Friday, March 27, 2015

Messi


Estación de paso

Messi

Adrián Acosta Silva

(Campus Milenio, 26/03/2015)

Para José Emilio

En Aquí y ahora. Cartas 2008-2011 (Anagrama & Mondadori, 2012, España), los escritores Paul Auster y J.M. Coetzee desarrollan, mediante el viejo arte epistolar, un conjunto de reflexiones a partir de sus conversaciones sobre un montón de asuntos de la vida y de la literatura, del mundo escrito y no escrito. Al referirse a los deportes y su importancia en la vida social, Coetzee escribe: “Los deportes satisfacen la necesidad de héroes.”. Los “momentos de gracia” de los deportes (romper un récord, meter un gol, anotar una carrera), son “movimientos que no pueden ser objeto de planificación racional, sino que parecen descender sobre los jugadores mortales como una especie de bendición de lo alto, esos momentos en que todo sale bien, en que todo se coloca en su lugar, en que los espectadores ni siquiera quieren aplaudir, solo dar las gracias por haber estado ahí en calidad de testigos” (p.45).

Messi, el documental del director español Alex de la Iglesia (2014), basada en un guión de Jorge Valdano, que fue presentado hace un par de semanas en el marco del Festival Internacional de Cine de Guadalajara, ilustra muy bien las palabras del gran escritor sudafricano sobre la búsqueda de héroes que tienen los niños y los aficionados deportivos. Como es de suponerse, la cinta relata la trayectoria del futbolista argentino Lionel Messi, considerado actualmente no sólo como el mejor jugador de futbol del mundo, sino quizá uno de los dos o tres mejores de todos los tiempos.

La estructura de la obra del director español es compleja y sencilla al mismo tiempo, una virtud usual en los buenos documentales. Narra la historia de la vida de Messi (Rosario, Argentina, 1987), alternando imágenes reales de su niñez y adolescencia (fotografías, videos) con la reconstrucción de algunos de los momentos clave de su vida familiar, social y futbolística a través de un actor que lo representa esporádicamente. Pero el centro del relato fílmico descansa fundamentalmente en las charlas de sobremesa que mantienen los distintos círculos de amigos, familiares, compañeros de equipo, periodistas, directivos del Barcelona, o de ex entrenadores nacionales de la selección de Argentina. En esas mesas aparecen y desaparecen los amigos y amigas de la infancia de Messi, sus maestras de primaria, su primer entrenador de niñez futbolística en el equipo de barrio. Pero también desfilan las emociones, los elogios y los entusiasmos insobornables de sus amigos y entrenadores de juventud y consagración futbolera: Piqué, Mascherano, Maradona, Iniesta, Sabella, Menotti, Jorge Valdano, Johan Cruyff.

Ese recurso convierte al documental en un ejercicio memorístico, lúdico y festivo en torno a la carrera del personaje y sus circunstancias. La conversación desenfadada, espontánea, frente a unas copas de vino, agua o cerveza, en algún restaurante de Barcelona o de Buenos Aires, imprime un toque de realismo y frescura a la reconstrucción de la trayectoria vital y profesional del célebre 10 argentino. Las palabras y las imágenes que tienen sobre Messi cada uno de los participantes ayudan a comprender las múltiples caras de una vida que es, como todas, compleja y diversa al mismo tiempo, no la expresión de una trayectoria lineal labrada por quien sabe qué extrañas fuerzas del azar o del destino.

La infancia difícil de un “pibe” en un barrio pobre de Rosario (Las Heras), centrada desde muy pequeño en el futbol como mapa vital y práctica existencial; los problemas de bajo crecimiento asociados con un déficit genético de carácter hormonal; la habilidad inaudita de un niño de 8 años capaz de someter a rivales mucho más grandes en edad y estatura, maniobrando con la magia de unos pies en los que el balón parece una extensión natural, indivisible, de extremidades pequeñas, ágiles y veloces; la inteligencia para descifrar en un instante los desafíos de los rivales y los apoyos posibles de sus compañeros; la pasión con la que el jugador practica el deporte y descubre que la felicidad dura 90 minutos y se encuentra comprimida en una cancha de futbol.

Messi es una película sin ficción, una búsqueda de la explicación de un milagro. La timidez casi autista del jugador rosarino, el carácter reservado que se transforma cuando entra en el campo de juego, el provincialismo ingenuo que deja en un rincón de los vestidores para cambiarlo por un feroz espíritu de competencia cuando enfrenta a los rivales, forman parte de las estampas que habitan en distintos momentos los relatos y recuerdos de quienes le conocen. Sin una intervención especial ni de él ni de su familia a lo largo de la cinta (sólo aparecen en fragmentos de entrevistas pasadas), el jugador Messi queda en el centro, y el individuo y el ciudadano Messi son sólo sombras que habitan ocasionalmente el personaje principal. Ese es un mérito del director: dejar fuera a la persona, y concentrarse en el personaje.

De cualquier modo, el tono festivo, conversatorio de la película, es un recurso legítimo para acercarse a la comprensión del fenómeno Messi, para acentuar sus deslumbrantes habilidades futbolísticas, para tratar de entender que significa el futbol en la vida de un muchacho crecido en circunstancias difíciles. Después de todo, Lio Messi representa de una manera extraordinariamente fiel las palabras de Coetzee de que los deportes satisfacen la necesidad de héroes que todos, de alguna manera, tenemos. Aunque en este caso sea un héroe tímido, reservado, de bajo perfil, que prefiere el silencio a la palabrería, y que disfruta enormemente la tarea de descifrar, cada 90 minutos, la geometría y la aritmética de cada partido que protagoniza. Messi es la imagen perfecta de un héroe silencioso.

Thursday, March 19, 2015

La universidad y la metafísica de las costumbres



Estación de paso
La universidad y la (nueva) metafísica de las costumbres.
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus Milenio, número 600, 19/03/2015)
Contra lo que suelen pregonar a los cuatro vientos mediáticos algunos relatos voluntariosos sobre el cambio, la innovación, la calidad o la gestión estratégica en la educación superior contemporánea, las universidades son animales lentos, parsimoniosos, de usos y costumbres arraigadas. Sus actores entran y salen del campus coexistiendo pragmáticamente en un orden institucional ambiguo, grisáceo, sólo sacudido a veces por los llantos o las risas estudiantiles, o por la música de pequeñas tribus o grandes multitudes en el campus. Como en otros territorios de la vida social, el imperio de las rutinas domina el paisaje universitario, un paisaje donde sus actores y espectadores son gobernados por creencias y lealtades diversas, valores e intereses que conviven de manera pacífica y a veces conflictiva. Sus prácticas académicas, políticas o burocráticas suelen ser parte de lo que el viejo Schopenhauer, hace casi dos siglos, denominó como la “metafísica de las costumbres”, ese conjunto posible de explicaciones que surgen a partir de la observación de las rutinas de lo que hacen las personas, los grupos y las instituciones.
¿Cuáles son esas costumbres universitarias? Dar clases, por ejemplo. Aquí, el ritual legitima “el orden natural de las cosas”, según diría en tono literario el gran escritor lusitano Antonio Lobo Antunes. Estudiantes y profesores se reúnen y establecen una relación a partir de calendarios, horarios y espacios. Los profesores, en su gran mayoría, son profesores por horas, que cumplen sus obligaciones a partir de programas que les han sido asignados por el director de una facultad, un jefe de departamento o un coordinador de carrera. Usualmente, los profesores universitarios pueden hacer caso o no a esos contenidos, pueden emplear las nuevas TIC´s para apoyar su desempeño, o pueden dictar apuntes a sus estudiantes, a veces recomiendan lecturas y libros a sus alumnos, o mezclan un poco de todo eso. Los estudiantes, por su parte, pueden interesarse o no por los contenidos y las temas, leer o no los materiales que recomienda el profesor, asistir o no a las clases; el power point o el prezi se han convertido en herramientas visuales indispensables, donde imágenes y frases sustituyen muchas veces la elaboración de apuntes, fichas o resúmenes individuales sobre las lecturas o los temas examinados. El resultado: un arreglo práctico de comportamientos recíprocos, en los que la tolerancia frente al aburrimiento del profesor o el desinterés de los estudiantes es un mecanismo que permite reproducir cotidianamente, y legítimamente, el orden de las cosas.
Pero hay otras costumbres interesantes. La política y el gobierno universitario, por ejemplo. El dato duro es la apatía como estrategia dominante de los comportamientos políticos de profesores y estudiantes. Estos comportamientos de no pocos (o muchos) universitarios son bastante parecidos a los que se observan en los ciudadanos fuera del campus: desconfianza de la autoridad y de los otros universitarios, desinterés en la vida política, alejamiento de la participación en los asuntos colectivos. Los directivos y las autoridades suelen ser los más interesados en los asuntos de gestión y gobierno, por obvias razones institucionales. Sin embargo, hay temas, creencias e intereses que en ocasiones detonan situaciones de conflicto y violencia en las universidades. Huelgas, paros, marchas, suelen ser prácticas esporádicas en la vida universitaria, en Oaxaca, Sonora o en la UNAM, acciones que son impulsadas por activistas, dirigentes sindicales, promotores de solidaridades y de expresiones de indignación moral por las más diversas causas y propósitos. Entre la apatía más fúnebre y el activismo más febril, coexisten un conjunto muy diverso, heterogéneo y complejo de comportamientos que configuran el orden político-institucional universitario de todos los días y los años. Ese territorio opaco, abigarrado, complejo, de usos y costumbres no suele ser atractivo ni para los apáticos ni para los activistas, ni para los directivos, ni funcionarios. Con suerte, podrá ser el objeto de estudio de sociólogos o antropólogos, o de psicólogos o politólogos universitarios.
Existe también el asunto de las prácticas burocráticas universitarias, ese mundo gris y oscuro donde, como suele decirse, harían aparecer a Kafka como un escritor costumbrista. El llenado de formatos y solicitudes, la gestión de apoyos, la redacción de informes para competir por estímulos económicos, la acumulación de evidencias e indicadores “objetivos” sobre el desempeño de profesores y estudiantes, son actividades que han creado una nueva metamorfosis universitaria. El Homo Academicus se ha transformado en –o coexiste con- el Homo Burocraticus. Las autoridades universitarias alimentan ilusiones en búsqueda de comportamientos cooperativos, y comprensivos, de estudiantes y profesores para apuntalar extraños sistemas de gestión y administración, esquemas de planificación estratégica y evaluación institucional, mecanismos de aseguramiento de la calidad, de promoción de la imagen universitaria, el empleo de mecanismos de marketing que aseguren visibilidad a los productos universitarios.
En los intersticios de estas dimensiones académicas, políticas o burocráticas de las prácticas institucionales, aparece también un puñado de emociones que actúan como lubricantes de la vida universitaria. Son la frustración y la envidia, los temores permanentes y los entusiasmos fugaces, la competencia por recursos escasos (prestigio, dinero, puestos, reconocimientos), pequeñas o grandes grillas cotidianas, mezquindades minúsculas, golpes bajos, amistades verdaderas, solidaridades tribales intensas o comportamientos guiados por egoísmos salvajes. Entre no pocos de los académicos destacados de la vida universitaria, la hoguera de las vanidades no es una metáfora, sino un estilo de vida, una forma de lidiar con el infierno que son los otros. Tal vez esas costumbres explican la (mala) impresión que Schopenhauer tenía de las universidades, cuando escribía, hace casi siglo y medio, en relación a los catedráticos alemanes de su generación: “El escándalo filosófico de los últimos cincuenta años no se hubiera producido de no ser por las universidades y el público estudiantil que asimilaba crédulo todo lo que se le ocurriera decir al catedrático en turno”. Claro: era Schopenhauer, aquel filósofo misantrópico, fulminante y políticamente incorrecto del siglo XIX, cuyas palabras, sin embargo, siguen resultando incómodos recordatorios sobre el orden imaginario y práctico de la vida universitaria.

Friday, March 13, 2015

80 años de la UAG


Estación de paso
80 años de la UAG
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus Milenio, 12/03/2015)
http://www.campusmilenio.mx/index.php/template/opinion/estacion-de-paso/item/2688-80-anos-de-la-uag
El pasado 3 de marzo, la Universidad Autónoma de Guadalajara (UAG) cumplió 80 años de su fundación. Considerada como la más antigua universidad privada de México, la historia y expansión de esa institución revela la fuerza de las ideas, sus actores y los intereses que representan en la configuración de la educación universitaria nacional. Pero también muestra la coexistencia de un conjunto de tensiones en los ámbitos regionales y locales que iluminan la complejidad de un “sistema” de educación superior que, bien visto, es una colección de varios sistemas, instituciones y establecimientos crecidos a la sombra de contextos políticos, sociales y educativos específicos e irrepetibles.
La historia es más o menos conocida. En el contexto de la construcción del Estado de la Revolución Mexicana, el proyecto educativo del cardenismo que surge en los años treinta se orienta hacia la configuración de un sentido socialista a la educación pública mexicana. En las aguas turbulentas de los conflictos políticos de esa década, los actores de la educación universitaria se debatían entre dos grandes polos político-ideológicos: el proyecto cardenista de la educación pública y el proyecto autonomista-liberal universitario, proyectos que se debatieron con mucha fuerza en el Congreso de Universitarios Mexicanos de 1933. Ahí, Antonio Caso y Vicente Lombardo Toledano protagonizaron un debate que se convertiría en un auténtico clivaje ideológico y político-institucional entre las universidades mexicanas. De un lado, la creación de instituciones comprometidas con el proyecto de la revolución mexicana, asegurando legitimidad y lealtad a los gobiernos de la Revolución. Por el otro, la confirmación de la autonomía académica y la libertad de cátedra como principios de la relación de las universidades con el Estado. Como se sabe, la Universidad Nacional caminó por esta última trayectoria, junto con otras universidades públicas del país. En el otro extremo, universidades como la de Guadalajara, la Veracruzana o la de Michoacán, emprendieron el camino heterónomo, de compromiso con el proyecto revolucionario y nacionalista.
En Jalisco, el debate se extendió rápidamente entre la comunidad de profesores y estudiantes de la Universidad de Guadalajara, refundada unos años antes, en 1925. Esto polarizó a su comunidad, y llevó a una fractura en 1934, cuando un grupo de estudiantes y profesores que simpatizaban con el proyecto autonomista, decidió emprender una huelga que terminó en la parálisis de la universidad, la renuncia de su entonces Rector, y el cierre durante casi tres años de la vida institucional universitaria (1934-1937). Esto explica la salida de la U. de G. de un grupo encabezado por los entonces estudiantes Carlos Cuesta Gallardo, y los hermanos Angel y Antonio Leaño Álvarez del Castillo. Pertenecientes a familias aristocráticas de Guadalajara, los líderes estudiantiles, apoyados por la jerarquía católica local, algunos empresarios tapatíos y por influyentes periódicos de la época como “El Informador”, encabezaron el proyecto de creación de una universidad distinta a la U. de G., a la que consideraban irremediablemente capturada por los intereses comunistas que representaba el proyecto cardenista de la época. Bajo el clima del anticomunismo más feroz, los intereses católicos, empresariales y estudiantiles confluyeron en la creación de la Universidad Autónoma de Occidente, que fue el antecedente de la que a partir de 1935 se denominaría como la Universidad Autónoma de Guadalajara.
Desde ese momento, la educación superior jalisciense quedaría dominada por dos proyectos socioeducativos de pretensiones históricas: el socialista, representado por la U. de G. y el autonomista, representado por la UAG. Ambos proyectos no estaban solos, ni existían en el vacío. De un lado, el gobierno estatal, las fuerzas del naciente Partido Nacional Revolucionario (que luego sería el Partido de la Revolución Mexicana y luego el PRI), y la conformación de un frente estudiantil (el FESO, Frente de Estudiantes Socialistas de Occidente), antecedente de lo que luego sería la Federación de Estudiantes de Guadalajara, la FEG. Por el otro lado, la jerarquía católica, grupos empresariales prominentes, parte de las elites tapatías, y la creación de la Federación de Estudiantes de Jalisco (FEJ), una organización estudiantil cuyo emblema y símbolo sería un Tecolote, el búho mexicano, ave que simboliza la sabiduría pero también la alerta permanente para defenderse de sus depredadores y para cazar a sus presas.
A partir de ahí, se desarrolla una historia larga, accidentada, en ocasiones conflictiva y delirante, que se puede leer como una historia de violencia y política, de competencia y enfrentamiento, de búsqueda de legitimidad, de configuración de identidades institucionales contrastantes y paradójicas. Las leyendas negras de la U. de G. y la FEG, frente a las leyendas negras de la UAG y los Tecos, en el contexto del mundo bipolar izquierda/derecha que dominó las representaciones políticas durante casi 4 décadas en todo el mundo.
Hoy, la historia oficial de la UAG muestra una saga institucional sin contradicciones ni fisuras. Sin embargo, el distanciamiento con la jerarquía católica local desde mediados de los años 50 –que explica en parte la creación del ITESO en 1957-, la búsqueda del prestigio académico atrayendo estudiantes de medicina de los Estados Unidos o de Centroamérica, la simpatía de sus autoridades con los gobiernos dictatoriales de Pinochet en los años setenta, o de Somoza en los años ochenta, la expansión de la UAG como un corporativo que controla centros turísticos en Jalisco y otras entidades del occidente del país, sus negocios inmobiliarios en Guadalajara y en Colima, y hasta sus aventuras futboleras fallidas, forman parte de una historia de claroscuros y contradicciones que vale la pena ser reconstruida con cuidado y con paciencia. Una universidad que a los ochenta años se ampara en la frase de uno de sus fundadores que dice “México será en el futuro lo que sea su educación”, y que al mismo tiempo otorga una “Doctorado Honoris Causa” a los dueños de TV Azteca y de Cinépolis, es una institución que parece presa de sus intereses empresariales más pragmáticos que de sus ideas y proyectos, digamos, históricos.

Sunday, March 01, 2015

La épica del púlpito



Estación de paso
La épica del púlpito
Adrián Acosta Silva
(Campus Milenio, 26/02/2015)
Un inconfundible tono de lamento, denuncia y mal humor nacional domina desde hace tiempo zonas enteras del clima público mexicano. “Todo está mal”, “nada nos sale bien”, “sólo ocurre en México”, “es un desorden”, “no tenemos remedio”, “qué chulada”, suelen ser frases repetidas en cantinas, calles y lugares públicos, pero que también se leen o escuchan una y otra vez en columnas de opinión, comentarios de conductores de radio y televisión, en reportajes y noticias en las cuales la opinión del reportero o reportera en turno suele ser más importante que la información sobre los hechos que reporta. Esta suerte de épica del fracaso se ha forjado desde hace tiempo en distintos territorios del ánimo público del país, una épica que suele traer de vuelta a las norias intelectuales a Samuel Ramos y su Perfil del hombre y la cultura en México, o a Octavio Paz con su Laberinto de la soledad.
Pero si se presta atención a este ruido de fondo de nuestra vida pública, es un sonido que se anida en estratos y segmentos específicos de la sociedad mexicana: clases medias urbanas, generalmente universitarias, políticos profesionales y aspirantes a políticos, candidatos independientes, franjas de intelectuales y académicos, comentaristas de radio y televisión, reporteros, algunos opinadores toda-ocasión. Lo curioso ya no es el tono malhumorado, frustrado, regañón, de las expresiones que suelen utilizar. En realidad, lo que se revela detrás de la verbalización de las críticas es el tono de autoridad intelectual y moral que las acompañan, un tono de verdad absoluta, irrebatible, incuestionable desde su punto de vista. Es el aire inconfundible de los nuevos sabelotodo, iluminados por quién sabe qué misteriosas fuerzas, que rodea ese discurso de púlpito, pontificador, que domina el clima intelectual de nuestro tiempo.
No es por supuesto un tono nuevo. Es un sonsonete que acompaña nuestra vida pública desde el siglo XIX, en pleno proceso de construcción de la república, del estado y de la ciudadanía. Basta leer páginas de la prensa mexicana de esos años, para descubrir, desde los escritos decimonónicos de Manuel Payno a las críticas insobornables de Belisario Domínguez o de Francisco Zarco, desde los discursos incendiarios de Ricardo Flores Magón hasta los reclamos cósmicos de José Vasconcelos, esa permanente sensación de malestar con la realidad mexicana de los años post-independentistas y postrevolucionarios. Quizá la gran diferencia de los críticos de hoy en relación con aquellos que verbalizaban su insatisfacción con el presente, es que los críticos antiguos tenían una finalidad abiertamente política, un manifiesto contra su época y sus circunstancias que constituía un verdadero llamado a la acción política organizada.
Pero es a partir de la creación del partido de la revolución institucionalizada, y su discurso nacionalista y unificador, cuando las voces públicas se convirtieron en coros de adoración al régimen posrevolucionario, sonidos de una época que hoy se ve lejana y un tanto ridícula. Sólo el humor cáustico de Jorge Ibargüengoitia, la sapiencia de Don Daniel Cosío Villegas, el empeño periodístico-cultural de Fernando Benítez, o la imaginación radical de José Revueltas, sonaban como disparos en el concierto de la unidad nacional.
La crítica política mexicana reapareció vigorosamente a finales de los años sesenta y se extendió hasta bien entrados los noventa, configurando el clima político-intelectual adecuado para lo que luego se denominó la transición política mexicana hacia la democracia. Carlos Monsiváis, Octavio Paz, Carlos Pereyra, Enrique Krauze, Héctor Aguilar Camín, Carlos Fuentes o Julio Scherer, se convirtieron, entre otros, en una generación que con diversos matices y posiciones ideológicas, legitimaron la crisis del viejo orden posrevolucionario e impulsaron, junto con los actores políticos, un cambio democratizador del viejo régimen. Hoy, sin embargo, en la era de la posdemocracia mexicana, las voces del malestar son fundamentalmente apolíticas, se visten del ropaje ampuloso de la retórica del fracaso sin implicaciones para la acción política organizada; por el contrario, se alejan deliberadamente de cualquier tipo de politización de sus discursos y relatos, pues dan por descontado que la política, los políticos y los partidos, son figuras indeseables con prácticas indecibles en un país donde todo eso apesta a corrupción, inmoralidad y despilfarro.
Ese vocerío se alimenta generosamente de la desconfianza que goza hoy la clase política mexicana y sus organizaciones, pero también de cierto oportunismo moral para colocarse como representantes oficiosos de la nueva cruzada antipolítica mexicana. Su tono de denuncia gusta por igual a empresarios y a la iglesia católica, a dueños de medios y comunicadores, y son vistos con simpatía y hasta con entusiasmo por no pocos de los políticos a los que no les gusta reconocerse como tales. Suelen ser practicantes del libre mercado y abogados exoficio de las libertades ciudadanas; vociferan contra las prácticas corporativas y clientelares de las organizaciones sindicales y sus expresiones públicas; son críticos acérrimos del Estado y partidarios fervientes de las prácticas filantrópicas y altruistas de la iniciativa privada y de la sociedad civil; profesan un anti-intelectualismo ramplón que suelen combinar con un globalismo snob, del tipo “esto no pasa en Nueva York”, “esto jamás sucedería en Dinamarca”, “deberíamos hacerle como los británicos”.
Desde sus púlpitos mediáticos, esas voces personalizan y de alguna manera institucionalizan el anti-intelectualismo y la anti-política mexicana del siglo XXI, esas fuerzas que alimentan la demolición a martillazos de los edificios públicos construidos en los años del cambio político mexicano. Y lo hacen con el beneplácito de una clase política desprofesionalizada, ocupada más por mantener sus posiciones y escaños, que por gestionar los conflictos que se acumulan en la larga lista de nuestros déficits político-institucionales. Es un espectáculo de narrativas tira-netas mezcladas con prácticas rutinarias de irresponsabilidad política. ¿Dónde hemos escuchado esa canción?