Friday, May 29, 2015

Escepticismo y democracia

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Estación de paso

Escepticismo y democracia

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 28/05/2015)

Un fantasma recorre México: el escepticismo con la democracia. Es un fantasma que posee el don de la ubicuidad y la potencia maligna de la ambigüedad, un relato alimentado un poco en todos lados y entre distintos estratos y grupos sociales, pero es también un malestar difuso, una vaga sensación sobre cuáles sus causas, sus consecuencias directas y sus efectos secundarios. Pero ese malestar con la democracia mexicana realmente existente se confunde frecuentemente con la desconfianza de muchos ciudadanos en sus actores y protagonistas principales: los partidos políticos, los gobernantes y los funcionarios públicos. Pero el resultado duro es el mismo: el malestar significa el alejamiento con la política y con los políticos, y se traduce en dosis crecientes de escepticismo, desconfianza e indignación moral de no pocos sectores sociales respecto del sentido, las prácticas y la arquitectura de nuestras fórmulas de representación política.

Bien visto, estos no son fantasmas nuevos en nuestro vecindario. Se trata de expresiones que han acompañado desde hace tiempo las ilusiones, los ideales y las prácticas políticas de la democracia en México y en otras partes del mundo. Las palabras y las cosas que acompañan las teorías y valoraciones de las experiencias democráticas son muy variadas y todas son esencialmente polémicas. El cuestionamiento a las capacidades de las democracias para producir comportamientos cooperativos, para articular prácticas de cohesión social, para generar riqueza, justicia e igualdad social, van de la mano de las ilusiones de felicidad y armonía, compromiso y lealtad social que el “gobierno de la mayoría” puede producir en un futuro siempre lejano e impreciso. En otras palabras, la sobrecarga de ilusiones sobre la democracia va de la mano con la sobrecarga de demandas acerca de lo que las democracias realmente pueden hacer.

En uno de sus libros clásicos (“La democracia y sus críticos”, de 1989), el politólogo norteamericano Robert Dahl distinguía dos grandes posiciones de crítica a la democracia pluralista y representativa moderna: la posición del anarquismo y la posición del tutelaje. La primera tiene como centro ideológico la “maldad” intrínseca del Estado y del gobierno en la vida de las personas, y como propuesta la necesidad de la autogestión, auto-organización y autonomía de los grupos y asociaciones en la vida social; el tutelaje, en el otro extremo, supone que los ciudadanos requieren de guardianes, elites e instituciones que vigilen su seguridad y bienestar. Ambos extremos coinciden en sus críticas a la democracia como fórmula de organización política, como método de convivencia colectiva, o como el modo menos malo de gobierno de la sociedad, según la conocida frase pronunciada por Churchill.

Para autores como Michael Oakeshott, la discusión sobre la democracia tiene como supuesto el tipo de concepciones preexistentes sobra la política misma. Y distingue dos clases de concepciones: las de “la política de la fe” y “la política del escepticismo” (1996). La primera supone una suerte de creencias sobre la bondad intrínseca de los individuos y las posibilidades de la política democrática para enfrentar los demonios de la desigualdad, la violencia y el conflicto: la segunda, supone el reconocimiento de los límites de la política y de la democracia para enfrentar problemas que van más allá de sus valores y principios. El razonamiento de Oakeshott, aunque considerado conservador, es provocador y esclarecedor. La política democrática es una construcción que se alimenta de la leche de muchas nodrizas, entre ellas la incertidumbre, la fe y el escepticismo. En todos lados, la política de la fe produce ilusiones democráticas que alimentan la necesidad de cambios políticos en los regímenes no democráticos; la política del escepticismo, por su parte, conduce a prácticas de realismo político, para traducir las ilusiones en actos de negociación y gestión satisfactoria de los conflictos.

En plena temporada electoral, estas reflexiones “clásicas” parecen oportunos recordatorios de los límites de la política y de la democracia. Son aguijones contra la idea de la democracia como ingeniería constitucional (“la democracia de los abogados”), pero también pinchazos a los globos de las ilusiones democráticas. Pero sus críticas conducen a los temas mayores del Estado social y democrático, de la economía redistributiva, a la igualdad y a la justicia social. Y aquí están quizá, justamente, los lugares de las apariciones de los fantasmas del escepticismo y el malestar con la democracia mexicana desde, por lo menos, el año 1997, la fecha del estreno a escala federal del gobierno dividido en México. Una economía que aún aguarda por los milagros de las reformas estructurales prometidos por sus impulsores desde los años ochenta y reiterados sexenalmente desde hace más de treinta años; una sociedad lastimada por los jinetes de la inseguridad, la corrupción, la pobreza y la desigualdad; instituciones capturadas por los intereses de grupúsculos y pandillas que las ven como botín, como cuevas legales y escudos legítimos de su propios intereses.

En cualquier caso, la democracia representativa no supone eliminar automáticamente las tensiones, las contradicciones y las desigualdades sociales y económicas. Las atempera, las re-localiza en el horizonte, puede actuar sobre algunas de ellas, o recrudecer otras. Quizá tiene un aire de familia con lo que escribe Adam Przeworski en el prefacio a su libro Qué esperar de la democracia. Límites y posibilidades del autogobierno (Siglo XXI, 2010, Argentina): “La democracia es compatible con la desigualdad, la irracionalidad, la injusticia, la aplicación particularista de las leyes, la mentira, la ofuscación, un estilo policial tecnocrático e incluso una dosis considerable de violencia arbitraria. La vida cotidiana de la política democrática no es un espectáculo que inspire admiración; una serie de interminables peleas por ambiciones mezquinas, una retórica pensada para ocultar y mentir, conexiones oscuras entre el poder y el dinero, leyes que ni siquiera aspiran a la justicia, políticas que refuerzan el privilegio” (p. 27-28). Esa mirada brutal y realista sobre el funcionamiento de las democracias realmente existentes en todo el mundo, ofrece una visión prudente sobre los límites y posibilidades de la crisis de la política y la democracia mexicana contemporánea. Ahora que la música electoral inunda el clima político local, nunca está de más recordar las reservas con la democracia que propone Przeworski. Pueden ser un buen ungüento para el desencanto.


Thursday, May 21, 2015

Tracker, de Mark Knopfler


Estación de paso
Tracker, o el delicado arte de navegar sobre témpanos de hielo
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 21 de mayo, 2015.
La experiencia de escuchar cualquier nuevo disco de Mark Knopfler puede ser representada como un paseo personal por las galerías de alguna vieja mina abandonada, llena de canciones, acordes y párrafos. El sonido suave, sobrio, de uno de los guitarristas de rock más reconocidos del género, resulta siempre una nueva excursión a una sonoridad delicada que va a contracorriente de las modas musicales y las convenciones sonoras que gobiernan los ruidos del momento. Tracker, su disco más reciente (Verve Records, 2015), no traiciona esa sensación de asombro, de cierto deslumbramiento melancólico al escuchar cada una de sus obras.
Hace tres años, lanzó Privateering, un disco dividido en 2 cds, un homenaje simbólico a los corsarios viejos y nuevos, marinos y urbanos que deambulan por todos lados, donde autos desvencijados y barcos de 8 velas atraviesan carreteras desoladas y mares embravecidos. Ahí, la magia de la guitarra del último de los grandes rockeros surgidos en el último tercio del siglo XX, aún capaz de tocar las cuerdas de una guitarra sin la ayuda de púas, elabora una cartografía básica de paisajes, personajes y momentos alimentados por las emociones que produce cierta nostalgia legítima.
Y ese de hecho es el tema central del nuevo disco de Knopfler. “El pasado te convierte en lo que eres”, confesó en una entrevista reciente publicada por el diario español El País en su versión electrónica fechada el pasado 8 de mayo. A sus 65 años, el escocés de profundos ojos azules y dedos encallecidos por las cuerdas de la guitarra, vuelve a mostrar sus virtudes estilísticas. Tracker es su décimo disco grabado como solista desde la desintegración de su mítico grupo Dire Straits en 1991. La fama y el escándalo de los años del éxito de los creadores de rolas incendiarias como Sultans of Swing, Money for Nothing, o Brothers in Arms, han cedido el paso a las formas pausadas, sobrias, de la música y las canciones del Knopfler solitario. Tracker es a la vez un trabajo de exploración, de búsqueda y hallazgos, el rastreo de las fuentes de invención de la memoria a través de 15 canciones representativas del mapa del mundo personal que ha elaborado el nacido en Glasgow en 1949.
Un poco de jazz y de blues, algo de folk inglés, ecos de gaitas escocesas; teclados, guitarras, cítaras, baterías, saxofón, bajo, trompeta, flautas, clarinetes; imágenes de poetas y oficios periodísticos, pueblos perdidos en la república de la infancia, personajes memorables que con sus palabras y canciones marcaron la imaginación y deslumbraron los ojos abiertos de un niño que bebía a grandes sorbos las palabras, los sonidos y relatos de sus mayores; los tragos, el humo, las bromas y las risas de un puñado de jóvenes londinenses que solían reunirse los sábados en la noche en algún lugar de la capital inglesa, abrumados por el peso de la fama, efímera y mortal, luego de un multitudinario concierto de rock; las postales de un estudiante universitario de letras inglesas escribiendo notas periodísticas para sobrevivir a un período de precariedad sin futuro; narraciones sobre la suerte de tener de huesos rotos que llaman la atención de mujeres guapas; el memorial sobre la generosidad vital, intelectual y emocional de una amiga fallecida; los recuerdos de giras setenteras con Bob Dylan y los rostros anónimos de las masas, los escenarios, las referencias a Cartagena, a una Esparta imaginaria, brillando bajo las luces de la vieja Taormina, una antigua ciudad griega situada en la isla de Sicilia.
Si, como afirmó alguna vez Borges, toda biblioteca es un universo, para Knopfler la memoria es un almacén amueblado únicamente por la experiencia y la imaginación, un resguardo seguro aunque impreciso, útil para enfrentar tiempos malditos. El escritor holandés Cees Noteboom, mientras escribía Noticias de Berlín -ese espléndido conjunto de relatos sobre Alemania antes y después de la caída del Muro-, sugirió la idea de que escribir un libro en tiempos turbulentos era arriesgarse a cavilar montado sobre un témpano de hielo. Knopfler parece haber hecho suya esa empresa en los últimos años con sus discos, sus propios témpanos. Y Tracker muestra lo que un músico es capaz de hacer con la mezcla adecuada de talento, experiencia, inspiración, trabajo y persistencia, las únicas luces disponibles para iluminar la travesía cotidiana sobre témpanos que flotan a la deriva, en las aguas revueltas de un presente tormentoso.

Monday, May 18, 2015

El conflicto de las universidades: entre la lógica autonómica y la lógica republicana



Estación de paso
El conflicto de las universidades: entre la lógica autonómica y la lógica republicana
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus Milenio, 14 de mayo, 2015.)
Las relaciones entre la autonomía de las universidades y los procesos de planeación o planificación gubernamental es parte de una historia antigua y reciente plagada de tensiones, pleitos y contradicciones. La música de los ecos kantianos de El conflicto de las Facultades (1798) resuena a lo largo de esta historia de dilemas entre la lógica de la autonomía académica, de libertades de expresión y pensamiento, de enseñanza y aprendizaje que resguardan con celo y a veces con pasión las comunidades académicas universitarias, y la lógica de la regulación y conducción de los sistemas nacionales de educación superior que motiva la acción y los intereses gubernamentales, y, en un sentido más amplio, públicos. Bien vista, esta relación entre autonomía y planeación representa el piso duro de buena parte de los problemas, las ambigüedades y los logros de la educación superior universitaria en México y en otros países del mundo.
¿Cuáles son los límites de la autonomía universitaria? ¿Cuáles son los límites de la planeación gubernamental? ¿Cómo se relacionan? Estas preguntan habitan el corazón analítico del problema. Definir, precisar los límites de la autonomía y la planeación es una operación intelectual que tiene que ver con el examen de las relaciones entre la universidad y el Estado, una tarea que frecuentemente se ha convertido en objeto de estudio de decenas de libros, artículos y ensayos especializados de investigación y reflexión. Y, sin embargo, la identificación de esos límites es una tarea arriesgada y compleja, pues depende mucho de los contextos específicos, las biografías institucionales, las historias políticas y la historia de las políticas.
Con todo, puede arriesgarse una hipótesis general: los límites de la autonomía y la planeación son fronteras esencialmente difusas, ambiguas, extremadamente difíciles de precisar. Afirmar que la libertad académica universitaria constituye el núcleo de la autonomía universitaria implica solamente una declaración de principios, casi un acto de fe, que impide identificar con claridad hasta dónde el ejercicio de esa libertad es determinado por las comunidades académicas y hasta dónde es determinado por fuerzas externas a esas comunidades. La diversidad disciplinar también juega un papel preponderante en la determinación de los grados de libertad y autonomía, o heteronomía, que tienen los académicos en la elección de sus temas y objetos de estudio.
Pero también ocurre lo mismo con la planeación pública, o en nuestro caso, gubernamental. La declaración del interés público de la educación superior supone que es el Estado, a través del gobierno, el que legítimamente interviene para coordinar, apoyar, evaluar o supervisar lo que ocurre en las instituciones de educación superior que se encargan de organizar y desarrollar cotidianamente las labores de docencia e investigación en distintos territorios y campos científicos. Pero esa labor de coordinación encuentra dificultades normativas, institucionales y políticas no solo en las universidades públicas sino en todas las instituciones públicas y privadas que ofrecen servicios de de educación superior. La figura del Estado planificador, regulador, evaluador, o auditor, muestra con alguna claridad las dificultades que los gobiernos tienen en la búsqueda del santo grial de la coordinación de los sistemas, que frecuentemente se quedan en la orilla de las buenas intenciones gubernamentales.
Los contornos, las profundidades y las implicaciones de esta discusión están en el origen de La universidad entre la autonomía y la planificación. Tres ensayos en diálogo, un pequeño libro publicado recientemente en Argentina (Universidad Nacional de General Sarmiento, Buenos Aires, 2014). Ahí, en el texto compilado por Mónica Marquina, tres conocidos estudiosos de la universidad –Roberto Follari, Adolfo Stubrin y Antonio Camou-, conversan en torno al binomio autonomía-planificación en el contexto universitario contemporáneo.
Para Follari, por ejemplo, la relación entre autonomía y planificación debe dejar de verse como una suerte de “dicotomía fatal”, y examinarse como una relación que requiere fundamentalmente de un acuerdo político para la coordinación sistémica. Desde la experiencia argentina, el autor señala que la autonomía universitaria ha significado frecuentemente la autarquía institucional, y el aislamiento de las universidades respecto de una perspectiva estratégica, coherente, de coordinación nacional, cuya responsabilidad recae inevitablemente en el Estado nacional. Stubrin, por su parte, discute esas ideas desde la defensa del autogobierno universitario, como parte central de la autonomía universitaria, pero también enfatiza el carácter republicano de la intervención estatal en la conducción y coordinación de las políticas de educación superior. Camou, finalmente, enfatiza el carácter “relacional” e “histórico” de la autonomía universitaria, y propone analizar sus amenazas en tres ángulos: “desde arriba” (subordinación a los gobiernos en turno), “desde afuera” (subordinada a la lógica de los mercados), o “desde dentro” (subordinadas a las redes político-partidarias insertas en la universidad). Desde estas dimensiones, la autonomía universitaria se muestra en toda su complejidad.
La discusión conosureña está lejos de ser una conversación de café, y adquiere especial relevancia para el caso mexicano ahora que, tras décadas de intentos de coordinación y planeación gubernamental, de algunos logros y prácticas fallidas, de búsqueda de consensos y subordinaciones de distinto alcance y profundidad, las relaciones entre el Estado y las universidades parecen reducirse, y estancarse, en el tema del financiamiento público, sin encaminarse a una agenda más ambiciosa y estratégica de desarrollo, que imprima sentido institucional a un nuevo ciclo de relaciones entre el ejercicio de las autonomías universitarias y las necesidades de la planificación gubernamental. Esto supone un acuerdo político básico para formular una nueva agenda de políticas públicas que permita enfrentar los desafíos que, en pleno siglo XXI, enfrentan tanto el Estado como las universidades, reconociendo la lógica autonómica de las universidades pero también la lógica republicana del Estado. Ahora que la autonomía universitaria parece significar cualquier cosa para muchos actores y espectadores de la vida pública y privada de las universidades, es oportuno recordar las palabras de Kant, citadas por Antonio Camou, extraídas de algún pasaje de El conflicto..sin más propósito que estimular la imaginación y la memoria en torno al tema: “No anduvo falto de inspiración aquel a quien se le ocurrió por primera vez […] constituir una república del saber llamada Universidad […] con cierta autonomía (puesto que sólo los sabios pueden juzgar a los sabios)”.

Friday, May 08, 2015

Violencia y poder


Estación de paso
Violencia y poder
Adrián Acosta Silva
(Señales de humo, Radio U. de G., 7 de mayo, 2015)

La violencia es una fuente de poder. Y la violencia organizada es una fuente aún más potente. Suele ser considerada una práctica criminal, inmoral e ilegal, y social y políticamente se construyen múltiples instituciones para tratar de domesticar a la bestia furiosa de la fuerza como mecanismo de resolución de los conflictos. Y sin embargo, la violencia permanece y es utilizada como un recurso de intimidación, como fuente ocasional o permanente de temor, de miedo e incertidumbre, como un instrumento para proteger intereses o para anticipar nuevas decisiones. Por ello la violencia forma parte imborrable del orden social cotidiano, la expresión de impulsos y pasiones salvajes que se resisten a ser dominadas por los cálculos helados de la razón.
No se necesita ser abogado o economista, sociólogo o antropólogo para intuir que la violencia es también una bola de demolición de los procesos civilizatorios. El viejo Marx, por ejemplo, afirmaba aquello de la que la violencia es la partera de la historia (aunque el caústico Cioran diría que también puede ser su sepulturera), mientras que su (casi) contemporáneo Max Weber planteaba que solo el Estado es, o debería ser, la única fuente de la violencia legítima en la vida social, es decir, la única instancia que asegura, mediante la policía y el ejército, el cumplimiento de la ley y el mantenimiento del orden público. Sin embargo, a lo largo de la historia reciente, otros grupos han disputado al Estado el monopolio legítimo de la violencia: terroristas, traficantes de drogas, mafias criminales, pandillas urbanas. Y México es un buen ejemplo de cómo la violencia organizada de los narcotraficantes locales y regionales termina por desafiar de frente el poder simbólico o práctico representado por el Estado mexicano.
Quizá el episodio del pasado 1 de mayo en Jalisco constituya una pieza más en ese complicado ajedrez de violencia y poder que se ha estructurado en los últimos años en nuestro país. A casi una semana de los hechos, la narrativa oficial y los relatos sociales comienzan a mostrar sus vacíos, sus fisuras y desencuentros. El actor central del drama, el llamado Cártel Jalisco Nueva Generación, es considerado como el causante de la ola de violencia que recorrió la capital y el estado en la mañana de ese día (trágicamente) memorable. Y la explicación oficial es que esos acontecimientos fueron la reacción del Cártel a la “Operación Jalisco”, un dispositivo federal cuyo propósito era atrapar al líder de la organización, un tal “Mencho”, Nemesio Oseguera, un personaje siniestro, curtido en el drenaje, los sótanos y en las azoteas de las actividades del narcotráfico en el occidente del país.
El lenguaje de estos días de temor e incendios revela un tanto el perfil de las percepciones y representaciones que medios, periodistas y analistas locales y nacionales realizaron sobre el tema de la violencia narca. “Día de furia”, “Jalisco en vilo”, “Desafío a las instituciones”, “Ataque a la ciudadanía”, “Caos”, “Pánico”. La mañana del viernes, mientras que se sucedían los 39 bloqueos a carreteras y avenidas, se derribaban helicópteros militares, y se incendiaban sucursales bancarias, negocios y gasolineras, las imágenes y rumores circulaban en las redes sociales y una inocultable sensación de temor y confusión de extendía entre ciudadanos y autoridades. Y ese es justamente una de las claves, o secretos, del poder de la violencia: la exhibición pública, abierta, de la fuerza real o potencial que una organización puede tener en la vida social, y que provoca una sensación de inseguridad que altera las rutinas de la vida cotidiana de ciudadanos y funcionarios. La estética de la violencia acompañada de la estética del miedo.
Pero también hay una dimensión estrictamente política de las relaciones entre violencia y poder que ese día se mostraron en Jalisco. Una organización capaz de acumular capital -expresado en armas, bombas, lanzacohetes, redes de sicarios, vehículos, comunicaciones- para intimidar a la autoridad y a los ciudadanos no surge en el vacío político. Por lo que se sabe, por algunos reportes oficiales y por algunas investigaciones periodísticas, el Cártel Jalisco Nueva Generación es una organización incubada en el contexto de la crisis de otras mafias del narcotráfico, pero que también fue o es protegida por funcionarios locales, estatales o federales, que logró penetrar en las estructuras de gestión y operación policíacas, y que mantiene vínculos abiertos o discretos con el poder político en distintas esferas del gobierno. Eso confirma el poder del narco como otra fuerza de debilitamiento del poder del Estado. Esa madeja de relaciones estrictamente políticas, de intercambios de recursos e intereses, parece formar parte de las explosiones de violencia que están detrás del espectáculo de fuerza y poder que vivimos el pasado 1 de mayo. Si tal hipótesis es correcta, la potencia criminal puede desplazarse de las calles a los procesos electorales en curso, lo que implicaría la formación de una tormenta perfecta para la frágil democracia mexicana. Es, por donde se vea, un escenario indeseable, acaso catastrófico, no solo para los gobernantes en turno sino también para los gobernados.