan los profesores de asignatura (alrededor del 60% del total), contra el 40% de los profesores de tiempo completo. Pero también cuenta la cualificación de ese profesorado: hoy, la mayor parte de los profesores tienen un posgrado, lo cual supone un mecanismo de ascenso en el tabulador de sueldos, que va acompañado de sus porcentajes de antigüedad, lo que sumados a los programas de estímulos y recompensas de productividad académica, muestra un panorama de complicaciones presupuestales crecientes para las autoridades universitarias.

Ello explica que en el año 2002, en la administración del Presidente Fox, se reconociera el problema como “estructural”, y se implementa por primera vez un programa de financiamiento extraordinario para las universidades públicas denominado con un título larguísimo: “Fondo de apoyo extraordinario a las universidades públicas para fomentar la atención a los problemas estructurales de carácter financiero”. Con ese instrumento se reconocía por primera vez la gravedad del déficit presupuestal de las universidades derivada de los adeudos impositivos universitarios y de las presiones de la nómina de jubilados y pensionados en el presupuesto de las instituciones.

Como muchas otras cosas de nuestra vida pública, ese programa diseñado como emergente y de coyuntura se convirtió en permanente, pero no ha resuelto de fondo las causas del problema. Hoy, el ruido mediático y periodístico ha colocado nuevamente el foco sobre el asunto. Habrá que esperar la respuesta gubernamental y de las propias universidades para diseñar una política factible y realista para enfrentarlo con claridad política y consistencia institucional. De otro modo, la música lúgubre de la “bancarrota” seguirá dominando el ánimo sonoro del momento.