Wednesday, December 26, 2018

Honoris Causa


Honoris Causa

Adrián Acosta Silva

Para cerrar el año, el pasado 14 de diciembre la Universidad de Guadalajara invistió con el Doctorado Honoris Causa a Porfirio Muñoz Ledo y Lazo de la Vega. También lo hizo con Cuauhtémoc Cárdenas y con Ifigenia Martínez. De acuerdo con el protocolo al uso, la decisión fue tomada por el Consejo General Universitario a partir de una propuesta que un grupo de consejeros hicieron al pleno para otorgar el máximo reconocimiento universitario a alguien que por sus méritos y contribuciones en la ciencia, la cultura o la política se haya distinguido en el desarrollo de esos campos. En este caso, los tres propuestos comparten una historia en común: dirigentes de la corriente democrática del PRI que abandonó ese partido en 1987 para fundar el Frente Democrático Nacional, antecedente político del PRD y de MORENA. Pero también protagonizan historias individuales: Cárdenas como candidato presidencial en tres ocasiones y primer jefe de gobierno de la CDMX; Ifigenia Martínez como economista destacada de la UNAM, formadora de varias generaciones de estudiantes; Porfirio Muñoz Ledo como… como… ¿cómo qué?

Los Doctorados Honoris Causa (DHC) forman parte de los rituales de legitimidad que usan prácticamente todas las universidades del mundo. Su origen es impreciso, pero tiene que ver con las universidades medievales europeas, las que otorgaban tal distinción a aquellos que por “razón o causa merecida” se reconocieran como las máximas autoridades en los campos de la teología, la retórica, la gramática o las artes, esos campos del conocimiento que articulaban el trívium y el cuadrivium, materias en las que se organizaba la enseñanza teórica y práctica en las viejas universidades de Bolonia, París o Salamanca. El otorgamiento de DHC fortalecía el prestigio y la legitimidad de las universidades, además del reconocimiento intelectual, político o científico de quien lo recibía.

Con el tiempo, los DHC se otorgaban también a fundadores, donadores o benefactores de las propias universidades, o a miembros distinguidos de sus propias comunidades académicas. Hoy en día, casi cualquier universidad pública o privada otorga periódicamente esos reconocimientos, como una manera de elevar el prestigio institucional de quien los otorga a través de la autoridad académica, moral o intelectual de quien los recibe. Por eso, no es raro encontrar casos donde los DHC son buscados por los que los reciben, incluso comprando dichos reconocimientos con un módico desembolso, pues es visto como una inversión que reditúa en legitimidad, reputación y prestigio individual. Una búsqueda rápida en Google muestra, por ejemplo lo que hace una institución denominada Los Angeles Development Church & Institute (LADC), que anuncia que, a cambio de 89 dólares de donativo, “recibirás un documento impresionante listo para enmarcar o exhibir en su oficina o lugar de trabajo”, y “puedes referirte a ti mismo como un master, doctor o profesor honoris causa, y aprovechar todas las ventajas de un título prestigioso”. Tal cual.

La U. de G. tiene una larga tradición en el otorgamiento de Honoris Causa. A lo largo de su historia moderna, ha otorgado noventa DHC a científicos, filósofos, sociólogos, médicos, poetas, economistas, físicos, matemáticos o historiadores. Pero ha tenido algunos tropezones notables. Lo hizo, por ejemplo, con el expresidente Luis Echeverría Álvarez en los años setenta, cuando todavía estaba en funciones, aunque algunos años después, sin pena institucional alguna, le fue retirado por la misma Universidad al sospechar que estuvo relacionado con el asesinato de Carlos Ramírez Ladewig en 1975, uno de los líderes históricos de la FEG, la organización estudiantil que fue uno de los afluentes político-corporativos que estructuraron el orden político universitario durante más de cuatro décadas.

El reconocimiento ha sido otorgado a personas y personajes tan disímbolos como Vicente Lombardo Toledano (1945), Ignacio Chávez (1949), Pablo Casals (1971), al Presidente en funciones Adolfo López Mateos (1962), o más recientemente a José Woldenberg (2005), a Fernando del Paso y a Jean Meyer, (2015), a Enrique Krauze (2017) o, en la primavera de este mismo año (2018) a Julio Frenk y José Ramón Cossío. Las motivaciones en todos los casos son una mezcla de admiración genuina y respeto académico hacia los investidos, pero también en no pocos casos son una mezcla de cálculo político y oportunismo franco. Ese parece ser el caso de Porfirio Muñoz Ledo, que por ahora se desempeña como Presidente de la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados, luego de una larga trayectoria como presidente de partidos políticos (PRI, PRD), diputado y senador por diversos partidos, diplomático, profesor universitario, conductor de programas de televisión.

No son pocos los líderes y funcionarios políticos universitarios tapatíos que se han referido a las virtudes políticas, intelectuales y retóricas de Muñoz Ledo. Tampoco son escasas las frases elogiosas que les merece el octagenario político mexicano. Su pasado priista, perredista, fugazmente petista y ahora morenista no son vistos como los rastros de un político astuto, oportunista y advenedizo, sino como las señales de un político coherente, visionario y democrático. Tampoco son mal vistos los arranques retóricos de quien en 1969, siendo un joven y ambicioso diputado del PRI alabó la “valentía y claridad histórica” del Presidente Díaz Ordaz luego de los acontecimientos de 1968, y que ahora llama como “iluminado”, “hijo laico de dios”, “visionario” al presidente López Obrador. Tampoco cuenta el hecho de la impresión que Giovanni Sartori tuvo de PML cuando este lo buscó para conversar con él en una visita a México hacia finales de la década pasada: “es un persona que sabe poco de muchas cosas”, dijo Sartori sin sarcasmo. Muñoz Ledo representa el espíritu de los tiempos políticos mexicanos: una moral elástica, basada en la búsqueda obsesiva de influencias, puestos y posiciones, donde la lisonja, el poder y el dinero se pueden acompañar muy bien.

Muñoz Ledo es el perfecto Fouché mexicano. El que fuera Ministro de la policía general de Napoleón y Duque de Otranto (1759-1820) fue un personaje político curioso, oportunista y siniestro, cuyos rasgos fueron descritos a plenitud por la biografía novelada de Stefan Zweig de 1929: “traidor nato, miserable intrigante, puro reptil, tránsfuga profesional, vil alma de corchete, deplorable inmoralista…”. Pero también cabe en la descripción del carácter otro político francés de la época, el Duque de Noailles, que hace con precisión exquisita Saint-Simon en sus Memorias (1857): “La más vasta e insaciable ambición, el orgullo más supremo, la opinión más confiada de sí, y el más completo desprecio por todo lo que no es uno mismo; la sed de riquezas, la ostentación de todo saber, la pasión por entrar en todo, en especial por gobernar todo (…) la más ardiente pasión de dominar, una vida tenebrosa, encerrada, enemiga de la luz, siempre ocupada en proyectos y búsquedas de medios para alcanzar sus objetivos, todos buenos por execrables, por horribles que puedan ser, con tal de que lo hagan llegar a lo que se propone; una profundidad sin fondo en el interior del Señor Noailles”.

Muñoz Ledo es un híbrido perfecto, mexicanizado, de Fouché y del Duque de Noailles, pero que incluye de manera notable los rasgos de un Gonzalo N. Santos (el viejo cacique potosino de los años cuarenta), de Jesús Reyes Heroles (quizá el último gran ideólogo del PRI), y de Fidel Velázquez (uno de los adalides del movimiento obrero del Revolucionario Institucional). No es el único híbrido político que tenemos, por supuesto, y los ha habido en el pasado y los seguiremos viendo en el futuro, pero destaca en un contexto de descomposición de las ideologías y de los partidos políticos mexicanos. A este personaje se la ha investido con el Honoris Causa de nuestra Universidad. Qué le vamos a hacer.

Thursday, December 20, 2018

Autonomia universitaria y pedagogía presupuestal

Estación de paso
Autonomía universitaria y pedagogía presupuestal
Adrián Acosta Silva
http://www.campusmilenio.mx/index.php?option=com_k2&view=item&id=14217:autonomia-universitaria-y-pedagogia-presupuestal&Itemid=349

¿Cómo se concibe el papel de la autonomía de las universidades públicas en el nuevo proyecto educativo nacional? ¿Cómo está eso de que no habrá rechazados en las universidades? ¿Cómo se relaciona la propuesta de creación de 100 nuevas universidades públicas con lo que ya hacen desde hace décadas las universidades públicas federales y estatales, las escuelas normales, los institutos y universidades tecnológicos en los distintos territorios del país? ¿Qué tipo de educación ofrecerán las nuevas universidades? ¿Harán investigación y difusión? ¿Qué tipo de profesores se contratarán? ¿Cómo se coordinarán? ¿Cuál es el papel de las instituciones particulares de educación superior en el nuevo proyecto educativo del sector terciario? ¿Cómo se articula la retórica del respeto a la autonomía universitaria con el diseño político del presupuesto federal?
La conferencia de prensa que ofreció la mañana del 12 de diciembre el Presidente, en la que presentó la iniciativa de cancelación de la reforma educativa del gobierno anterior no disipó las dudas y preocupaciones respecto a lo que ocurrirá con la educación superior en los próximos años. Las modificaciones propuestas al tercero constitucional no tocan para nada el tema, salvo que extiende la gratuidad de la educación a todos los niveles educativos, incluyendo el universitario. Y sin embargo, en el intercambio con los reporteros el Presidente afirmó sus promesas de campaña: educación universal y gratuita para todos, cero rechazados en las universidades públicas, creación de nuevas universidades públicas, becas para 300 mil jóvenes.
Sin entrar en detalles, el nuevo gobierno ha lanzado una declaratoria de intenciones articuladas a una (nueva/contra) reforma educativa en los cuales, de manera implícita, se afecta la autonomía de las universidades. En buena lógica, por ejemplo, el cero rechazados significa que las universidades deberán aceptar a todo aquel que solicite ingresar a alguna de sus carreras. Luego entonces, se suspenderán los exámenes de ingreso y selección que aplican dichas instituciones, ejerciendo su facultad para fijar políticas de admisión basadas en méritos académicos, disponibilidad de lugares y tipos de programas específicos. Resulta complicado entender como una promesa de campaña que ahora se traduce en programa de gobierno no disminuirá la autonomía académica de las universidades federales y estatales.
Parece ser que en la imaginación presidencial el problema no es de calidad sino de cantidad. Desde su perspectiva, las universidades no admiten a más estudiantes simplemente por falta de cupo. Luego entonces, hay que crear más instituciones y más aulas con más profesores para atender a todos los que solicitan ingreso, independientemente de su desempeño escolar, sus aptitudes y vocaciones, sus expectativas e intereses. Y aquí enseña la cola el diablo: ¿todos los que quieran estudiar medicina, abogacía o ingeniería civil tienen las capacidades y aptitudes escolares o intelectuales para hacerlo? ¿Todos los que quieran estudiar psicología, ciencia política, economía, física, o matemáticas, veterinaria, mercadotecnia o nutrición, deberán ser admitidos? ¿No hay reglas mínimas, elementales, de admisión y selección que deban discriminar a los solicitantes? ¿La equidad social y meritocrática en el acceso significa la “igualdad bruta” en el acceso?
Las implicaciones de la imaginación del nuevo oficialismo se nutren de una mezcla extraña de creencias, certezas e ilusiones. Hay algunas más o menos obvias: una profunda desconfianza o recelo del papel de las universidades públicas en las diversas entidades del país, la sensación de que reciben y gastan muchos recursos públicos con pocos resultados sociales, la certeza en que en las universidades anidan grupos e individuos asociados con las mafias del poder, prácticas de corrupción, irrelevancia de sus programas y proyectos de investigación, configuración de “fábricas de desempleados”. Pero al lado de esto se incluyen evidencias de que las universidades públicas se han convertido en instituciones de elite, pues rechazan a la gran mayoría de los solicitantes; hay manejos raros de los recursos, aunque las auditorias y fiscalizaciones sean positivas; bajo el paradigma de la políticas de calidad de los últimos años (2000-2018) el impacto de las universidades en la diminución de la pobreza y la desigualdad es ambiguo; el financiamiento público es insuficiente para resolver muchos de los problemas estructurales de las universidades.
Pero las nuevas políticas federales hacia las universidades no son solamente un asunto de imaginería y retórica. Es también un tema de decisiones y dinero. En perspectiva, la discusión sobre la autonomía universitaria inició con el presupuesto de egresos del 2019 que fue entregado al Congreso. Ahí se expresa lo que ya se temía: un descenso absoluto y relativo de los recursos a la educación superior. Segúh cálculos de la ANUIES, las IES federales tendrán 6.2 por ciento menos recursos en términos reales; las públicas estatales (que incluye a universidades, las de “apoyo solidario”, el Tecnológico Nacional de México, las tecnológicas y politécnicas), 3.2 por ciento menos (aunque aquí es el único rubro donde se incrementan en 471 millones en términos absolutos, quizá debido a la creación de las primeras universidades públicas anunciadas en la campaña presidencial); los subsidios extraordinarios a las universidades públicas bajan en un 43.6 por ciento; y el programa nacional de becas en un 52.6 por ciento.
De no modificarse el presupuesto enviado por el Ejecutivo al Legislativo en esta semana (que incluye no solamente más dinero al sector sino explicaciones elementales de los recortes brutales a los subsidios extraordinarios y a las becas, por ejemplo) estaríamos en presencia de una política que confirma que las universidades públicas no son prioridad para el nuevo gobierno. De ser así, la confusa retórica del oficialismo sobre la autonomía universitaria se resolverá con claridad en el severo trato político-presupuestal hacia la educación superior. La disputa entre la autonomía universitaria y el presupuesto federal se afirma como el eje de las tensiones de las relaciones entre el Estado y las universidades públicas, pero ahora bajo el tiempo nublado de la “cuarta transformación nacional”, donde la autonomía se lastima con el delicado sonido de la pedagogía presupuestal.
PS. Unas horas después de que este texto fuera enviado a publicación, el propio Presidente anunciaba que la disminución de los recursos federales a las universidades había sido “un error”, y que se corregiría de inmediato. La nueva propuesta presupuestal sería la misma, “en términos reales”, que la del 2018. Esta declaración se suma a las correcciones que el propio Presidente ha hecho de “errores anteriores”, como la de que en el borrador del presupuesto dado a conocer a fines de noviembre se contemplaba disminuir en 32% los recursos a la educación superior (“error de cálculo”), y la desaparición del término autonomía universitaria en la propuesta de reformas al tercero constitucional del 12 de diciembre (“error de dedo”). Por lo visto, habrá que acostubrarse a esta extraña dinámica que revela una mezcla sistemática de descuidos, impericias, provocaciones, prisas, y malhechuras químicamente puras del nuevo gobierno.

Tuesday, December 18, 2018

La música de acá



La música de acá, de Alfredo Sánchez
(EDUG, Guadalajara, 2018)
Adrián Acosta Silva

(Publicado en Laberinto, suplemento cultural del diario Milenio, 15/12/2018)
http://www.milenio.com/cultura/guadalajara-con-guitarra

La lectura del libro que nos ofrece el periodista y músico Alfredo Sánchez contiene un conjunto de crónicas y relatos periodísticos centrados en la vida de algunos de los personajes que han nutrido la vida cultural de Guadalajara en los últimos cincuenta años. Buen representante del periodismo cultural, locutor y productor de programas radiofónicos, músico destacado, cómplice frecuente de otros músicos, el autor conoce como muy pocos las experiencias, lugares, actores y representantes de una vida cultural que es mucho más diversa y compleja de lo que se cree.
18 personajes de la música local son entrevistados en La música de acá. Son retratos hechos a mano, surgidos fundamentalmente desde la admiración. Cinco de ellos nacieron entre 1920 y 1940, cuatro en la década de los cuarenta, seis de los cincuenta, y tres, los más jóvenes de los entrevistados, pertenecen a los años sesenta. Es decir, encontramos entre los personajes que desfilan en las páginas del libro, músicos que fallecieron a los 92 años (Domingo Lobato), y músicos que tienen hoy 54 años (Carlos Sánchez Gutiérrez). En su conjunto son voces que pertenecen a distintas generaciones de músicos que han vivido en Guadalajara a lo largo de más de medio siglo y que configuran un buen mapa de las sensibilidades y sonidos que han circulado por estas tierras mojadas.
Los entrevistados importan por lo que son, o por lo que fueron, pero importan también por lo que representan: trayectorias vitales individuales inevitablemente unidas a espacios físicos concretos: la Escuela de Música de la U. de G., el Lucifer –un mítico congal rockero del centro histórico tapatío-, el Copenhagen 77, o más recientemente el Barba Negra o El Rojo Café. En esos espacios se configuraron “microatmósferas” culturales adecuadas a los distintos espíritus de época que poblaron la música en Guadalajara desde los años cincuenta hasta finales del siglo pasado.
Otro elemento importante del libro es la diversidad de los músicos incluidos en sus entrevistas. De la música clásica al jazz, del rock al blues, de quienes fueron rigurosos formadores académicos de varias generaciones de músicos profesionales, hasta ejecutantes, compositores y cantantes formados en las aguas revueltas de la lírica popular, lo que tenemos en el libro es un muestrario de la educación sentimental de varias generaciones de músicos que hicieron de Guadalajara su lugar de residencia, el lugar desde el cual sus convicciones estéticas, intereses intelectuales y pasiones personales se conjugaron para forjar trayectorias destacadas en la música local y nacional.
Los años sesenta y setenta fueron el auge del rock y el blues en Guadalajara. La Revolución de Emiliano Zapata, Spiders, 39.4, La Fachada de Piedra, Toncho Pilatos, primero, y luego, en los ochenta, destacadamente El Personal o Escalón –agrupaciones en las que participó el propio Alfredo Sánchez-, configuraron trayectorias que alimentaron el carácter francamente escéptico, bastardo, de la “identidad” musical tapatía. Back o Nasty Sex, por ejemplo, sonaban en San Andrés, en Analco, en Oblatos, pero también en Jardines del Bosque o en Providencia, junto a las canciones de Javier Solís, el Mariachi Vargas de Tecalitlán, Los Terrícolas, Los Ángeles Negros, o Mickey Laure. Es un auténtico misterio cómo sobrevivieron los músicos entrevistados en un contexto dominado abrumadoramente por la música comercial local y extranjera, con pocos espacios para tocar en vivo, y con las permanentes reservas de compañías discográficas nacionales para promover los sonidos locales.
El texto reúne un conjunto de contribuciones testimoniales y biográficas importantes para construir una suerte de sociología cultural de la capital tapatía. Las entrevistas trabajadas por el autor a lo largo de varios años, para ser transcritas, revisadas y publicadas hoy en forma impresa, es un buen regalo para los lectores interesados en el pasado reciente de la vida cultural local. Después de todo, la música tiene siempre un sonido propio, con actores, protagonistas y espectadores específicos, que vuelve distinto lo nacional y lo universal a través de la imaginación, el oficio y la creatividad de músicos locales. En ese sentido, La música de acá reconstruye fragmentos de esa fascinante historia cultural.


Thursday, December 06, 2018

Un hombre sensato

Estación de paso

Un hombre sensato

Adrián Acosta Silva

(Publicado en Campus-Milenio, 06/12/2018)

http://www.campusmilenio.mx/index.php?option=com_k2&view=item&id=14004:un-hombre-sensato&Itemid=349


No se puede mirar fijamente al sol ni a la muerte

La Rochefoucauld


La primera vez que conocí en persona a Jorge Medina Viedas fue cuando me habló desde la ciudad de México para tomarnos un café en el restaurante del hotel Fiesta Americana de Guadalajara, una tarde de otoño del 2010. Ya antes, habíamos conversado algunas ocasiones vía telefónica y por correo electrónico sobre mi incorporación como columnista de Campus, un espacio que para ese entonces ya se había consolidado como un referente importante en los temas políticos y de políticas de la educación superior universitaria en México. La primera impresión que me causó Jorge fue su sencillez y amabilidad, su erudición y claridad en temas políticos universitarios y no universitarios. Pero fue su prudencia intelectual y política la que me permitió apreciar el perfil ético de Jorge. Para decirlo en breve, mi impresión primera fue la de estar hablando con un hombre sensato. Esa impresión se quedaría conmigo hasta el día de su triste y sorpresivo fallecimiento.

Esa sensatez no era gratuita ni extraña. Yo, como otros estudiantes universitarios de la carrera de sociología de la Universidad de Guadalajara, había seguido la trayectoria de Jorge desde su desempeño como Rector de la UAS (1981-1985), sobre todo en los avatares marcados por el enfrentamiento con el Gobernador Toledo Corro, y como parte de la tensión entre dos visiones, dos proyectos de educación superior universitaria, colocados en el contexto de la crisis larga que anticiparía un conjunto desordenado de cambios y movilizaciones en la vida social y política mexicana, que tenía como telón de fondo los años grises de la “década perdida” de los ochenta. La UAS de Medina Viedas representaba la izquierda universitaria mexicana, una izquierda no revolucionaria sino reformista, que había abandonado la ilusión del “punto cero” revolucionario como vía de acceso a las puertas del cambio político en México, y que había resistido en condiciones muy difíciles las presiones políticas y financieras de un gobierno estatal particularmente agresivo con la universidad pública histórica de Sinaloa.

Eran los años de la unificación de la izquierda en torno al PSUM, y Jorge, como muchos otros universitarios sinaloenses, veían con buenos ojos ese camino. Pero, al mismo tiempo, Medina Viedas, el Rector, había aprendido de sus años como militante comunista, como estudiante de derecho y luego como profesor universitario, que en ese camino habría que enfrentar el legado de los años negros de la historia política de la UAS: “La enfermedad”, y la pandilla de rufianes que expresaban rabiosamente esa expresión (“Los enfermos”), y la secuela de intimidaciones, asesinatos y acusaciones que llevaron en su trayectoria de sangre y violencia contra muchos estudiantes y profesores universitarios.

Esa experiencia en la UAS fue la que marcó para siempre su carácter. Enemigo de las simplificaciones y de los maniqueísmos de las izquierdas universitarias, fue también un crítico informado y sistemático de las derechas políticas. Fue un defensor apasionado de la autonomía universitaria a la vez que un impulsor de la idea del compromiso y responsabilidad de las universidades con la sociedad mexicana. Esa mixtura la desarrolló a través de sus escritos de toda la vida, textos periodísticos, ensayísticos y reflexivos quizá lejanos a los canones tradicionales de la vida académica convencional pero cercanos a los problemas y dilemas de la discusión y la acción política de los universitarios.

Seguramente, Jorge enfrentó situaciones y dilemas éticos, políticos y personales a lo largo de su vida. Estudiar un doctorado, incursionar en el periodismo, fundar un suplemento como Campus, desempeñarse como funcionario público en la SEP, le implicó compromisos y apuestas intelectuales y políticas importantes. Pero detrás de esas decisiones estaba siempre la ética de un hombre que tomaba decisiones sobre causas y sobre proyectos que, desde su punto de vista, valían la pena. A través de ellos, sobresalía el Medina Viedas discreto pero eficaz, observador atento, comprometido y prudente. Lo conversamos algún día desayunando en el café del hotel Del Parque, en Guadalajara. Frente al confuso panorama de los años que iniciaban con el gobierno de Peña Nieto y el regreso del PRI, luego de dos sexenios de un panismo desastroso, quizá valía la pena apostar a nuevas hipótesis políticas, sin enterrar el pasado de la izquierda, pero reconociendo la complejidad de un contexto en muchos sentido inédito en la historia política reciente del país.

Ese afán por entender y comprender antecedía o acompañaba el deseo de actuar. Por eso Jorge era un lector voraz, admirador del romanticismo de Chateaubriand y el realismo indómito de Stefan Zweig, de la imaginación y el lenguaje de Juan Rulfo y de Octavio Paz, del realismo mágico de Gabriel García Márquez y la poesía de Pablo Neruda, de la vastedad literaria de Carlos Fuentes y la profundidad exquisita de Sergio Pitol. Leer era una de sus aficiones y pasiones vitales. Y a través de sus textos uno puede mirar la influencia de sus lecturas y autores preferidos. Como muchos otros miembros de su generación, quizá Jorge siempre mantuvo la ilusión, o la certeza, de que los libros no ayudan a mejorar la vida pero sí a entenderla de manera más pausada.

Tengo frente a mí el libro que me obsequió el día que nos conocimos en Guadalajara: La utopía corrompida. Radicalismo y reforma en la Universidad Autónoma de Sinaloa (Océano, 2009), escrito conjuntamente con Carlos Calderón Viedas y Liberato Terán. Con su generosidad habitual, me regaló en su dedicatoria una frase que resume el sentido y el motivo de ese texto: una “historia de grandeza y horror”. El texto es un recorrido sobre la historia de la UAS, a través de diferentes momentos, episodios y coyunturas, poblado de anécdotas pero también de documentos históricos e institucionales. Desfilan por ahí “los enfermos”, rectores, profesores, gobernadores, compañeros de lucha y generacionales. Pero también un mapa de fuerzas en tensión: autonomía vs. heteronomía, academia y política, cultura y barbarie, compromiso y traición, oportunismo y coherencia. El epígrafe del texto, extraído de La aventura de Augie March, de Saul Bellow, es iluminador: “Si das un paso adelante puedes perder; pero si te quedas quieto te puede llegar la decadencia”. Jorge, como lo muestra su vida y trayectoria, nunca se quedó quieto.


Tuesday, December 04, 2018

El retorno del hiperpresidencialismo mexicano

El extraño retorno del hiperpresidencialismo mexicano

Adrián Acosta Silva
(Publicado en Nexos en línea, 03/12/2018)
https://redaccion.nexos.com.mx/?p=9730

Desde el proceso electoral federal hasta el espectáculo del ritual de toma de posesión del ejecutivo de este año, todas las señales auguran lo mismo: en México está de regreso el hiperpresidencialismo. La concentración del poder en la figura de la Presidencia de la República, el control legítimo sobre el poder ejecutivo, el dominio de partido en el poder en las dos cámaras, las intenciones por influir en las decisiones del poder judicial, muestran la presencia de un elefante morado en la sala. Si a ello se añade la propensión del nuevo presidente a denostar sistemáticamente a sus adversarios, a descalificar a organizaciones, medios y periodistas, y a las reacciones de adoración pública que diputados, senadores y muchos ciudadanos rinden al nuevo Presidente, el escenario se despeja con claridad. Hemos ingresado a un escenario de retorno de un viejo conocido: el poder presidencial como ejercicio e instrumento que somete a otros y predomina entre los poderes públicos.
El fenómeno viene de lejos y del fondo. La estructuración de un poder presidencial fuerte se gestó por vez primera en el juarismo y se consolidó en la dictadura del porfiriato. Si algo le debe de sus años de aprendizaje político el General Porfirio Díaz a Don Benito Juárez fue una lección maestra: para poner en orden a una República convulsiva, desafiante y corrupta era indispensable un Presidente fuerte, decidido a controlar a sus opositores a través del dominio del Congreso, de los jueces y de los poderes locales distribuidos indistintamente a lo largo del todo el territorio. Para ello habría que aliarse con grupos económicos y políticos clave, con sus líderes empresariales, hacendados y caciques locales, capaces de traducir sus intereses en orden político estable y duradero, funcionando en una lógica centralizadora y potente. Los orígenes decimonónicos del superpresidencialismo mexicano se resolvieron en la larga dictadura porfirista con la que amaneció el siglo XX mexicano.
Pero la Revolución Mexicana de 1910-1917 significó la rebelión de aquellos que fueron excluidos sistemáticamente de los beneficios de un orden oligárquico y despótico basado en una economía agroexportadora. Campesinos y proletarios estallaron una bomba: una revolución armada aliados con los liderazgos de una clase media emergente inconforme con el porfiriato y con sus prácticas centralizadoras y represivas. Desde las regiones, el reclamo por el federalismo surgió en clave nostálgica: la aplicación puntual de la Constitución de 1857, que desde su perspectiva había sido abandonada por el régimen porfirista. El resultado de esas rebeliones y reclamos fue el movimiento revolucionario que terminó con el régimen porfirista y abrió los cauces a una nueva utopía mexicana, basada en un federalismo efectivo, un ambicioso programa de reformas sociales y económicas de gran envergadura, la exigencia de fundación de una verdadera democracia basada en un orden político inclusivo, participativo y representativo.
Pero la sabiduría práctica y la experiencia de los jefes revolucionarios les indicaban que el camino hacia la utopía requería de recorrer y asegurar varias distopías indispensables. La promulgación de la Constitución de 1917 había sido posible por la hechura de batallas dominadas por balas, sangre y fuego. Para asegurar su implementación práctica, la traducción de un orden constitucional en un orden social, económico y político estable y legítimo requería de un instrumental metaconstitucional que había que imponer por la razón o por la fuerza. A lo largo de los años veinte, en medio de rebeliones locales, conflictos armados, asesinatos y venganzas, los jefes revolucionarios, encabezados por Plutarco Elías Calles, idearon una solución genial, a la vez práctica y duradera: la fundación de un partido político nacional que incluyera a los grupos revolucionarios dispersos en todo el país, que funcionara a través de estructuras de intermediación de intereses capaces de negociar y distribuir recursos económicos y puestos públicos, y que fuera liderada por una figura situada por encima de todos: el Presidente de la República.
Esa fórmula permitió generar una estructura de dominación política autoritaria pero legítima y efectiva, basada lo mismo en rituales electorales que en negociaciones políticas. Los poderes constitucionales y meta-constitucionales del Presidente – tal y como los enunciara Jorge Carpizo en su texto clásico- logtraron articular en esa figura los símbolos y las prácticas del poder político en México durante casi 70 años. Aunque su legitimidad y efectividad fue decreciente desde el movimiento estudiantil de 1968, el hiperpresidencialsimo mexicano gozó de cabal salud hasta entrados los años noventa, cuando una complicada mezcla de crisis económica y liberalización política –las dos grandes transiciones de fin de siglo- terminaron por debilitar el poder presidencial y su eficacia gubernativa.
Los años de la alternancia que llegaron con el panismo (2000-2012) significaron la transición del hiper al hipopresidencialismo mexicano. La figura presidencial perdió la centralidad simbólica y política de antaño, y nuevas fuerzas y poderes legítimos y fácticos tomaron posiciones en la gran plaza política nacional. La alternancia en el poder que significó el regreso del PRI a Palacio Nacional con Peña Nieto como mascarón de proa del Pacto por México, solo confirmó la debilidad imparable del poder presidencial, con los escàndalos de corrupción, el auge del narcotráfico, el incremento del poder de los gobernadores, y el predominio en el Congreso de fuerzas políticas no favorables al oficialismo. En el ocaso triste y en algún sentido patético del peñanietismo, las señales de la erosión del poder presidencial fueron inocultables, exhibidas con dramatismo luego de perder las elecciones federales de julio pasado.
Quizá eso explica el diagnóstico lopezobradorista y su ruta de soluciones ensayadas y ahora instrumentadas: los problemas de México tienen que ver con la ausencia de un liderazgo presidencial fuerte, claro y legítimo, capaz de actuar sobre las causas profundas de la desigualdad, la corrupción y la injusticia mexicana. Eso conectó muy bien con las aspriraciones de 30 millones de ciudadanos que decidieron otorgar su voto a AMLO y a su partido, MORENA, muy probablemente hartos del panismo, del priismo y el perredismo que se habían convertido en el núclo duro de la política mexicana. En ese relato épico, la concentración del poder formal e informal del presidente –es decir, el poder legal y el legítimo, o el constitucional y el metaconstitucional- está en el centro de las explicaciones del nuevo ciclo de hiperpresidencialismo mexicano. Hay en esta nueva transición algo de nostalgia y sed de lo perdido, la convicción de que lo mejor del futuro se encuentra en el pasado, de que el Presidente y el Pueblo son uno solo, de que la verdadera democracia ha llegado al poder, de que el problema son los enemigos del Pueblo-Presidente. Esa parece ser la música de fondo de la nueva metamorfosis política nacional.



Friday, November 30, 2018

AMLO: el político y el licenciado

Estación de paso
Andrés Manuel y López Obrador: el político y el licenciado
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 29/11/2018)

A la memoria de Jorge Medina Viedas

“El mundo es un extraño teatro”, escribió alguna vez Tocqueville en sus cartas al referirse a los personajes de la política que entrecruzaban sus trayectorias en el confuso escenario francés de la Revolución de 1848. Individuos poseedores de talentos innegables para lidiar con demandas imposibles y reclamos iracundos de comunidades feroces en busca de respuestas instantáneas, se mezclaban azarosamente con locos, tontos, pusilánimes o caballeros que, sin embargo, podrían destacar y adquirir una centralidad inesperada en el “extraño teatro” de la vida política.
En el espectáculo político mexicano de este siglo XXI abundan estos ejemplos, pero entre sus personajes destaca sin duda el perfil del próximo presidente López Obrador. Político ambicioso y astuto que destaca enmedio de un ejército de simuladores y oportunistas, su estilo personal de hacer política y gobernar es una mezcla de misticismo arraigado, arengas morales, cálculos políticos y arrebatos de ocasión. A lo largo de su trayectoria ha desarrollado una especial capacidad para construir un mismo personaje asociado a diversas figuras institucionales (puestos públicos). Dependiendo de las circunstancias, reacciona como todo animal político que se respete: peleando, negociando, cediendo, adaptándose al mundo extraño e incierto de la política de todos los días. Desde su ascenso como lider local tabasqueño y figura política nacional (su papel como presidente nacional del PRD), hasta su encumbramiento como Jefe de Gobierno del DF (2000-2006), y luego como líder moral y candidato presidencial, o investido con la autoridad del fracaso en dos campañas electorales consecutivas (2006, 2012), el habitus político de López Obrador se mueve con fluidez asombrosa entre las arenas de la promoción de utopías instantáneas y los espacios gobernados por el rudo pragmatismo de la política terrenal.
Esta doble faceta ha sido caracterizada por Héctor Aguilar Camín como la convivencia naturalizada, en un mismo individuo, de dos personalidades distintas y distantes pero complementarias: el político profesional y el profeta. Enrique Krauze lo había definido antes como un “mesías tropical”. En una perspectiva más amplia, esa dualidad de muchos protagonistas políticos puede verse como la del místico y la del moralista, como sugiere Cioran en su Antología del retrato. En el caso de AMLO, uno es el que se ampara en los oficios ejercitados con destreza a lo largo de su trayectoria política, desde que iniciaba sus primeros aprendizajes en la filas juveniles del PRI en Tabasco (circa 1975-1989) hasta llegar y sobrevivir a los aguas embravecidas y expansivas del perredismo (1990-2013), para arribar luego a la la fundación y desarrollo organizativo y electoral de un partido político hecho a modo, imagen y semejanza (Morena, 2014-2018). El otro es el que apela con frecuencia machacona a la autoridad moral de su trayectoria de honestidad y buena fe, a la explotación de la imagen de un pueblo bondadoso y sabio, a los rasgos personales de su ascetismo franciscano, palabras y gestos que revelan un lenguaje evangélico mezclado con cierta tozudez e imaginería ultraizquierdista setentera.
Pero esa doble faceta también puede ser vista como el desdoblamiento bipolar entre el realista político y el republicano utópico. Una se expresa y resuelve en el político bravucón, desafiante y autoritario, que insulta, califica y descalifica a simpatizantes, enemigos y adversarios, que atrae simpatías y genera animadversión. La otra faceta se nutre indistintamente de un juarismo de bronce y mármol, del relato de la república amorosa, de la búsqueda de la felicidad, de la narrativa de la transformación nacional hacia una sociedad angelical sin clases sociales, ni mafias ni corrupción. “Mi pecho no es bodega” caracteriza al primero; “Tengo adversarios, no enemigos” describe al segundo. Una es extraída quizá de algún dicho popular tabasqueño; la otra es probablemente tomada (sin créditos) de la escena final del político que aparece en “Subida al cielo”, la clásica película de Luis Buñuel. Una es capaz de asociar causa-efecto (corrupción-mafia del poder); la otra enmarca la imagen de un hombre inflexible pero bondadoso con sus opositores y críticos.
El personaje que se ha creado él mismo es una máscara confeccionada con retazos de ideas, intereses y creencias, extraídas de sus propias experiencias vitales y de los referentes morales que parecen haber influido en sus hechuras políticas. Ese personaje es Andrés Manuel, el místico, el político carismático y populista que cosecha fracturas y vive cotidianamente de la gestión de la incertidumbre y de los conflictos. El otro es el Lic. López Obrador, el moralista, la figura pública que asume dirigencias institucionales en partidos políticos, en jefaturas de gobierno, y hoy, como Presidente de la República, elegido por una mayoría histórica abrumadora de los ciudadanos. Uno es el político que se mueve con agilidad en el escenario público, que protagoniza pleitos y escándalos, que se mueve entre las sombras y los pasillos secretos de la vida política, entre la grilla, el abrazo y el descontón cabaretero. El otro es el que asume la prudencia del deber, que reconoce los límites del poder institucional, que aboga por una constitución moral, y que ofrece salidas y opciones a los problemas públicos y políticos.
Pero el personaje y la figura coexisten en el mismo animal, con todo y sus contradicciones, ambigüedades y tensiones. Andrés Manuel y López Obrador no son la expresión literal de dualidades siniestras (la historia fantástica del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, por ejemplo) sino la expresión de la convivencia práctica de la lógica del realismo con la lógica de la ilusión, de la tiranía de la coyuntura política entrelazada con el aseguramiento del ejercicio efectivo del poder. Se trata de un “liderazgo fascinante” (como lo definió en algún ocasión Luis González de Alba), producto de la mixtura de distintas simbolizaciones y significados, rituales híbridos de cultura política y gestos de moralidad republicana, que también forman parte de las tradiciones caudillescas, autoritarias y clientelares del viejo régimen político mexicano. A partir del 1 de diciembre y durante los próximos años, veremos desplegarse esas dos caras de la luna obradorista, en un contexto que exige respuestas urgentes, compromisos claros, definiciones y decisiones riesgosas. Uno vivirá a plenitud en el ejercicio público de sus poderes constitucionales. El otro se mantendrá en el discreto ejercicio de sus poderes metaconstitucionales. En esos momentos, veremos si el personaje engulle a la figura, o si la figura puede vivir sin el personaje. En el extraño teatro de la política mexicana de estos años líquidos, sólo la naturaleza de la bestia determinará el resultado.

Thursday, November 22, 2018

Obcecados

Estación de paso
¿Obcecados? ¿Todos? ¿En serio?
Adrián Acosta Silva

(Campus Milenio, 22/11/2018)

El pasado sábado 10 de noviembre, 42,761 aspirantes a cursar una licenciatura en la Universidad de Guadalajara se presentaron puntualmente a las 8 la mañana en los distintos Centros Universitarios de la Red-U. de G. para presentar el examen correspondiente. Cada seis meses ocurre lo mismo: es un típico espectáculo aspiracionista, una feria de las ilusiones, una multitudinaria competencia meritocrática. Todos ellos saben que sus posibilidades de ingreso no son fáciles. Dependiendo de la carrera a la que aspiran, requieren de puntajes más o menos elevados para tener mejores o peores condiciones de acceso a la elección de su preferencia. El puntaje se divide en dos partes. Uno depende del promedio obtenido en el bachillerato (50%); el otro depende del que obtengan en el examen de admisión (50%). La combinación de ambos factores arroja el resultado final, que determina, a partir de los puntajes mínimos y los cupos de admisión previamente marcados por cada programa, quienes pueden acceder a las licenciaturas universitarias.
El problema es que sólo un 30% del total de los aspirantes logrará acceder a un programa. Eso se explica por la alta tasa de rechazo de las carreras más demandadas, que son, hoy como ayer, las mismas de siempre: medicina, abogacía, enfermería, contaduría pública, psicología. Hay carreras muy poco demandadas que suelen tener espacios disponibles pero para los cuales no hay aspirantes o los que hay no cubren los mínimos del puntaje de admisión establecido. Programas como Física, Filosofía, Economía, Matemáticas, son carreras de baja matrícula y demanda. Esta combinación entre opciones sobredemandas y subdemandadas explica el resultado general.
Pero lo ocurrido en la U.de G. también sucede con diversas escalas e intensidades en otras universidades públicas del país. Las explicaciones sobre el fenómeno abundan, pero suelen ser una mezcla de opiniones, creencias e impresiones basadas en anécdotas, ignorancias y prejuicios. Para unos, apostar a las carreras tradicionales es resultado de decisiones “necias”, propias de individuos poco informados, que no toman en cuenta la oferta de otras instituciones no universitarias y opciones profesionales, y que suelen terminar en el fracaso, la amargura y la decepción. Para otros, se trata de un comportamiento racional, calculado, que tiene como mecanismo explicativo la posible recompensa futura de la elección (empleo bien remunerado y estable, prestigio, reconocimiento). Los obcecados forman el primer tipo de aspirantes, un estereotipo explicativo común para ciertos empresarios o funcionarios del sector, como lo expresó hace unos años ni más ni menos que un fugazmente célebre subsecretario de educación superior (por cierto, abogado egresado de la propia UNAM). Los indolentes, el antónimo de los obcecados, sería otro de los estereotipos de los estudiantes que intentan acceder a la universidad. Se trata de estudiantes que le apuestan a la suerte, al destino o a Dios, distribuyendo sus opciones entre carreras cuyo acceso acaso resulte más factible.
El núcleo duro de análisis del problema radica en la combinación entre creencias, deseos y oportunidades de los estudiantes, un núcleo que está en el centro de la teoría de las decisiones en la sociología analítica contemporánea. Jon Elster, uno de sus más conocidos representantes, escribió en algún lugar que la elección de una carrera para un joven de 18 o 19 años es una de las decisiones más agobiantes de sus vidas. Sin experiencia vital ni madurez intelectual, los impulsos vocacionales, la voluntad y la información no son suficientes para tomar una decisión clara que les puede costar la definición de su futuro en el corto y en el largo plazo. Gravitan en los jóvenes una combinación de deseos y creencias, ambiguedades corrosivas, preferencias contradictorias, aspiraciones y expectativas múltiples que debe contrastar contra las oportunidades objetivas que aparecen en el horizonte y que consideran más o menos alcanzables.
Estos factores objetivos y subjetivos no se producen en soledad. Se trata de procesos de referencia, de significación, de experiencias y aprendizajes que los estudiantes toman indistintamente de varios lados: de sus amigos, de sus familias, de la observación sobre sus profesores, de los ambientes institucionales de sus escuelas, de cierta información sobre las trayectorias de los profesionistas realmente existentes, es decir, de los que conocen, respetan e inclusive admiran. Las oportunidades por su parte obedecen más a factores institucionales: el tipo de programas, las disciplinas en cuestión, el perfil de las profesiones, la competencia y la equidad en el acceso, los puntajes de admisión requeridos, la ubicación geográfica de las instituciones.
Pero los estudiantes tampoco son irracionales. Calculan, asumen riesgos, juegan a la suerte, prenden veladoras, intuyen, imaginan, buscan opciones. Saben que apostar por carreras tradicionales, de alta demanda, disminuye sus posibilidades. Pero también saben que, de lograr su propósito, alcanzarán buenas posibilidades de mejorar sus futuros individuales y familiares. En ausencia de otros mecanismos de movilidad social ascendente, la universidad es una de las pocas opciones en las que pueden “asegurar” un futuro optimista.
Por ello, la persistencia de la demanda hacia ciertas carreras y universidades públicas resulta incomprensible para muchos. Pero el hecho existe y se repite año con año. Descalificar a los solicitantes como obcecados, ingenuos o indolentes es asumir que hay una ruta correcta de elección, un camino al dorado profesional que los estudiantes y sus familias deberían conocer y transitar. Pero ese supuesto es un truco viejo, que parte de considerar que hay “un” solo tipo de estudiante, “una” decisión óptima, “una” opción correcta. Es la tradicional rutina ilusionista de sustituir la ignorancia franca sobre la complejidad y diversidad de los comportamientos estudiantiles por un juicio normativo guiado exclusivamente por la fe o los prejuicios de los opinadores.



Thursday, November 15, 2018

Thomas Wolfe



El oscuro milagro del azar
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Nexos en línea, 15/11/2018)
https://cine.nexos.com.mx/?p=17390#.W-2mOiyWwdU

Cada uno de nosotros es el total de las sumas que no ha contado
—Thomas Wolfe, El ángel que nos mira

El pasado 15 de septiembre se cumplieron exactamente 80 años de la muerte de Thomas Wolfe, el gran escritor norteamericano fallecido de tuberculosis apenas a los 37. La figura y la obra de Wolfe (1900-1938) anticiparían la emergencia de una nueva generación de escritores que marcarían para siempre las aportaciones de la literatura estadounidense a la literatura mundial. William Faulkner, Saul Bellow, Philip Roth, o David Foster Wallace, son algunos de los escritores que reconocieron su deuda intelectual, estilística y literaria con Wolfe. Para recordar esas ocho décadas en la agonía de un año que languidece rápidamente, ofrezco a los lectores de Nexos un pequeño homenaje a la obra, la figura y la trayectoria de un escritor irrepetible, surgido en un contexto que hoy se antoja francamente imposible.

El editor de libros (Genius por su título original en inglés) es una película sobre el mundo de los escritores y de quienes les publican (Reino Unido/EU, 2016). Pero no es sólo eso. Se trata de una exploración más profunda e inquietante sobre la creatividad literaria y la vitalidad intelectual, sobre el interés y la pasión por las palabras y los libros, sobre los inicios de la industria editorial moderna, pero es también una inmersión cinematográfica deslumbrante en torno a las relaciones entre las duras exigencias editoriales y la ética de la honestidad y del compromiso, de la coherencia y de la verdad.
La cinta gira alrededor de las relaciones entre un editor de libros (Max Perkins, interpretado por Colin Firth) y de un escritor célebre fallecido de manera prematura y sorprendente (Thomas Wolfe, interpretado estupendamente por Jude Law). Situada en el contexto de Nueva York al final de los años veinte y los primeros treinta, el director de la película (Michael Grandage) centra el enfoque en el nacimiento de una industria en un período de penurias económicas, incertidumbre y desesperación social. El jazz, el humo y el alcohol, las calles y los bares, teatros y veladas literarias, la crisis económica y su ejército de desempleados, sirven de marco a la vida de un editor profesional con buen oficio y olfato para detectar escritores prometedores. Perkins, quien antes de conocer a Wolfe ya había apoyado el lanzamiento de escritores de la época como F.S. Fitzgerald, Ernest Hemingway y posteriormente a autores como John Steinbeck, es un hombre decidido a comprometer el futuro de su empresa editorial (Scribners and Sons) con la promoción de buenos escritores y libros.
A finales de 1929 se acerca a su oficina un joven altísimo, impulsivo e irreverente, locuaz y envolvente (Thomas Wolfe), que le entrega un enorme manuscrito de cientos de páginas para su revisión. Como ya lo han rechazado en otras editoriales, Wolfe no se hace muchas ilusiones y se muestra escéptico y bromista sobre la posible respuesta de Perkins. Sin embargo, éste, luego de leer el texto, queda impactado por la prosa deslumbrante y el estilo de Wolfe. Eso explica la edición del primero de los dos libros que publicó en vida el gran escritor norteamericano: Look Homeward, Angel, (El ángel que nos mira), publicada originalmente en 1929. El otro sería editado y publicado en 1935, tres años antes de su muerte: Of Time and the River (Del tiempo y el río).
La historia de esa relación entre un escritor y su editor marca el ritmo de la cinta. Se trata de un ejercicio de admiración mutua, donde los límites editoriales y los impulsos creativos son fuerzas en tensión. Inundado por una fuerza literaria descomunal, Wolfe escribe todo el tiempo, en cualquier parte, a cualquier hora. Miles de páginas se acumulan en su casa y escritorio, escritas a mano, garabatos y tachones incluidos. La mirada experta de Perkins identifica repeticiones, excesos, divagaciones innecesarias, ideas no resueltas, personajes prescindibles en las primeras novelas de Wolfe. Al mismo tiempo, éste sumerge a su editor en sus aficiones y sus relaciones personales, como una manera de comprender el ritmo vital de su existencia, de sus lecturas y de sus obras. Ahí, el jazz, el alcohol y los burdeles de negros neoyorkinos, la relación tortuosa con su amante (interpretada sobriamente por Nicole Kidman), marcan el territorio existencial de un escritor consumido por la creatividad, los excesos y la pasión literaria.
Por ahí desfilan las vidas de un Fitzgerald sumido en una crisis de creatividad, agobiado por las deudas financieras y por la enfermedad psiquiátrica de su esposa, Zelda. También aparece por ahí Hemingway, en plena fuerza física y soberbia intelectual, mirando con escepticismo a las nuevas promesas de la novela como Wolfe. En ese ambiente de rencores, envidias y promesas, la historia de las relaciones entre el escritor y el editor conduce al callejón sin salida del desencuentro y la ruptura. La fama, el dinero, los egos descontrolados y las envidias que suelen caracterizar el mundo de los escritores, la búsqueda de la gloria y del reconocimiento, la crítica despiadada de obras y personajes, la desmesura como rebeldía frente a los límites, las exigencias de productividad de la industria editorial, marcarán el tono de los problemas que enfrían y luego disuelven la amistad y el trabajo entre editor y escritor.
La prematura muerte de Wolfe a los 37 años de edad, debida a una tuberculosis miliar, marca el fin de una historia y una época irrepetibles en términos culturales e intelectuales. La industria editorial crecerá y se diversificará como nunca antes y nuevas generaciones de escritores, de novelistas y poetas, llegarán a renovar las estanterías y librerías en todo el mundo. El mercado editorial había nacido y con él la despiadada competencia entre editores y escritores por conquistar nuevos lectores. Pero El editor de libros esconde un par de secretos que, bien buscados, trascienden la época, el contexto y los personajes de ocasión. Uno de ellos es la convicción de que un buen editor “debe, siempre, ser anónimo”, como le confiesa Perkins al joven escritor en algún momento de la cinta. El otro gran secreto es un misterio: la inspiración solo puede ser, como la vida misma, el fruto del “oscuro milagro del azar”, como escribe Wolfe en El ángel que nos mira.

Adrián Acosta Silva

(Esta reseña se publicó originalmente en el suplemento “Tapatío” del periódico El Informador de Guadalajara en diciembre de ese año. La presente es una versión revisada, modificada y actualizada.)

Thursday, November 08, 2018

Música de bancarrota

Estación de paso

Música de bancarrota

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 8/11/2018)

Notas periodísticas, presiones laborales, gestiones desesperadas y reclamos de varias universidades públicas ante autoridades federales y estatales, han mostrado en las últimas semanas el rostro áspero de las políticas de financiamiento público hacia dichas instituciones. En el centro está el tema de las pensiones y jubilaciones de sus trabajadores, acaso el mayor de los problemas financieros de las universidades públicas mexicanas durante los últimos veinte años. Cierto tono de escándalo, ansiedad y dramatismo predomina sobre el asunto, y ya suenan los tambores de guerra de la culpabilidad que acusan a las instituciones de prácticas de indolencia, despilfarro, irresponsabilidad y corrupción.

Lo preocupante es la interpretación que se hace del problema. Algunos lo denominan como un factor que ha colocado a las universidades en la “bancarrota” financiera, la “quiebra presupuestal”, la catástrofe institucional, la amenaza con el cierre de las universidades públicas. Esa interpretación asemeja a las universidades -como a los municipios y gobiernos estatales-, como empresas privadas, que operan en el mismo esquema de riesgo que cualquier institución privada. Pero las universidades no pueden “quebrar”, ni declararse en bancarrota. No son bancos, ni cajas de ahorro, ni empresas de calzado o fábricas tequileras. Pueden ser paralizadas por los sindicatos, pueden ser castigadas en sus presupuestos públicos, enfrentar crisis de ingobernabilidad, padecer huelgas y paros, pero no pueden ser consideradas en “bancarrota”.

El lenguaje por supuesto importa. Como instituciones de interés público, las universidades experimentan crisis de insolvencia presupuestal, derivadas de un largo y complicado proceso de expansión flojamente regulada que incluyó el crecimiento de su planta laboral. La cuestión central es cómo sostener esquemas de pensiones y jubilaciones en las condiciones en que fueron pactados hace décadas entre las autoridades universitarias y los sindicatos de trabajadores académicos y administrativos de las instituciones. En dichos esquemas, las reglas acordadas en los contratos colectivos se basaron en dos principios estratégicos: amortiguar los bajos salarios de los trabajadores y enfrentar la larga crisis económica de los años ochenta.

Estos dos principios no emanaron del vacío. El largo período de masificación de la educación superior iniciado a finales de los años sesenta colocó a las universidades públicas en la necesidad de atender a miles de nuevos jóvenes que ingresaban a la universidad a través de la contratación de cientos de profesores que atendieran las necesidades de docencia que reclamaba la ola estudiantil que llegaba tumultuosamente a las aulas universitarias. El aumento de la demografía universitaria es la expresión de una lógica de crecimiento institucional de su población estudiantil y laboral basado en la atención a la demanda y a la creciente necesidad de incorporar nuevas funciones –la investigación, por ejemplo- a instituciones básicamente diseñadas a operar como “enseñaderos”.

Eso ocurrió en Puebla, Zacatecas, Guadalajara, Sinaloa, Sonora o Michoacán. Posteriormente, en los años noventa, ocurriría también en Oaxaca, Guerrero, Morelos, Nuevo León o Nayarit. Mirando solamente lo ocurrido en el personal académico, las cifras ayudan a comprender la magnitud de lo ocurrido: a mediados de los años sesenta, la cantidad de profesores universitarios apenas rebasaba los cuarenta mil, y en 1977 superaban ya los 100 mil. Para el fin de siglo se incrementaron a poco más de 200 mil, y en 2017 rebasaron los 375 mil profesores universitarios. Esas cifras ilustran el efecto de acumulación de las presiones financieras sobre la nómina ordinaria y la destinada a sostener la nómina de jubilados y pensionados de todos aquellos que ingresaron hace veinticinco o treinta años en las universidades públicas.

A comienzos de los años noventa, las políticas de modernización intentaron colocar frenos y nuevas reglas de la contratación de profesores, con la Secretaría de Hacienda y la SEP (en ese orden) al frente de la estrategia de contención y regulación de las contrataciones. Cada nueva plaza debería ser aprobada por la SHCP y por la SEP. La autonomía de las contrataciones pasaba a depender de los recursos federales disponibles, recursos crecientemente recortados o limitados por las reglas hacendarias. Sus efectos, sin embargo, no resolvieron el problema: simplemente coexistieron con él. Paradójicamente, la matrícula estudiantil seguía creciendo, y las exigencias de eficiencia, calidad y evaluación gubernamental agravaban el problema.

Pero lo que importa no es solo el tamaño sino la composición de las plantas académicas universitarias. Hoy como ayer, predominan los profesores de asignatura (alrededor del 60% del total), contra el 40% de los profesores de tiempo completo. Pero también cuenta la cualificación de ese profesorado: hoy, la mayor parte de los profesores tienen un posgrado, lo cual supone un mecanismo de ascenso en el tabulador de sueldos, que va acompañado de sus porcentajes de antigüedad, lo que sumados a los programas de estímulos y recompensas de productividad académica, muestra un panorama de complicaciones presupuestales crecientes para las autoridades universitarias.

Ello explica que en el año 2002, en la administración del Presidente Fox, se reconociera el problema como “estructural”, y se implementa por primera vez un programa de financiamiento extraordinario para las universidades públicas denominado con un título larguísimo: “Fondo de apoyo extraordinario a las universidades públicas para fomentar la atención a los problemas estructurales de carácter financiero”. Con ese instrumento se reconocía por primera vez la gravedad del déficit presupuestal de las universidades derivada de los adeudos impositivos universitarios y de las presiones de la nómina de jubilados y pensionados en el presupuesto de las instituciones.

Como muchas otras cosas de nuestra vida pública, ese programa diseñado como emergente y de coyuntura se convirtió en permanente, pero no ha resuelto de fondo las causas del problema. Hoy, el ruido mediático y periodístico ha colocado nuevamente el foco sobre el asunto. Habrá que esperar la respuesta gubernamental y de las propias universidades para diseñar una política factible y realista para enfrentarlo con claridad política y consistencia institucional. De otro modo, la música lúgubre de la “bancarrota” seguirá dominando el ánimo sonoro del momento.





Thursday, October 25, 2018

Hachas o bisturíes

Estación de paso

Educación superior: ¿hachas o bisturíes?

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 25/10/2018)

La inminencia del cambio de gobierno ha agudizado las ansiedades, multiplicado las incertidumbres y confirmado no pocas dudas en torno a la política del nuevo gobierno hacia la educación superior. A casi un mes de que el lopezobradorismo se convierta en gobierno formal mediante los rituales republicanos de rigor, la educación superior es un tema ausente de pronunciamientos contundentes sobre temas clave: financiamiento, organización, cobertura, calidad, evaluación, gobierno. Luego de más de tres décadas de caminar sobre los mismos ejes y bajo las mismas reglas del juego instrumentadas por gobiernos de distinto signo político (PRI y PAN), la acción pública federal ha conducido de manera errática y contradictoria a ese conjunto heterogéneo, complejo y masificado de instituciones que por economía de lenguaje se le suele denominar como “sistema” nacional de educación superior. Y hasta ahora, no hay ningún ejercicio morenista (conocido) de balance y agenda sobre los resultados obtenidos a lo largo de estos años, un ejercicio que se antoja hoy obligatorio para el nuevo oficialismo.

Es seguro que en estas semanas los próximos funcionarios del sector educativo superior han estado ocupados preparando diagnósticos, diseñando programas, consultando decisiones. Tal vez en los días siguientes tengamos alguna noticia que indique con claridad que está pensando el nuevo gobierno sobre el sector. ¿Cómo se articula el anuncio de las cien nuevas universidades con lo que ya hacen las instituciones públicas universitarias y no universitarias, federales y estatales, en temas como la absorción de la demanda de sectores marginados por razones económicas, sociales, culturales o étnicas? ¿Qué pasará con los programas de becas que ya benefician a miles de jóvenes de muchas instituciones públicas de todo el país? ¿Qué pasará con el sistema nacional de investigadores? ¿Cómo se piensa resolver el gravísimo déficit presupuestal de varias universidades públicas? ¿Cómo se coordinarán las acciones del gobierno federal y los gobiernos estatales en la gestión de los presupuestos educativos de las universidades públicas? ¿Cómo se contempla la regulación del sector privado?

Opacados por temas como el de las consultas populares sobre el aeropuerto de la ciudad de México, la construcción del tren de la ruta maya, o la reforma educativa del nivel básico, la educación superior es un tema menor, no relevante en la agenda del nuevo gobierno. No lo fue en la campaña electoral ni lo es en la fase de transición entre un gobierno que se va y uno que llega. Y ello, en sí mismo, es una señal preocupante de la coyuntura, pues revela una continuidad sombría heredada de los gobiernos anteriores: la educación superior no ocupa una prioridad política ni de políticas entre las preocupaciones de la nueva élite gubernamental.

Quizá ello explica el silencio cósmico del presidente electo sobre el tema, que da origen a no pocas especulaciones malignas o a creencias bienintencionadas. Acaso considerará que las cosas están funcionando bien como están, y que los temas de las universidades públicas habrá que resolverlos uno por uno según vayan llegando a las oficinas presidenciales, de acuerdo a la gravedad, el grado de conflictividad, o la magnitud manifiesta o potencial del escándalo respectivo. Tal vez, con prudencia republicana, AMLO y sus consejeros estarán valorando poco a poco pero a profundidad la situación del sector y de los efectos de las políticas públicas anteriores para calibrar nuevas orientaciones, modificaciones menores, ajustes mayores o fortalecimientos contundentes a lo que ya se hace en cada uno de las dimensiones o aspectos del sector.

En todo caso, cualquier tipo de agenda, de intervenciones y acciones públicas federales sobre la educación superior tendrá que lidiar invariablemente con el legado de las políticas, acciones, prácticas y rutinas que se han adueñado de las instituciones de educación superior tanto públicas como privadas. Las políticas de modernización y de calidad del pasado reciente basadas en el uso intensivo de recompensas e incentivos han dejado huellas importantes en el comportamiento de las universidades, una colección extraña de usos y costumbres que son una fuente potente de conservadurismo institucional. Frente al escenario, poblado de actores y espectadores representando sus respectivos intereses, el nuevo gobierno tendrá que mostrar en algún momento sus ideas, argumentos e instrumentos para explicar cómo se articulará la educación superior en el relato político de la cuarta gran transformación nacional. De lo contrario, es posible que, en ausencia de esa narrativa y de señales del cielo lopezobradorista, la tentación de usar hachas y no bisturíes sobre el sector pueda ser demasiado grande para algunos de los compañeros de viaje del morenismo en el poder.

Quizá ello explica que en este como en otros temas, el idealismo de la 4T se confunda o se pierda con el legendario pragmatismo político del nuevo presidente. Y aquí, como en otros campos de la política, los límites del idealismo hacen frontera con los límites del realismo pragmático. Esa frontera configura un espacio que suele denominarse habitualmente como vacío.


Thursday, October 11, 2018

La hechura del nuevo gobierno educativo


La hechura del nuevo gobierno educativo: dilemas y tensiones
Adrián Acosta Silva

“¿Escribir? Ese tiempo ya no existe. ¡Hoy en día hay que pasar a la acción!”
Theodor Bernheim, en Izquierda y Derecha, de Joseph Roth

Introducción
El recién concluido proceso electoral representa una valiosa oportunidad para tratar de identificar los puntos críticos de la agenda educativa nacional que propone la fuerza política ganadora, encabezada por Andrés Manuel López Obrador. Luego de tres meses de campañas –y varios años de pleitos, tensiones, reformas y movilizaciones- la educación forma parte legítima de la agenda pública, y ha comenzado a ajustarse y traducirse como parte de la agenda gubernamental del lopezobradorismo. Estas notas están escritas al filo de la coyuntura de la transición post-electoral, pero son producto del presente y el pasado reciente de la discusión pública sobre los perfiles, los “problemas malditos” y los desafíos de la educación mexicana para los próximos años.
Para ello, estas notas se concentran en algunos puntos que, desde mi punto de vista, forman parte de los mínimos indispensables de la agenda educativa que el nuevo gobierno ha planteado desde y durante su campaña. El foco de las reflexiones se concentra en el análisis del “gobierno educativo”, es decir, en las estructuras y estilos de conducción, gestión y coordinación de los procesos y acciones que el gobierno electo plantea en el sector educativo, tanto a nivel de la educación básica como la media y la superior. El supuesto de base de esta perspectiva es que la articulación de las políticas y las reformas educativas pasa inevitablemente por el análisis de los perfiles, las estructuras y las restricciones del gobierno educativo de cualquier administración federal.
Los puntos que abordaré son los siguientes: a) la revisión de breves consideraciones generales en torno a las determinaciones políticas (teóricas y prácticas) que influyen en la formulación de las políticas públicas; b) la enumeración de los dilemas y tensiones que en el presente y el pasado reciente habitan el núcleo duro de las decisiones de gobierno en el sector educativo mexicano; c) tres conjuntos de interrogantes e hipótesis sobre el futuro del gobierno educativo durante el lopezobradorismo.

a) Determinaciones políticas y políticas públicas: lecciones prácticas en contextos postelectorales.

Con el triunfo electoral de la coalición “Juntos haremos historia” encabezada por AMLO, ha comenzado el complicado proceso de gobernar a una sociedad heterogénea a partir de las instituciones, las normas, las leyes, los actores, recursos y presupuestos públicos realmente existentes. Atrás han quedado los doce largos años de movilizaciones, campañas y conflictos pre, trans y postelectorales protagonizados por el ahora presidente electo. También han quedado en el pasado reciente los pleitos, la retórica incendiaria, los insultos, las descalificaciones, los debates, los golpes bajos y los escándalos altos que caracterizaron durante tres meses a las campañas electorales federales y locales en todo el país.
En este contexto, la experiencia política mexicana clásica y contemporánea muestra algunas lecciones del pasado reciente que vale la pena atender. Enumero solamente cinco de ellas, que me parecen pertinentes para la coyuntura postelectoral mexicana.
1. La legitimidad democrática de un gobierno no asegura automáticamente su eficacia institucional. Una larga lista de ejemplos y evidencias de la ciencia política, la política comparada y la sociología política clásica y contemporánea, muestra una y otra vez que el origen de la legitimidad de un gobierno no siempre define la eficiencia y la eficacia de su desempeño. Un gobierno democráticamente electo no siempre esté relacionado con un desempeño efectivo para resolver los problemas públicos. Y también suele ser cierto que un gobierno no electo democráticamente –es decir mediante la participación de los ciudadanos a través de elecciones competidas y equitativas entre distintos partidos y organizaciones políticas-, puede legitimarse no tanto por su origen sino por su buen desempeño institucional (el gobierno surgido de la Revolución Mexicana es un ejemplo clásico).
Para el caso, el nuevo gobierno lopezobradorista goza de una legitimidad democrática incuestionable. Su desafío mayor en el corto plazo será traducir esa legitimidad en eficacia gubernamental.
2. No se pueden cosechar calmas sembrando vientos. Y eso puede justamente ocurrir al nuevo presidente electo, a sus consejeros y asesores, y a sus equipos de campaña. La coalición electoral que llevó al triunfo de AMLO, ha quedado desde ahora formalmente disuelta para tratar de convertirse en una suerte de coalición promotora de gobierno, instrumentadora de los cambios que AMLO prometió generosamente en campaña. Los beneficios de una eficaz estrategia cacha-votos alimentada por la retórica de la “mafia del poder” y que centró sus propuestas en considerar que la corrupción es la causa de todos nuestros males públicos, ahora tiene que absorber los costos de los pleitos, ambigüedades y vacíos que acompañaron también la obtención de los beneficios político-electorales de la campaña presidencial.
3. Tener el poder no es lo mismo que ejercer el poder. La construcción de una candidatura triunfadora supone pactar con dios besando al diablo. Es construir una imagen apoyada en los soportes políticos de los aliados, sin reparar demasiado en la coherencia de las coaliciones, de los programas y de las promesas. El pragmatismo es el instrumento y la brújula de las campañas, asumiendo los riesgos de compañeros de viaje que podrían ser considerados indeseables en cualquier otra circunstancia. Pero el período postelectoral significa un rápido proceso de re-hechura de las alianzas para gestionar los conflictos y los cambios de cara al proceso de gobierno, al acto mismo de gobernar. A partir de ahora, diseñar decisiones de políticas públicas supone un conjunto de arreglos políticos estratégicos para que las políticas posean mínimos de factibilidad y de eficacia para el nuevo gobierno.
4. En una democracia electoral representativa y pluralista el ganador nunca gana todo. Y eso parece que ocurrirá otra vez en el caso mexicano. La oposición política al lopezobradorismo tendrá la mitad de la representación en el congreso, y aunque Morena ha alcanzado cinco de los gubernaturas en juego, la mayor parte de los ejecutivos de los gobiernos estatales son dominadas por otros partidos políticos. Eso significa que el nuevo ejecutivo federal tendrá que negociar permanentemente con la oposición para múltiples decisiones y acciones públicas, frente a un mapa muy complicado de intereses, actores y fuerzas políticas locales y nacionales. El fantasma del gobierno dividido y del presidencialismo débil vuelve a aparecer en el horizonte político nacional y eso significa siempre, para mal o para bien, la necesidad de ceder espacios, reconocer límites, potenciar alianzas, para tratar de mantener umbrales satisfactorios de gobernabilidad política y gobernanza institucional.
5. En política prometer no empobrece; lo que perjudica es cumplir. A partir de ahora, el desgaste del nuevo gobierno ha comenzado. Las ilusiones, promesas y anticipos verbales del candidato van a comenzar a pasar las pesadas facturas de las realidades de todos los días, en todos los temas. Las promesas del político en campaña tendrán que resolverlas como puedan los funcionarios y asesores del presidente electo. Eso recuerda a las palabras del Rey Luis XIV, al referirse a los políticos: “todo hombre que puede comprometerse sin razón, se vuelve al poco tiempo capaz de retractarse sin vergüenza” (citado por Escalante, 2011). La abultada agenda de transformaciones del país que anunció AMLO tendrá que ser priorizadas y calendarizadas por operadores, asesores y consejeros. Lo interesante será saber cuáles son esas prioridades y cuántas de ellas podrán ser cumplidas.

b) Dilemas, tensiones y restricciones del nuevo gobierno educativo

El sabio profesor florentino Nicolás Maquiavelo –frecuentemente tan citado pero tan poco leído- afirmaba que un buen príncipe siempre tiene que aspirar a conjugar “fortuna y virtud”, es decir, tomar decisiones que guíen sus acciones en un sentido deseado –que no puede ser otro que la obtención y el reconocimiento de su poder y del gobierno que dirige- pero que debe también considerar las determinaciones que la fortuna –es decir, la suerte, el azar-, juegan en los resultados del ejercicio político práctico (Maquiavelo, N., 1976).
Esa combinación suele ser complicada y, a menudo, imposible. Maquiavelo afirmaba que “ninguna cosa hace estimar tanto a un príncipe como las grandes empresas y el dar de sí excepcionales ejemplos”. Grandes empresas como grandes reformas, o transformaciones, o iniciativas, exigen por lo tanto una combinación adecuada de prudencia, fortuna y virtud, acompañadas siempre de un relato convincente, persuasivo y claro, sobre la necesidad o la bondad de emprender un nuevo camino de transformaciones desde el gobierno.
Pero para los profesionales de la política las circunstancias siempre determinan los comportamientos. El sabio Maquiavelo afirmaba que casi no hay político que no tenga “el ánimo dispuesto a girar según los vientos y variaciones que la fortuna le ordene”. En un contexto de competencia electoral, la retórica política busca sumar adhesiones y simpatías, con el propósito de alimentar la base social y electoral que permita ganar incrementar su legitimidad política. Los dichos de campaña tienen sentido en el marco del “modo electoral” que asumió el lopezobradorismo en búsqueda de votos de los ciudadanos. Pero el “modo de gobierno” tiene, inevitablemente otra lógica de operación, dirigida ya no a la búsqueda de votos sino a la eficacia gubernativa. Pasar del modo electoral al modo gubernativo exige cambiar las relaciones entre los argumentos, los dichos y los hechos.
Esto ocurre en todos los campos de la acción pública, incluyendo por supuesto el educativo. El significado de la “cancelación” de la reforma educativa tiene ahora que ser traducido y explicado con detalle y precisión. Esa frase de campaña le trajo a AMLO la confirmación de aliados y simpatizantes, pero también le granjeó confirmar a viejos y nuevos adversarios. ¿Qué tipo de proyecto reformador, o restaurador, de la educación básica plantea el lopezobradorismo? ¿Quiénes serán sus aliados prácticos, tácticos y estratégicos? ¿Cómo se construirá la agenda y los contenidos de una nueva reforma educativa? Muy probablemente, las dirigencias aparentemente antagónicas del SNTE y la CNTE serán potencialmente consideradas como aliados inevitables del nuevo proceso reformador (o contra-reformador, o reformador de la reforma), pues los costos de actuar en solitario pueden o podrían ser muy altos para el nuevo gobierno.
En educación superior, las incógnitas rebasan con creces las respuestas. Más allá de las generalidades como las de admisión universal o la de becas para todos los jóvenes que promocionó generosamente AMLO en sus decenas de mítines y entrevistas, no se sabe muy bien ni el qué ni el cómo ni el cuándo, ni quiénes se encargaran de diseñar una propuesta de política educativa para este nivel que tenga que lidiar con temas como el de la calidad educativa, el financiamiento público, las bombas estalladas y las de relojería que son las pensiones y jubilaciones del profesorado universitario, la autonomía universitaria, el papel de las universidades privadas, el instrumental regulatorio adecuado para un sistema masificado y heterogéneo, las relaciones de la ciencia, la tecnología y la innovación, el papel y los perfiles del posgrado.
Estas preguntas y temas exigen decisiones de gobierno para traducirlas en agenda y programa. Definir el ordenamiento, la organización y las prioridades gubernamentales en el sector requieren de cierto trabajo intelectual y de un análisis sistémico de las capacidades institucionales para abordar la agenda, pero también de un “cálculo de complejidad” y la valoración del carácter estratégico, táctico o pragmático de las propuestas de solución en tanto problemas públicos. Desde esta perspectiva, el gobierno educativo significa el conjunto de estructuras, agencias y actores que permiten formular una agenda, tematizar y organizar las prioridades del gobierno, y definir las decisiones estratégicas, las políticas y los programas públicos necesarios para incidir en el abordaje y la (posible) resolución de los problemas de la educación mexicana para los próximos años.
En todos los niveles del sistema educativo –el básico, el medio y el superior, incluyendo el posgrado- el problema del gobierno educativo de despliega en dos direcciones. De un lado, hacia la dimensión de la gobernabilidad sistémica. Del otro, hacia la dimensión de la gobernanza institucional. El primero está relacionado con la gestión del conflicto; el segundo, con la gestión de los cambios. Ambas dimensiones son fundamentales para tratar de comprender las lógicas de acción del gobierno educativo (Acosta, 2018).
En el pasado reciente del sector, los problemas de gobernabilidad y de gobernanza han coexistido empíricamente. El impulso a la reforma educativa que se inició en el marco del Pacto por México anunciado desde principios del 2013, al inicio del gobierno peñanietista, fue anunciado explícitamente como una estrategia de cambio cuyo propósito central era “recobrar la autoridad del Estado” en la educación. A partir de un diagnóstico catastrófico del sector, el gobierno federal tomó la decisión de reformarlo a través de un proyecto centrado en la carrera magisterial y la evaluación docente, que significó básicamente la modificación de las reglas de ingreso, promoción y mejora del profesorado, la reforma a las funciones y atribuciones del INEE; y, tardíamente, años después, hacia el 2017, mediante el diseño de un “nuevo modelo educativo” orientado hacia la mejora de la calidad de la educación mexicana.
Más allá de los contenidos, las contradicciones y los efectos no deseados (o perversos) de las reformas, o de las inconsistencias lógicas de su diseño e instrumentación, lo que importa destacar es el hecho de que de manera explícita, el gobierno federal asumió que el núcleo de las reformas descansaba en la capacidad de gestión e instrumentación de los cambios –la gobernanza educativa-para lo cual se tomó la decisión de construir un andamiaje legal-normativo y una coalición política promotora de las reformas –integrada por el gobierno federal, los gobiernos estatales, partidos políticos, organismos empresariales y asociaciones civiles, y la burocracia sindical del SNTE-, que permitieran gestionar de manera efectiva los cambios y ajustes asociados al proyecto reformador.
Sin embargo, como bien sabemos, los conflictos estallaron en diversas arenas y espacios de la educación básica. El espectáculo de movilizaciones, violencia, huelgas, marchas y paros dominó el escenario educativo nacional en diversas entidades y ciudades del país. Mientras que en algunos territorios y poblaciones las reformas se instrumentaron de manera “suave”, en otros las iniciativas y acciones reformadoras fueron furiosamente bloqueadas y cuestionadas. En el ámbito intelectual y académico, las reformas produjeron reacciones encontradas, que se expresaron en posturas diversas: el apoyo franco o cauto hacia las reformas, los críticos de las mismas, y los escépticos respecto tanto de las propuestas de reforma como de los críticos a la misma (Acosta, A., 2018).
En este escenario, la gestión del conflicto se convirtió en la bestia negra de las reformas educativas. Los problemas de gobernanza considerados como el núcleo duro de la acción del gobierno fueron desplazados sistemáticamente por los problemas de gobernabilidad del sector. La tensión entre cambios y conflictos se convirtió en la seña de identidad de una reforma que aún requiere de ser valorada y evaluada en sus distintas dimensiones, alcances y componentes. Quizá ha llegado el momento de iniciar la autopsia de una reforma que no logró consolidarse en el ánimo público.

c) El futuro educativo y el nuevo gobierno
La hora de gobernar, de hacer gobierno, ha comenzado para el lopezobradorismo. En las próximas semanas y meses, asistiremos al proceso de transición de la administración pública federal que culminará con la toma de posesión del nuevo presidente de la república el 1 de diciembre de este año. Durante este período, se forjará la agenda gubernamental básica que dará sentido al programa de gobierno sexenal y a los programas sectoriales respectivos.
La formulación teórica y las evidencias empíricas del campo del análisis de las políticas y del papel de los gobiernos nacionales en la gestión de los asuntos públicos, indican que ninguna política ocurre en el vacío histórico e institucional. En cada campo de la acción pública, hay legados, herencias, estructuras e intereses que determinan de manera significativa las posibilidades de acción de un nuevo gobierno. Esa característica fundamental estará presente, sin duda en el campo educativo mexicano.
Lo interesante del momento mexicano es la fuerza con la que llega un nuevo gobierno a enfrentar la combinación de déficits y logros que se han acumulado en cada sector. Y aquí, el lopezobradorismo llega con una fuerza política y social como no había ocurrido en ninguna otra experiencia de alternancia desde el año 2000. El viejo sistema de partidos concentrado en tres grandes fuerzas (PRI. PAN y PRD) ha sido sustituido por una fuerza hegemónica inocultable representada por MORENA, una organización pragmática, no ideológica, que absorbe intereses diversos y contradictorios, que combina rasgos del nacionalismo posrevolucionario, tendencias al hiper-presidencialismo, prácticas de neo-corporativismo y neo-populismo, junto con elementos del socialismo cristiano, del conservadurismo moral (aportados por el Partido Encuentro Social, el PES), y unos toques del radicalismo revolucionario marxista, o más bien, neo-stalinista (aportados por el Partido del Trabajo, el PT). Claramente anti-neoliberal, el perfil del nuevo gobierno anticipa una transición interesante y un conjunto de desafíos inéditos para un gobierno electo democráticamente.
Para el sector educativo, la transición perfila tres tipos de asuntos que, desde mi punto de vista, constituyen el núcleo estratégico de la acción y las decisiones del gobierno para el período 2018-2024. El primero de ellos tiene que ver con la reforma educativa diseñada e instrumentada de manera accidentada y heterogénea por el actual gobierno federal. El segundo, tiene que ver con el paradigma de políticas y el sistema de creencias que predomina desde hace treinta años en la educación superior. El tercero tiene que ver con el problema del gobierno educativo.
En aras del tiempo, me concentraré en enunciar brevemente los contenidos y características de cada uno de estos tres asuntos y de sus respectivos dilemas, reconociendo que la complejidad de los asuntos y dilemas educativos requiere de mayores elementos explicativos.
a) Reforma educativa: destruir la reforma, reformar la reforma o promover una nueva reforma educativa.
Durante su campaña, AMLO se refirió a la reforma como una “falsa reforma”, concentrada solamente en lo laboral y no en lo educativo. Habló en muchas ocasiones de que cancelaría o suspendería la reforma, aunque en uno de los debates afirmó también que probablemente conservaría algunos aspectos considerados en la reforma peñanietista. Estas ambigüedades corresponden claramente al modo electoral del lopezobradorismo, que ahora, enfilado al “modo gubernativo” tendrán que ser explicadas, argumentadas y organizadas en un proyecto con mayor precisión y claridad.
Aquí el punto conflictivo, delicado, tiene que ver con la evaluación docente. Muy probablemente, la primera acción del nuevo gobierno será la suspensión de la evaluación tal y como está planteada, para iniciar una meta-evaluación de la reforma (“evaluar la evaluación”), y diseñar un nuevo sistema evaluativo no solo de los docentes sino también de los diferentes perfiles de los maestros y de los muy diversos tipos de contextos en los cuales se desarrollan los procesos socioeconómicos, pedagógicos, educativos y cognitivos que influyen en el desempeño escolar de los niños y los jóvenes mexicanos.
Pero el foco de atención de una nueva reforma, cualquiera que esta sea, tiene que ver con los aprendizajes. Sin el fin de todo sistema educativo es lograr aprendizajes significativos, adecuados y pertinentes para la formación intelectual y cognitiva los niños y jóvenes, es necesario colocar a la evaluación como un medio apara alcanzar los fines y no al revés, como frecuentemente han sostenido los críticos de las reforma peñanietista. Aquí, sin embargo, hay muchas dudas: ¿Cuál es o puede ser, el papel del INEE en el proceso? ¿De qué manera participarán los maestros y maestras? ¿Cómo se organizará la participación de partes interesadas (gobernadores, empresarios, partidos políticos, padres de familia, expertos, grupos de interés, grupos de presión) a lo largo del proceso? ¿Cómo se legitimarán las propuestas de reforma, y de qué manera se instrumentarán?
b) Educación superior: Continuidad o ruptura con el paradigma de políticas en educación superior.
La educación superior se caracteriza hoy por varias paradojas y tensiones. Con más de 7 mil establecimientos públicos y privados, que albergan a más de 4 millones de estudiantes y a más 370 mil profesores e investigadores, este sector constituye uno de los más grandes de América Latina, sólo después de Brasil. Sin embargo, es también uno de los más inequitativos de la región: sólo 4 de cada 10 jóvenes entre 19 y 23 años tiene acceso a la universidad. Por otro lado, existen brechas de desigualdad social que también se reflejan en la desigualdad educativa superior: los jóvenes de los deciles de las familias de ingresos más altos y de mayor escolaridad de los padres tienen 5 veces más posibilidades de acceso que los jóvenes de los familias de ingreso más bajos y de padres con escolaridades más bajas.. Eso se traduce en un efecto de sobre-representación de los estratos altos y medios respecto de los estratos más bajos de la sociedad mexicana.
Las políticas de modernización y de calidad instrumentadas en los últimos treinta años no han podido resolver este déficit de inclusión y equidad. Tenemos un sector público sobre-regulado coexistiendo con un sector privado cuasi-regulado o sub-regulado compuesto por un puñado de instituciones de elite de alto costo y alta selectividad y miles de establecimientos particulares de bajo costo y baja selectividad.
El lopezobradorismo no ha mostrado un posicionamiento claro sobre las políticas hacia este sector, más allá de algunos pronunciamientos sobre becas para todos los jóvenes, o acceso universal a la educación superior. Sin embargo revisar justamente las políticas de acceso y de regulación del sistema superior, lo que implica considerar por lo menos cuatro temas políticamente delicados e importantes: el tema del financiamiento, el de la autonomía de las universidades públicas y de las instituciones públicas no universitarias (universidades e institutos tecnológicos, escuelas normales superiores, universidad pedagógica nacional), el del papel y regulaciones de las instituciones privadas, y el de la articulación de la ciencia, la tecnología y la innovación con el desarrollo nacional, que incluye subtemas clave como el del Sistema Nacional de Investigadores o el de la expansión del posgrado.
En cualquier caso, la promesa de una cuarta gran transformación nacional anunciada por el nuevo presidente, incluye la construcción de un nuevo arreglo institucional en el sector de la educación superior, que supone evaluar y reformar el paradigma bifronte que ha caracterizado la acción pública federal en este campo durante las pasadas tres décadas.
c) Gobierno educativo: gobernabilidad o gobernanza
Finalmente, pero no al último, me parece que el tema del gobierno de la educación es fundamental para articular cualquier proceso reformador dirigido a resolver consistentemente los problemas críticos del sector en el mediano y largo plazo. Aquí, la herencia de los últimos años se caracteriza por una tensión permanente entre la gestión de los conflictos y la gestión de los cambios. Asumiendo de entrada que cualquier proyecto de transformación institucional implica riesgos de ingobernabilidad, también es preciso reconocer que la gestión de los cambios supone la creación de estructuras y coaliciones mínimas que disminuyan la conflictividad y aseguren umbrales satisfactorios –no óptimos- de gobernabilidad para el procesamiento e instrumentación de las reformas. Atendiendo las lecciones del pasado reciente de la educación mexicana, se puede asegurar que puede haber gobernabilidad sin gobernanza, pero no gobernanza sin gobernabilidad.
Aquí aparecen en el escenario la valoración del tipo y calidad de los posibles aliados y adversarios de las reformas. Pero de manera especialmente relevante supone la revisión del tipo de gobierno que requiere un sistema educativo flojamente articulado, heterogéneo, naturalmente complejo, y atravesado por inconsistencias, inequidades y desigualdades de muy diverso alcance, tipo y profundidad. ¿Reformas normativas y regulativas? ¿Descentralización o centralización de las decisiones clave? ¿Creación de nuevas agencias gubernamentales, con los riesgos de la burocratización que ya conocemos? ¿Esquemas de coordinación flexibles y claros, con reglas mínimas de orientación, evaluación y presupuestación a nivel federal, estatal y municipal? ¿Evaluación de los aprendizajes y los desempeños escolares como tarea del gobierno y sus agencias? Estas cuestiones, me parece están en el horizonte de los dilemas que habitan el tema del gobierno educativo.

Reflexiones finales
El ánimo de renovación y optimismo que parece inundar nuestra vida pública luego del proceso electoral, es una buena oportunidad para revisar, valorar e imaginar un nuevo futuro para la educación nacional. El gobierno entrante, que parece representar la inauguración de un nuevo ciclo para la democracia mexicana –con sus riesgos, vacíos y ambigüedades-, tiene frente a sí un amplio territorio educativo que exige definir prioridades y decisiones estratégicas.
El problema, como siempre, es el tiempo, el “maldito factor tiempo”, como solía denominar el fallecido sociólogo chileno Norbert Lechner a esa tensión permanente e inevitable entre el tiempo político y el tiempo social. Para el caso mexicano lo sabemos muy bien desde que comenzó la era de la alternancia: los primeros tres años son claves para promover coaliciones y definir agendas, programas e instrumentar acciones del gobierno. Ya ha comenzado a configurarse un relato sexenal que promete crecimiento, prosperidad y desarrollo para todos (la “cuarta transformación” que prometió López Obrador en campaña). Lo que esperamos en los próximos meses son las señales claras de un cambio sustancial en la educación que atienda los déficits de la acción gubernamental y reconozca los logros que en el pasado remoto y reciente han caracterizado el desempeño educativo nacional. De otro modo, se corre el riesgo de que un nuevo príncipe, en el afán de cambiarlo todo para que nada cambie –justo como el viejo síndrome de Lampedusa-, termine expulsando a nuestros ángeles junto con los intentos de exorcizar a nuestros demonios.

Referencias
Acosta Silva, Adrián (2018), “La educación como espectáculo”, Revista Mexicana de Investigación Educativa, vol. XXIII, n.77, abril-junio, 2018, COMIE, México, pp. 627-641.
Escalante Gonzalbo, Fernando (2011), El Principito, o sea oficio de políticos, Cal y Arena, México.
Maquiavelo, Nicolás, El Príncipe, Aguilar, México, 1976.

La reinvención del gobierno universitario

Estación de paso

Gobierno universitario: pinzas, tuercas, tornillos

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 11/10/2018)

Acaso como ninguna otra institución cultural contemporánea, la universidad pública es una organización colegiada. Su tamaño y diversidad académica y disciplinaria, la complejidad de sus prácticas, usos y costumbres, las interacciones cotidianas entre estudiantes, profesores y funcionarios, se expresan en un conjunto de reglas escritas y no escritas que rigen los comportamientos cotidianos en los campus universitarios. Quizá por ello, por esa complejidad de las relaciones entre la docencia, la enseñanza y la investigación, la producción de conocimiento y las formaciones profesionales, las universidades aprendieron desde hace mucho tiempo que la mejor forma de gobierno es la del equilibrio entre los órganos personales y los colegiados, los que se ejercen de manera inevitable por individuos (Rectores, Directores) y los que se configuran alrededor de espacios colectivos de deliberación y toma de decisiones (consejos universitarios). Ese equilibrio implica un contrapeso efectivo a las tentaciones de construir un poder despótico de sus directivos, pero también es un dispositivo institucional que contiene los impulsos hacia las formas asambleísticas de autoridad que coexisten en las universidades públicas mexicanas

La racionalidad colegiada es el principio clásico e histórico del gobierno universitario. Ese es el núcleo duro del orden político y burocrático de la universidad. Asume de manera inevitable la producción de acuerdos pero también la existencia de conflictos. Supone que el carácter colegiado de las decisiones –reformas, cambios, sanciones, reconocimientos, distribución de recursos- garantiza umbrales mínimos de gobernabilidad y de gobernanza universitaria. Pero una de las funciones mayores de la colegialidad es la relacionada con la gestión de la incertidumbre. Es una función no declarada sino manifiesta, que se vuelve visible en épocas de crisis. Ahí, en ese momento, la distribución de los costos y riegos de la incertidumbre, así como de sus potenciales beneficios, se vuelve una de las virtudes innegables de la colegialidad universitaria, una fuente preciosa de su legitimidad y poder institucional.

De cuando en cuando, sin embargo, surgen los reclamos a las formas que asume la colegialidad. Más aún, surgen propuestas para reformar, renovar o reinventar el gobierno de las universidades. El ruido de fondo es el malestar con los resultados o con la composición misma del gobierno universitario. En un extremo, se encuentran los críticos de la eficiencia gubernativa universitaria, para quienes el “democratismo” colegiado es un obstáculo para la toma de decisiones técnicas oportunas que permitan resolver los problemas cotidianos o emergentes de la organización. Para esta posición, la reducción de la colegialidad significa el incremento del poder de los órganos unipersonales de gobierno. El efecto deliberado de esa operación significa dotar de flexibilidad, agilidad y eficacia a la acción institucional universitaria. De algún modo, la lógica del capitalismo académico se asocia a estos intentos de mejorar el gobierno de la universidad.

En el otro extremo se encuentran aquellas posiciones que critican la baja participación y representación de estudiantes y profesores en los órganos colegiados de gobierno. Una variante importante de esta posición es la crítica a las Juntas de Gobierno como órganos cerrados, oligárquicos y opacos, que toman decisiones con poca o nula participación de la enorme mayoría de los universitarios. Para estas posiciones, la reducción de las atribuciones y facultades de los órganos unipersonales o semi-colegiados (como las Juntas de Gobierno), significa el incremento de las facultades y atribuciones de los órganos colegiados amplios (Consejos Universitarios). Aquí, la lógica del bien público está en el centro de los reclamos participativos.

Para unos, el criterio maestro de un buen gobierno universitario es la economía de recursos, la eficiencia y los resultados institucionales. Para otros, son los criterios de representatividad y participación de estudiantes y profesores los que determinan el perfil de un buen gobierno de la universidad. Para unos, lo primero que debe asegurarse es la calidad de la gestión de la universidad a través de la mejora en los esquemas de gobernanza universitaria; para otros, asegurar la gobernabilidad universitaria, con reformas al “régimen político” universitario. Entre estas posiciones existen por supuesto matices, diferencias, énfasis distintos sobre aspectos específicos.

Numerosos dilemas y tensiones están presentes en la discusión sobre el mejor gobierno de la universidad. Están también los fantasmas de la ingobernabilidad y de la ineficacia burocrática, los relatos de los intereses externos, las amenazas de las ambiciones políticas de unos u otros. Pero (casi) nadie parece poner en duda, hasta ahora, el principio de colegialidad. Lo que se discute son los límites, alcances y atribuciones del gobierno colegiado. Tampoco existe nada parecido a un gobierno ideal universitario, una suerte de “poliarquía” universitaria, con máximos de participación y representación combinada con máximos de efectividad institucional. Lo que tenemos son experiencias más o menos exitosas o más o menos fallidas de gobierno universitario.

Quizá la mejor manera de organizar una discusión al respecto sea la de fortalecer un gobierno colegiado que garantice umbrales razonables de gobernabilidad (gestión del conflicto) y grados aceptables de gobernanza (gestión e implementación de los cambios). Pero la otra operación intelectual, analítica y política es diferenciar con claridad los ámbitos de la vida académica y la vida administrativa de la universidad, reconociendo la autonomía relativa de ambos espacios decisionales y de sus peculiares complejidades. Quizá ahí se encuentre la fórmula adecuada para sostener la máxima colegialidad académica con la máxima efectividad de la vida administrativa. Por la vía de los hechos, durante los últimos años ha ocurrido que bajo la idea de los “regímenes de calidad” se han erosionado las bases de la colegialidad académica universitaria. Es momento de revisar esa experiencia para pensar de otra manera el gobierno de la universidad, identificando las pinzas, tuercas y tornillos indispensables para que funcione mejor la maquinaria gubernativa universitaria.