Saturday, August 09, 2014

Política de la buena

Estación de paso
Política de la buena
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus-Milenio, 24/07/2014)
Muchos periodistas y comentaristas políticos, no pocos ciudadanos e incluso más de algún político profesional lo han dicho o escrito reiteradamente en los últimos años: ya basta de politiquería, de políticos corruptos, cínicos o mentirosos. Necesitamos “política de la buena”, dicen, para resolver nuestros problemas públicos. Se entiende que la política que ven o interpretan todos los días no es más que una expresión de corruptelas, de intereses mezquinos, de intenciones inconfesables, cuyas prácticas y resultados se cocinan en lo oscurito, de espaldas a ciudadanos y medios, en las alcantarillas, los drenajes y los sótanos del poder. Por ello, la política o, mejor dicho, esa política, es la suma de todos los males, lo peor que puede ocurrirnos, la plaga que nos llegó con la democracia mexicana realmente existente, que para muchos no es más que una mascarada, una democracia burguesa, de ricos, una kakistocracia, el gobierno de los peores, de los corruptos.
Ese razonamiento es a la vez, realista, ingenuo y dulzón. Pero es fácil de compartir, porque simplifica todo el asunto de la política a una cuestión de (buena) voluntad, de ganas de hacer bien las cosas, de gobernar de cara a los ciudadanos y a los medios, bajo el cielo protector de la luz solar y en habitaciones de cristales límpidos y puertas abiertas. Realista porque es lo que perciben muchos ciudadanos del país. Ingenuo porque supone que para grandes males grandes remedios (reinventar la democracia representativa, por ejemplo, y sustituirla para una democracia de asamblea, popular, sin intermediaciones entre gobernantes y gobernados). Y es dulzón porque supone que la política es, en el fondo, una cuestión de armonía, de consensos y acuerdos, donde los intereses de los actores deben estar subordinados a los intereses de sus representados, y donde las instituciones, las leyes y los dispositivos que de ellos se desprenden (burocracias incluidas), debería formar parte de un orden armonioso y coherente, al que bastaría con respetar y seguir los cursos previstos para lograr que la “política buena” florezca y se reproduzca para cumplir con los nobles propósitos del desarrollo, el bienestar y hasta para la felicidad de los ciudadanos.
Pero el razonamiento no es nuevo, ni siquiera reciente, y no es por supuesto original. Es un fenómeno que hunde sus raíces más profundas en la desconfianza o el recelo con la política desde tiempos antiguos. Los antiguos griegos veían que la política podría ser un arte sólo bajo ciertas condiciones, pero también reconocían las dificultades prácticas de su ejercicio. Los filósofos del siglo de las luces afirmaban el carácter intrínsecamente conflictivo de la política, y criticaban la naturaleza perversa de los partidos políticos, cuya función era dividir, partir, a la sociedad. Marx aspiró a la construcción de una sociedad sin estado y sin gobierno, es decir, una sociedad sin política. Pero de las aguas putrefactas de la desconfianza surgieron voces que aseguran que es necesaria una suerte de purificación del cuerpo político, una eliminación de los políticos y de sus partidos, como un medio para asegurar el buen gobierno y la buena política para el país. Un correo siniestro circula hoy en México, en el que se hace un llamado a la eliminación de los políticos, como un mecanismo de “autodefensa ciudadana”.
Pero la desconfianza es un hecho en México. En el reporte sobre la calidad de la ciudadanía en México, publicado recientemente por el Instituto Nacional Electoral, esa desconfianza hacia la política y los políticos se expresa de manera reiterada: los diputados y los partidos políticos son las figuras menos confiables para los ciudadanos (ya le ganaron incluso a la policía, que en encuestas de hace unos años aparecía en el fondo de la tabla de la confianza entre los mexicanos). Pero esa desconfianza también aparece al cuestionar sobre sus percepciones sobre la confiabilidad de las organizaciones no gubernamentales, al reiterarse la no pertenencia a ningún tipo de asociación por parte de los ciudadanos encuestados. Es decir, los ciudadanos hoy día no confían ni en su sombra y menos en sus conciudadanos. Y ese dato abre la ventana al tema de la relación entre participación, representación y confianza social de nuestra vida en común.
Así las cosas, la “política de la buena” es una ficción intelectual, una preocupación naive que acompaña este tiempo sin horizontes. Tendría que estar asociada no solamente a buenos políticos, sino a buenas ciudadanías, lo que eso signifique. Y aquí la serpiente se muerde la cola. Políticos virtuosos, ciudadanos virtuosos, democracias funcionando eficientemente, instituciones confiables, resultados reconocidos y aceptables. Pero en este tiempo mexicano eso no sería una democracia: sería, simplemente, un milagro.