Thursday, May 20, 2021

Gobernar el futuro

Estación de paso Gobernar el futuro Adrián Acosta Silva (Campus Milenio, 20/05/2021) The world is old, the world is gray Lessons of life can´t be learned in a day I watch and I wait and I listen while I stand To the music that comes from a far better land Bob Dylan, ´Cross the Green Mountain Cuando se piensa en el futuro, la imaginación puede ser el límite, pero las prácticas gobiernan el cálculo de las estrategias para su construcción. Pensar el futuro es un ejercicio intelectual y emocional (espiritual en lenguaje antiguo), alimentado por el malestar con los presentes o pasados remotos o recientes. Creencias, intereses, expectativas, símbolos, significados se ponen en juego y se colocan en el centro de los esfuerzos por identificar escenarios, actores, decisiones, fines y medios. En ese sentido, imaginar el futuro es un proceso social de consecuencias políticas; el futuro es siempre una hechura política. ¿Qué tipo de futuros se perfilan en los próximos años en la educación superior, en el contexto de la crisis multidimensional ocurrida entre 2020 y 2021?. La premisa fundamental de cualquier ejercicio prospectivo es el reconocimiento de que ese sector experimenta los efectos de un largo ciclo de pérdidas. Las cosas han cambiado dramáticamente en el transcurso de la crisis sanitaria y económica derivada de la pandemia, obligando a los principales actores del sector -gobierno, directivos de instituciones de educación superior, analistas, estudiantes, profesores- a adoptar estrategias de gestión de crisis para una coyuntura que se transformó con el tiempo en una nueva estructura de restricciones, imposibilidades y constreñimientos. En esas condiciones, la gestión de la crisis educativa ha sentado las bases de su propio futuro como espacio institucional y como territorio de la acción social. Las huellas de la crisis alcanzan aguas profundas. Abandono escolar, aprendizajes inciertos, procesos de socialización interrumpidos en términos culturales, políticos y académicos, desconcierto frente a las nuevas realidades laborales, disminución de las oportunidades vitales, configuran parte de la nueva complejidad social que enfrenta la educación superior. Los comportamientos de este sector han tenido que ajustarse a entornos poblados de incertidumbre y ansiedad, temor y confusión. Frente a un escenario de fatiga socio-institucional inédito para las viejas y nuevas generaciones de estudiantes, directivos y profesores, el orden de las cosas (formado por el imperio de hábitos, rutinas, costumbres) tuvo que adaptarse al ritmo metálico de la crisis. Pero la coyuntura no trajo en sí misma los problemas de acceso, equidad o deserción escolar, los bajos niveles de aprendizaje, la rigidez de las instituciones escolares, o la falta de oportunidades laborales para estudiantes o egresados de la educación superior. Esos problemas ya estaban ahí antes de la crisis. La pandemia los agudizó, los ha hecho más evidentes y graves. El eje explicativo del fenómeno descansa en las estructuras de desigualdad social que se manifiestan nuevamente como desigualdades educativas en las condiciones en que los diversos estratos, grupos y clases sociales enfrentan la crisis. El conocido “efecto mateo” (los que tienen más, ganan más) vuelve a aparecer en el horizonte interpretativo como la causa explicativa de los ganadores y perdedores absolutos o relativos de las condiciones de deterioro de la educación superior. Para los optimistas, la crisis ha significado también oportunidades. El uso de las tecnologías digitales, la inteligencia artificial, la educación a distancia, el empleo masivo de plataformas virtuales, computadoras, teléfonos inteligentes, permitió a estudiantes y profesores establecer un nuevo esquema de enseñanzas/aprendizajes más flexible e individualizado. Pero como en el caso de la desigualdad social, esos dispositivos y tecnologías ya existían antes de la pandemia, aunque su acceso también era y es muy distinto para las distintas poblaciones que habitan la educación superior. Como ilustran los datos de la reciente encuesta aplicada por el INEGI sobre el impacto del COVID-19 en la educación, el costo de la desigualdad de origen explica en buena medida el costo de la crisis educativa superior. Hoy se habla, otra vez, del futuro. En situaciones críticas, el futuro es un fruto exótico, una excentricidad propia de intelectuales y políticos, una droga provocada por la desesperanza, un acto escapista para imaginar la posibilidad y factibilidad de otro tipo de orden para los individuos y sus comunidades y sociedades. Para la educación superior, el desafío es doble. De un lado, se trata de realizar el recuento de los déficits acumulados en el pasado reciente y los daños causados por la pandemia entre las instituciones, las comunidades académicas y los entornos sociales que explican el sentido, las relaciones y contribuciones de la educación superior para un futuro ominoso. Del otro lado, se trata de valorar las herencias de un pasado inhóspito y de un presente incierto en la construcción de un futuro distinto, mejor, para este sector. En cualquier caso, el desafío mayor de la educación superior es gobernar el futuro. Y esa es una labor política y de políticas públicas, no el efecto de fuerzas naturales o inercias institucionales. Si gobernar es dirigir y conducir, el gobierno del futuro requiere de la combinación de voluntad política y capacidad intelectual, de información y conocimiento, de intuición, cálculo y razonamiento. La responsabilidad de la generación de la crisis es asegurar mejores condiciones y mayores oportunidades a los jóvenes de hoy y del futuro. Luego de un largo período de confinamiento y contingencias, de muertes y enfermedad, de acumulación de pérdidas económicas y sociales catastróficas, y de un entorno de violencia que afecta a universitarios y no universitarios, el rostro del futuro puede ser la expresión modernizada de las estructuras oxidadadas de la violencia, la desigualdad y la pobreza, o la oportunidad de imaginar y trabajar en la construcción de un futuro diferente. Pero ningun futuro imaginable o posible para la educación superior se construye sobre las ruinas del presente. Su factibilidad depende de tiempo, ideas, proyectos y circunstancias. La experiencia pandémica ha alterado las percepciones de la temporalidad social y las oportunidades políticas de la educacion universitaria, colocando en el centro la necesidad de una agenda postcrisis que sea capaz de imponer la racionalidad de las decisiones sobre la influencia de los “espirítus animales” que siempre aparecen en el mundo de las relaciones sociales y políticas. Justo por ello, quizá sea el momento de mirar hacia el futuro como una manera de organizar razones y pasiones, tratando de escuchar los sonidos de “la música que viene de una tierra mejor”, como sugiere con parsimonia y prudencia el doctor Dylan.

Friday, May 14, 2021

Legitimidad y producción científica universitaria

Legitimidad y producción científica en las universidades públicas Adrián Acosta Silva (Nexos, Blog de educación, 12/05/2021) Analizar el papel de las universidades en la producción científica o la innovación tecnológica es un asunto complicado. Hay un dilema de entrada: optar por evaluar, medir y comparar cuánto se produce, sus resultados y contribuciones, o inclinarse por analizar los procesos, las condiciones o los factores explicativos de cómo se produce conocimiento en las universidades. Ambas dimensiones pueden ser complementarias en la medida que correspondan a una cierta mirada, una perspectiva que permita distinguir lo cuantitativo y lo cualitativo del fenómeno en cuestión. Quizá valga la pena ensayar una forma de aproximación que satisfaga la doble curiosidad sobre el cuánto y el cómo. Y me parece que es el análisis de las relaciones entre la legitimidad científica, la legitimidad política (de las políticas públicas) y la producción científica, un buen punto de observación para comprender qué, cuánto y cómo se produce ciencia en los contextos universitarios mexicanos. Esa perspectiva considera tres premisas centrales: a) Existen factores institucionales y prácticas académicas que configuran ambientes intelectuales para el desarrollo de procesos que estimulan o inhiben la producción científica; b) la diversidad disciplinaria de las comunidades científicas implica reconocer los distintos modos o patrones de acumulación, transmisión y producción de conocimiento; y, c) la gestión institucional del conocimiento que realizan las universidades como subsistema que alberga a las comunidades cientificas, implica la gestión cotidiana de las tensiones entre la legitimidad científica de sus comunidades y la legitimidad de las políticas gubernamentales. A partir de estas premisas, es posible identificar tres ámbitos de las relaciones entre legitimidad y producción científica. La primera tiene que ver con el conflicto entre las legitimidades. La segunda tiene que ver con el papel de las políticas públicas en la producción del conocimiento. La tercera, con el tamaño, los procesos y productos/contribuciones científicas de las universidades. El conflicto de legitimidades. La producción de conocimiento enfrenta desde hace tiempo una obsesión por la productividad y los resultados más que por los procesos que la hacen posible. La legitimidad de la ciencia descansa en los procesos, mientras que la legitimidad de las políticas científicas se concentra en los resultados. La historia social del conocimiento muestra cómo esa tensión entre las dos racionalidades obedece también a agendas, temporalidades, espacios y actores interesados diferentes. Los científicos y tecnológos forman comunidades de conocimiento que se configuran en largos procesos de formación académica, acumulación de experiencias, liderazgos intelectuales de hombres o mujeres en disciplinas específicas, prácticas de discusión e intercambio entre colegas o condiscípulos; sus referentes son los procesos de investigación. Los gestores y funcionarios relacionados con las políticas forman comunidades centradas en el diseño de agendas, la eficiencia de los instrumentos y la medición de la productividad científica; sus referentes son los indicadores de la investigación. La tensión enunciada no es nueva, por supuesto, y tiene cierto linaje clásico. La lógica de la legitimidad cientifica tiene que ver con el ejericico de la autonomía intelectual y las libertades académicas de investigación y de aprendizajes, un ejercicio que requiere redefinir constantemente las fronteras institucionales que hacen posible las prácticas sociales de los científicos. Esas prácticas tienen que ver con hábitos, rutinas, patrones y éticas de comportamiento ligados a las diversas historias disciplinarias y, en un sentido más amplio, a la propia historia social del conocimiento La lógica de la legitimidad política, por su parte, apunta hacia la relación de la ciencia con los intereses del Estado, con la agenda gubernamental y las proridades fijadas como relevantes para el desarrollo científico o la innovación tecnológica. El impulso al modelo de la “universidad emprendedora” o la lógica del “capitalismo académico”, son ejemplos y explicaciones de la racionalidad política que suele predominar en las políticas científicas o de innovación tecnológica en la era contemporánea. El trabajo científico de nuestras universidades es leche de muchas nodrizas intelectuales: el positivismo, el empirismo lógico, la ilustración, el liberalismo, los paradigmas disciplinarios y multidisciplinarios, el pensamiento práctico, la especulación científica y la innovación. Esas nodrizas se han enraizado de muchas maneras en las universidades, pero su expresión moderna tiene que ver con tres procesos básicos: creación de comunidades de conocimiento, consolidación de prácticas de rigor científico, y ejercicio de libertades académicas y de investigación. Estos principios están en la base de la explicación del sentido institucional, la calidad, consistencia y cantidad de los resultados que tienen que ver con la productividad científica. El poder de las políticas. Construir un sistema de ciencia y tecnología es muy difícil, pero debilitarlo o destruirlo es muy fácil. Y desde hace tiempo, nuestro sistema exprimenta los efectos de fuerzas debilitantes: financiamiento insuficiente, escepticismo o desconfianza gubernamental o de las élites políticas hacia las universidades públicas, condicionamientos crecientes a través de políticas, insistencia en la pertinencia o la utilidad de la ciencia para mejorar la competitividad de las economías, garantizar “el derecho humano” a la ciencia, o el “bienestar del pueblo”. El Conacyt y el Sistema Nacional de Investigadores son las agencias que han permitido la configuración y permanencia del sistema nacional de ciencia y tecnología. Sin embargo, son las universidades públicas, junto con los centros públicos especializados de investigación, las instituciones que realizan las actividades cotidianas y estratégicas en sector, y donde se desarrolllan los procesos formativos e investigativos que sostienen la producción científica. Los programas y recursos públicos son indispensables para apoyar las actividades que realizan las universidades en este campo. La orientación política de las agendas de políticas hacia las necesidades reales o simbólicas del mercado, de la sociedad o del estado, se encuentra siempre en tensión con la autonomía intelectual y académica de las comunidades científicas universitarias. Procesos y productos La producción científica es el resultado de largos y generalmente lentos procesos de formación académica, maduración intelectual y deliberación/discusión de hipótesis, ideas y proyectos, que se desarrollan en el contexto del trabajo de comunidades y redes dedicadas sistemáticamente a esas actividades. ¿Cómo medir la productividad científica? ¿Cuál es el peso específico de las universidades en esa producción? En el transcurso del siglo XXI las métricas de la productividad científica incluyen dos dimensiones básicas: 1) la cantidad de lo que se produce: número de instituciones, programas de posgrado, matrículas estudiantiles, y tasas de ingreso y titulación de maestros y doctores; y, 2) la calidad del trabajo científico que realizan los profesores e investigadores que se dedican al desarrollo de la ciencia y la tecnología, medidas a través de las publicaciones, factores de impacto de las revistas científicas, número de citas de los artículos publicados. ¿Qué tenemos en México? ¿Qué papel juegan las universidades públicas? De acuerdo a los datos del CONACYT, las universidades públicas estatales y federales concentran al 64.4% del total de miembros del Sistema Nacional de Investigadores. La misma fuente indica que existen 2 394 programas de posgrado (especialización, maestría, doctorado) registrados en el Padrón Nacional de Posgrados de Calidad. Considerando que se ofertan actualmente casi 10 mil programas de posgrado en México, los programas de PNPC representan solamente el 23.5% del total. Esos programas concentran a poco más de 52 mil estudiantes de los 390 mil que cursan algún posgrado en el país. Las universidades públicas reúnen la mayor parte de los posgrados acreditados en el CONACYT. Por lo tanto, también estudian en esos programas de maestría y doctorado la gran mayoría de los 50 mil estudiantes de los programas nacionales (sólo 2265 estudian en el extranjero). Si agregamos que 65 de cada 100 miembros del SNI trabajan en las universidades públicas, la conclusión es que los procesos y los productos científicos dependen en términos cuantitativos y cualitativos de los contextos institucionales que ofrecen o representan las universidades públicas mexicanas. Existen 3082 revistas de divulgación científica, pero solo 137 revistas son de investigación, reconocidas como de calidad en el Registro Nacional de Revistas de Calidad del CONACYT. Muchas de esas revistas son hechura de los grupos de investigación que trabajan en las universidades públicas. Sabemos que el impacto de los artículos publicados según los estándares de los rankings científicos, o el registro de patentes e invenciones mexicanas, es muy bajo en comparación a los países que dominan desde siempre esos rubros. Pero hay otros rubros de la productividad cuyos datos son de díficil acceso: el número de libros científicos, de capítulos de libros, de tesis de posgrado dirigidas y concluidas, la participación en la lectura de tesis, la dictaminación de artículos de investigación, las ponencias en congresos y seminarios, forman parte de la hechura de los procesos que están detrás de la productividad científica. En otras palabras, las universidades públicas contribuyen de manera decisiva en los procesos y la productividad científica nacional. Por el número de instituciones, de programas acreditados de posgrado, por la cantidad y distribución territorial de los investigadores nacionales y de los comunidades y redes científicas donde pertenecen o participan, por la cantidad de libros, revistas y artículos publicados de los grupos de investigación, las universidades públicas constituyen un sector estratégico de la ciencia y la tecnología que se produce en México. Hay por supuesto problemas, desigualdades en el acceso a recursos y apoyos, en la condiciones de la producción científica o la innovación tecnológica, en la diversidad disciplinaria y en la consistencia y densidad académica de las prácticas científicas, en la productividad y resultados que caracterizan a las comunidades científicas de las 37 universidades públicas federales y estatales del país. Pero el hecho es que estas universidades constituyen el núcleo duro del sistema nacional de ciencia, tecnología e innovación que tenemos. Y cuando vemos las políticas de financiamiento federal instrumentadas en los últimos años, lo que se observa es un sistemático deterioro de los recursos otorgados tanto a los presupuestos públicos dedicados a las universidades como los destinados a los individuos, grupos y comunidades científicas nacionales. A pesar de ello, la productividad científica se sostiene en condiciones difíciles. Todos los días estudiantes de posgrado, profesores e investigadores leen, discuten, escriben, proponen modelos y explicaciones, prueban hipótesis, especulan, a veces divagan. Se reúnen, conversan, participan en seminarios y foros, en coloquios y congresos virtuales, cuestionan, formulan problemas e imaginan soluciones. La curiosidad y la argumentación racional es la base del conocimiento, y en muchos casos es la fuente de modos, estilos de pensamiento lógico y organización intelectual de dudas, ideas y evidencias. Esos modos, estilos y formas están en el origen de las publicaciones, la presentación de avances, las tesis, las ponencias, las dictaminaciones, las evaluaciones, las patentes o invenciones que configuran eso que llamamos “productividad científica”. Son los procesos que explican los resultados de la ciencia y la tecnología. Y sus actores son condiscípulos y colegas, maestros y aprendices, profesores y estudiantes cuyas afinidades electivas y afectivas están ligadas (por muy diversas razones y circunstancias) con la transmisión, acumulación y producción del conocimiento en las universidades. La legitimidad científica de esos procesos, actores y productos es la base de las prácticas que se desarrollan en los contextos universitarios. La legitimidad política basada en el cumplimiento de indicadores de desempeño, en alcanzar las metas de programas y objetivos de las prioridades gubernamentales, es deudora de los procesos y resultados de la legitimidad científica. Huellas y dilemas Las universidades padecen desde hace tiempo las contrahechuras de políticas erráticas de apoyo a la ciencia y la tecnología. Esa historia continúa y, tal y como están las cosas de la economía y la política, probablemente se agudizarán en lo que resta del sexenio. La dominación de la lógica política de las políticas federales sobre la lógica científica de las instituciones y comunidades del conocimiento asoma como parte de una nueva era de austeridad y restricciones a la autonomía intelectual y académica de las universidades. En otras palabras, la legitimidad política parece imponerse otra vez a la legitimidad científica. Habrá que esperar a que el anteproyecto de ley de humanidades, ciencia, tecnología e innovación que aún se discute en foros y que será votado próximamente en la Cámara de Diputados, determine como se traducirá el lenguaje estatista que domina el anteproyecto (“Consejo de Estado”, “Agenda de Estado”, “Ciencia para el pueblo”) en las nuevas restricciones e indicadores de la productividad científica de las universidades.

Thursday, May 06, 2021

La pedagogía populista

Estación de paso Poder populista: la narrativa bipolar Adrián Acosta Silva (Campus Milenio, 06/05/2021) https://suplementocampus.com/poder-populista-la-narrativa-bipolar/ A lo largo de su historia, los viejos y nuevos populismos funcionan como procesos de socialización política. Ancladas en la narrativa de ellos y nosotros, élites y pueblo, corrupción y bondad intrínseca de unos y otros, las élites populistas transmiten con eficacia discursiva dilemas como justicia o ley, legalidad o legitimidad, participación directa o representación espuria. Ernesto Laclau, en La razón populista (FCE, 2005) coloca la ambigüedad del populismo en el marco más amplio de la teoría de las identidades políticas para analizar los liderazgos presidenciales latinoamericanos surgidos a comienzos del siglo XXI, a raíz del rechazo hacia las políticas económicas neoliberales y los procesos de construcción de las democracias pluralistas en la región. En ciertos contextos y momentos, los argumentos populistas se sostienen a pesar de sus propias falacias, críticas e inconsistencias retóricas y empíricas. Justo por ello, la crítica política a la retórica y las prácticas de la élite populista, y la manera en que esa élite construye la pedagogía de su legitimidad, constituyen dos de las dimensiones que vale la pena considerar para la comprensión de un fenómeno político complejo de no pocas implicaciones económicas, sociales y culturales. La crítica como herejía. “Criticar es un arte social”, escribió alguna vez Walter Benjamin. Y la crítica política bien puede ser una de esas formas artísticas, bajo ciertas condiciones. Observar, escuchar o leer a los actores políticos del oficialismo y de sus oposiciones, la promoción de sus respectivos intereses y creencias, sus lenguajes, sus humores, constituye un valioso objeto de la crítica política. Y frente a la configuración de una nueva zona cero de la democracia mexicana -las elecciones federales y locales de junio próximo-, la crítica política juega un papel simbólico pero relevante para calibrar propuestas, proyectos, ilusiones. El carnaval electoral es, como suelen ser todos, un baile de máscaras. Entre los partidos y sus candidatos a diputados, a gobernadores o a alcaldías y presidencias municipales, aparecen políticos más o menos conocidos acompañados frecuentemente por exfubolistas profesionales, actores o actrices venidos a menos, influencers y youtubers de moda, políticos rescatados de las aguas del olvido o exfuncionarios públicos de distintas escalas y niveles. En un escenario dominado por el tono amenazante e intimidador del obradorismo al árbitro electoral, en su determinación por controlar tribunales electorales y jueces de la corte, la política es un espectáculo que se desarrolla bajo el cielo nublado de improperios, profecías y arrebatos presidenciales, que se mueven siempre en los difusos límites de la legalidad institucional y la legitimidad política. Pero la política es un oficio y un espacio. Y los oficiantes de ocasión coexisten en los espacios institucionales formales o informales que la maltrecha y siempre insatisfactoria democracia mexicana ha construido en el último cuarto de siglo para organizar las pasiones, razones e intereses propios de una sociedad compleja, heterogénea y desigual. Partidos, procesos electorales, medios de comunicación, debate público, participación ciudadana, organizaciones civiles, búsqueda de gobiernos capaces de coordinar y dirigir legítima y eficazmente los asuntos públicos, forman parte de los componentes construidos en medio de crisis económicas, malestar social y optimismos políticos de diverso signo y orientación. Entre los bordes de esos factores, el ejercicio del poder y la autoridad encuentran diversas interpretaciones, alcances y límites. Pedagogía política del populismo. La pedagogía política del oficialismo es la música de la temporada. Es una pedagogía hecha de retazos moralistas, arrebatos patrióticos, creencias religiosas, retórica autoritaria y certezas autocráticas. Es música constante, repetitiva, hostil a la duda y a la crítica, una pedagogía que adquiere sentido como el cemento de la coalición populista que desde hace tiempo emerge en el horizonte político mexicano. Es una coalición impermeable a la crítica, que se cultiva todos los días desde el púlpito presidencial, asentada en una popularidad constante y empeñada en sumar adeptos (creyentes) contra herejes, escépticos y críticos (reaccionarios y conservadores). Las aguas profundas de esa pedagogía tienen su origen en los patrones de socialización política que influyen en la formación de las élites políticas mexicanas del último medio siglo. Ahí, en el centro de esos procesos, se encuentran las explicaciones causales de las fuerzas que impulsan tanto el autoritarismo como la democratización de la vida política nacional. La élite populista que representa el obradorismo es una de esas fuerzas. La retórica anti-crítica y la pedagogía bipolar forman dos de los pilares de la legitimidad populista. De ahí surgen símbolos, imágenes e ilusiones que articulan formas más o menos eficaces de racionalidad comunicativa con las bases sociales y electorales que sostienen el edificio del populismo oficialista. Esa eficacia contrasta con la incapacidad discursiva o la insuficencia práctica de las oposiciones de izquierda y derecha que cuestionan, denuncian o señalan los efectos catastróficos del populismo en la política, la economía, la sociedad o la cultura. El endurecimiento de esas tensiones entre el oficialismo y sus oposiciones configura el escenario político de la coyuntura mexicana.