Thursday, July 18, 2013

La paradoja de Brunner

Estación de paso
La paradoja de Brunner
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio, U. de G., 18 de julio, 2013.
La semana pasada José Joaquín Brunner, el conocido sociólogo chileno autor de numerosas obras de referencia para el campo de la cultura y la educación superior en América Latina, estuvo en la Universidad de Guadalajara para dictar una conferencia magistral y un par de cursillos para funcionarios y estudiantes de posgrado de dicha institución. Para muchos de los que nos hemos formado en la lectura de sus numerosas obras, tener a Brunner por primera vez en Guadalajara representaba la oportunidad de compartir con el académico y el intelectual, con el funcionario público y el consultor internacional, con el colega y con el profesor universitario, algunas de las ideas y propuestas que ha formulado recientemente en torno a lo que está ocurriendo en el campo de la educación superior latinoamericana. Las siguientes son algunas notas al vuelo de lo que el autor de Universidad y sociedad en América Latina (1986), o Los intelectuales y las instituciones de la cultura (publicado en 1983, junto con Angel Flisfich), vino a decir a la U. de G. Son notas organizadas en 4 postales de gran formato, conducidas por la idea de que la educación superior latinoamericana es el territorio de una paradoja central: experimenta una gran expansión y diferenciación social e institucional que, sin embargo, tiende a reproducir las desigualdades estructurales de la región, algo que puede ser llamado como la “paradoja de Brunner”.
1. Como en ninguna otra época anterior, la educación superior muestra un ritmo espectacular de expansión y masificación de la oferta y de la demanda por carreras de licenciatura y posgrado. Hoy, en Iberoamérica más de 20 millones de estudiantes están inscritos en alguna de las 16 mil instituciones o establecimientos públicos o privados, universitarios y no universitarios, de educación superior de la región. La magnitud de este crecimiento va acompañado de un incremento de la complejidad de la gestión de los sistemas e instituciones, pero también revela el tamaño de los cambios contextuales que han ocurrido en las sociedades, las economías y las políticas de los países de la región. Sólo para darse una idea del impacto de este crecimiento de las plataformas institucionales de la educación superior basta comparar con lo que teníamos hace 60 años: en 1950 sólo existían 75 instituciones de educación superior y teníamos una matrícula de 150 mil estudiantes en toda iberoamérica. En ese lapso (1950-2010), las instituciones se multiplicaron por más de 200 veces y la matrícula por 130. Juguemos con los datos: en las últimas 6 décadas cada año se crearon en promedio 265 nuevas IES y se incorporaron más de 300 mil nuevos estudiantes a las mismas.
2. Estos datos agregados esconden diferencias muy significativas entre los países iberoamericanos. Por ejemplo, la cobertura. Mientras que en países como España, Uruguay o Argentina 6 o 7 de cada 10 jóvenes de entre 19 y 23 años están matriculados en alguna modalidad de educación superior, en países como Guatemala o El Salvador lo hacen solo 2 de cada 10. En México, en número redondos estamos más cerca de Guatemala que de Argentina: sólo 3 de cada 10 muchachos o muchachas actualmente están inscritos en alguna institución de educación superior.
3. Uno de los problemas de esta expansión es que tiende a reproducir los patrones de la desigualdad social latinoamericana. Es decir, los que ingresan son estudiantes pertenecientes familias de los 2 quintiles más altos de ingreso de la región y cuyo origen social se caracteriza por padres y madres de familia con escolaridades relativamente altas. Ello explica porqué en promedio sólo 4 de cada 10 jóvenes están inscritos en la educación superior de la región. Esto tiene enormes implicaciones no solamente en términos de equidad, sino que debilita significativamente las funciones de movilidad social ascendente que tradicionalmente han estado asociadas a la educación universitaria. Una sociedad que, por diversas causas y razones, no incluye a 6 de cada 10 jóvenes en la educación superior, está “condenando” a la inmovilidad social a un enorme sector de la población (una cuarta parte en promedio), a sobrevivir reproduciendo los patrones preexistentes de desigualdad social.
4. ¿Universidades o escuelas? Como Brunner señaló, apoyándose en el Informe 2011 Educación superior en Iberoamérica (CINDA, 2011), sólo 4 mil de las 16 mil instituciones de educación superior pueden considerarse como universidades. El resto son establecimientos dedicados a la formación en áreas no científicas sino profesionales o técnicas, en las cuales se desarrollan básicamente labores de docencia, no de investigación, ni extensión ni difusión. En las 4 mil universitarias, sin embargo, sólo un puñado son verdaderas universidades, es decir, desarrollan sistemáticamente labores de docencia, investigación, extensión y difusión cultural. Pero si se clasifican de acuerdo a un indicador básico de investigación (número de artículos científicos publicados por las universidades en un lustro,2003-2008), sólo 1369 de las 4 mil realizan algún tipo de investigación, y sólo 62 de ellas, que publican más de 3 mil artículos científicos por año, pueden considerarse “universidades de investigación” (en el caso mexicano sólo 4 universidades están consideradas en este categoría). Frente al discurso de la sociedad del conocimiento, de la economía basada en el conocimiento, esos datos revelan el tamaño del esfuerzo institucional que aún falta hacer para fortalecer y expandir esta parte estratégica de la educación superior en la región.
Estas cifras e imágenes habitan el centro de la “paradoja de Brunner”. La educación superior como un campo masificado y heterogéneo, excluyente de los sectores más pobres y reproductor de las elites, que sirve para consolidación de posiciones de privilegio a algunos, o de escalera de movilidad social para otros, pero que excluye sistemáticamente a la mayoría de los jóvenes. Universidades que no lo son, muchas escuelas que funcionan como “enseñaderos” de nuevos oficios y profesiones, donde la investigación científica es una flor exótica y delicada. Esa es la fotografía del momento y sus circunstancias. Esos son sus formidables desafíos.

Thursday, July 04, 2013

Grietas, llanuras y arroyos


Estación de paso
Grietas, llanuras rajadas, arroyos secos
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 4 de julio, 2013.
Desde hace tiempo, en Jalisco, como en otros lugares y territorios, circula la idea de que construir el futuro es una empresa imposible o, en el mejor de los casos, un ejercicio de ociosos, de intelectuales de café, una ilusión atractiva pero básicamente inútil para resolver los problemas de aquí y de ahora. En algunos círculos sociales, incluso, el futuro es una alucinación o una fantasía provocada por cierto exceso de realismo (una suerte de hiper-realismo); en otros, el futuro es un territorio inhóspito, cuya determinación depende de lo que hagan o dejen de hacer otros actores, otras fuerzas, situadas generalmente fuera de la localidad, del territorio o incluso del país. En muchos otros casos, la metafísica, la astrología y la charlatanería de ocasión son prácticas comunes para intentar adivinar el futuro, para conocer amigos y enemigos, saber qué hacer para que los individuos ganen dinero, tengan suerte en el amor, obtengan la felicidad, sean exitosos, famosos y reconocidos por todos. Baste abrir las páginas de los periódicos, recorrer calles y avenidas de las ciudades mexicanas, o mirar anuncios televisivos o en internet, para confirmar cómo esa oferta de futuros instantáneos y agradables prolifera de manera abundante entre horóscopos, lectura de barajas y prácticas de adivinación.
Estas actitudes de superstición, de fe ciega o de recelos y desconfianzas hacia el futuro no son nuevas ni tampoco recientes. Son actitudes propias de la experiencia de la modernidad, surgidas de lo que un pensador clásico denominó como la incómoda sensación de que “todo lo sólido se desvanece en el aire”. Es esa modernidad atrapada en la percepción de un presente continuo, circular, por la ansiedad por tratar de resolver las cosas rápidamente, donde el tiempo, gobernado por la dictadura de calendarios y relojes, determina las decisiones y las prácticas de los individuos, los grupos y las sociedades.
Para decirlo en breve: el clima social, político e intelectual de la época no favorece los esfuerzos por pensar el futuro. Pero si se observa con atención lo que ha ocurrido en el pasado remoto o reciente de los jaliscienses o de los mexicanos, pensar en el futuro ha sido un ejercicio que precede mucho de lo que hoy hemos alcanzado con esfuerzo, tenacidad y compromiso. Pensemos un momento, sólo uno, en lo que hicieron pensadores de la talla de Ignacio L. Vallarta, científicos como Don Severo Díaz o el Ing. Jorge Matute Remus, médicos como José Barba Rubio, empresarios como Don José Cuervo y Labastida, historiadores como Luis Pérez Verdía, escritores como Mariano Azuela, Juan José Arreola o Juan Rulfo, artistas plásticos como el Dr. Atl o José Clemente Orozco, Lola Álvarez Bravo o María Izquierdo, arquitectos como Luis Barragán, o políticos e intelectuales como José Guadalupe Zuno o Enrique Díaz de León. Todos ellos, hijos de su tiempo y circunstancias, emprendieron y se apasionaron por proyectos, tomaron decisiones difíciles, realizaron acciones, arriesgaron ideas, pensando, probablemente que, con un poco de determinación y persistencia, con mucho trabajo y con algunas ideas, el futuro podría ser un territorio menos inhóspito, más amigable y promisorio para ellos y para las generaciones por venir.
Es tarea de historiadores descifrar el tamaño preciso en que se combinaron la voluntad, las circunstancias y el contexto de estos personajes, para producir las obras y proyectos que hoy son un legado histórico del presente y el futuro jalisciense. Ello no obstante, se puede afirmar con certeza que los obstáculos y los encadenamientos del presente (esa extendida enfermedad contemporánea llamada presentismo, la ilusión de un presente perpetuo), no fueron suficientes para que sus obras impactaran en la construcción del futuro de las generaciones posteriores, y que nos llegan aquí y ahora en forma de un pasado luminoso.
El principio básico de cualquier esfuerzo prospectivo es que para construir el futuro primero hay que imaginarlo. Es necesario pensar en qué tipo sociedad y gobierno deseamos para formular un nuevo paradigma del desarrollo estatal, en un contexto nacional e internacional que ya no es lo que solía ser. Sin resolver en el corto plazo las ecuaciones y dilemas del presente, es difícil plantear una agenda de futuro –una política- que permita reconocer nuestros logros y valorar la magnitud de nuestros déficits y rezagos. La invención de un futuro promisorio, deseable y factible a la vez, es un ejercicio de prudencia y realismo, pero también de riesgo y de decisiones estratégicas, de reconocimiento de nuestras capacidades a la vez que de la renovación de la certeza y la fe científica sobre el porvenir. Esta combinación de insatisfacción y realismo con el presente, con las expectativas y anhelos sobre las hipótesis de futuros posibles, lo expresó hace más de medio siglo, con sobriedad y precisión literarias, uno de nuestros escritores mayores:
Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. (Juan Rulfo, El Llano en llamas).