Thursday, February 17, 2011

Guadalajara: La identidad del ornitorrinco




Estación de paso
La identidad del ornitorrinco
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 17 de febrero, 2011.
Como se sabe, el gobierno municipal de Guadalajara ha echado la casa por la ventana por la celebración del aniversario número 469 de la fundación de la ciudad. Como otros gobiernos locales en prácticamente todos los años anteriores, el actual decidió organizar una serie de festejos grandes y vistosos para celebrar el cumpleaños de la capital de Jalisco. Y también, como otros gobiernos anteriores (panistas y priistas, por supuesto) al señor Presidente Municipal se le ocurrió justificar el gasto como una inversión pública para “fortalecer la identidad de los tapatíos”, y, por supuesto, para promover la imagen de la ciudad misma. En realidad, nada nuevo bajo el sol de la imaginación de nuestros gobernantes de ocasión.
Esta manía celebratoria es parte de la sociedad del espectáculo, en la cual casi cualquier acontecimiento es considerado histórico, y resulta, por lo tanto, un buen pretexto para la fiesta y el festejo. Más allá de que los conciertos ofrecidos la semana pasada por los brasileños Caetano Veloso, Gilberto Gil o Carlinhos Brown hayan sido muy buenos, o el que ofreció la cantante Lucero hace unos pocos días sea del agrado de muchos, o las corridas de toros, o la pista de hielo, o las exposiciones masivas que se montarán al aire libre, más los reconocimientos públicos de personajes diversos, la argumentación de que eso ayuda a fortalecer la identidad tapatía es un tanto cuestionable.
De hecho, grandes ciudades como la nuestra han crecido entre otras cosas por la migración masiva de forasteros. Esa migración, como todas, termina por consumirse en los usos y costumbres locales, y éstos terminan también por absorber en parte los hábitos de los propios migrantes. Las versiones más conservadoras y nostálgicas afirman que esa migración incontrolada y ese crecimiento anárquico provocaron la pérdida de identidad de “lo tapatío”, como si el gentilicio revelara una suerte de pureza inmutable que se perdió de manera lamentable en los últimos cuarenta o cincuenta años. Bien vistas, esta expresiones asocian la pérdida a la ilusión de un pasado que nunca existió, justo como sabemos, es la peor de las nostalgias posibles, según dicta la conocida y vieja canción del Licenciado Sabina.
Esa obsesión por la identidad perdida, es una iluisión poderosa, que oculta, o por lo menos no reconoce claramente, el hecho que Guadalajara de hoy tiene la identidad del ornitorrinco, es decir, que el tamaño y la densidad poblacional, multiclasista, plural, contradictoria y siempre potencialmente conflictiva, es el rasgo fundamental de nuestra ciudad. Es, para decirlo de alguna manera, una suerte de no-identidad, que reproduce todos los días las tensiones de la desigualdad, el clasismo, el racismo o la xenofobia, junto con prácticas tribales de grupos y segmentos urbanos específicos. En estas circunstancias, no hay festival, acto celebratorio o ritual de exorcismo que sea capaz de unir los intereses de los sectores económicamente pudientes con los intereses de los sectores populares, ni para explicar el hecho de que un catolicismo radical pueda coexistir con sectores y grupos ateos, libertarios o anarquistas. O el hecho de que el activismo bienintencionado y naif de algunos coexista con la persistente indiferencia y la apatía de otros.
El ornitorrinco, como se sabe, es un extraño animal que reune las características de varios otros: tiene hocico y patas de pato, es anfibio, tiene dos remedos de alas a los costados, y restos de extremidades de reptil en otras. Pero eso, justamente, es lo que le da su atractivo específico: muchos rasgos, muchas formas, conviviendo en el mismo animal. Si ya es cuestionable la afirmación de que Guadalajara tuvo en el pasado remoto o reciente una identidad sólida, capaz de proporcionar a sus habitantes un claro sentido de pertenencia y valores comunes, hablar ahora de fortalecer su identidad como comunidad única es un acto demagógico, propio de los tiempos en que todo lo sólido se disuelve en el aire.
La identidad del ornitorrinco es, bien mirada, la identidad de la Guadalajara del siglo XXI. Por eso, la búsqueda de una identidad perdida en el contexto de un pasado que nuca existió es una pérdida de tiempo. Tal vez el reconocimiento de la sociedad compleja, contradictoria y plural que hoy tenemos sea el principio básico para una identidad múltiple que se construye todos los días, más allá de festejos y bailes de ocasión.

Thursday, February 10, 2011

Memoria y espacio




Estación de paso
Bibliotecas personales: la memoria y el espacio
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 3 de febrero de 2011.

Todos, lamentablemente, hemos leído
Cesare Pavese, Leer (1945).
¿Qué importancia tienen las bibliotecas personales en la vida de los individuos?. ¿Cuántos libros de esas bibliotecas son suficientes? ¿Hay algún tipo de relación entre la bibliofilia y la expresión escrita? Al final de cuentas, ¿para qué sirve leer y acumular lo leído? Las respuestas a estas preguntas parecerían obvias, de cierto sentido común, pero no siempre ocurre así.
La lectura es un placer que por la fuerza de los años se transformó en obligación escolar, profesional o cívica. Desde los enciclopedistas franceses hasta los millones de creadores de Wikipedia (esa monstruosa enciclopedia virtual), la pretensión de reunir, clasificar y acumular el conocimiento en palabras transmitidas por medios escritos o electrónicos ha sido una empresa imposible, sujeta a caprichos, intereses y capacidades muy variadas. Las prácticas de escritura y lectura han descansado en esa pretensión heroica de acercar a los autores con los lectores, configurando un mercado dominado por empresarios y libreros. Pero la lectura es un acto personal, único e intransferible. Ello explica la práctica de la acumulación de libros en bibliotecas familiares y personales que reúnen en un solo lugar “la memoria y el espacio”, como sugirió recientemente el escritor español Javier Marías.
Hace unas semanas, por ejemplo, en el suplemento Babelia, del diario español El País (8/01/2011), se publicó un curioso reportaje titulado “Los escritores y sus bibliotecas”. Ahí, un pequeño grupo de escritores de habla hispana comenta sus impresiones en torno al papel de las bibliotecas personales en sus vidas privadas y oficios públicos. Como es de esperarse, los escritores elogian la importancia de acumular libros en espacios específicos, más o menos ordenados, que representan curiosidad, gusto e intuición, más que erudición u obligación. A muchos de ellos les gusta ser fotografiados con sus libreros, sus pilas de libros, a otros más bien alejados de ellos. Pero en todos los casos, sus bibliotecas personales les producen sensaciones y miedos extraños. Morir aplastados por sus bibliotecas, por ejemplo, es un temor expresado por alguno de ellos. La angustia por la pérdida de algún ejemplar apreciado es otro. La ansiedad por descubrir nuevas lecturas y universos bibliográficos parece ser el combustible de todos. La biblioteca personal como patrimonio pero también como promesa de nuevas lecturas o relecturas, como proyectos inacabables, como espacio privado al que se vuelve una y otra vez, que se expande y que se contrae, y que se alimenta periódicamente del azar, de la intuición o de la costumbre.
Cierto “egoísmo de casta” (como diría Cesare Pavese) se cuela por las palabras de esos escritores. Pero las bibliotecas personales revelan fundamentalmente un hábito de agradecimiento por los libros que les fueron dados a leer. En los tiempos en que el utilitarismo se ha convertido en el filtro de todas las cosas, el libro es un objeto típicamente inútil, como lo puede ser un cuadro de Hopper, una fotografía de Lola Álvarez Bravo, o un buen disco de Grand Funk Railroad. El clima cultural contemporáneo está dominado abrumadoramente por la función de utilidad que le puede representar al consumidor el gasto que hace en las cosas, por el rédito que le significa ahora o en el futuro el costo de un objeto. Los libros, hoy como ayer, están en desventaja frente al fetichismo de lo útil.
Por ello, las bibliotecas personales son el universo simbólico y práctico de los individuos, y en las páginas acumuladas se plasma la memoria de las conversaciones silenciosas, íntimas, entre el autor y su lector. Justamente por ello, la cantidad de libros no es un buen indicador de la calidad de las bibliotecas. De hecho, Borges afirmaba que 100 libros era ya una cantidad excesiva cuando se trataba de una biblioteca estrictamente personal. “Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos” escribió Borges en el prólogo de su Biblioteca Personal (Emecé, Argentina 1998). Ese encuentro produce la chispa que enciende la dicha por la lectura, y el afán de hombres y mujeres para acumularla y compartirla a través de libros acomodados en el suelo, en estantes de madera, o en algún rincón de los lugares que habitan cotidianamente. Si los libros, como las personas, han de tomarse en serio, como sugería también Pavese, las bibliotecas personales son el refugio de la memoria y la privacidad inalienable de los individuos y sus itinerarios culturales.