Thursday, April 20, 2017

Autonomía y poder institucional (5)

Estación de paso
Autonomía y poder institucional (5 y último). Incentivos, calidad y evaluación.
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 20/04/2017)
La crisis fiscal del Estado, las reformas de mercado y los procesos de democratización política configuraron el contexto general que desde el último tercio del siglo XX modificó significativamente las reglas políticas y de políticas que habían impulsado la expansión acelerada de la educación superior en América Latina y el Caribe. Con ritmos y alcances diversos, México, Chile, Brasil, Argentina y Colombia se constituyeron como los sistemas nacionales de educación superior más grandes de la región, donde coexisten las universidades públicas tradicionales con un conjunto amplio y relativamente diferenciado de otras instituciones públicas no universitarias principalmente tecnológicas, pero también un significativo núcleo especializado de centros públicos de investigación y posgrado, decenas de establecimientos de educación normalista, y un universo sumamente heterogéneo de cientos de instituciones privadas de educación superior.
En prácticamente todos los casos, el punto de partida de los cambios institucionales tuvo con ver con una “nueva actitud” gubernamental hacia la educación superior, que obedecía a un profundo cambio en las relaciones entre el Estado y las universidades pùblicas. La palabra crisis emergía en el lenguaje de la época como la base de los diagnósticos y los relatos de legitimación del cambio en la educación superior. Y hacia los primeros años noventa del siglo pasado la interpretación dominante de los problemas de la educación superior latinoamericana fueron sintetizados en 1994 por José Joaquín Brunner como el resultado de una “triple crisis”: la “crisis del financiamiento incremental”, la “crisis por falta de regulación” y la “crisis por falta de evaluación”. Esa crisis identificó en el comportamiento institucional de las universidades públicas problemas de eficiencia, calidad y equidad que requerían urgentes intervenciones gubernamentales.
Con este diagnóstico básico, la acción gubernamental centró su atención en dos ejes estratégicos: de un lado, la revisión de los modelos, políticas y fórmulas de financiamiento público hacia la educación superior; por el otro, la evaluación de la calidad académica y el desempeño institucional de las universidades públicas. Estos ejes concentraron los esfuerzos y políticas gubernamentales durante los últimos años (casi) independientemente de partidos políticos, de intereses gubernamentales y de orientaciones ideológicas de los actores principales del sector. Para decirlo en breve, se trataba de inducir cambios institucionales en los comportamientos de las universidades públicas a través de exigencias de medición de la calidad y de complicadas fórmulas de financiamiento público competitivas, diferenciadas y condicionadas. Paulatinamente, la música de las reformas se instaló en la retórica y en las prácticas de políticas y gestión del campo universitario público de la educación superior en América Latina.
Durante los últimos treinta años, esos esfuerzos re-configuraron el sentido y los alcances de la autonomía universitaria y la distribución del poder institucional en la educación superior. Una suerte de “vaciamiento de significado” de la autonomía impulsó reformas y adaptaciones de las universidades al entorno político y de políticas públicas, mientras que nuevos actores y figuras de autoridad emergían en el horizonte universitario, relocalizando el locus de la autoridad institucional. El viejo paradigma de la responsabilidad social basada en un grado elevado de libertad académica y autonomía institucional cedió el paso al paradigma de la renidición de cuentas, basado crecientemente en indicadores de gestión, de calidad y de evaluación institucional.
Ello no obstante, la nueva era de las relaciones entre autonomía y poder institucional se ha desarrollado en un contexto general de crisis e incertidumbre financiera y política. Para el caso mexicano, los proceso reformadores no han logrado despolitizar el financiamiento público, sino que en no pocas ocasiones lo han reforzado. La creciente intervención de los gobernadores y los grupos de poder local en los procesos de asignación y distribución de los recursos a las universidades públicas, o el papel de los diputados federales en la reasignación de los montos presupuestales anuales a las universidades públicas desde 1997, son dos de las caras de esa re-politización del financiamiento universitario.
Pero son también los procesos de gestión de las políticas federales de calidad y evaluación las que han dado lugar a nuevos poderes institucionales. Los rectores, convertidos en una extraña mezcla de príncipes, burócratas y gerentes, se han consolidado como figuras que no solamente representan la autoridad de la universidad, sino que también concentran importantes poderes de gestión y de distribución de los recursos en el núcleo del gobierno universitario. El condicionamiento financiero y las presiones burocráticas o políticas por rendir cuentas, han significado la construcción de extrañas repúblicas de indicadores en los espacios institucionales de las universidades públicas. Y para la construcción de esos indicadores, los programas de financiamiento ordinario y extraordinario se han basado en el uso intensivo de incentivos de cambio para estudiantes, profesores, grupos de investigación y para las propias funciones básicas universitarias. Rankings, recursos, prestigio forman los fenómenos de superficie que explican prácticas de medición e indicadores del desempeño institucional. Pero en las aguas profundas de las universidades públicas del siglo XXI, la legitimación de una autonomía basada en la rendición de cuentas ha constituído el núcleo del nuevo orden institucional en la era de la calidad y de la evaluación.
Esa legitimación, sin embargo, no excluye la politización de las relaciones entre el Estado y las universidades públicas. Las experiencias y escándalos recientes de universidades públicas como la Veracruzana (con la búsqueda de una legislación estatal que asegure la estabilidad presupuestal), la Autónoma de Nayarit (con las acusaciones de corrupción y desvío de recursos de la rectoría anterior), el Instituto Politécnico Nacional (con la crisis de autoridad de la Directora General anterior), o la Autónoma de Baja California (con los conflictos al interior de la Junta de Gobierno), forman solo parte de las postales de conflictividad y política que caracterizan las relaciones entre autonomía y poder institucional en los años recientes de las universidades públicas mexicanas.