Friday, August 26, 2016

Crítica de la razón útil

Estación de paso

Crítica de la razón útil.

Un nota sobre el agua, lo inútil y el enseñar a pensar

Adrián Acosta Silva

(Publicado en Campus Milenio, 25/08/2016)

Desde hace tiempo un nuevo utilitarismo se ha instalado firmemente en el centro de los discursos pedagógicos y educativos en prácticamente todo el mundo. Se trata, para decirlo en breve, de eliminar todos aquellos cursos y contenidos que no aporten alguna utilidad concreta a la formación de los estudiantes universitarios, algo que les pueda ser verdaderamente útil y práctico en su vida profesional. Por supuesto, lo “inútil” se asocia a lo superfluo, a lo prescindible, a todo aquello que no tenga una aplicación específica para las profesiones. Este espíritu de la época domina el mundillo educativo, y ha dado un enorme respaldo a enfoques de moda como el de las competencias, que, bien visto, no es más que una retahíla de lugares comunes: trabajo en equipo, calidad, gestión de la información, eficiencia en el uso de las TIC´s, cursos masivos en línea (MOOC´s). Y para las universidades, presionadas desde hace mucho para hacer más con menos, significa seleccionar mejor a sus estudiantes, optimizar recursos, mejorar los ambientes escolares, reformar curricularmente sus programas, evaluarlos, estandarizarlos, compararlos, hacerlos competitivos local, nacional e internacionalmente. La música de los incentivos actúa en forma de pequeños sobornos cotidianos: más titulados, más recursos; mejores indicadores de calidad, más reconocimientos; más profesores doctorados, más prestigio y calidad institucional; más publicaciones, más dinero para los bolsillos de los profesores.

En no pocas universidades se han puesto en marcha políticas de eliminación o reducción del conocimiento “no útil”, que casi siempre tiene que ver con las humanidades. La literatura, la poesía, la historia, la filosofía o la sociología, forman parte del cuadro básico de materias y contenidos que ven reducido su peso específico en los programas de licenciatura y posgrado de las universidades. El resultado es lo que vemos: en nombre de la austeridad, la eficiencia, la rendición de cuentas y la evaluación de la calidad, un nuevo utilitarismo aparece triunfante en el horizonte educativo de nivel superior.

El tema, desde luego, no es reciente. Pero la tensión entre los humanistas, los científicos y los administradores universitarios perdura y se reproduce ocasionalmente. Un par de ejemplos recientes reavivan o recuerdan, desde posiciones distintas, esas tensiones y discusiones, y son representativos de las cargas de fondo del debate intelectual sobre las implicaciones del neo-utilitarismo educativo.

Uno de ellos proviene del campo de la literatura, y lo representa con nitidez el discurso pronunciado por David Foster Wallace, el malogrado escritor norteamericano que se suicidó a los 46 años. Se trata de un discurso –el único pronunciado en su vida- en ocasión de una conferencia a la que fue invitado a impartir en 2005 con motivo de una ceremonia de graduación ante miles de alumnos de la Universidad de Kenyon, ubicada en Gambier, Ohio. Ahí, el autor de La broma infinita (considerada como una de las 100 mejores novelas en lengua inglesa de todos los tiempos), comienza sus palabras con una pequeña historia a modo de parábola que se ha vuelto célebre: “Había una vez dos peces jóvenes que iban nadando y se encontraron por casualidad con un pez mayor que nadaba en dirección contraria y les dijo: ´Buenos días, chicos: ¿Cómo está el agua? ´Los dos peces jóvenes siguieron nadando un trecho; por fin, uno de ellos miró al otro y le dijo: ¿´Qué demonios es el agua?´. (David Foster Wallace, Esto es agua, Literatura Random House, 2015, España)

La parábola que emplea el autor es un pretexto para indicar un hecho central: la incapacidad cotidiana para observar y pensar en lo obvio. Y esa incapacidad tiene que ver con el contexto cultural general y con el tipo de educación universitaria predominante, donde la libertad de pensar se encuentra bajo la tiranía de lo útil. La pérdida de esa libertad tiene como alternativas “la inconsciencia, la configuración por defecto, la competitividad febril; la sensación constante y agobiante de que has tenido algo infinito y lo has perdido”.

El otro abordaje pertinente para la crítica de la razón útil proviene de la filosofía. El italiano Nuccio Ordine publicó hace tiempo un manifiesto titulado con un oxímoron: La utilidad de lo inútil (Acantilado, Barcelona, 2013). Es un recorrido por el pensamiento clásico y contemporáneo en torno a las nociones de lo que es útil o práctico y lo que no lo es. Y la segunda parte del libro lo dedica justamente al tema de la “universidad-empresa”, a los “estudiantes-clientes”, a los “profesores-burócratas”. La reflexión de Ordine es envenenada: señala como en muchas universidades europeas se trata de hacer más “agradable” el proceso de aprendizaje facilitando exámenes y recortando los programas. Pero también lo hace Harvard. Dados los elevados costos de la matrícula, los estudiantes se consideran y se comportan frecuentemente como clientes, por lo que “no sólo esperan de su profesor que sea docto, competente y eficaz: esperan que sea sumiso, porque el cliente siempre tiene la razón”. La importancia de los ingresos por encima de los saberes determina lo que es útil y lo que no lo es.

Hoy que se vuelve a abrir el debate mexicano en torno a los modelos educativos y sus finalidades (“aprender a conocer”, “aprender a hacer”, “aprender a aprender”) parece conveniente considerar la importancia de colocar en el centro el ejercicio de la libertad de pensar que sugiere Wallace, o la ”inesperada utilidad de las ciencias inútiles” que propone Ordine. Se trata de colocar en el centro la importancia de la búsqueda de la verdad, el reconocimiento de la curiosidad intelectual y la necesidad de la imaginación como los combustibles insustituibles del pensamiento universitario, combustibles raros en los nuevos discursos pedagógicos y educativos que suelen gobernar los climas institucionales en muchas universidades.

Friday, August 05, 2016

Cabeza de turco

Estación de paso

Cabeza de turco

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 04/08/2016)

Los hechos son conocidos: la tarde del pasado 15 de julio, se puso en marcha un golpe de estado contra el gobierno del presidente de Turquía Recep Tayyp Erdogan, que movilizó al ejército turco y a miles de ciudadanos de ese país. En medio de la confusión, se supo que una facción del ejército apoyada por altos funcionarios y policías se había levantado en armas contra Erdogan, su gobierno y su partido (“Partido de la Justicia y el Desarrollo”, AKP por sus siglas en turco), por considerar que es un régimen corrupto, despótico y autoritario. Esa misma noche, el propio Presidente anunciaba la captura de los culpables y el restablecimiento del orden institucional. El intento golpista había fallado.

En medio de ese restablecimiento el gobierno ordenó inmediatamente apresar y destituir en masa a miles de dirigentes, funcionarios y políticos, acusados de participar en la revuelta. Nunca como ahora la expresión “cabeza de turco” (el equivalente a la de “chivo expiatorio”) tuvo tanta aplicación política, simbólica y práctica, para focalizar la venganza presidencial en individuos y comunidades específicas. Y entre esos miles, se encuentran rectores, académicos y funcionarios de las universidades públicas y privadas del país. Según fue dado a conocer por distintos medios, una de las acciones inmediatas fue la “purga” de más de 15 mil maestros del sistema educativo básico, además del despido de “todos los rectores y decanos de facultades (1, 577 académicos)”, por orden directa del Presidente turco (La Vanguardia, Barcelona, 20/07/2016). Además, “a los profesores y empleados de las universidades se les prohibió salir al extranjero y se exigió a los que participan de intercambios que regresen” (El País, 21/07/2016). Se decretó también “el cierre de 15 universidades y de 1043 escuelas privadas y residencias de estudiantes” (El País, 24/07/2016).

Estos acontecimientos ocurren en uno de los países de la zona euro-asiática que más rápidamente se han occidentalizado en una región dominada por el islamismo. Con más de 180 instituciones de educación superior públicas y privadas (de las cuales 104 son universidades públicas sostenidas por el Estado), que tienen una población de más de un millón de estudiantes, el sector educativo superior es un conglomerado de universidades tradicionales y modernas que realizan investigación, imparten cursos de pregrado y posgrado, y cada vez más realizan intercambios con numerosas universidades europeas y norteamericanas.

Las dos principales universidades turcas son la de Estambul, fundada en 1453, y transformada en 1933 como universidad pública, en el contexto de la constitución de la actual República de Turquía, y la de Ankara, fundada en 1946, y que se presenta como la “primera universidad de la República”. Según aparece en sus sitios web, la primera tiene 90 mil estudiantes de pregrado y posgrado y la segunda 40 mil con 1639 profesores. Ambas instituciones reflejan en buena medida el perfil de la educación universitaria turca contemporánea, como espacios académicos dominados por el interés científico y profesional propio de las repúblicas laicas, coexistiendo con una cultura cotidiana dominada abrumadoramente por el islamismo.

Pero esas universidades reflejan también la accidentada historia política de su país, una historia de tensiones entre un régimen democrático semi-presidencialista, liberal y laico, impulsado por el Partido Republicano del Pueblo (CHP) -fundado por Mustafá Kemal Atatürk, un liberal de filiación centro-izquierda, y considerado como el fundador de la Turquía moderna en los años treinta-, y un régimen democrático teóricamente laico pero prácticamente proto-islamista, representado por el gobernante AKP. En ese contexto se formaron liderazgos como los del expresidente Abdullah Gül (2007-2014), antecesor del actual presidente Erdogan. Güll fue rector de la Universidad de Estambul, antes de ser nombrado primer ministro (2003-2007), y de fundar, junto con Erdogan, el Partido de la Justicia y el Desarrollo. Pero esas instituciones fueron también parte del desarrollo de la trayectoria política de Fetullá Güllen, el intelectual, teólogo, empresario y predicador que fue mentor del actual Presidente turco y que ahora vive exiliado en los Estados Unidos, y al que Erdogan acusa de la autoría intelectual y organizativa del fallido golpe de Estado. Esa historia política, de alianzas frágiles y de pleitos sólidos, es la historia de la constitución de un sector universitario ligado a los intereses de las elites del poder gubernamental turco.

Pero las universidades turcas son instituciones que, en sentido estricto, no tienen autonomía política. Ese es el el hecho que explica el acontecimiento de la purga universitaria. Sus rectores son propuestos por académicos y un Consejo Nacional de Educación Superior (dominado por el gobierno), pero son nombrados por el propio Presidente de la República. Es decir, aquellos órganos proponen pero el Presidente dispone. Eso asegura al ejecutivo turco un enorme poder para decidir los máximos puestos de responsabilidad universitaria, pero también para remover o nombrar a los profesores universitarios. Ello explica la celeridad de las acciones de destitución y despido de rectores y académicos. Las primeras reacciones frente a los hechos, acaso inspiradas por el temor, han sido de pasividad. Hasta ahora, ni los estudiantes universitarios, ni los académicos, ni los propios rectores, han manifestado su posición frente a las acciones presidenciales, y la comunidad académica internacional ha permanecido en silencio frente a una acción que, de haberse producido en América Latina o en Europa, por ejemplo, habría provocado muy probablemente movilizaciones por la violación de la autonomía universitaria.

La historia de las rebeliones y de los reordenamientos políticos colocan a las universidades en posiciones muy complicadas y Turquía no es la excepción. Hoy, los rectores y muchos profesores e investigadores cumplen el papel de “cabeza de turco” para el gobierno de ese país, empeñado en destruir cualquier rastro del intento golpista. Los colocan como aliados de los golpistas y como parte de las redes de influencia del Imán Güllen. Atrapadas y arrastradas por la vorágine de violencia y política de la coyuntura, es claro que no corren buenos tiempos para las universidades de la hermosa y convulsiva República de Turquía.