Tuesday, October 21, 2014

Hojas de otoño


Estación de paso
Hojas de otoño
Adrián Acosta Silva
(Señales de Humo, Radio U. de G., 9 de octubre, 2014.)
Dos acontecimientos sociopolíticos han marcado con sus hojas el otoño mexicano, y ambos involucran a estudiantes de instituciones públicas. De un lado, la movilización de los estudiantes del Instituto Politécnico Nacional, en el Distrito Federal, motivada por la reforma al reglamento interno de esa organización académica; por el otro, la protesta de los estudiantes normalistas rurales en Iguala, Guerrero, que fue motivada por las demandas de reconocimiento de sus exigencias a los gobiernos estatal y federal. Como se sabe, el primero se encaminó hacia una negociación relativamente rápida y eficaz entre el gobierno federal y los estudiantes. La otra, hasta donde se sabe, ha terminado muy mal: con el secuestro y, al parecer, el asesinato de los jóvenes desaparecidos.
Ambos acontecimientos tienen origen, actores y contextos claramente distintos. Ello no obstante, ambos parecen unidos por un mismo problema “estructural”, digamos. Ese problema es el de la gobernabilidad de las instituciones educativas, es decir, la capacidad de diferenciar, equilibrar, encausar los conflictos y eventualmente resolver las demandas estudiantiles por parte del gobierno de las instituciones educativas. Una larga tradición mexicana (y latinoamericana) en el gobierno de la educación superior, ha consistido en incorporar la voz y los intereses de los estudiantes en los órganos de gobierno de las universidades, como un mecanismo para discutir y legitimar muchas decisiones de política institucional. Reformas académicas, distribución presupuestal, mejora en las condiciones de trabajo y estudio de profesores y alumnos, pero también pronunciamientos políticos, solidaridades con causas varias, honores y homenajes a personajes e instituciones, forman parte de las acciones y temas que son tratados rutinariamente en los órganos de gobierno universitario.
El otro caso es distinto. Los estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, al igual que muchos otros estudiantes normalistas del país, han mostrado una rebeldía sistemática contra las reformas a la educación básica, que se mezclan con exigencias corporativas cuasi-gremiales en torno a la asignación automática de plazas docentes, mejores condiciones de estudio, y más apoyos para la incorporación de nuevos estudiantes normalistas. De orígenes sociales bajos y medios, estas franjas de estudiantes han sido sistemáticamente excluidas de cualquier negociación con los gobiernos estatal y federal, y el brillo de las reformas educativas peñanietistas no ha logrado ocultar la rebelión de las masas de activistas que se manifiestan rutinariamente en carreteras, plazas y calles de pueblos y ciudades, moviéndose siempre en los bordes imprecisos de la violencia, la ilegalidad y la legitimidad.
Los acontecimientos de las últimas semanas en la capital del país y en el poblado guerrerense mostraron dos estilos de resolución de los problemas de gobernabilidad. Uno se resolvió pacífica, políticamente, de manera veloz, y con la participación estelar, escenográfica y un tanto dramática del propio Secretario de Gobernación; la otra, se enfrentó en los peores términos imaginables: con la represión ejercida por un grupo conformado por una mixtura fatal de poderes públicos locales con grupúsculos paramilitares formados al calor de actividades delictivas desde hace muchos años. Una fue dirigida para desactivar políticamente el conflicto del Politécnico a partir de la aceptación de las 10 demandas enarboladas por los estudiantes, que incluyeron la renuncia de la Directora General del Instituto; la otra, con la represión, y, al parecer, el asesinato de casi medio centenar de estudiantes normalistas, cuyos cuerpos han comenzado a aparecer en fosas clandestinas situadas en los cerros guerrerenses.
Las implicaciones de ambos acontecimientos marcan rumbos distintos y contradictorios para la política mexicana. Las lecciones politécnicas sugieren, una vez más, que está sobre la mesa el problema del gobierno de las instituciones académicas; las lecciones de Iguala, por el otro lado, sugieren que la figura del “México Bronco” es algo más que una metáfora antigua y lejana. Una implica el desafío de revisar, repensar y renovar los mecanismos de la gobernabilidad de las instituciones de educación superior, diferenciando contextos y fortaleciendo la gestión institucional; la otra implica colocar en la agenda del orden político local y nacional básico el asunto de la expansión de las organizaciones de asesinos en territorios específicos, y su interacción corrosiva con los gobiernos estatales y municipales. En ambos casos, el tema del Estado realmente existente asoma su rostro bifronte. De un lado, un Estado que actúa de manera eficaz y legítima para enfrentar una movilización estudiantil, y resuelve rápidamente sus demandas; del otro, un Estado capturado por tribus caciquiles y criminales, que enfrenta con secuestros y asesinatos las demandas de un grupo de estudiantes de las regiones más pobres del país. Una muestra las propiedades civilizatorias de un Estado moderno; la otra, el rostro hobbesiano de las sociedades sin Estado. Ambos acontecimientos forman parte de las hojas secas de otoño que cubren la superficie de estos años de violencia y política.


Friday, October 10, 2014

Lecciones politécnicas del otoño mexicano



Estación de paso

Lecciones politécnicas del otoño mexicano

Adrián Acosta Silva

(Publicado en Campus-Milenio, 9 de octubre, 2014)

¿Habrá la diferencia de edades creado infiernos sin salida, delirios de posesión, laberintos de trampas y mentiras abyectas?
Sergio Pitol, Vals de Mefisto


El conflicto estudiantil que estalló en el IPN hace unas semanas a raíz de la reforma al reglamento interno por parte de sus autoridades institucionales, casi coincidió con la conmemoración del 46 aniversario de la masacre del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco. Pero entre ambos acontecimientos hay no solamente una distancia temporal de casi medio siglo, sino también una enorme diferencia en los contextos, los actores y las demandas que postulan los estudiantes. Solo una lectura heroica (que en estas coyunturas suelen abundar entre activistas, analistas y medios) puede trazar una línea directa de continuidad entre los acontecimientos del otoño del 68 y los del otoño del 2014.

Esa distancia, sin embargo, no oculta un problema, digamos, estructural de las universidades públicas mexicanas. Y el IPN es, para todos los efectos prácticos, una universidad. Ese problema tiene que ver con la gobernabilidad universitaria, es decir, con la capacidad para diferenciar, procesar y equilibrar las demandas y las respuestas del sistema de gobierno universitario. Una larga tradición universitaria, que arranca con el movimiento de Córdoba de 1918 y su célebre Manifiesto Liminar, ha consistido en incorporar la voz de los estudiantes en los órganos de gobierno de las universidades, como un dispositivo de legitimidad de las decisiones institucionales. Ello explica la construcción de un esquema de gobernabilidad basado en búsqueda de la representación democrática de los intereses de los estudiantes en el gobierno universitario. Es lo que se conoce como la construcción del co-gobierno universitario, en el cual los estudiantes conforman un sector representado y representable en los órganos políticos, de gobierno de las universidades.

Esa configuración histórica ha producido la expansión de diversas fórmulas de gobernabilidad (corporativas, clientelares, democráticas, paritarias, prebendarias), asociadas a comportamientos y prácticas que, en ocasiones, han llevado a una marcada apatía política entre los estudiantes o a la construcción de férreos dispositivos de control corporativo sobre los distintos sectores universitarios, pero también, en el otro extremo, al endurecimiento de los intereses corporativos de estudiantes, de profesores y sindicatos. Las reformas a los reglamentos, o la reforma hacia casi cualquier cosa por parte de las autoridades universitarias -es decir sus rectores o directores y sus máximos órganos de gobierno (Consejos Universitarios)-, incluyendo la misma elección o designación de rectores, ha detonado conflictos de ingobernabilidad que suelen dar marcha atrás a las reformas, a las tomas de posesión de autoridades institucionales, o a cambios mayores o menores en las universidades públicas. El conflicto de la UACM del 2013, o los conflictos de 1996-1997 y el de 1999 en la UNAM, son ejemplos representativos de cómo una decisión legítima de las autoridades y órganos de gobierno universitario puede traducirse en clave de ingobernabilidad institucional.

La oposición hacia el cambio en el reglamento interno del IPN forma parte de esa lógica de bloqueo hacia una reforma institucional que viene “desde arriba”, como suele denominarse a estas iniciativas entre los activistas estudiantiles. Bien visto, el conflicto se detonó por dos razones esenciales: primero, por la modificación de los planes de estudios de las carreras profesionales (la “tecnificación de la educación superior”, como fue calificada por los estudiantes movilizados), y por el otro, la exigencia de participación de los estudiantes en estas decisiones académicas. Al calor del conflicto se añadieron la críticas hacia el deterioro del estatus de la formación profesional del IPN, y la exigencia de la renuncia de su Directora General, hasta alcanzar los 10 puntos del pliego petitorio que los estudiantes demandaron a las autoridades federales, y que fueron resueltas rápidamente (y por lo que se ve, satisfactoriamente) por la propia Secretaría de Gobernación.

No hay que olvidar, sin embargo, que el IPN tiene como órgano máximo, colegiado de gobierno institucional, un Consejo General Consultivo, en el cual los estudiantes tiene una participación del 13%, contra 26% de los académicos y el 59% de los directivos, más un 2% de la representación sindical. Además, están los órganos de gobierno de “segundo orden”: los Consejos Técnicos Consultivos Escolares, en los cuales se tratan asuntos académicos como la modificación de planes de estudio, y donde los estudiantes tienen una presencia importante, aunque no mayoritaria ni paritaria. Si es vista en clave de las “repúblicas universitarias”, en donde la composición del gobierno debería reflejar un adecuado equilibrio de la representación (puestos) de los diversos sectores de la institución, esta composición evidencia una suerte de sub-representación de los intereses estudiantiles y una sobre-representación de las posiciones directivas.

Pero ello ha ocurrido en prácticamente todas las universidades públicas en los últimos treinta años. La necesidad de fortalecer la gestión directiva ha llevado a tensiones constantes con la necesidad de la representación democrática; en otras palabras, la necesidad de la gobernabilidad democrática universitaria enfrentada “fatalmente” con la necesidad de la gestión efectiva y la gobernanza institucional. Esa tensión se expresa nuevamente hoy y aquí en el conflicto del Politécnico Nacional. ¿Cómo conciliar esas tensiones? ¿Reformando la estructura de la toma de decisiones para garantizar una legitimidad basada en la representación democrática? O, caso contrario, ¿fortalecer la eficiencia de la gestión directiva disminuyendo o debilitando la lógica de la representación con estabilidad por la lógica de la eficacia con conflicto? Autonomía vs. heteronomía, gobernabilidad vs. gobernanza institucional, forman parte de los dilemas que se han jugado en el IPN en estos días del otoño mexicano, cuyos frutos de temporada son los déficits de deliberación pública y política sobre el tema de la distribución, la concentración y el ejercicio del poder en las universidades públicas mexicanas.

Monday, October 06, 2014

Jóvenes hasta la tumba


Estación de paso
Jóvenes hasta la tumba
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus Milenio, 25 de septiembre, 2014)
Desde hace ya muchos años, circula profusamente la noción de que la juventud es una obligación (casi) moral, una actitud frente a la vida, un conjuro efectivo contra la nostalgia, la memoria y el pesimismo. Las cruzadas sanitaristas contra el envejecimiento, la insistencia pública o privada para practicar sistemáticamente ejercicio y alimentarse saludablemente, la proliferación anárquica de espacios, productos y tratamientos anti-edad (crossfit, vitaminas, antioxidantes, liftings, spa´s, botox, cremas, esencias, hierbas, pócimas, brebajes), la condena en tono regañón hacia el abuso del cigarro, las drogas y el alcohol, forman parte innegable de esa cruzada trans-milenaria. Gobiernos y empresas, autoridades educativas, asociaciones ciudadanas y partidos políticos, se han encargado de insistir con obsesión extraña de que debemos mantenernos por siempre jóvenes, por quién sabe qué y por cuáles misteriosas razones.
Paradoja mayor: cuando todos los estudios y datos disponibles marcan el envejecimiento imparable de la población, aparece el griterío que reclama por la juventud eterna, por la necesidad de mantenernos jóvenes hasta la tumba. Nunca como hoy la esperanza de vida se ha alargado tanto, pero quizá tampoco nunca como hoy se ha venerado tanto la ilusión por mantenernos por siempre jóvenes. La manía surgió desde hace tiempo, con la juvenilización de la cultura popular y de la sociedad de masas, y se confirmó en los últimos años con la multiplicación de extrañas asociaciones entre la frescura, la innovación y la imaginación humana como sinónimos o atributos imperecederos de juventud; paralelamente, se ha desarrollado una condena velada, abierta o políticamente incorrecta frente a la idea de lo decrépito, lo tradicional y lo indeseable de la vejez de las cosas, entre ellas, la edad de los humanos. La actualización del viejo dicho de renovarse o morir se ha impuesto como lema y como norma. El problema es que para hoy y para el futuro, lo que tenemos es un escenario de envejecimiento sin precedentes en la historia humana.
Hasta principios del siglo XX, la esperanza de vida era de sólo 35 años en México. Hoy, un siglo después, es de 76 (y de 78 años para las mujeres). Muchos de nuestros bisabuelos y abuelos (ellos y ellas) murieron antes de llegar a los 60 años de edad. Una combinación de menos hijos por pareja y de extensión de las esperanzas de vida de la población en general, hace que más jóvenes y muchos más adultos habitan los pueblos y ciudades mexicanas. La transición demográfica es una transición imparable y silenciosa: la sociedad de niños y jóvenes de los 2 primeros tercios del siglo XX, ha cedido el paso sin pausas pero sin prisas a la sociedad de jóvenes y adultos del siglo XXI.
En ese contexto de envejecimiento general se ha reproducido la exigencia por prácticas saludables. Mantenerse jóvenes y vigorosos como un asunto de salud pública, casi como una “política de estado”, lo que eso signifique y casi a cualquier costo. Pero no es sólo una ocurrencia o un cálculo de política pública desde el Estado o una nueva vertiente de negocios impulsados por las manos invisibles o enguantadas del mercado. En el campo de la cultura se ha cultivado desde hace tiempo esa adoración por la juventud, una nostalgia por la juventud perdida, un elogio a los jóvenes y sus prácticas, sus rituales y expectativas. Y ningún género como el rock desarrolló tanto la idea de que esa música era la nueva fuente de la eterna juventud, la noción de que las guitarras eléctricas, los pianos y baterías acompañaban la inauguración de una nueva época, dominada por los jóvenes. El rock le metió duro a esa droga: Forever Young, “Por siempre joven”, el himno dylaniano de los sesenta, expresa bien esa adicción.
Que tengas siempre cosas que hacer
que tus pasos siempre sean rápidos
que tengas las cosas claras
cuando corran vientos de cambio
Que tu corazón siempre esté alegre
que siempre te rían las gracias.
Que siempre permanezcas joven
siempre joven, siempre joven…
Dylan, el viejo, tal vez se arrepentiría hoy de sus impulsos juvenilistas. Pero ese espíritu adorna bien el reclamo por la juventud eterna o prolongada que hoy nos invade en forma de mercancías, hábitos y espacios urbanos. Los gobiernos construyen parques lineales, cuadrados o redondos como espacios para fortalecer la cohesión social, los hábitos de vida saludables, la búsqueda de la armonía y la felicidad asociada imaginariamente al deporte masivo. Más aún: si uno mira bien a nuestras ciudades grandes y pequeñas, una nueva república ha nacido: la república de los gimnasios. Por todos lados, pequeños y grandes establecimientos ofrecen caminadoras, pesas, bicicletas fijas, barras, baños saunas, acompañados de servicios de nutriólogos, diagnósticos de masa corporal, dietas, entrenadores de salud. Algunos nunca cierran sus puertas, y muchos abren desde que amanece hasta bien entrada la noche. Por ahí circulan esteroides, pastillas y brebajes extraños para ayudar a los ejercitadores a mantenerse por siempre en forma, jóvenes y saludables. Muchachas y muchachos, señores y señores, no pocos adultos en plenitud y adultos mayores (desde hace tiempo le llaman así a los ancianos), acuden rutinariamente a esos lugares, contratan servicios, alimentan sus ilusiones. Parafraseando a Keats: una belleza terrible ha nacido: la industria del anti-envejecimiento, el nuevo pacto fáustico para una sociedad de Dorians Greys, la búsqueda de la utopía, o la maldición del conde Drácula: ser jóvenes eternamente, renacer cada noche una y otra vez, hasta que el destino nos alcance.