Saturday, December 27, 2014

Vidas paralelas



Vidas paralelas

Adrián Acosta Silva


Unas veces tienes suerte y otras no. Toda biografía está sujeta al azar y, empezando por la misma idea, el azar –la tiranía de la contingencia- lo es todo.
Philip Roth, Némesis

Uno nació en Toronto, Canadá, el 12 de noviembre de 1945. Otro, tres años después, en Londres, Inglaterra, el 21 de julio de 1948. Ambos se involucraron muy jóvenes en el mundo del rock, uno escuchando obsesivamente música folk, blues y rock and roll, y el otro sumergiéndose en las aguas profundas del rythmin´ and blues. Ambos decidieron, antes de los veinte años, tratar de construir carreras como músicos profesionales, compositores y cantantes de rock, explorando sus diversas influencias rítmicas y tratando de crear un estilo distintivo, propio, singular y al mismo tiempo plural, un espejo de sus tiempos y circunstancias. A lo largo de los años setenta, ambos personajes se convirtieron en estrellas de rock, populares y admirados por legiones enteras de fans, grabando discos y emprendiendo giras por diversos países, en especial Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, Irlanda, Escocia, Australia. Hoy, ambos personajes se acercan rápidamente a la frontera de los setenta años, haciendo lo que saben, pero desde dos perspectivas vitales distintas.

Uno es Neil Young; el otro es Cat Stevens, renacido hace casi treinta años como Yusuf Islam. Ambos han experimentado vidas paralelas, similares pero al mismo tiempo diferentes, líneas que nunca se cruzan. Young decidió tomarse en serio el espíritu hippie, traduciendo con ese lenguaje su vida y circunstancias. Amor y paz, conservación de la naturaleza, coleccionista de autos antiguos y trenes eléctricos se convirtieron en sus obsesiones vitales. Como relata en sus memorias, publicadas en 2012 (traducidas al español como Memorias de Neil Young. El sueño de un hippie, 2014, 2ª. Ed. Malpaso, Barcelona), la soledad es la fuente de todas sus inspiraciones, pero es la compañía de sus amigos la que proporciona estabilidad y sentido a sus procesos creativos. Presa de la poliomelitis en su niñez, y de la epilepsia desde su juventud, con dos hijos nacidos con problemas de parálisis cerebral, Neil Young ha transitado un largo camino de experimentación y creación, convencido de que la música “es una tormenta de los sentidos, es el clima del alma, inacabable e insondable” (p.124). A lo largo de este trayecto largo, ha grabado 44 discos como solista, frecuentemente acompañado por su banda de cabecera, Crazy Horse. Este año grabó su disco Storytone, un sorprendente experimento de mezclas impuras, una tormenta de sonidos eclécticos, donde sus relatos, guitarra eléctrica y voz lúgubre y triste son acompañados por 92 miembros de una orquesta sinfónica, con todo y oboes, cellos, pianos, violines, clarinetes, flautas, trombones, órganos y saxofones.

Cat Stevens, por su parte, se fue por otros caminos. Luego de sus éxitos de los años setenta, hacia finales de esa década experimentó una crisis existencial y de salud que lo llevó a su conversión espiritual hacia la religión musulmana. Re-bautizado como Yusuf Islam, el antiguo Gato se refugió en una mezquita de Londres construida con el dinero de su pasado como estrella pop, para sumergirse en las aguas dulces de la lectura del Corán, los misterios de Alá, y el estudio de la vida de su profeta, Mahoma. A lo largo de los años ochenta no se supo mucho de él, y reapareció en la escena pública a principios de los noventa, cuando apoyó la condena que el Ayatola Jomeini hizo a Salman Rushdie por la publicación de sus Versos Satánicos, lo que provocó que miles de sus fans escupieran su nombre y destruyeran sus discos. No fue hasta el 2006 cuando el viejo Cat Stevens reaparecería con un nuevo disco (An Other Cup), al que le siguió Roadsinger (en 2009), y que le ha llevado a grabar un nuevo disco, el número 14 de su carrera, publicado hace apenas un par de meses: Tell´Em I´m Gone (algo así como “Díganles que me fui”) un homenaje al R&B a través de la reinvención de canciones de Luther Dixon, Al Smith, Jimmi Davis y de sus contemporáneos Edgar Winter y Procol Harum, además de nuevas composiciones del propio Yusuf.

Es posible que el espíritu rebelde del rock y el blues anime los impulsos creativos del músico londinense, que ahora estará cumpliendo los 66 años. Quizá eso confirmaría que, afortunadamente, los intentos de exorcismo de los demonios del rock que habitan el alma profunda de Cat Stevens no han podido ser sustituidos por los ángeles invocados por la figura del propio Yusuf Islam. Esas dos almas contradictorias habitan la fuente de inspiración de un músico extraordinario, capaz de componer rolas espléndidas aún desde los rincones oscuros o iluminados de alguna mezquita en Dúbai.

Por su parte, Neil Young permanece alejado de las drogas y el alcohol, en parte por prescripción médica, en parte por convicción propia. Corría el riesgo de convertirse en un individuo hosco, malhumorado y aburrido. Eso le llevó a escribir sus memorias, pero también a reinventar su sonido, tal y como aparece en Storytone. Está obsesionado con la producción de combustibles anticontaminantes, la lucha por la paz, y la creación de un nuevo formato digital para escuchar con la mayor pureza posible el sonido de la música (el proyecto Puretone). “Un hippie con demasiado dinero es capaz de cualquier cosa”, ha dicho en diversas ocasiones. Desde la sobriedad, el rockero canadiense sigue buscando nuevas canciones y sonidos, bajo la luz tenue de sus 69 años.

Young y Stevens-Yusuf Islam (o “Yusuf Stevens”, o “Cat Islam”) representan dos trayectorias diferentes pero paralelas. Uno atravesando por los claroscuros vitales de una carrera de más de medio siglo blindado por un sólido sistema de creencias fuertemente ancladas en las utopías hippies de los años sesenta, un tanto metafísicas, otro tanto laicas y bastardas. Otro, intentando reconstruir su pasado y presente desde un sistema de creencias religiosas basado en el Corán. Uno mira el futuro desde las pérdidas y ganancias de una vida contradictoria y múltiple; el otro, desde la certeza que proporciona la hipótesis de un dios absoluto, sabio y bondadoso. Dos formas de mirar, desde el rock, los múltiples horizontes de una modernidad devastada y contradictoria, representada por músicos de tonalidades diferentes, cuyas narrativas descansan en los restos de una época que no volverá.

Thursday, December 11, 2014

Ochenta libros


Estación de paso
Ochenta libros
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus-Milenio, 11 de diciembre, 2014)
Fueron un poco excesivos, un tanto arriesgados, poco prudentes. Pero tratarlos y exhibirlos públicamente como criminales, como delincuentes del fuero común, dignos de darles un escarmiento carcelario como muestra de que el imperio de la ley si se cumple en Jalisco y en México, revela un poco el espíritu de los tiempos, donde el mundo plano de las mentalidades de purezas intolerantes domina percepciones, juicios y representaciones. Los 3 estudiantes de la carrera de letras hispánicas de la Universidad de Guadalajara que fueron sorprendidos llevando ochenta libros escondidos en sus mochilas en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara celebrada la semana pasada, atrapados por los guardias de seguridad a la salida del recinto, configuran una postal de la época. De inmediato, algunos libreros, autoridades locales, ciudadanos comunes y opinadores profesionales o de ocasión, clamaron por la aplicación de toda la fuerza del Estado contra los malhechores, no a la impunidad, castigo ejemplar a los ladrones de libros de Guadalajara.
La práctica de robar libros es añeja y arraigada en algunos sectores universitarios. Los que nos hemos formado en las universidades públicas –“estudihambres”, como les dicen hoy los muchachos de Guadalajara- hemos realizado en algún momento ese ejercicio. Y aquí, como en muchas otras situaciones de la vida mundana, hay dos clases de hombres: los que lo aceptan y los que lo niegan. En ferias de libro, en librerías, en bibliotecas, donde se pudiera, revisar libros, concentrar la atención en algunos, mirar su precio, forma parte de proceso de selección de uno o dos ejemplares que, de otro modo, jamás podrían llegar a nuestras manos. El precio o la rareza de los ejemplares en exhibición se convierten en causa suficiente para convertirlos en objetos de deseo, en imanes irresistibles para practicar el viejo arte de la cleptomanía ilustrada, a sabiendas de que se puede ser atrapado en cualquier momento, exhibido públicamente y eventualmente ser llevado a las mazmorras municipales, para escarnio propio y ajeno. La adrenalina que corre por las venas de los interesados por poseer libros que de otra forma serían inaccesibles, alimenta la ansiedad y la sensación de temor y emoción de los involucrados, combustibles para la acción ilegal y temeraria de robar un libro en público, a la vista de todos.
Que se sepa, nunca se ha cometido un asalto a librería alguna en México, por lo menos no para llevarse libros. Se asaltan bancos, restaurantes, comercios, personas en la calle, camiones de valores. Pero nunca, jamás, librerías ni cantinas. No hay cárteles ni organizaciones dedicadas al robo de bibliotecas o librerías. En un país de no-lectores, es un tanto difícil imaginar a quién se le puede ocurrir organizar un mercado negro de libros; para eso ya están los servicios de fotocopiado en todos los campus universitarios del país. Por eso, el robo de libros es un arte mayor, sólo para especialistas, un arte cultivado a fuerza de interés y pasión por la lectura, un hábito exótico y delicado entre los mexicanos, y que justo por eso debería ser reconocido. Arriesgar la libertad o la reputación por leer un libro, por poseer un bien de papel, individualizarlo como todos los libros, tenerlo a disposición para ser leído una y otra vez por un lector extasiado con su objeto, es, o debería ser, un acto reconocido y premiado por los propios libreros, por las autoridades, por los ciudadanos y hasta por el Estado mismo. (De hecho, en la clausura de la FIL, el Presidente de la misma, Raúl Padilla, recordó el incidente como parte del anecdotario de la Feria, y como parte de las prácticas que suelen asumir los vendedores de libros en todas partes).
¿El monto del hurto?: 80 libros, cuyo costo se calculó en 18 mil pesos, según informaron diversos medios locales y nacionales. Es decir, en promedio, libros de 225 pesos cada uno, o sea, 6 mil pesos para cada uno de los 3 participantes en la acción, bajo el supuesto de que sean vendidos en su precio de venta. Si ello es cierto, muy probablemente nadie se los compraría, pues seguramente no los venderían no tanto por el valor de los ejemplares como por el desinterés generalizado que hay sobre la lectura. Los libros, dijo Borges, siempre están en busca de lectores, hasta hallar uno al que probablemente le pueden cambiar la vida. En este caso, el destino de los libros no es otro que el de ser atesorados por los jóvenes estudiantes de letras, colocarlos en sus bibliotecas personales, leerlos, subrayarlos, prestárselos a otros amigos y compañeros, citarlos, recordar sus frases, anotar sus dudas, servirles de inspiración para otras lecturas. Sería interesante saber que libros fueron los expropiados por los muchachos: ¿Poesía, literatura, ciencias sociales? ¿Swedenborg, Montaigne, Borges, Calvino, Cortázar, Pacheco? ¿Roth, Zweig, Tólstoi, Pitol, Ceestboom? No hay que descartar a Paulo Coelho, a Jorge Volpi, las memorias del Chavo del ocho, o los consejos de urbanidad y belleza de Gaby Vargas (a estas alturas, uno no sabe nunca nada).
Mal está el asunto cuando los ladrones de libros, esa especie en peligro de extinción, son condenados por la opinión pública. Peor está que los lleven a la cárcel y los exhiban ante los medios al mismo nivel de narcotraficantes, secuestradores y asesinos. El sentido común aconsejaría quitarles los libros, devolverlos a los libreros y despedir a los muchachos con una amonestación y una palmadita en la espalda. Eso le ayudaría a pensar mejor su próximo hurto, a refinar su atención en unos pocos ejemplares, a desarrollar los hàbitos de la paciencia, a dominar sus ansiedades, a disimular su voracidad e interés, organizarse mejor. En otras palabras: a mejorar sus destrezas en el viejo y delicado arte de robar libros. Después de todo, tal vez los involucrados recordaban que el viejo Schopenhauer tenía razón cuando se preguntaba: “¿cómo no sentir ganas de llorar al ver el grueso catálogo de libros en venta, con sólo pensar que, de todos esos libros, ninguno sobrevivirá más de diez años?”.

Thursday, November 20, 2014

Cenizas y huesos


Estación de paso

Las cenizas y los huesos

Adrián Acosta Silva

Señales de Humo, Radio U. de G., 20 de noviembre de 2014.

Ya se sabe, o se creía que se sabía: “peor” es un término elástico. Y cuando muchos creían que ya nada más podría ser peor en México, estalla el horror de Iguala, la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, imágenes de cenizas y huesos, fosas perdidas, cuerpos no identificados. Y con ello, o junto a ello, la expansión de un lenguaje confuso, atropellado, una narrativa que intenta explicar, con poco tino, el espectáculo que se desarrolla ante nuestros ojos, inagotable y múltiple: crimen de estado, debilidad del estado, fracaso político, fallas de la sociedad, fallas del gobierno, estado anómico, violencia legítima, consecuencias del neoliberalismo, el imperio de los anarquistas, la rebelión de los vándalos. Y de ahí a la explicación instantánea de causas, efectos y pronósticos de escenarios futuros: la justificación del fuego como mecanismo purificador de los males públicos, la destrucción de edificios y oficinas de gobierno, la legitimidad de la acción directa en forma de bloqueos y saqueos, el discurso y las prácticas incendiarias, la proliferación de capuchas, pañoletas, camisas negras, quema de libros, policías ensangrentados, burócratas y funcionarios temerosos, políticos pasmados, ciudadanos confundidos, aturdidos y asombrados (situados en las sombras).

Y mientras, los medios registran como pueden y saben los sonidos del caos: entrevistas, imágenes, fotografías, mesas de análisis de coyuntura, reflexiones al vapor, invocaciones al principio de autoridad, reclamos de vuelta al orden perdido, llamados desesperados a la reconciliación, sensación de que “todo lo sólido se disuelve en el aire”, pérdidas económicas y comerciales, inversionistas nerviosos, imperio de la indignación moral, condenas gubernamentales a grupúsculos anónimos que se mueven ágilmente entre las multitudes como portadores de proyectos de desestabilización del régimen. Muchos se asumen con la obligación de manifestarse, de gritar, de movilizarse, de protestar, y condenan o lanzan miradas reprobatorias a quienes no se pronuncian aquí mismo y ahora. Académicos, estudiantes, sindicalistas, activistas, intelectuales, militantes de partidos políticos, directivos universitarios, organizaciones sociales y no gubernamentales, los señores de los negocios, líderes empresariales y líderes religiosos. Pero no todos ven lo mismo, ni interpretan las mismas cosas. El fuego cruzado de diagnósticos contradictorios asoma en el horizonte discursivo: falta de valores, ineficacia de la autoridad, invocaciones desesperadas al estado de derecho, corrupción, ilegitimidad, violencia legítima, orden social, vandalismo, anarquismo, provocadores suministrados por el Estado, provocadores suministrados por la sociedad civil, desconfianza de la autoridad, engaño, traición, manipulación. Exigencias de aplicar la fuerza de la ley, reclamos de justicia instantánea, de presentar vivos a los que muy probablemente ya están muertos, negación de los asesinatos, rechazo a la resignación y al duelo, llamados a la movilización como única posibilidad de aceptación del horror.

El espectáculo coyuntural reúne los ingredientes de una tormenta perfecta: ingobernabilidad, desestructuración, fracaso de la política, expansión de la espiral incontenible de la violencia, los sonidos guturales de la bestia ubicua y siempre acechante de la anti-política. El espíritu de los tiempos es interpretado en clave de ansiedad y de acción inmediata y directa, un espíritu gobernado por todo tipo de creencias dramáticas sobre el derrumbe inminente del sistema y la ausencia de cualquier futuro para el país.

La clase política y los partidos son sacudidos por la crisis. Desde la izquierda, el PRD y MORENA y sus satélites partidistas son zangoloteados por medios y ciudadanos por su relación con el ahora encarcelado expresidente municipal de Iguala; el PRI y sus satélites permanecen agazapados detrás del Presidente, esperando señales para tomar posiciones; el PAN, desde los púlpitos de la derecha, solo atina a confusos llamados al orden y a la paz, lamentando el estado de las cosas.

No son buenos tiempos para el país. No son buenos tiempos para la República. Hubo mejores tiempos para el Estado y para los ciudadanos. Lo peor como concepto elástico y el fondo como concepto relativo. Siempre se puede empeorar, siempre se puede ir más al fondo. Y con todo, en el espectáculo de una coyuntura de crisis, indignación y mal humor nacional, la necesidad moral de condenar la violencia gubernamental o social, de señalar los déficits institucionales y de autoridad de un Estado débil o ausente, y la necesidad política de reconstruir nuevas formas de intermediación eficaz y legítima de las demandas y exigencias sociales, de re-pensar las formas de la representación política, de evaluar los efectos perversos y no deseados de un orden social que se reproduce cotidianamente en el contexto de la profunda desigualdad y pobreza de millones distribuidos en todo el territorio nacional. Y ahí, justo en el centro de las imágenes de coyuntura, el mapa y el territorio de Ayotzinapa, que representa con fidelidad el brillo oscuro de las bestias negras de nuestras pesadillas más tristes, sanguinarias y salvajes.

Las universidades y el síndrome del profesor Holyoke


Estación de paso

Las universidades y el síndrome del profesor Holyoke

Adrián Acosta Silva

(Publicado en Campus-Milenio, 13/11/2014)

En 1769, Edward Holyoke, Presidente del entonces Colegio de Harvard durante 32 años (la hoy prestigiosa universidad norteamericana ubicada en Boston), confesaba, lastimoso, a sus amigos, postrado en su lecho de muerte: “si algún hombre quiere verse humillado y mortificado, debería llegar a ser presidente del Harvard College”. Esta frase sintetizaba la experiencia amarga, llena de incertidumbres, presiones, grillas, fracasos y tensiones que el viejo y cansado profesor Holyoke había experimentado en el transcurso de su desempeño como funcionario de ese animal extraño, paradójico y conflictivo que es la universidad contemporánea. La frase también permite entender, más allá del peculiar contexto de las universidades norteamericanas, el hecho de que la conducción institucional de una organización como la universidad es una labor esencialmente política, que requiere un conjunto de recursos simbólicos, académicos e institucionales no sólo para tener acceso al poder sino también para tratar de ejercerlo de manera eficaz, dos caras del mismo proceso que suelen provocar un enorme desgaste a los funcionarios y alimentar, al mismo tiempo, un malestar creciente o latente entre muchos o algunos de los miembros de la comunidad universitaria.

Tal vez las palabras del Holyoke resulten poco apropiadas para el caso de la experiencia de los rectores de las universidades públicas mexicanas, cuya naturaleza tiene que ver más con el oficio de la política que con la capacidad técnica, académica o gerencial del puesto. Pero en ningún caso son frases sinsentido, dado el hecho de que un rector, sea electo o designado mediante determinados mecanismos formales o informales, es el responsable directo de tramitar y gestionar los muchos asuntos administrativos, laborales, políticos y académicos que tienen que ver con una organización especialmente compleja, y donde cada vez más los problemas de la gestión en todas las universidades suelen tener un inconfundible aire de familia, especialmente en el caso de las instituciones públicas.

En el contexto universitario mexicano, los rectores no sólo suelen aparecer como víctimas de sus instituciones, sino también como representantes y beneficiarios de sus prácticas, de sus códigos y limitaciones. Es prácticamente impensable, aunque ocurre, que los rectores universitarios sean figuras que no pertenezcan a las propias comunidades universitarias. A diferencia de lo que ocurre en las universidades norteamericanas, donde los rectores son básicamente gerentes que pueden transitar de una universidad a otra, y que compiten por el puesto mediante su inscripción en convocatorias públicas nacionales o internacionales, en México los rectores son figuras políticas que ocupan un lugar importante en la representación y dirección de las universidades. Por ello, el nombramiento de un rector siempre obedece a razones políticas más que académicas, razones que tienen que ver con las configuraciones específicas que caracterizan las relaciones del poder en cada universidad, tanto internas como externas, que con las sagas o tradiciones de docencia e investigación que se desarrollan en las universidades.

Pero los rectores nunca llegan solos. Suelen ser impulsados y acompañados por consejeros, hombre y mujeres de sus confianzas para administrar y conducir a la institución. Conforman el “gabinete” de su administración por 3, 5 o 6 años, y esos acompañantes son producto de trayectorias académicas, burocráticas o políticas diversas, que proporcionan al rector una red de alianzas y coaliciones más o menos estratégicas o pragmáticas, para tratar de gobernar a la institución con umbrales aceptables de eficacia administrativa, estabilidad y legitimidad política. En otras palabras, un rector o rectora universitaria tiene que gobernar permanentemente en base a una coalición de fuerzas e intereses que permita traducir en clave de gobernabilidad la conducción cotidiana de la universidad. Es la cristalización de la rectoría de las universidades como factor institucional de equilibrios de poder en una organización donde coexisten actores académicos, burocráticos y políticos que establecen relaciones de tensión y conflicto, que a veces producen comportamientos cooperativos pero que también construyen autonomías, bloqueos y límites a la acción del gobierno universitario. Esa es la “otra” universidad, la que habita el corazón político de las prácticas cotidianas de la autoridad universitaria. Es la dimensión del poder institucional, dominada por la negociación y el conflicto, las tensiones que pueden llevar a los rectores a mortificaciones y humillaciones, justo como le sucedió al profesor Holyoke.

Pero no todo es política en la universidad pública. Existen también áreas y zonas de la vida universitaria donde es posible advertir genuinos y serios esfuerzos por consolidar reglas de desempeño académico donde no domine el autoconsumo, la irrelevancia y simulación o complacencia entre profesores y estudiantes, funcionarios y trabajadores, donde la responsabilidad, el compromiso y la honestidad intelectual son los valores centrales del trabajo académico. Es lo que suele denominarse como la cultura académica de la universidad. Hay no pocas evidencias de esa fortaleza genuina de la universidad, la que hace posible el carácter crítico e inclusivo de la universidad pública, la que permite producir intervenciones positivas en el desarrollo del conocimiento, la conformación de redes académicas, la innovación tecnológica, o que fortalecen las tradicionales funciones de movilidad social de la formación universitaria. Bien visto, la conservación y expansión de ese núcleo duro académico de la universidad es lo único que puede permite el fortalecimiento de la institución, debilitando la hiper-centralidad que tiene la tradicional política clientelar y patrimonialista que suele dominar en la organización, o el abrumador peso de las políticas gerenciales, “modernizadoras”, que alimentan hoy el “gobierno de los incentivos” en la conducción de las universidades, o para enfrentar una mezcla fatal de ambas realidades institucionales. Un rector, el que sea, tiene siempre frente a sí, todos los lunes por la mañana en la soledad de su oficina, el ejercicio de varias de las rutinas, incertidumbres y dilemas por los que vivió y sufrió, hace ya más de dos siglos y medio en la Costa Este norteamericana, el sabio pero atormentado profesor Holyoke.



Monday, November 10, 2014

Fonseca y la épica de los hachazos


Estación de paso

Rubem Fonseca: la épica de los hachazos

Adrián Acosta Silva

En resumen: las personas son todas unas cretinas
R. Fonseca, “El asesino de los corredores”

(Señales de humo, Radio U. de G., 06/11/2014)

Rubem Fonseca, el gran narrador, novelista y cuentista brasileño, es un escritor duro, directo y despiadado. Como todos los poetas, pertenece al bando del diablo (Lord Byron dixit), y algún tipo de acuerdo debe tener con ese personaje siniestro y fascinante para escribir como escribe. No hay otra explicación. Sus relatos está poblados por personajes comunes que practican hábitos no tan comunes: son ladrones, asesinos, proxenetas, escritores sin éxito, detectives abrumados, amantes confundidos, mujeres sin suerte, abogados sin escrúpulos, policías corruptos, periodistas desencantados. Desde sus primeros cuentos y relatos como Los prisioneros (1963), pasando por Pasado Negro (1986) hasta su libro de cuentos más reciente, Amalgama (Cal y Arena, 2014, México), la obra del escritor brasileño más importante, prolijo e interesante de las últimas cinco décadas explora a golpe de hachazos los misterios de los comportamientos humanos, los deseos y las fantasías que están detrás de las decisiones cotidianas de personajes múltiples y contradictorios que deambulan solitarios en grandes ciudades brasileñas, de Rio de Janeiro a San Paulo, de Minas Gerais a Porto Alegre. Sin contemplaciones ni concesiones de ninguna especie, la escritura de Fonseca es de una arquitectura narrativa elaborada a base de la combinación de realismo crudo y ficción refinada, de retratos en blanco y negro de las pasiones, las razones y las contradicciones de la vida contemporánea de los individuos.

Contra las tendencias dominantes de las escrituras de bestseller y libros de autoayuda, de mensajes optimistas y superación personal que proporcionan inspiraciones para el éxito o “para una vida de prosperidad y abundancia”, Fonseca se adentra no en la bondad intrínseca de los hombres o en la ilustración de los claroscuros de las vidas humanas, sino en los laberintos francamente malditos de la vida de los hombres y mujeres que desfilan en sus relatos. La violencia y la misantropía son las claves de la obra fonsequiana. En Amalgama, encontramos ladrones con principios morales absolutos, que no matan mujeres ni enanos; hombre feos pero ricos obsesionados con el olor, las texturas y el sabor de la vagina de las mujeres; hombres atormentados por sueños y pesadillas que terminan seduciendo a su psicoanalista, mujeres hermosas de rodillas bonitas y racionalidades frías; muchachas embarazadas que abandonan a bebés deformes; mujeres que convencen a sus amantes para que asesinen a su propia madre; hombres que destrozan con bombas a sus hijos; personajes que saben cuando una persona es mala con sólo verles la cara; hombres chimuelos y desesperados que terminan por mentarle la madre a su terapeuta; mujeres pequeñas, pecosas y cabezonas que terminan por incendiar la casa de su vecina; hombres que matan gatos en los parques.

Los 34 brevísimos cuentos y relatos reunidos en Amalgama configuran una atmósfera literaria cargada de reflexiones, impresiones y emociones de individuos que caminan al borde del abismo, que hablan siempre en primera persona, y que son capaces de vivir con las rutinas monótonas y aburridas de las grandes ciudades. En “El ciclista”, por ejemplo, un hombre que trabaja entregando productos de belleza a domicilio, está convencido de que andar en bicicleta por la ciudad proporciona una buena idea del mundo. “Las personas son infelices, las calles están estropeadas y huelen mal, todo mundo tiene prisa, los autobuses siempre están llenos de gente fea y triste”. Lo peor de todo eso, según narra el ciclista, es que “las personas malas, las que golpean a sus hijos y a sus mujeres, siempre orinan en los rincones de las calles”.

La pobreza suele ser el paisaje permanente de sus relatos. Mendigos y pordioseros son personajes infaltables de los cuentos de Fonseca, hombres de “ojos ansiosos de perro callejero” que en noches oscuras “se cogen a las rameras en un rincón”, para sentir “un alivio agónico que los libera de angustias más horribles” (“Noche”); hombres que viven en barracas miserables que matan a los ricos y descubren que la felicidad existe (“Los pobres y los ricos”). Pero también aparecen tartamudos criados por tías “muy buenas y muy jorobadas”, que sueñan con prácticas de sadismo y venden sus casas a desconocidos para descubrir los peligros de soñar despiertos (“Devaneo”). Escritores desesperados por crear una obra exitosa, un best seller, convencidos de que escribir es algo más que representar o expresar una historia: “es urdir, tejer, zurcir palabras, no importa si es una receta médica o una pieza de ficción” (“Escribir”). Misóginos psicóticos que únicamente acechan a mujeres con falda y que odian a las mujeres de pantalones (“El acechador”). Individuos atrapados en crisis psicóticas que intentan aliviar con psicoanalistas, medicinas y asesinatos.

A sus casi 90 años, los cuentos de Fonseca conservan el aire inquietante de un escritor hipnótico, un viejo artesano de las ideas y el lenguaje, que utiliza las hachas afiladas de las palabras y de la imaginación para penetrar en historias breves y deslumbrantes. El hacha como instrumento de escritura, el hacha como parte del arte finísimo de la brevedad. La obra de Fonseca como épica del lenguaje luminoso y estimulante de la literatura, una obra tallada a mano con la meticulosidad y paciencia de un viejo relojero trabajando en una habitación alumbrada únicamente por la luz de las velas.

Tuesday, November 04, 2014

Apología del equilibrista



Estación de paso
Apología del equilibrista
Adrián Acosta Silva
Uno de los oficios en desuso es el de equilibrista. Usualmente, uno podría admirar a esos personajes en casi cualquier circo, admirando la sangre fría con la que recorren cables de acero colocados a alturas respetables. Pero hoy, con la crisis de los circos y la expansión de esa ola moralista de prohibir la utilización de animales en el espectáculo circense, el oficio del equilibrista es un oficio en vías de extinción, una actividad de hombres y mujeres acostumbrados a caminar en el vacío. Por eso, que uno de los herederos de la famosa dinastía Wallenda cruce abismos entre ambos lados del Cañón del Colorado, o entre dos edificios a más de 200 metros de altura, es un eficaz aunque fugaz recordatorio de un oficio noble, arriesgado y fascinante. ¿Qué pensará el equilibrista cuando cruza el vacío? ¿Qué fuerza guía sus pasos? ¿Cómo domina el miedo, el temor a un paso en falso? En este oficio no cabe el error, ni la simulación, ni la cobardía. Antes bien, es el arte de controlar la ansiedad, de calcular cada movimiento, de jugar con la vida a cada paso con precisión milimétrica y nervios de acero, desde la fría soledad de las alturas.

Monday, November 03, 2014

Nuestro corazón de las tinieblas

Estación de paso
Nuestro corazón de las tinieblas
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus Milenio, 24/10/2014)
En el contexto de la coyuntura de estupor e indignación por los conocidos sucesos de Iguala, el Presidente Peña Nieto declaró que “estos lamentables hechos son un momento de prueba para las instituciones y la sociedad mexicana en su conjunto” (Milenio, 16/10/2014). Esas palabras, pronunciadas desde Los Pinos, se acumularon a las frases toda-ocasión que se utilizan por el oficialismo (priista, perredista o panista, lo usan igual) desde hace varias décadas: Estado de Derecho, Imperio de la Ley, Fuerza del Estado. Es una retórica que intenta colocar una intención central, o un buen propósito, o una ilusión nacional: asegurar el correcto orden moral, jurídico y político de la sociedad mexicana, una idea liberal que se remonta a los objetivos que se plantearon desde, por lo menos, la Constitución de 1824, que se expresó nuevamente en la de 1857 y en la de 1917, hasta alcanzar la narrativa política de los inicios del siglo XXI mexicano. En otras palabras, es una intencionalidad que nos ha llevado casi 200 años en tratar de implementarla, con resultados decepcionantes a la luz de la imaginación de nuestra elites políticas, dirigentes y de poder.
El problema central de los objetos del deseo de la clase política, de los empresarios y de no pocos sectores de intelectuales y de las clases medias urbanas contemporáneas, es definir con alguna precisión que significa la traducción de un noble principio liberal en un contexto que produce comportamientos que no se ajustan a los enunciados categóricos del imperio de la ley o del Estado de derecho. Más aún, no es sólo la debilidad retórica de las frases citadas la que explica su sistemático incumplimiento empírico, sino la capacidad de la autoridad estatal para hacer valer su influencia en los comportamientos de los ciudadanos en general, y en específico para inhibir la acción de las bandas, grupos, tribus y pandillas de depredadores que han aparecido en los últimos años en distintos lugares de la República, como en Michoacán, Guerrero o Tamaulipas.
Se trata de mirar con otros anteojos los problemas sociales relacionados con los estallidos de violencia, barbarie y sangre que hemos atestiguado recientemente en distintos territorios de la geografía nacional, y que ahora vuelven a ponerse en escena con los acontecimientos de Guerrero. Algunos de estos anteojos han interpretado el caso como un “crimen de Estado”, un conjunto de hechos producidos por la participación, la negligencia, la omisión o el descuido por parte del Estado, que explica la proliferación de los grupos criminales que azotan diversas regiones del país. Otros, interpretan los mismos hechos como el efecto de la penetración de esos grupos en las instituciones estatales, particularmente en el ámbito del eslabón más débil del estado mexicano: los gobiernos municipales rurales o semiurbanos como es el caso de Iguala, en Guerrero, o de Apatzingán, en Michoacán, o de Jilotlán de los Dolores, en Jalisco.
Sin embargo, también puede arriesgarse una interpretación adicional: la ausencia del Estado. Es decir, la virtual inexistencia de las instituciones estatales explica la expansión y consolidación de prácticas depredadoras gobernadas por la ley del más fuerte, el más corrupto o el más violento. Desde esta perspectiva, no es la acción o inacción del Estado lo que explica la violencia y al expansión de prácticas criminales, ni las estrategias de penetración o los vínculos entre el crimen organizado y las autoridades locales lo que detona comportamientos violentos de grupos específicos, sino que es justamente el vacío de autoridad derivado de la inexistencia del Estado lo que explica la legitimidad de la violencia y el crimen como motores de un orden social distinto, y rival, al que se imaginan no pocos intelectuales, políticos y funcionarios, incluido el Presidente.
La ausencia del Estado se revela dramáticamente con el secuestro, la muerte violenta o la desaparición de los ciudadanos. El poder de los depredadores se incrementa en contextos de una autoridad pública, estatal, débil o francamente inexistente, que se revela en usos y costumbres dominados no por el imperio de la ley o el estado de derecho sino por la amenaza, el chantaje y el miedo de unos grupos o individuos sobre otros.
Por ello la muerte, el temor y la amenaza, se han instalado desde hace tiempo en el corazón de las tinieblas de nuestro orden social. Configuran las emociones y acciones que gobiernan los comportamientos anómicos de los asesinos, sentimientos, usos y costumbres incubadas pacientemente desde hace mucho tiempo. Tienen evidencias, prácticas y territorios específicos, donde se configuran postales de horror y muerte como las fosas de Iguala y la suerte que parecen haber corrido los estudiantes normalistas de Ayotzinapa. Esas postales producen efectos en los pensamientos, las emociones y las mentalidades que se amontonan hoy frente a las imágenes de cada uno de los cadáveres que son extraídos de los cementerios clandestinos que se han encontrado en el norte de Guerrero. Y es lo que ha llevado a no pocos ciudadanos y autoridades hacia “un deseo, triste y airado, de acción”, para decirlo en palabras de Joseph Conrad. Después de todo, como el mismo Conrad escribió en Nostromo: “La acción es consoladora. Es enemiga del pensamiento y las ilusiones halagüeñas. Sólo en el ejercicio de la actividad podemos encontrar la sensación de dominar a las Parcas”.
Ese activismo es lo que vemos emerger en el escándalo político, público y mediático de las últimas semanas. Se alimenta generosamente de las hogueras de la indignación moral, del miedo y la desesperación de individuos, familias y comunidades, con el ruido de fondo de la ausencia virtual del Estado, de su debilidad práctica y su retórica de ilusiones y vaguedades. Bien mirado, sólo la acción política, colectiva, dirigida hacia la construcción de una estatalidad sólida, puede traducir los principios del Estado liberal y social en prácticas de justicia, igualdad, libertad y seguridad para los ciudadanos. De otro modo, la ley de plomo y sangre seguirá dominado el corazón de las tinieblas de nuestras realidades y pesadillas hobbesianas.

Tuesday, October 21, 2014

Hojas de otoño


Estación de paso
Hojas de otoño
Adrián Acosta Silva
(Señales de Humo, Radio U. de G., 9 de octubre, 2014.)
Dos acontecimientos sociopolíticos han marcado con sus hojas el otoño mexicano, y ambos involucran a estudiantes de instituciones públicas. De un lado, la movilización de los estudiantes del Instituto Politécnico Nacional, en el Distrito Federal, motivada por la reforma al reglamento interno de esa organización académica; por el otro, la protesta de los estudiantes normalistas rurales en Iguala, Guerrero, que fue motivada por las demandas de reconocimiento de sus exigencias a los gobiernos estatal y federal. Como se sabe, el primero se encaminó hacia una negociación relativamente rápida y eficaz entre el gobierno federal y los estudiantes. La otra, hasta donde se sabe, ha terminado muy mal: con el secuestro y, al parecer, el asesinato de los jóvenes desaparecidos.
Ambos acontecimientos tienen origen, actores y contextos claramente distintos. Ello no obstante, ambos parecen unidos por un mismo problema “estructural”, digamos. Ese problema es el de la gobernabilidad de las instituciones educativas, es decir, la capacidad de diferenciar, equilibrar, encausar los conflictos y eventualmente resolver las demandas estudiantiles por parte del gobierno de las instituciones educativas. Una larga tradición mexicana (y latinoamericana) en el gobierno de la educación superior, ha consistido en incorporar la voz y los intereses de los estudiantes en los órganos de gobierno de las universidades, como un mecanismo para discutir y legitimar muchas decisiones de política institucional. Reformas académicas, distribución presupuestal, mejora en las condiciones de trabajo y estudio de profesores y alumnos, pero también pronunciamientos políticos, solidaridades con causas varias, honores y homenajes a personajes e instituciones, forman parte de las acciones y temas que son tratados rutinariamente en los órganos de gobierno universitario.
El otro caso es distinto. Los estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, al igual que muchos otros estudiantes normalistas del país, han mostrado una rebeldía sistemática contra las reformas a la educación básica, que se mezclan con exigencias corporativas cuasi-gremiales en torno a la asignación automática de plazas docentes, mejores condiciones de estudio, y más apoyos para la incorporación de nuevos estudiantes normalistas. De orígenes sociales bajos y medios, estas franjas de estudiantes han sido sistemáticamente excluidas de cualquier negociación con los gobiernos estatal y federal, y el brillo de las reformas educativas peñanietistas no ha logrado ocultar la rebelión de las masas de activistas que se manifiestan rutinariamente en carreteras, plazas y calles de pueblos y ciudades, moviéndose siempre en los bordes imprecisos de la violencia, la ilegalidad y la legitimidad.
Los acontecimientos de las últimas semanas en la capital del país y en el poblado guerrerense mostraron dos estilos de resolución de los problemas de gobernabilidad. Uno se resolvió pacífica, políticamente, de manera veloz, y con la participación estelar, escenográfica y un tanto dramática del propio Secretario de Gobernación; la otra, se enfrentó en los peores términos imaginables: con la represión ejercida por un grupo conformado por una mixtura fatal de poderes públicos locales con grupúsculos paramilitares formados al calor de actividades delictivas desde hace muchos años. Una fue dirigida para desactivar políticamente el conflicto del Politécnico a partir de la aceptación de las 10 demandas enarboladas por los estudiantes, que incluyeron la renuncia de la Directora General del Instituto; la otra, con la represión, y, al parecer, el asesinato de casi medio centenar de estudiantes normalistas, cuyos cuerpos han comenzado a aparecer en fosas clandestinas situadas en los cerros guerrerenses.
Las implicaciones de ambos acontecimientos marcan rumbos distintos y contradictorios para la política mexicana. Las lecciones politécnicas sugieren, una vez más, que está sobre la mesa el problema del gobierno de las instituciones académicas; las lecciones de Iguala, por el otro lado, sugieren que la figura del “México Bronco” es algo más que una metáfora antigua y lejana. Una implica el desafío de revisar, repensar y renovar los mecanismos de la gobernabilidad de las instituciones de educación superior, diferenciando contextos y fortaleciendo la gestión institucional; la otra implica colocar en la agenda del orden político local y nacional básico el asunto de la expansión de las organizaciones de asesinos en territorios específicos, y su interacción corrosiva con los gobiernos estatales y municipales. En ambos casos, el tema del Estado realmente existente asoma su rostro bifronte. De un lado, un Estado que actúa de manera eficaz y legítima para enfrentar una movilización estudiantil, y resuelve rápidamente sus demandas; del otro, un Estado capturado por tribus caciquiles y criminales, que enfrenta con secuestros y asesinatos las demandas de un grupo de estudiantes de las regiones más pobres del país. Una muestra las propiedades civilizatorias de un Estado moderno; la otra, el rostro hobbesiano de las sociedades sin Estado. Ambos acontecimientos forman parte de las hojas secas de otoño que cubren la superficie de estos años de violencia y política.


Friday, October 10, 2014

Lecciones politécnicas del otoño mexicano



Estación de paso

Lecciones politécnicas del otoño mexicano

Adrián Acosta Silva

(Publicado en Campus-Milenio, 9 de octubre, 2014)

¿Habrá la diferencia de edades creado infiernos sin salida, delirios de posesión, laberintos de trampas y mentiras abyectas?
Sergio Pitol, Vals de Mefisto


El conflicto estudiantil que estalló en el IPN hace unas semanas a raíz de la reforma al reglamento interno por parte de sus autoridades institucionales, casi coincidió con la conmemoración del 46 aniversario de la masacre del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco. Pero entre ambos acontecimientos hay no solamente una distancia temporal de casi medio siglo, sino también una enorme diferencia en los contextos, los actores y las demandas que postulan los estudiantes. Solo una lectura heroica (que en estas coyunturas suelen abundar entre activistas, analistas y medios) puede trazar una línea directa de continuidad entre los acontecimientos del otoño del 68 y los del otoño del 2014.

Esa distancia, sin embargo, no oculta un problema, digamos, estructural de las universidades públicas mexicanas. Y el IPN es, para todos los efectos prácticos, una universidad. Ese problema tiene que ver con la gobernabilidad universitaria, es decir, con la capacidad para diferenciar, procesar y equilibrar las demandas y las respuestas del sistema de gobierno universitario. Una larga tradición universitaria, que arranca con el movimiento de Córdoba de 1918 y su célebre Manifiesto Liminar, ha consistido en incorporar la voz de los estudiantes en los órganos de gobierno de las universidades, como un dispositivo de legitimidad de las decisiones institucionales. Ello explica la construcción de un esquema de gobernabilidad basado en búsqueda de la representación democrática de los intereses de los estudiantes en el gobierno universitario. Es lo que se conoce como la construcción del co-gobierno universitario, en el cual los estudiantes conforman un sector representado y representable en los órganos políticos, de gobierno de las universidades.

Esa configuración histórica ha producido la expansión de diversas fórmulas de gobernabilidad (corporativas, clientelares, democráticas, paritarias, prebendarias), asociadas a comportamientos y prácticas que, en ocasiones, han llevado a una marcada apatía política entre los estudiantes o a la construcción de férreos dispositivos de control corporativo sobre los distintos sectores universitarios, pero también, en el otro extremo, al endurecimiento de los intereses corporativos de estudiantes, de profesores y sindicatos. Las reformas a los reglamentos, o la reforma hacia casi cualquier cosa por parte de las autoridades universitarias -es decir sus rectores o directores y sus máximos órganos de gobierno (Consejos Universitarios)-, incluyendo la misma elección o designación de rectores, ha detonado conflictos de ingobernabilidad que suelen dar marcha atrás a las reformas, a las tomas de posesión de autoridades institucionales, o a cambios mayores o menores en las universidades públicas. El conflicto de la UACM del 2013, o los conflictos de 1996-1997 y el de 1999 en la UNAM, son ejemplos representativos de cómo una decisión legítima de las autoridades y órganos de gobierno universitario puede traducirse en clave de ingobernabilidad institucional.

La oposición hacia el cambio en el reglamento interno del IPN forma parte de esa lógica de bloqueo hacia una reforma institucional que viene “desde arriba”, como suele denominarse a estas iniciativas entre los activistas estudiantiles. Bien visto, el conflicto se detonó por dos razones esenciales: primero, por la modificación de los planes de estudios de las carreras profesionales (la “tecnificación de la educación superior”, como fue calificada por los estudiantes movilizados), y por el otro, la exigencia de participación de los estudiantes en estas decisiones académicas. Al calor del conflicto se añadieron la críticas hacia el deterioro del estatus de la formación profesional del IPN, y la exigencia de la renuncia de su Directora General, hasta alcanzar los 10 puntos del pliego petitorio que los estudiantes demandaron a las autoridades federales, y que fueron resueltas rápidamente (y por lo que se ve, satisfactoriamente) por la propia Secretaría de Gobernación.

No hay que olvidar, sin embargo, que el IPN tiene como órgano máximo, colegiado de gobierno institucional, un Consejo General Consultivo, en el cual los estudiantes tiene una participación del 13%, contra 26% de los académicos y el 59% de los directivos, más un 2% de la representación sindical. Además, están los órganos de gobierno de “segundo orden”: los Consejos Técnicos Consultivos Escolares, en los cuales se tratan asuntos académicos como la modificación de planes de estudio, y donde los estudiantes tienen una presencia importante, aunque no mayoritaria ni paritaria. Si es vista en clave de las “repúblicas universitarias”, en donde la composición del gobierno debería reflejar un adecuado equilibrio de la representación (puestos) de los diversos sectores de la institución, esta composición evidencia una suerte de sub-representación de los intereses estudiantiles y una sobre-representación de las posiciones directivas.

Pero ello ha ocurrido en prácticamente todas las universidades públicas en los últimos treinta años. La necesidad de fortalecer la gestión directiva ha llevado a tensiones constantes con la necesidad de la representación democrática; en otras palabras, la necesidad de la gobernabilidad democrática universitaria enfrentada “fatalmente” con la necesidad de la gestión efectiva y la gobernanza institucional. Esa tensión se expresa nuevamente hoy y aquí en el conflicto del Politécnico Nacional. ¿Cómo conciliar esas tensiones? ¿Reformando la estructura de la toma de decisiones para garantizar una legitimidad basada en la representación democrática? O, caso contrario, ¿fortalecer la eficiencia de la gestión directiva disminuyendo o debilitando la lógica de la representación con estabilidad por la lógica de la eficacia con conflicto? Autonomía vs. heteronomía, gobernabilidad vs. gobernanza institucional, forman parte de los dilemas que se han jugado en el IPN en estos días del otoño mexicano, cuyos frutos de temporada son los déficits de deliberación pública y política sobre el tema de la distribución, la concentración y el ejercicio del poder en las universidades públicas mexicanas.

Monday, October 06, 2014

Jóvenes hasta la tumba


Estación de paso
Jóvenes hasta la tumba
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus Milenio, 25 de septiembre, 2014)
Desde hace ya muchos años, circula profusamente la noción de que la juventud es una obligación (casi) moral, una actitud frente a la vida, un conjuro efectivo contra la nostalgia, la memoria y el pesimismo. Las cruzadas sanitaristas contra el envejecimiento, la insistencia pública o privada para practicar sistemáticamente ejercicio y alimentarse saludablemente, la proliferación anárquica de espacios, productos y tratamientos anti-edad (crossfit, vitaminas, antioxidantes, liftings, spa´s, botox, cremas, esencias, hierbas, pócimas, brebajes), la condena en tono regañón hacia el abuso del cigarro, las drogas y el alcohol, forman parte innegable de esa cruzada trans-milenaria. Gobiernos y empresas, autoridades educativas, asociaciones ciudadanas y partidos políticos, se han encargado de insistir con obsesión extraña de que debemos mantenernos por siempre jóvenes, por quién sabe qué y por cuáles misteriosas razones.
Paradoja mayor: cuando todos los estudios y datos disponibles marcan el envejecimiento imparable de la población, aparece el griterío que reclama por la juventud eterna, por la necesidad de mantenernos jóvenes hasta la tumba. Nunca como hoy la esperanza de vida se ha alargado tanto, pero quizá tampoco nunca como hoy se ha venerado tanto la ilusión por mantenernos por siempre jóvenes. La manía surgió desde hace tiempo, con la juvenilización de la cultura popular y de la sociedad de masas, y se confirmó en los últimos años con la multiplicación de extrañas asociaciones entre la frescura, la innovación y la imaginación humana como sinónimos o atributos imperecederos de juventud; paralelamente, se ha desarrollado una condena velada, abierta o políticamente incorrecta frente a la idea de lo decrépito, lo tradicional y lo indeseable de la vejez de las cosas, entre ellas, la edad de los humanos. La actualización del viejo dicho de renovarse o morir se ha impuesto como lema y como norma. El problema es que para hoy y para el futuro, lo que tenemos es un escenario de envejecimiento sin precedentes en la historia humana.
Hasta principios del siglo XX, la esperanza de vida era de sólo 35 años en México. Hoy, un siglo después, es de 76 (y de 78 años para las mujeres). Muchos de nuestros bisabuelos y abuelos (ellos y ellas) murieron antes de llegar a los 60 años de edad. Una combinación de menos hijos por pareja y de extensión de las esperanzas de vida de la población en general, hace que más jóvenes y muchos más adultos habitan los pueblos y ciudades mexicanas. La transición demográfica es una transición imparable y silenciosa: la sociedad de niños y jóvenes de los 2 primeros tercios del siglo XX, ha cedido el paso sin pausas pero sin prisas a la sociedad de jóvenes y adultos del siglo XXI.
En ese contexto de envejecimiento general se ha reproducido la exigencia por prácticas saludables. Mantenerse jóvenes y vigorosos como un asunto de salud pública, casi como una “política de estado”, lo que eso signifique y casi a cualquier costo. Pero no es sólo una ocurrencia o un cálculo de política pública desde el Estado o una nueva vertiente de negocios impulsados por las manos invisibles o enguantadas del mercado. En el campo de la cultura se ha cultivado desde hace tiempo esa adoración por la juventud, una nostalgia por la juventud perdida, un elogio a los jóvenes y sus prácticas, sus rituales y expectativas. Y ningún género como el rock desarrolló tanto la idea de que esa música era la nueva fuente de la eterna juventud, la noción de que las guitarras eléctricas, los pianos y baterías acompañaban la inauguración de una nueva época, dominada por los jóvenes. El rock le metió duro a esa droga: Forever Young, “Por siempre joven”, el himno dylaniano de los sesenta, expresa bien esa adicción.
Que tengas siempre cosas que hacer
que tus pasos siempre sean rápidos
que tengas las cosas claras
cuando corran vientos de cambio
Que tu corazón siempre esté alegre
que siempre te rían las gracias.
Que siempre permanezcas joven
siempre joven, siempre joven…
Dylan, el viejo, tal vez se arrepentiría hoy de sus impulsos juvenilistas. Pero ese espíritu adorna bien el reclamo por la juventud eterna o prolongada que hoy nos invade en forma de mercancías, hábitos y espacios urbanos. Los gobiernos construyen parques lineales, cuadrados o redondos como espacios para fortalecer la cohesión social, los hábitos de vida saludables, la búsqueda de la armonía y la felicidad asociada imaginariamente al deporte masivo. Más aún: si uno mira bien a nuestras ciudades grandes y pequeñas, una nueva república ha nacido: la república de los gimnasios. Por todos lados, pequeños y grandes establecimientos ofrecen caminadoras, pesas, bicicletas fijas, barras, baños saunas, acompañados de servicios de nutriólogos, diagnósticos de masa corporal, dietas, entrenadores de salud. Algunos nunca cierran sus puertas, y muchos abren desde que amanece hasta bien entrada la noche. Por ahí circulan esteroides, pastillas y brebajes extraños para ayudar a los ejercitadores a mantenerse por siempre en forma, jóvenes y saludables. Muchachas y muchachos, señores y señores, no pocos adultos en plenitud y adultos mayores (desde hace tiempo le llaman así a los ancianos), acuden rutinariamente a esos lugares, contratan servicios, alimentan sus ilusiones. Parafraseando a Keats: una belleza terrible ha nacido: la industria del anti-envejecimiento, el nuevo pacto fáustico para una sociedad de Dorians Greys, la búsqueda de la utopía, o la maldición del conde Drácula: ser jóvenes eternamente, renacer cada noche una y otra vez, hasta que el destino nos alcance.

Friday, September 26, 2014

Universidad y nacionalismo




Estación de paso
Universidad y nacionalismo
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus-Milenio, 11 de septiembre, 2014)

Una de las características distintivas de las relaciones entre el nacionalismo y las universidades contemporáneas -es decir, las que se fundaron o re-fundaron a lo largo del siglo XX mexicano- es la ambigüedad. Es una característica incómoda tanto para quienes ven en la universidad un espacio de fortalecimiento de la identidad nacional, como para aquellos que la imaginan como el instrumento por excelencia de la internacionalización y el cosmopolitismo. Pero la vaguedad de las relaciones entre una ideología y una institución no es nueva ni reciente, y se explica principalmente por dos factores. De un lado, la necesidad simbólica por construir una identidad que imprima sentido social e institucional a las universidades. Por la otra, la búsqueda de una legitimidad reconocida por el régimen político y por la propia sociedad nacional. Además, esa ambigüedad se fortalece por el carácter intrínsecamente universalista, cosmopolita de la propia universidad. Es decir, la universidad, como figura institucional, está atrapada entre dos fuerzas poderosas. De un lado, es una organización que actúa en un contexto nacional específico, el que le imprime condicionamientos y determinaciones que forjan una identidad institucional inequívocamente nacional o incluso regional y local, en donde por la “raza hablará el espíritu”, según el famoso lema unamita. Por el otro, son instituciones impulsadas para mantenerse como “casas abiertas al tiempo” (como reza el hermoso lema de la Universidad Autónoma Metropolitana), políticamente pluralistas, académicamente multidisciplinarias, e inevitablemente universalistas en sus interacciones con otras universidades y otras realidades internacionales.
Una revisión a la historia reciente de las universidades públicas mexicanas nos revela esa tensión permanente entre la lógica del nacionalismo político y la lógica del universalismo institucional. El nacionalismo tiene un origen europeo, particularmente francés y alemán, un reclamo patriótico para someter el ego de los individuos a los imperativos categóricos de la nación, en donde el individuo debe “escuchar las voces del suelo y de los muertos”, como escribió el pensador Maurice Barrés en 1897. Pero en América Latina, el nacionalismo en formación encontró otras cosas. En el largo siglo XIX la lucha entre conservadores y liberales colocó a las viejas universidades coloniales en el centro de una feroz disputa política. Herederas de las formas de organización académica y de gobierno de la corona española, las reales y pontificias, o reales y literarias universidades que se instalaron en la Nueva España entre el siglo XVI al XVIII, fueron habitada por las ideas, las prácticas y los intereses de la iglesia católica, lo que les imprimió un sentido profundamente conservador y, en palabras de los liberales mexicanos, incluido por supuesto Benito Juárez, no eran sino centros de organización de la reacción al movimiento independentista iniciado en 1810. Por lo tanto, la llegada de los liberales el poder significaba el cierre de las universidades en México, Guadalajara, Puebla o Morelia. Por el contrario, cuando asumían los conservadores el poder, dichas instituciones eran nuevamente abiertas. A lo largo de ese siglo convulsivo, en que coexisten 24 instituciones de educación superior en todo el territorio nacional, la universidad se convirtió en rehén de las disputas políticas entre facciones y elites, y ello explica su debilidad institucional, y el surgimiento de otro tipo de instituciones –los Institutos de Ciencias-, que intentaban plasmar el espíritu del positivismo y de la ciencia como los ejes de una nueva educación superior para el país.
Pero con el nacimiento del nuevo siglo, en la agonía del porfiriato, el célebre grupo de los científicos se planteó el proyecto de refundación de una nueva universidad como símbolo de la modernización del país. Así, como se sabe, en la celebración del primer centenario de la independencia de México, Justo Sierra impulsa el proyecto de creación de la Universidad Nacional de México, no como el renacimiento de la vieja Real y Pontificia universidad, anclada en ritos y tradiciones dogmáticas y conservadoras, sino como otra institución, símbolo del progreso y de la modernidad, del universalismo mexicano y de la búsqueda de la verdad. Para Sierra, la tarea fundamental de la nueva universidad era la de “nacionalizar la ciencia” y “mexicanizar el saber”. Pero la larga lucha revolucionaria que se desarrolla entre 1910 y 1920 imprimirá otra concepción a la universidad, una concepción que se desarrollará con vigor intelectual a lo largo del casi todo el siglo XX. Esa concepción será organizada y definida con claridad por José Vasconcelos en 1920: la idea de la universidad como expresión de la sustitución de “las antiguas nacionalidades, que son hijas de la guerra y la política, con las federaciones constituidas a base de sangre e idioma comunes”. “Por mi raza hablará el espíritu” se convertirá entonces en “la expresión de una cultura de tendencias nuevas, de esencia espiritual y libérrima”.
Las universidad nacional, y las 10 universidades estatales que se crearán a lo largo de la primera mitad del siglo XX, encontrarán en esa “idea” de la universidad un punto de referencia para desarrollar sus propios proyectos institucionales, algunos en clara coincidencia con el proyecto vasconcelista, otras en abierta confrontación con ese mismo proyecto. Al mismo tiempo, el régimen posrevolucionario mexicano impulsará un sistema de dominación basado no solamente en la estructuración de un hiper-presidencialismo corporativista y autoritario a través de un partido político (PRI), sino también por la construcción de un dispositivo simbólico y discursivo nacionalista, frecuentemente xenófobo, una ideología capaz de articular e imprimir sentido de pertenencia e identidad a una sociedad al mismo tiempo predominantemente rural pero emergentemente urbana, a una economía campesina en transición a una economía industrial, a una sociedad de valores tradicionales fincados en la familia y la religión a una sociedad en búsqueda de valores relacionados con el respeto a la autoridad del estado y del orden político posrevolucionario.
Pero la crisis del modelo político del Estado de la Revolución iniciado tempranamente con el movimiento estudiantil de 1968, reveló los límites de ese nacionalismo. Desde el campus universitario se organiza un reclamo deliberado y poderoso, un movimiento de rebelión que cuestionaría las bases mismas de la legitimidad de un régimen que se proclamaba a sí mismo como único e irrepetible, nacionalista y democrático. La reforma política de los setenta y la crisis económica de los ochenta, confirmarían el ocaso del viejo nacionalismo revolucionario. En ese contexto, la universidad pública mexicana atravesaría por una crisis de identidad, al desvanecerse en el horizonte político-cultural el nacionalismo con el cual había coexistido, mexicanizando la cultura y el saber mundial, y, a la vez, universalizando el talento, los símbolos y las artes, las ciencias y las humanidades cultivadas, reproducidas o creadas por la sociedad mexicana.

Friday, September 05, 2014

Sonidos, palabras y cenizas



Estación de paso

Sonidos, palabras y cenizas

Adrián Acosta Silva

Señales de Humo, Radio U. de G., 28 de agosto, 2014.

La fuerza creativa, desafiante y no pocas veces delirante del rock clásico -es decir, aquel que se forjó entre abucheos y aplausos en las décadas de los años sesenta y setenta del siglo pasado- ha dado paso desde hace tiempo a las aguas mansas de sonidos que alimentan cierta nostalgia mineral por aquellos años míticos. Frente al mundo omnipresente de sonidos de los dj´s y los mares embravecidos del pop, de la música electrónica y las mezclas caóticas de estilos, coreografías, ritmos y vocalizaciones contemporáneas, los viejos rockeros han sobrevivido intentando mantener un canon estético discreto, que mezcla el blues, el rock and roll y cierto aire de ingenuidad como instinto de conservación frente a los sonidos que habitan la música moderna.

Dos ejemplos recientes confirman el esfuerzo por mantener ese canon vigente. Uno, la aparición de The Breeze. An Appreciation of J.J. Cale, de Eric Clapton y amigos (Bushbranch/Surfdog, 2014). Dos, el lanzamiento de Hypnotic Eye, de Tom Petty & The Heartbreakers (Reprise, 2014). Ambos discos representan esfuerzos por mantener al rock como una fuente de inspiración, o para decirlo en términos más clásicos y francamente excesivos, como un estilo de vida.

A un año de su fallecimiento (ocurrido el 26 de julio del 2013), Clapton y sus amigos decidieron lanzar un disco de homenaje a J.J. Cale, el gran músico y guitarrista norteamericano. Mark Knopfler, John Mayer, Willie Nelson, Tom Petty y Don White, entre otros, aceptaron el proyecto lanzado por Clapton para realizar un homenaje tribal a Cale, en reconocimiento a una obra frecuentemente infravalorada en vida por el mercado o por los críticos, pero que sirvió de inspiración y brújula a las carreras de muchos músicos y guitarristas de todo el mundo. Canciones clásicas de Cale -como la de “Call Me The Breeze”, que le da título al disco-, son recreadas de manera cálida por sus amigos y colegas, re-inventando sus letras y sonidos, desafiando aquella consigna de los críticos rockeros más ortodoxos de los años setenta, de que toda nostalgia es en sí misma reaccionaria. 16 canciones, con 16 mezclas distintas de interpretar las rolas de Cale, permiten apreciar con claridad el legado de este músico en el rock clásico y contemporáneo, un legado que amplió silenciosamente las fronteras dúctiles del género y colocó nuevas sonoridades en el mapa del eclecticismo rockero desde los años setenta.
Tom Petty y sus rompecorazones, por su parte, le apuestan más a la profundización que a la expansión de un estilo. Apoyado en la guitarra discreta pero exquisita de Mike Campbell, Hypnotic Eye es una propuesta sonora de 11 canciones que resuelven algunos de los misterios del origen de la inspiración de su autor. Sus obsesiones y nostalgias propias y ajenas relacionadas con las pesadillas del sueño americano, el tema del olvido, los pecados de juventud, la gente sombría que recorre las arenas públicas y los rincones privados de la vida americana, son narraciones que configuran un retrato intimista y minimalista de la vida urbana y rural norteamericana de estos años de crisis económica y polarización política en su país. En la ruta trazada inicialmente por Dylan y Springsteen, Petty ha construido una vía propia, un estilo consolidado en el uso de guitarras, bajos, pianos y armónicas que forman parte del instrumental básico del rock sureño norteamericano.

Hoy, a muchos años de distancia y con un largo recorrido por las carreteras, callejones y avenidas del rock, Clapton y sus amigos, y Tom Petty y sus Heartbreakers, nos vuelven a recordar que el rock es esencialmente un estado de ánimo, una atmósfera concentrada de emociones, sonidos y relatos que evocan cierto sentido de interpretación del mundo. Es el rock reinventado y reciclado asociado a una suerte de nostalgia legítima como fórmula comprensiva de un mundo líquido, gobernado por fuerzas que tratan de imponer la noción de que el novedismo cultural y material, esa extraña adoración por todo lo que parezca o suene a nuevo, es la fórmula única para conquistar un futuro distinto y sin contradicciones. Después de todo, habría que recordar, con Conrad, que el futuro no es otra cosa que la prolongación del pasado, un conjunto desordenado de sonidos, palabras y cenizas. Y el rock, como cualquier otro género, no escapa a esa maldición incómoda, inspirada en algún lugar del corazón de las tinieblas.

Wednesday, September 03, 2014

El decálogo de Rio

Estación de paso
El decálogo de Rio
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus-Milenio, 28/08/2014)
Una de las tesis centrales de las teorías contemporáneas de las políticas públicas es que toda política (policy) es la expresión organizada de algún tipo de arreglo político (politics). Es una afirmación fuerte, que tiene varias implicaciones teóricas y analíticas, empíricas y prácticas. La principal de ellas es que la negociación, el cabildeo político de los intereses de los diversos actores involucrados en la formulación de una o varias políticas en campos específicos de la acción pública, supone construir una agenda que “tematiza” los asuntos considerados relevantes por los participantes en los campos de políticas, y luego se organiza la forma de implementación de los acuerdos derivados de dicha agenda. En otras palabras, el diseño de la agenda de políticas y su proceso de implementación implica un conjunto de decisiones públicas que tienen a) una dimensión política, b) una dimensión organizativa, c) una dimensión normativa, y d) una dimensión tecno-administrativa.
El (largo) párrafo anterior intenta sintetizar de alguna manera el tipo de anteojos que pueden utilizarse cuando se intenta interpretar de alguna manera el sentido o las orientaciones de una declaración, los objetivos y alcances de un programa público, las implicaciones de determinadas acciones de política pública. Para el caso de la educación superior, esos anteojos son, como dijera Giovanni Sartori, las ideas que guían nuestras observaciones, los “filtros” intelectuales que permiten de alguna manera identificar los componentes de una política, la orientación de una acción (o de una inacción), el sentido mismo de una política (o no-política) específica.
La “Carta Universia Rio 2014. Claves estratégicas y propuestas para las universidades Iberoamericanas”, es un buen ejemplo de cómo construir acuerdos políticos que luego, potencialmente, pueden organizarse como políticas públicas o como políticas institucionales universitarias. La Carta fue el resultado del Encuentro que a finales de julio se realizó en Rio de Janeiro, impulsado por la organización Universia y que fue comentado puntualmente en Campus hace un par de semanas (núm.571, 14/08/2014). Las diez claves estratégicas identificadas en el Encuentro de Rectores fueron las siguientes: 1) Consolidación del Espacio Iberoamericano del conocimiento; 2) Responsabilidad social y ambiental de la universidad;3) Mejora de la información sobre las universidades iberoamericanas; 4) Atención a las expectativas de los estudiantes; 5) Formación continua del profesorado y fortalecimiento de los recursos docentes; 6) Garantía de calidad y adecuación a las necesidades sociales; 7) Mejora de la investigación, la transferencia de sus resultados y la innovación; 8) Ampliación de la internacionalización y la movilidad; 9) Utilización plena de las tecnologías digitales; y, 10) Nuevos esquemas de organización, gobierno y financiamiento.
Como todos los pronunciamientos internacionales, estas claves configuran interpretaciones de problemas, tendencias y posibles soluciones en el campo de la educación superior iberoamericana. Por lo tanto, son esencialmente cartas de intención, recomendaciones temáticas que pueden configurar agendas públicas o institucionales, fórmulas de interés que quizá puedan traducirse en acciones específicas. Ello no obstante, las claves enunciadas en el decálogo de Rio constituyen aproximaciones a lo que puede considerarse como un paradigma de políticas que potencialmente puede tener algún efecto en las instituciones específicas.
Veamos por ejemplo, tres de las claves: la del espacio iberoamericano del conocimiento, la atención a las expectativas de los estudiantes, y los nuevos esquemas de organización, gobierno y financiamiento universitario. La primera tiene que ver con la experiencia del espacio europeo del conocimiento, derivado, en parte del Proceso de Bolonia, pero también se finca en la aspiración de crear áreas o territorios supra e internacionales de movilidad y de intercambio de estudiantes, de profesores e investigadores. Aquí, encontramos enormes dificultades normativas, académicas y administrativas. A pesar de que en los últimos años parece haberse incrementado la movilidad estudiantil intra-regional iberoamericana, no puede afirmarse lo mismo en términos de profesorado o de realización de investigación científica, donde los polos de atracción suelen estar en los países desarrollados más que en los pares iberoamericanos.
La segunda tiene que ver con atender las expectativas de los estudiantes. Aquí, una de las cuestiones claves es la adaptación de las instituciones universitarias a dichas expectativas, entre las cuales habría que identificar las creencias, los deseos y las oportunidades que tienen los estudiantes sobre la educación superior. Lo que se puede encontrar entonces es un terreno minado por varias contradicciones: la capacidad y flexibilidad de las instituciones para adaptarse a dichas expectativas y deseos, frente a la “obcecación” (la frase es ya clásica) de los estudiantes y sus familias en torno a determinadas opciones profesionales y determinadas instituciones universitarias. Aquí hay dos supuestos: uno, que los estudiantes no saben lo que quieren, y por lo tanto, hay que obligarlos a tomar decisiones dependientes de las políticas de educación superior; o dos, los estudiantes sí saben lo que quieren, y entonces hay que ampliar la capacidad de absorción en las opciones tradicionales, dada la persistente patrón de preferencias reveladas por parte de los estudiantes. El fondo tiene que ver con la racionalidad de las expectativas estudiantiles y con dilemas de política pública y de política institucional.
La tercera clave tiene que ver con temas cruciales como el gobierno y el financiamiento de las universidades. Hacer gobiernos más eficientes supone, según la experiencia latinoamericana de los últimos años, erosionar las bases tradicionales de la legitimidad del poder universitario (al incrementar el poder de órganos unipersonales y disminuir el poder de los órganos colegiados de gobierno). Por otro lado, en la cuestión del financiamiento, significa el dilema de continuar por la brecha larga y sinuosa de los financiamientos públicos diferenciales y condicionados, o explorar nuevas fórmulas de financiamiento privado para el fortalecimiento de las funciones sustantivas universitarias.
El desafío de traducir buenas intenciones en acciones y resultados no es, nunca ha sido, una tarea fácil. Ello implica tanto a la política pública como a las políticas de cooperación internacional entre las universidades, las empresas y los gobiernos. El decálogo de Rio es un buen ejemplo de cómo el cabildeo y la negociación de intenciones y deseos puede dar lugar a acciones de políticas, aunque el proceso de implementación de las acciones, es, como se sabe, un tren de largo recorrido, habitado por incertidumbres y conflictos que no aseguran de antemano ningún resultado específico.

Tuesday, September 02, 2014

Universidad, política y vino tinto

Estación de paso

Universidad, política y vino tinto

Adrián Acosta Silva

(Publicado en suplemento Campus-Milenio, 14/08/2014)

Hace un par de semanas, los días 28 y 29 de julio, en Río de Janeiro, se celebró el III En-cuentro Internacional de Rectores Universia 2014, convocado por la organización Univer-sia, el brazo universitario/académico de la empresa Santander, el conocido banco espa-ñol. En esta ocasión el tema del evento fue “La universidad del siglo XXI: una reflexión desde Iberoamérica”. Precedida por las reuniones de Sevilla (en 2005) y de Guadalajara (en 2010), el evento convocó según las cifras proporcionadas por los propios organizado-res del evento, a más de 1,100 rectores de las universidades e instituciones de educación superior públicas y privadas de Iberoamérica, en el Centro de Convenciones conocido como Rio Centro, ubicado en una exclusiva zona de Tijuca, en la ex-capital federal de Brasil.

El evento en sí mismo fue una expresión del espíritu de los tiempos que corren en los campus universitarios de todo el mundo. Se trataba de reunir en un mismo sitio a los re-presentantes del mundo de los negocios (Santander), con los representantes de los mundos y mundillos de la educación superior pública y privada de casi 4 decenas de países de la región: universidades públicas, universidades privadas, universidades tecnológicas, institutos técnicos, universidades laicas y religiosas. Inaugurada por el Sr. Emilio Botín, el dueño del banco patrocinador de la reunión, en el evento participaron ministros y funcionarios de la educación superior de diversos países, rectores de universidades como la de Buenos Aires, el de la UNAM y el de la U. de G., la U. Complutense, privadas como de la Universidad Autónoma de Guadalajara, o rectores de universidades católicas de España, Chile, Colombia o de Bolivia. Un total de universidades de 36 países congregadas durante dos días para conversar sobre temas como el profesorado universitario, las imágenes de la universidad, los problemas de organización, financiamiento y gobierno universitario, las tecnologías digitales, los estudiantes, la vinculación universidad-empresa, la construcción de un “espacio iberoamericano del conocimiento”, etc.

Un clima de negocios, de gestión académica e institucional, dominaba el ambiente festivo y político del evento. Después de todo, las prácticas de la gestión forman parte legítima de los varios mundos de la universidad contemporánea. Se trataba de saludar, de conocer, de saber un poco más de las tendencias y de los posible apoyos e intercambios que podrían trabajarse entre los rectores pero también entre la empresa y las instituciones de educación superior. 10 mesas de trabajo en la cual académicos, rectores y consultores internacionales plantearon sus posturas y reflexiones. Hay que recordar que Universia es un proyecto iniciado en 1999, que tiene actualmente tres ámbitos de acción específicos: la Revista iberoamericana de Educación Superior, la GUNI (Global University Network for Innovation, una organización creada inicialmente por la UNESCO, la Universidad de las Naciones Unidas y la Asociación de universidades catalanas), y un inusual programa de becas para estudiantes universitarios y movilidad de profesores, además de las propias reuniones internacionales de rectores que se celebran cada 4 años.

Las palabras del propio Don Botín pronunciadas en la clausura del evento iluminan el sentido del proyecto: liderazgo, responsabilidad, internacionalización, innovación, acredi-tación de la calidad, nuevos ambientes de aprendizaje para los estudiantes y profesores, gobiernos universitarios eficientes, financiamiento sostenido. Son palabras bastante conocidas entre las autoridades y administradores de universidades publicas y empresas privadas, un lenguaje que se ha vuelto común en estos medios y ocasiones. Y revelan un poco el sentido de la reunión y el proyecto mismo de Universia: construir un espacio de interacción entre el mundo de los negocios y el mundo de la academia, pensar en lo nuevo, lo moderno, como sinónimo de lo deseable, más que en lo tradicional, lo viejo, que en muchas reuniones de este tipo resuena como sinónimo de lo que no hay que repetir nunca jamás. El empresario anunció también que en los próximos 4 años su banco invertirá 700 millones de euros para becas de movilidad estudiantil y del profesorado de las universidades miembro de Universia, un anuncio que provocó el aplauso entusiasta, de pie, de los asistentes del evento. Una imagen extraña, por lo menos para el caso de los representantes de las universidades públicas latinoamericanas.

La interpretación del evento admite muchas lecturas. Ello no obstante, destacaría quizá una: fue una reunión política, pública, donde confluyeron los intereses institucionales de las máximas autoridades de los sectores públicos y privado de la educación superior y los intereses ligados a las frías aguas del cálculo empresarial. Una reunión de agradecimientos efusivos de ministros de educación asistentes al evento, de rectores de universidades públicas, de gobernadores como el de Rio Grande do Sul, frente a la cara satisfecha y orgullosa del empresario y sus asesores y consejeros. El ánimo entre muchos asistentes era el de una suerte de nuevo amanecer para la educación superior iberoamericana, la inauguración de una época diferente, la puerta hacia una colaboración sin prejuicios ni temores ni riesgos entre el mundo de la universidad globalizada y el mundo de los negocios internacionales. Una épica del colaboracionismo entre las universidades, los gobiernos y los bancos internacionales, avalada por los casi mil años de historia de aquellas y los treinta o cuarenta de los últimos. Una colaboración que se expresa en la “Carta Universia Rio 2014. Claves estratégicas y propuestas para las universidades iberoamericanas”, la declaración de las conclusiones del evento, una carta que por su contenido e implicaciones ya habrá tiempo de comentar en otra ocasión.

La reunión fue no solamente una cita de negocios o de reflexiones académicas sobre la universidad. Fue una reunión política, abiertamente política, que confirma que ciertos intereses empresariales de Iberoamérica han volcado sus ojos a la educación superior como un espacio más para los negocios, en forma de la conquista de nuevos clientelas, del manejo de nóminas y recursos, a cambio de una legitimidad institucional inapreciable para los proyectos de empresarios como Don Botín. Una transacción organizada en un espacio golpeado por las crisis, los financiamientos inestables, y los crecientes condicionamientos gubernamentales y privados al desempeño de las universidades. Pero más que un nuevo amanecer, quizá estaríamos en presencia de lo que John Gray denominó hace tiempo, en plena coyuntura de las reformas neoliberales de los años ochenta en el mundo, un “falso amanecer”, la ilusión de que la épica del novedismo puede transformar las relaciones de poder entre la universidad, el gobierno y los empresarios, una ilusión que se alimenta generosamente de palabras y aplausos, de ideas e intereses, de canapés y vino tinto.

Saturday, August 09, 2014

Política de la buena

Estación de paso
Política de la buena
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus-Milenio, 24/07/2014)
Muchos periodistas y comentaristas políticos, no pocos ciudadanos e incluso más de algún político profesional lo han dicho o escrito reiteradamente en los últimos años: ya basta de politiquería, de políticos corruptos, cínicos o mentirosos. Necesitamos “política de la buena”, dicen, para resolver nuestros problemas públicos. Se entiende que la política que ven o interpretan todos los días no es más que una expresión de corruptelas, de intereses mezquinos, de intenciones inconfesables, cuyas prácticas y resultados se cocinan en lo oscurito, de espaldas a ciudadanos y medios, en las alcantarillas, los drenajes y los sótanos del poder. Por ello, la política o, mejor dicho, esa política, es la suma de todos los males, lo peor que puede ocurrirnos, la plaga que nos llegó con la democracia mexicana realmente existente, que para muchos no es más que una mascarada, una democracia burguesa, de ricos, una kakistocracia, el gobierno de los peores, de los corruptos.
Ese razonamiento es a la vez, realista, ingenuo y dulzón. Pero es fácil de compartir, porque simplifica todo el asunto de la política a una cuestión de (buena) voluntad, de ganas de hacer bien las cosas, de gobernar de cara a los ciudadanos y a los medios, bajo el cielo protector de la luz solar y en habitaciones de cristales límpidos y puertas abiertas. Realista porque es lo que perciben muchos ciudadanos del país. Ingenuo porque supone que para grandes males grandes remedios (reinventar la democracia representativa, por ejemplo, y sustituirla para una democracia de asamblea, popular, sin intermediaciones entre gobernantes y gobernados). Y es dulzón porque supone que la política es, en el fondo, una cuestión de armonía, de consensos y acuerdos, donde los intereses de los actores deben estar subordinados a los intereses de sus representados, y donde las instituciones, las leyes y los dispositivos que de ellos se desprenden (burocracias incluidas), debería formar parte de un orden armonioso y coherente, al que bastaría con respetar y seguir los cursos previstos para lograr que la “política buena” florezca y se reproduzca para cumplir con los nobles propósitos del desarrollo, el bienestar y hasta para la felicidad de los ciudadanos.
Pero el razonamiento no es nuevo, ni siquiera reciente, y no es por supuesto original. Es un fenómeno que hunde sus raíces más profundas en la desconfianza o el recelo con la política desde tiempos antiguos. Los antiguos griegos veían que la política podría ser un arte sólo bajo ciertas condiciones, pero también reconocían las dificultades prácticas de su ejercicio. Los filósofos del siglo de las luces afirmaban el carácter intrínsecamente conflictivo de la política, y criticaban la naturaleza perversa de los partidos políticos, cuya función era dividir, partir, a la sociedad. Marx aspiró a la construcción de una sociedad sin estado y sin gobierno, es decir, una sociedad sin política. Pero de las aguas putrefactas de la desconfianza surgieron voces que aseguran que es necesaria una suerte de purificación del cuerpo político, una eliminación de los políticos y de sus partidos, como un medio para asegurar el buen gobierno y la buena política para el país. Un correo siniestro circula hoy en México, en el que se hace un llamado a la eliminación de los políticos, como un mecanismo de “autodefensa ciudadana”.
Pero la desconfianza es un hecho en México. En el reporte sobre la calidad de la ciudadanía en México, publicado recientemente por el Instituto Nacional Electoral, esa desconfianza hacia la política y los políticos se expresa de manera reiterada: los diputados y los partidos políticos son las figuras menos confiables para los ciudadanos (ya le ganaron incluso a la policía, que en encuestas de hace unos años aparecía en el fondo de la tabla de la confianza entre los mexicanos). Pero esa desconfianza también aparece al cuestionar sobre sus percepciones sobre la confiabilidad de las organizaciones no gubernamentales, al reiterarse la no pertenencia a ningún tipo de asociación por parte de los ciudadanos encuestados. Es decir, los ciudadanos hoy día no confían ni en su sombra y menos en sus conciudadanos. Y ese dato abre la ventana al tema de la relación entre participación, representación y confianza social de nuestra vida en común.
Así las cosas, la “política de la buena” es una ficción intelectual, una preocupación naive que acompaña este tiempo sin horizontes. Tendría que estar asociada no solamente a buenos políticos, sino a buenas ciudadanías, lo que eso signifique. Y aquí la serpiente se muerde la cola. Políticos virtuosos, ciudadanos virtuosos, democracias funcionando eficientemente, instituciones confiables, resultados reconocidos y aceptables. Pero en este tiempo mexicano eso no sería una democracia: sería, simplemente, un milagro.

Wednesday, July 16, 2014

Fiesta de disfraces


Estación de paso
Fiesta de disfraces
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus Milenio, 11/07/2014)
La noticia escandalosa, colorida, que incluyó texto e imágenes, corrió como reguero de pólvora entre medios y redes sociales y fue comentada rápidamente por reporteros, intelectuales, analistas y opinadores profesionales y amateurs. Un grupo de jóvenes, muy jóvenes, vestidos a la usanza nazi –una imitación burda de los “camisas pardas”, con corte de pelo y bigotito hitleriano, botas militares, medallas de bisutería-, aparecen posando orgullosamente, felices, alegres y despreocupados frente a la cámara de un teléfono inteligente, seguramente de algún amigo al que se le ocurrió que era buena idea circularla en el face. Fue en Guadalajara, recientemente, en una casa particular o en algún salón de fiestas de los que abundan en todas las ciudades. Los participantes en la foto fueron ligados rápidamente al PAN en Jalisco, y encendieron las alarmas políticas partidistas, junto a interpretaciones instantáneas que invadieron las primeras reacciones frente a los hechos: neo-nazis infiltrados en la derecha jalisciense, hijos o nietos del Yunque –esa agrupación ultraderechista a la cual pertenecen o pertenecieron en algún momento el exgobernador panista de Jalisco, Emilio González, y su exsecretario general de gobierno, Fernando Guzmán-, “engendros político-militaristas”, adoradores ingenuos de Mi Lucha, ignorantes, esas cosas.
La reacción de los involucrados fue también inmediata. Los jóvenes se dijeron arrepentidos, y se justificaron afirmando que el vestuario era una indumentaria que se les ocurrió utilizar para una fiesta de disfraces, una “mala decisión” de su parte, según reconocieron. Los dirigentes del PAN se deslindaron, los del PRD los criticaron, los del PRI guardaron silencio. Después de la pequeña tormenta, los jóvenes disfrazados para la ocasión se declararon demócratas, cerraron sus cuentas en redes sociales, negaron sus simpatías por los demonios nazis, pero manifestaron también su ambigüedad respecto de la ideología del nacional-socialismo, afirmando que “tenía algunas cosas rescatables”, según afirmó uno de los actores fugaces de la colorida puesta en escena. El contexto, las reacciones, las palabras, los soponcios, iluminan un poco el signo de los tiempos políticos, las representaciones, ilusiones y fantasías juveniles, el vaciamiento del significado de las ideologías políticas, cierto desfiguramiento de las lecciones de la historia.
Si se mira bien, tomando el contexto mexicano reciente, el escándalo fue una de las tantas hogueras que se han encendido y apagado durante los últimos años en nuestra vida pública. Han sido, son y seguramente serán hogueras fugaces, fuegos fatuos de nuestra vida en común, atractivos por distintas razones para los medios y para los políticos. Ello no obstante, la mascarada post-nazi tiene su interés, pues revela cómo las prácticas culturales de ciertas franjas de los jóvenes, asociadas a imágenes, representaciones o idolatrías falsas o verdaderas, ingenuas o deliberadas, suelen aparecer de cuando en cuando (y de manera ruidosa) en la república de los escándalos. Que la suástica y Hitler, uniformes militares y cortes de cabello, sean empleados por algunos como disfraces para participar en una fiesta, es sintomático de la ingenuidad, la ignorancia, las fantasías e ilusiones que pueden anidar en ciertos sectores que luego pueden devenir en sectas, grupúsculos o sociedades secretas. Pudo también ser una decisión estúpida, y ya se sabe que nunca hay que subestimar el poder de la estupidez humana. Pero que esos jóvenes estén vinculados directa o indirectamente a organizaciones políticas habla mucho de la ambigüedad de los partidos, de la vacuidad del mundo de las representaciones políticas y culturales que surcan el ánimo público, donde viejos símbolos del nazismo pueden coexistir con los fusiles de oro del narco, con las cabezas rapadas de los líderes de autodefensas paramilitares, o con imágenes de enmascarados con carrilleras, pasamontañas y pipas. Son las sombras que habitan el imaginario de algunos jóvenes y adultos que pertenecen a los ánimos de este tiempo sin horizontes al que alguna vez se refirió con luminosidad literaria Sergio Pitol.
La ansiedad por la representación es el mar de fondo que gobierna los impulsos para intercambiar el anonimato del espectador por el protagonismo de los actores. Basta darse una vuelta a los “tianguis culturales” o algunas tiendas de música de cualquier ciudad grande para constatar que los símbolos nazis se promocionan abiertamente junto a los símbolos del amor y paz, calcomanías de mota o iconografías de Jim Morrison, que hoy pueden ser símbolos inocuos, inofensivos o irrelevantes para pocos o muchos. Para el caso de los tapatíos con botargas neonazis, el uso de indumentarias que se consideran apropiadas para una fiesta de disfraces, una mascarada, como postales de una época sin compromisos ni ideologías. Puede quedar como un acontecimiento anecdótico, una mala broma, una ocurrencia juvenil. Pero es sobre todo una metáfora involuntaria de los nacidos bajo una mala señal, justo como se titulaba la vieja canción de blues que ejecutaba con pasión y maestría el célebre licenciado Hendrix, allá por los lejanos años setenta del siglo del holocausto. Una señal acompañada por el humo, el vocerío, los gestos y la música de nuestra propia temporada de disfraces.