Thursday, July 23, 2020

Gatos muertos (3): gobierno

Estación de paso

Los gatos muertos de la modernización: gobierno

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 23/07/2020)

La expansión y diversificación de la educación superior experimentada desde los años setenta en México fue acompañada de un incremento significativo de conflictos en muchas universidades públicas. En el marco de un régimen político autoritario, las relaciones entre el estado y las instituciones de educación superior se caracterizaron por una tensión constante entre la autonomía y la heteronomía de las universidades con los proyectos y prioridades gubernamentales tanto en la escala federal como en las escalas estatales.

La experiencia del movimiento estudiantil de 1968 se tradujo en la apertura de nuevas universidades federales (UAM) y estatales (como la Autónoma de Ciudad Juárez, la de Baja California Sur, Nayarit o Aguascalientes), institutos tecnológicos federales, y un crecimiento importante de la ofertas privadas. La reforma de las escuelas normales de 1984, que introdujo como requisito de acceso el bachillerato, también colocó a estas instituciones como parte de la educación superior del país. Este fenómeno expansivo fue caracterizado como la “masificación” de la educación terciaria, un concepto que sin mucho rigor lógico ni explicaciones empíricas se asoció a la pérdida de la calidad educativa del sector.

Ambas dimensiones (política e institucional) de la primera ola de expansión colocaron el problema del gobierno del sistema educativo superior en primer plano desde finales de los años setenta. Las señales más importantes de ese reconocimiento fueron la expedición de la “Ley para la Coordinación de la Educación Superior” (LCES) de 1978, y el inclusión en el tercero constitucional de la autonomía universitaria en 1980, acciones mediante las cuales el gobierno federal y las IES públicas se comprometían a articular sus esfuerzos para ordenar, planificar y racionalizar adecuadamente el crecimiento del sistema. Ello daría como resultado el impulso al “Sistema Nacional de Planeación Permanente de la Educación Superior” (SINAPPES), un mecanismo que teóricamente ayudaría a esas tareas de planificación de lo que se percibía como un crecimiento inequitativo, costoso y anárquico de las ofertas públicas y privadas del sector.

Durante los años ochenta, la dramática caída del financiamiento público a las IES derivada de la “década perdida”, significó la configuración de un entorno poco favorable a la planeación del crecimiento. Sin embargo, la expansión de la matrícula continuó a un ritmo acelerado a pesar de la crisis. Fue un comportamiento paradójico y relativamente inesperado para muchos: el ciclo depresivo de la economía y las finanzas públicas ocurrió en un ciclo expansivo de la matrícula de la educación superior. En ese contexto, el problema del gobierno sistémico del nivel prácticamente desaparece de la agenda pública y gubernamental.

Fue a comienzos del salinismo cuando reaparece el tema en la agenda estatal. La idea de la modernización penetra en las políticas de educación superior y se expresa en cambios en las reglas de los interacciones entre las universidades públicas y el gobierno federal. Evaluación de la calidad y financiamiento público condicional, diferenciado y competitivo, se configurará como el núcleo duro de las políticas que dominarán las relaciones entre el estado y las IES durante tres décadas (1989-2018). Esa reforma en las reglas del juego tendrá impactos significativos en las formas de coordinación sistémica y en el comportamiento institucional del sector. A través del uso intensivo de incentivos y recompensas al desempeño, y mediante el enfoque de la Nueva Gestión Pública, la educación superior se constituyó como un territorio dominado por la búsqueda de indicadores de prestigio, calidad y productividad. Para decirlo en breve, el gobierno del sistema se convirtió en el gobierno de los indicadores, dominado por el imperio de las aguas heladas del gerencialismo.

Ello no obstante, los problemas de planeación, coordinación y articulación de las decisiones sistémicas permanecen. Hoy, el gobierno del sistema es la suma de las experiencias y condiciones de dirección, gobernabilidad y gobernanza de las 3,670 instituciones y establecimientos de educación superior que hoy existen. Entre 2000 y 2018 la educación terciaria experimentó un crecimiento promedio anual de 145 mil estudiantes y la contratación de 8 862 nuevas plazas académicas por año, poblaciones albergadas por la apertura de 125 nuevos establecimientos de educación superior tanto públicos como privados cada año. Ello explica la existencia de gobiernos institucionales diversos, donde coexisten autonomía y heteronomía, tamaños y antigüedades diferentes, formas de organización distintas, contextos locales heterogéneos, historias políticas y académicas contrastantes. En sentido estricto, no existe un gobierno del sistema porque en buena medida no contamos con un sistema educativo superior, sino con un conglomerado de establecimientos que obedecen a lógicas de gobierno distintas y contradictorias.

El oficialismo de la 4T pretende incidir en la construcción de un gobierno efectivo del sistema a partir de las ideas de la obligatoriedad y gratuidad de la educación superior incluidas en la reforma del artículo tercero constitucional de mayo del 2019, y a través de la expedición de una Ley General de Educación Superior (LGES) que sustituya la cuarentenaria LCES de 1978. En el anteproyecto se incluye como mecanismo de gobierno un “Consejo Nacional de Autoridades Educativas” que recuerda a la “Comisión Nacional de Planeación de la Educación Superior” (CONPES), derivada de la LCES, que en realidad nunca funcionó como órgano de planeación ni de gobierno del sistema. Sin embargo, hasta ahora, el anteproyecto de LGES no parece estar en la agenda del legislativo dadas las circunstancias impuestas por la crisis sanitaria y económica del COVID-19. Por lo tanto, hasta ahora no se ven gatos nuevos en el vecindario del gobierno de la educación superior. Lo que hay son los gatos viejos (¿muertos?) de la modernización: la burocratización y el gerencialismo.





Thursday, July 09, 2020

Los gatos muertos (2): financiamiento

Estación de paso

Los gatos muertos de la modernización (2): financiamiento

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 09/07/2020)

Las reglas del financiamiento público a las universidades fueron cambiadas a comienzos del sexenio de Carlos Salinas de Gortari. Aunque el gobierno anterior (Miguel de la Madrid) había introducido ya la diferenciación formal entre el financiamiento ordinario (dedicado básicamente al pago de la nómina del personal universitario) y el extraordinario (dedicado a financiar programas específicos de desarrollo de las universidades públicas, según metas fijadas por el gobierno federal), el impacto negativo de la década perdida sobre las finanzas públicas (1980-1990) volvió inviable esa diferenciación.

En un contexto de recuperación económica, el salinismo hizo efectiva la distinción, y la colocó, junto con la evaluación de la calidad, en el centro de las políticas de modernización de la educación superior. Nunca fue clara la relación entre evaluación y financiamiento, pero la formulilla se promovió como si fueran complementarias. A lo largo de los años noventa y las primeras dos décadas del siglo XXI, el financiamiento federal ordinario mantuvo un crecimiento básicamente igual a la inflación (el denominado “irreductible”), mientras que el financiamiento extraordinario quedó sujeto a las reglas que la SEP y la Secretaría de Hacienda imponían a las universidades mediante diversos programas sexenales asociados a bolsas anuales de financiamiento específicas, que no formaban parte del presupuesto “irreductible”, y por las cuales las universidades públicas, en especial las estatales, tenían que competir año con año para obtener recursos adicionales.

Bajo ese esquema, muchas universidades públicas instrumentaron proyectos de financiamiento autogenerados mediante el cobro de matrículas a los estudiantes, la formación de patronatos dedicados a la gestión de donaciones y recursos adicionales, el impulso a la venta de servicios, proyectos o acciones de difusión cultural, o asesorías especializadas al sector público o privado (incubadoras tecnológicas, pasantías, desarrollo de proyectos de innovación). Asimismo, muchas universidades procuraron incrementar los apoyos de los gobiernos estatales (y en pocos casos de gobiernos municipales) para comprometer mayores presupuestos locales para las universidades públicas de cada entidad.

El resultado fue muy heterogéneo, contradictorio y en no pocas ocasiones, conflictivo. La gestión política de los recursos financieros se convirtió en una de las actividades permanentes de rectores y directivos de las universidades. El cabildeo con gobernadores, diputados, senadores, presidentes municipales, funcionarios de la SEP o de la SHCP, a veces en solitario, o a veces con el acompañamiento político de la ANUIES, se “naturalizó” como parte de la gestión institucional universitaria de todos los años. Sin embargo, fue la acumulación de capacidad política de cada universidad la que definió los resultados del juego de las negociaciones presupuestales de cada año.

Si se observa el financiamiento a lo largo de treinta años (1989-2018), el crecimiento del gasto federal aumentó en término reales en un 164%. Sin embargo, comparado con el crecimiento de la matrícula en educación superior ese incremento fue menor, pues esta última variable lo hizo en un 187%, es decir, el financiamiento bruto creció menos que la matrícula total. Si lo vemos en términos del PIB, mientras que en 2019 el porcentaje destinado a la educación superior y el posgrado representa el 0.54%, en 2009 lo hacía en 0.67%. Un crecimiento significativamente menor en sólo una década.

Tomando como indicador el gasto por alumno durante el primer año de gobierno de los últimos cinco sexenios, las cantidades oscilan –a precios constantes de 2019- entre 54 mil pesos (Salinas, en 1989) y los 69 mil pesos (con Zedillo, en 1994). Los primeros años de gobierno de Fox, Calderón y Peña Nieto estuvieron por encima del gasto del sexenio salinista, pero menores al zedillista. En contraste, en el primer año de gobierno de AMLO el gasto disminuyó a poco más de 49 mil pesos por alumno, una cifra incluso menor a la de Salinas (Los datos y cálculos anteriores fueron tomados del documento de Javier Mendoza Rojas “Presupuesto de educación superior 2019”: https://www.ses.unam.mx/integrantes/uploadfile/jmendoza/Mendoza2019_PresentacionSES.pdf )

Los fondos extraordinarios siempre han tenido un comportamiento variable a lo largo de tres décadas (derivados de las crisis económicas de los años 1994-1995 y 2008-2009), pero han representado un financiamiento valioso, a veces simbólico, aunque crónicamente insuficiente para enfrentar problemas críticos como becas a los estudiantes, pago de jubilaciones y pensiones, estímulos a los profesores e investigadores, regularización o contratación de plazas académicas. Sin embargo, para 2019, los fondos extraordinarios sufrieron una disminución dramática del 53% como efecto de la reasignación presupuestal a los programas prioritarios del nuevo gobierno como las “Universidades para el Bienestar Benito Juárez García”, y el de “Jóvenes escribiendo el futuro”.

¿Cómo interpretar lo anterior? Parece claro que la lógica del financiamiento federal estructurada durante tres décadas se ha mantenido constante con el nuevo gobierno. Sin embargo, la redistribución de los recursos se hace hoy bajo los criterios de una austeridad “ciega” y un horizonte de alta incertidumbre económica provocada por la crisis sanitaria que significa la confirmación de un ciclo prolongado de estancamiento y decrecimiento económico, que consolida la crónica debilidad fiscal del Estado mexicano. Los gatos muertos de la modernización, en términos del financiamiento, son fantasmas hambrientos que habitan los pasillos de un panorama sombrío para la educación superior en lo que resta del actual sexenio y, quizá, de la década.