Saturday, December 27, 2014

Vidas paralelas



Vidas paralelas

Adrián Acosta Silva


Unas veces tienes suerte y otras no. Toda biografía está sujeta al azar y, empezando por la misma idea, el azar –la tiranía de la contingencia- lo es todo.
Philip Roth, Némesis

Uno nació en Toronto, Canadá, el 12 de noviembre de 1945. Otro, tres años después, en Londres, Inglaterra, el 21 de julio de 1948. Ambos se involucraron muy jóvenes en el mundo del rock, uno escuchando obsesivamente música folk, blues y rock and roll, y el otro sumergiéndose en las aguas profundas del rythmin´ and blues. Ambos decidieron, antes de los veinte años, tratar de construir carreras como músicos profesionales, compositores y cantantes de rock, explorando sus diversas influencias rítmicas y tratando de crear un estilo distintivo, propio, singular y al mismo tiempo plural, un espejo de sus tiempos y circunstancias. A lo largo de los años setenta, ambos personajes se convirtieron en estrellas de rock, populares y admirados por legiones enteras de fans, grabando discos y emprendiendo giras por diversos países, en especial Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, Irlanda, Escocia, Australia. Hoy, ambos personajes se acercan rápidamente a la frontera de los setenta años, haciendo lo que saben, pero desde dos perspectivas vitales distintas.

Uno es Neil Young; el otro es Cat Stevens, renacido hace casi treinta años como Yusuf Islam. Ambos han experimentado vidas paralelas, similares pero al mismo tiempo diferentes, líneas que nunca se cruzan. Young decidió tomarse en serio el espíritu hippie, traduciendo con ese lenguaje su vida y circunstancias. Amor y paz, conservación de la naturaleza, coleccionista de autos antiguos y trenes eléctricos se convirtieron en sus obsesiones vitales. Como relata en sus memorias, publicadas en 2012 (traducidas al español como Memorias de Neil Young. El sueño de un hippie, 2014, 2ª. Ed. Malpaso, Barcelona), la soledad es la fuente de todas sus inspiraciones, pero es la compañía de sus amigos la que proporciona estabilidad y sentido a sus procesos creativos. Presa de la poliomelitis en su niñez, y de la epilepsia desde su juventud, con dos hijos nacidos con problemas de parálisis cerebral, Neil Young ha transitado un largo camino de experimentación y creación, convencido de que la música “es una tormenta de los sentidos, es el clima del alma, inacabable e insondable” (p.124). A lo largo de este trayecto largo, ha grabado 44 discos como solista, frecuentemente acompañado por su banda de cabecera, Crazy Horse. Este año grabó su disco Storytone, un sorprendente experimento de mezclas impuras, una tormenta de sonidos eclécticos, donde sus relatos, guitarra eléctrica y voz lúgubre y triste son acompañados por 92 miembros de una orquesta sinfónica, con todo y oboes, cellos, pianos, violines, clarinetes, flautas, trombones, órganos y saxofones.

Cat Stevens, por su parte, se fue por otros caminos. Luego de sus éxitos de los años setenta, hacia finales de esa década experimentó una crisis existencial y de salud que lo llevó a su conversión espiritual hacia la religión musulmana. Re-bautizado como Yusuf Islam, el antiguo Gato se refugió en una mezquita de Londres construida con el dinero de su pasado como estrella pop, para sumergirse en las aguas dulces de la lectura del Corán, los misterios de Alá, y el estudio de la vida de su profeta, Mahoma. A lo largo de los años ochenta no se supo mucho de él, y reapareció en la escena pública a principios de los noventa, cuando apoyó la condena que el Ayatola Jomeini hizo a Salman Rushdie por la publicación de sus Versos Satánicos, lo que provocó que miles de sus fans escupieran su nombre y destruyeran sus discos. No fue hasta el 2006 cuando el viejo Cat Stevens reaparecería con un nuevo disco (An Other Cup), al que le siguió Roadsinger (en 2009), y que le ha llevado a grabar un nuevo disco, el número 14 de su carrera, publicado hace apenas un par de meses: Tell´Em I´m Gone (algo así como “Díganles que me fui”) un homenaje al R&B a través de la reinvención de canciones de Luther Dixon, Al Smith, Jimmi Davis y de sus contemporáneos Edgar Winter y Procol Harum, además de nuevas composiciones del propio Yusuf.

Es posible que el espíritu rebelde del rock y el blues anime los impulsos creativos del músico londinense, que ahora estará cumpliendo los 66 años. Quizá eso confirmaría que, afortunadamente, los intentos de exorcismo de los demonios del rock que habitan el alma profunda de Cat Stevens no han podido ser sustituidos por los ángeles invocados por la figura del propio Yusuf Islam. Esas dos almas contradictorias habitan la fuente de inspiración de un músico extraordinario, capaz de componer rolas espléndidas aún desde los rincones oscuros o iluminados de alguna mezquita en Dúbai.

Por su parte, Neil Young permanece alejado de las drogas y el alcohol, en parte por prescripción médica, en parte por convicción propia. Corría el riesgo de convertirse en un individuo hosco, malhumorado y aburrido. Eso le llevó a escribir sus memorias, pero también a reinventar su sonido, tal y como aparece en Storytone. Está obsesionado con la producción de combustibles anticontaminantes, la lucha por la paz, y la creación de un nuevo formato digital para escuchar con la mayor pureza posible el sonido de la música (el proyecto Puretone). “Un hippie con demasiado dinero es capaz de cualquier cosa”, ha dicho en diversas ocasiones. Desde la sobriedad, el rockero canadiense sigue buscando nuevas canciones y sonidos, bajo la luz tenue de sus 69 años.

Young y Stevens-Yusuf Islam (o “Yusuf Stevens”, o “Cat Islam”) representan dos trayectorias diferentes pero paralelas. Uno atravesando por los claroscuros vitales de una carrera de más de medio siglo blindado por un sólido sistema de creencias fuertemente ancladas en las utopías hippies de los años sesenta, un tanto metafísicas, otro tanto laicas y bastardas. Otro, intentando reconstruir su pasado y presente desde un sistema de creencias religiosas basado en el Corán. Uno mira el futuro desde las pérdidas y ganancias de una vida contradictoria y múltiple; el otro, desde la certeza que proporciona la hipótesis de un dios absoluto, sabio y bondadoso. Dos formas de mirar, desde el rock, los múltiples horizontes de una modernidad devastada y contradictoria, representada por músicos de tonalidades diferentes, cuyas narrativas descansan en los restos de una época que no volverá.

Thursday, December 11, 2014

Ochenta libros


Estación de paso
Ochenta libros
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus-Milenio, 11 de diciembre, 2014)
Fueron un poco excesivos, un tanto arriesgados, poco prudentes. Pero tratarlos y exhibirlos públicamente como criminales, como delincuentes del fuero común, dignos de darles un escarmiento carcelario como muestra de que el imperio de la ley si se cumple en Jalisco y en México, revela un poco el espíritu de los tiempos, donde el mundo plano de las mentalidades de purezas intolerantes domina percepciones, juicios y representaciones. Los 3 estudiantes de la carrera de letras hispánicas de la Universidad de Guadalajara que fueron sorprendidos llevando ochenta libros escondidos en sus mochilas en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara celebrada la semana pasada, atrapados por los guardias de seguridad a la salida del recinto, configuran una postal de la época. De inmediato, algunos libreros, autoridades locales, ciudadanos comunes y opinadores profesionales o de ocasión, clamaron por la aplicación de toda la fuerza del Estado contra los malhechores, no a la impunidad, castigo ejemplar a los ladrones de libros de Guadalajara.
La práctica de robar libros es añeja y arraigada en algunos sectores universitarios. Los que nos hemos formado en las universidades públicas –“estudihambres”, como les dicen hoy los muchachos de Guadalajara- hemos realizado en algún momento ese ejercicio. Y aquí, como en muchas otras situaciones de la vida mundana, hay dos clases de hombres: los que lo aceptan y los que lo niegan. En ferias de libro, en librerías, en bibliotecas, donde se pudiera, revisar libros, concentrar la atención en algunos, mirar su precio, forma parte de proceso de selección de uno o dos ejemplares que, de otro modo, jamás podrían llegar a nuestras manos. El precio o la rareza de los ejemplares en exhibición se convierten en causa suficiente para convertirlos en objetos de deseo, en imanes irresistibles para practicar el viejo arte de la cleptomanía ilustrada, a sabiendas de que se puede ser atrapado en cualquier momento, exhibido públicamente y eventualmente ser llevado a las mazmorras municipales, para escarnio propio y ajeno. La adrenalina que corre por las venas de los interesados por poseer libros que de otra forma serían inaccesibles, alimenta la ansiedad y la sensación de temor y emoción de los involucrados, combustibles para la acción ilegal y temeraria de robar un libro en público, a la vista de todos.
Que se sepa, nunca se ha cometido un asalto a librería alguna en México, por lo menos no para llevarse libros. Se asaltan bancos, restaurantes, comercios, personas en la calle, camiones de valores. Pero nunca, jamás, librerías ni cantinas. No hay cárteles ni organizaciones dedicadas al robo de bibliotecas o librerías. En un país de no-lectores, es un tanto difícil imaginar a quién se le puede ocurrir organizar un mercado negro de libros; para eso ya están los servicios de fotocopiado en todos los campus universitarios del país. Por eso, el robo de libros es un arte mayor, sólo para especialistas, un arte cultivado a fuerza de interés y pasión por la lectura, un hábito exótico y delicado entre los mexicanos, y que justo por eso debería ser reconocido. Arriesgar la libertad o la reputación por leer un libro, por poseer un bien de papel, individualizarlo como todos los libros, tenerlo a disposición para ser leído una y otra vez por un lector extasiado con su objeto, es, o debería ser, un acto reconocido y premiado por los propios libreros, por las autoridades, por los ciudadanos y hasta por el Estado mismo. (De hecho, en la clausura de la FIL, el Presidente de la misma, Raúl Padilla, recordó el incidente como parte del anecdotario de la Feria, y como parte de las prácticas que suelen asumir los vendedores de libros en todas partes).
¿El monto del hurto?: 80 libros, cuyo costo se calculó en 18 mil pesos, según informaron diversos medios locales y nacionales. Es decir, en promedio, libros de 225 pesos cada uno, o sea, 6 mil pesos para cada uno de los 3 participantes en la acción, bajo el supuesto de que sean vendidos en su precio de venta. Si ello es cierto, muy probablemente nadie se los compraría, pues seguramente no los venderían no tanto por el valor de los ejemplares como por el desinterés generalizado que hay sobre la lectura. Los libros, dijo Borges, siempre están en busca de lectores, hasta hallar uno al que probablemente le pueden cambiar la vida. En este caso, el destino de los libros no es otro que el de ser atesorados por los jóvenes estudiantes de letras, colocarlos en sus bibliotecas personales, leerlos, subrayarlos, prestárselos a otros amigos y compañeros, citarlos, recordar sus frases, anotar sus dudas, servirles de inspiración para otras lecturas. Sería interesante saber que libros fueron los expropiados por los muchachos: ¿Poesía, literatura, ciencias sociales? ¿Swedenborg, Montaigne, Borges, Calvino, Cortázar, Pacheco? ¿Roth, Zweig, Tólstoi, Pitol, Ceestboom? No hay que descartar a Paulo Coelho, a Jorge Volpi, las memorias del Chavo del ocho, o los consejos de urbanidad y belleza de Gaby Vargas (a estas alturas, uno no sabe nunca nada).
Mal está el asunto cuando los ladrones de libros, esa especie en peligro de extinción, son condenados por la opinión pública. Peor está que los lleven a la cárcel y los exhiban ante los medios al mismo nivel de narcotraficantes, secuestradores y asesinos. El sentido común aconsejaría quitarles los libros, devolverlos a los libreros y despedir a los muchachos con una amonestación y una palmadita en la espalda. Eso le ayudaría a pensar mejor su próximo hurto, a refinar su atención en unos pocos ejemplares, a desarrollar los hàbitos de la paciencia, a dominar sus ansiedades, a disimular su voracidad e interés, organizarse mejor. En otras palabras: a mejorar sus destrezas en el viejo y delicado arte de robar libros. Después de todo, tal vez los involucrados recordaban que el viejo Schopenhauer tenía razón cuando se preguntaba: “¿cómo no sentir ganas de llorar al ver el grueso catálogo de libros en venta, con sólo pensar que, de todos esos libros, ninguno sobrevivirá más de diez años?”.