Thursday, June 20, 2013

La ética de la ambiguedad


Estación de paso
La ética de la ambigüedad
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 20 de junio de 2013.

Los más recientes escándalos de corrupción que han recorrido los medios en todo el país han tenido su origen en las arcas de los gobiernos de los estados. Tabasco, Aguascalientes y Jalisco se han convertido en temas de indignación moral, el deporte nacional de moda desde hace algún tiempo entre ciertos medios, intelectuales y analistas de las cosas públicas. Las administraciones de los exgobernadores Granier, Reynoso Fernat o Emilio González, de distintos orígenes partidistas (el PRI, el primero, y los otros dos del PAN), se han colocado en el centro del ojo público –es decir de los medios- para tratar de mostrar cómo la corrupción, como la estupidez, no tiene límites.
El asunto ni es nuevo, ni nada garantiza que no sucederá otra vez, en la escala federal, estatal o municipal. La ambición por el poder casi siempre va unida o emparentada con la ambición por el dinero. Y en México, el discurso de la descentralización y la federalización que se impulsó desde hace más de dos décadas, con el aplauso unánime y entusiasta de partidos políticos, empresarios y medios de comunicación, pronto comenzó a mostrar la ineficacia, la debilidad o la incapacidad del Estado para controlar el uso y distribución de los recursos públicos. A pesar de los intentos de controles hacendarios, de proliferación de contralorías y auditorías federales, estatales y municipales, de creación de organismos autónomos o semiautónomos como el IFAI, la corrupción es, o parece ser, una bestia ingobernable.
Que un gobernador, o varios de sus funcionarios más cercanos, se vean envueltos en actos de corrupción, es un asunto viejo. La discrecionalidad en el uso de los recursos públicos es una práctica antigua y extendida en México o en otras partes del mundo, incluyendo Italia, Francia o los Estados Unidos. Ante la creciente red de disposiciones burocráticas, de proliferación de programas “etiquetados”, de amenazas abiertas o veladas para quienes están tentados a desviar los recursos, se impone la religión de las creencias que guían las prácticas de los funcionarios: no importan los medios para cumplir con sus responsabilidades, importan los fines. Ante la incómoda red de restricciones legales y prácticas del ejercicio de los recursos públicos, que significan obstáculos para que las cosas funciones más o menos bien, muchas autoridades deciden actuar, gastar, y lueo explicar y justificar ese gasto para resolver problemas. El resultado suele ser lo que vemos: un ejercicio discrecional de los recursos, que frecuentemente termina en actos de corrupción.
Pero las relaciones entre corrupción, política y poder están llenas de imágenes que se han vuelto lugares comunes. Platón advertía, con la sabiduría de los antiguos, de los riesgos de la vida política, y reconocía que su República solo podría ser obra de un milagro. Maquiavelo, el profesor del realismo político, señalaba mucho tiempo después con toda claridad la necesidad de distinguir y separar la moral de la política, el deber ser con el es, de asegurarse de ver la realidad como es y no como quisiéramos que fuera. Lord Acton, el célebre barón inglés, pronunció en 1887 una frase que posee la contundencia de la brevedad: “El poder tiende a corromper; el poder absoluto corrompe absolutamente”. Un siglo antes, en 1787, Benjamín Franklyn señalaba que hay dos pasiones que influyen sobre los asuntos de los hombres: “Estas son la avaricia y la ambición; el amor al poder y el amor al dinero”.
Las connotaciones negativas de la política se extienden hasta los comienzos del siglo XX, cuando el viejo Weber advertía del hecho de que ingresar a la política significaba estar dispuesto a recibir el beso del diablo: “Quien se dedica a la política” –escribía Weber en el invierno de 1918- “establece un pacto fáctico con los poderes satánicos que rodean a los poderosos...Quien busque la salvación de su alma y la redención de las ajenas no la encontrará en los caminos de la política, cuyas metas son distintas y cuyos éxitos sólo pueden ser alcanzados por medio de la fuerza.” No hay aquí exorcismo posible para lidiar con intereses diversos, ambigüedades, incertidumbres, insuficiencias de tiempo y recursos. Hacer política es tomar decisiones, como todo en la vida, con la diferencia de que los políticos profesionales toman decisiones a nombre o en representación de otros, y eso les significa vivir con el dilema permanente, y a veces corrosivo, de actuar con la ética de la convicción o con la ética de la responsabilidad.
Por sus hechos, muchos de los políticos profesionales han decidido desde hace tiempo actuar conforme a la ética de la ambigüedad, una forma extraña, anfibia, de tomar decisiones y elegir comportamientos. Es decir, toman protesta solemne para cumplir y hacer cumplir las leyes, se asume que, de no hacerlo, la nación se lo demandará; pero al mismo tiempo, su comportamiento se rige por los cálculos políticos, por la ignorancia, a veces por la irresponsabilidad. Esa ambigüedad gobierna sus actos, define la ecuación cotidiana de la forma y el fondo, la vieja relación del código amigo/enemigo. Ahí, frente a la brevedad del poder público, se impone el interés personal del largo plazo. Pero acaso las acciones que unen al Sr. Granier de Tabasco, con el Sr. Ocampo de Jalisco, respondan más a la lógica marxista del viejo Groucho, cuando aconsejaba cariñosamente a su hijo imaginario: ”Hijo mío, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna”. Ahí, en esa versión irónica, venenosa del poder, se encuentra tal vez el secreto de la arquitectura ética de la corrupción política.


Thursday, June 06, 2013

Verano sin nubes




Estación de paso
Aquel verano sin nubes, ese orgiástico futuro
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 6 de junio, 2013.

Uno de los rasgos característicos de los tiempos que corren es la expansión de la “imaginación nostálgica”, esa forma de idealización del pasado como un gigantesco jardín devastado por la acción de la economía, la política o la decadencia moral del presente. Como lo escribió en algún momento George Steiner (En el castillo de Barba Azul. Aproximación a un nuevo concepto de cultura, Gedisa, Barcelona,2001) esa peculiar manera de la imaginación es distinta de la imaginación utópica, básicamente normativa, que coloca el acento no en otro tiempo sino en otro lugar, un lugar mejor, esperanzador, deseado por todos, o casi todos. Hay también las utopías negras, pero de esas se puede hablar aparte. Lo que importa destacar aquí es el hecho de que el imperio de la imaginación nostálgica es un producto típicamente occidental, alimentado por la creencia de que las cosas de antes fueron mejores, de que es necesario volver al pasado, reconstruir lo perdido, rehacer lo que hemos destruido por acción, por mala fe o por omisión.
El pensamiento conservador se nutre obsesivamente de esta sed de lo perdido. En su vertiente religiosa o moralista, este tipo de pensamiento “sabe” que existió una época de valores aceptados, universales, coherentes. Por ello se lamenta continuamente de la sensación de pérdida que significa el presente, y el temor o el miedo franco hacia el futuro, que se presenta como una amenaza permanente, ligada con la destrucción, la barbarie, la muerte. Este peculiar tipo de la imaginación nostálgica está presente bajo distintas formas en el cine, en la literatura, en la televisión, en las redes sociales. Historias de muertos vivientes, tramas bélicas que terminan con el fin del mundo, amenazas extraterrestres, sodomas y gomorras urbanas o rurales, drogas, violencia, caos. Una colección variada de estampas que remiten a la noción de que el futuro está hecho indefectiblemente de pérdidas, de incertidumbres, de trampas y encrucijadas.
Pero el pensamiento progresista también suele mirar hacia atrás para trazar las rutas del futuro. La historia de la idea del progreso, o la “historia del tiempo futuro”, como le denomina Steiner, es el fruto mayor de este ejercicio, alimentado abundantemente por la certeza de que el futuro es un lugar por construir, no para esperar. El río de fondo de este optimismo futurológico tiene que ver con el enciclopedismo y el racionalismo del siglo XIX, donde la fe científica sustituyó a la fe religiosa entre muchas elites intelectuales. La idea de que la sociedad armónica, igualitaria y democrática era posible, nutrió vigorosamente la certeza de que era la acción política sobre el presente la que, aprendiendo de las lecciones del pasado, podría construir el camino hacia la sociedad buena. Como escribió Steiner: “El eterno ´mañana´ de las visiones políticas utópicas se convirtió, por así decirlo, en la mañana del lunes próximo”(p.30). El Manifiesto del Partido Comunista, de Marx y Engels, fue quizá el fruto mayor de esa potente visión optimista, utópica, que entusiasmó tanto a tanta gente durante tanto tiempo.
Las ideas del pasado como un verano sin nubes, y del futuro como el lugar de la tierra prometida (ese “orgiástico futuro que cada año se nos aleja más”, según escribió Fitzgerald), forman parte de la era de los extremos del imaginario político que caracteriza el clima intelectual de la época. Pero luego de la caída del muro de Berlín en 1989, ese imaginario habita de manera particularmente visible entre las mentalidades de ciertos círculos políticos, religiosos o empresariales. En contraste, en muchas zonas de la vida social parece dominar una suerte de era del vacío, gobernada por la indiferencia, la desesperanza o el hastío. Es una zona grisácea y en ocasiones francamente oscura, donde sociedades secretas, prácticas místicas, charlatanerías de ocasión y teorías conspiracionistas de todo tipo encuentran un cómodo espacio de reproducción y afianzamiento en no pocos sectores de la imaginación popular, clasemediera y elitista.
En cualquier caso, la imaginación nostálgica y la imaginación utópica son dos creaturas intelectuales que florecen en los tiempos donde el tedio domina el ánimo público. Ese tedio, “fruto de la lúgubre apatía” del que hablaba con vehemencia Baudelaire en Las flores del mal, y que suele poblar los sentimientos de frustración que desde hace tiempo alimentan las nubes del presente. Con ese escenario y telón de fondo, no es de extrañar que surjan por aquí y por allá voces que llaman a la “revolución desde abajo”, cruzadas de purificación moral, reclamos desesperados para “ciudadanizar la política”, encendidos discursos sobre las culpas y las responsabilidades de todos por el estado de las cosas. Son expresiones del ánimo nervioso que habita la imaginación del presente, y que revelan, una vez más, que ni el pasado ni el futuro son ya como solían ser.