Friday, November 19, 2010

La risa del gobernador




Estación de paso
La risa del gobernador: lo que ves es lo que hay
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 25 de noviembre 2010.

Al señor Gobernador de Jalisco le gusta mucho promover su imagen en los medios. Le agrada, en particular, difundir -seguramente con la orientación de sus consejeros y asesores-, la imagen de que es un hombre feliz, seguro de sí mismo, confiado. A pesar de los enconos que siembra a su paso, de las frecuentes expresiones de malestar público por sus dichos y hechos, el señor Emilio González se siente protegido por la mano de Dios, eleva oraciones todos los días, es un fiel católico dominguero, seguramente se persigna antes de salir de su casa pues sabe que Dios lo guía en su camino. Como todo político-católico, o católico-político -aquí, el orden de los factores sí altera el producto- sabe que las buenas intenciones valen más que mil acciones, que si hace bien las cosas nada ni nadie puede cambiar los designios divinos, que hay que soportar los malos ratos y humores en virtud de que son la expresión de la voluntad divina de poner a prueba a sus fieles. La pureza de las creencias personales como antídoto frente a realidades impuras. Son imágenes de la extensa colección de postales que la derecha ha colocado en la fachada de la democracia mexicana de estos años del plomo.
Muchos le atribuyen al gobernador capacidades casi metafísicas para calcular el efecto de sus palabras y acciones. En algunos círculos y cofradías tanto de los medios como del oficialismo y la oposición política, hay cierta tendencia de mirar sus arrebatos discursivos como la expresión deliberada de fines y medios, como productos de una inteligencia fría y calculadora. Algunos, por el contrario, ven en el personaje la suma de todos los males de la derecha católica mexicana: el mesianismo, el desdén por la política, las taras ideológicas y los prejuicios moralizantes como rasgos autoritarios de una racionalidad política conservadora, ajena a la duda y reacia a la aceptación de otras racionalidades. Las ocurrencias como síntoma irrefrenable de incontinencia verbal, sus exhibiciones públicas de ebriedad en actos públicos y privados como los reflejos de una personalidad caciquil, acostumbrada a dejarse llevar por sus impulsos y arrebatos, amparado en la impunidad de su función pública. La imagen del borracho con poder que devalúa de manera lamentable la imagen de los borrachos a secas.
Pero al Gobernador también le gusta presentarse como un individuo no político, reacio a lo políticamente correcto, y que presume de ser claridoso, franco, que dice lo que piensa y que hace lo que quiere. Si se ve bien, esa máscara revela el profundo tufillo anti-político propio de toda secta religiosa: la política como un asunto de los infieles, que necesitan pastores para guiarlos en el rudo oficio de evadir los males mundanos. Para cumplir esta misión no hay que ser uno más de de la masa de infieles (eso se lo deja a hacen los políticos), sino presentarse sin tapujos como un individuo que desde la superioridad moral que sólo da la fe puede ayudar a comprender a su comunidad los límites de la vida sin intérpretes celestiales. Por ello el desprecio a la figura republicana del gobernador por parte del mismo ciudadanos que lo representa. El puesto del gobernador como el traje incómodo del individuo iluminado por su pasión y su fe, y no por la mesura, la prudencia y la razón de la investidura que representa, o debería representar.
Sospecho que quizá habría que inclinarse por cierto sentido común para describir y tratar de comprender mejor el comportamiento del personaje frente a una realidad que le vomita todos los días mensajes indescifrables, engorrosos, conflictivos; tal vez aplicar al personaje un viejo dicho gringo: “What you see is what you get”, Lo que ves es lo que hay. Si lo vemos así, la risa del gobernador es eso, justamente. La expresión estúpida de quien no entiende nada, de un hombre abrumado por conflictos que él mismo crea o que le estallan de manera imprevista, obligado a tomar decisiones, a ofrecer declaraciones, a tratar de calcular sus acciones, a reír discretamente o a carcajadas por quién sabe qué cosa. Lo que ves es lo que hay.

Friday, November 12, 2010

Tiempo y política



Estación de paso
Tiempo y política
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 11 de noviembre de 2010.

La política es un ejercicio de decisiones y acciones que transcurre inevitablemente en tiempo real. Su visibilidad e importancia práctica o simbólica son proporcionales al tiempo que consume la importancia de las decisiones. Temas, intereses y actores configuran un entramado a veces indescifrable pero siempre complejo, en el cual las máscaras y las sombras son recursos de uso común en el espectáculo del poder. El combustible de la política es el conflicto, la lucha de posiciones o visiones encontradas, a veces de ideas diferentes sobre asuntos de interés colectivo, de cálculos tribales o de pasiones privadas. Por ello, la política suele ser vista más como un juego de ajedrecistas que como un ejercicio de ángeles, en el que los intereses de los involucrados son las piezas de negociación y de las decisiones en el juego.
Pero el tiempo, el “maldito factor tiempo”, es una de las restricciones fundamentales de toda acción política. Cierto sentido de urgencia parece adueñarse a veces del ánimo de los actores y espectadores de la política, una sensación de ansiedad y prisa recorre los comentarios editoriales, las declaraciones de los políticos, los silencios incómodos de los funcionarios. Pero el tempo político está marcado, como todo tiempo social, por relojes y calendarios que articulan ciclos políticos, plazos fatales y, a veces, holguras varias, derivadas de la posibilidad siempre presente de la falta de acuerdos, de incertidumbres o de bloqueos francos.
Veamos, por ejemplo, lo que ocurre con el clima de conflicto político que vivimos en Jalisco desde hace tiempo. La insuperable lógica pleitista del jefe del ejecutivo estatal ha logrado confirmar un hecho duro: el riesgo de la ingobernabilidad es alimentado poderosamente por las decisiones del propio gobierno estatal. Frente a nuestros ojos, el gobierno aparece como un problema y no como solución. Ni la amenaza de la delincuencia organizada, ni las decisiones de los alcaldes priistas de la zona metropolitana de Guadalajara, ni la rebeldía o beligerancia de las autoridades de la U. de G. por el trato presupuestal, han logrado lo que ha hecho el gobernador estatal en muy poco tiempo: ampliar la agenda de los temas críticos, elevar los costos políticos y sociales de los conflictos, consumir el tiempo público y buena parte de los tiempos de los privados en el tratamiento de las diferencias. Es una paradoja mayor de la política jalisciense de esta coyuntura: el principal interesado en mantener umbrales manejables de gobernabilidad convertido por su fe y creencias en el motor de los déficits de gobernabilidad que asoman desde hace tiempo en el estado. Alargar los conflictos es consumir el tiempo político de la legitimidad gubernamental, pero el reloj y los calendarios articulan los plazos fatales de la acción política del ejecutivo. Al parecer, el gobernador y su camarilla están seguros de que pueden gobernar a su antojo el tiempo político desde la Atalaya de Casa Jalisco.
El otro ejemplo de las relaciones entre tiempo y política es el de la elección de los Consejeros Electorales del IFE por parte de la Cámara de Diputados. La decisión de aplazar indefinidamente su designación, por el hecho de no existir un consenso sólido entre los partidos políticos respecto de los tres ciudadanos o ciudadanas que deben elegir, ilustra muy bien el peso específico del tiempo en la regulación de las decisiones políticas. Hay aquí un cálculo y un costo asumido por los decisores: es mejor invertir más tiempo en la búsqueda de acuerdos que precipitarse en una decisión cuyos costos ya los vimos en la elección presidencial del 2006. En este sentido, el manejo adecuado del tiempo político ayuda a posponer una decisión delicada y estratégica para garantizar el respaldo de los partidos en torno al árbitro electoral de las presidenciales del 2012.
En ambos casos, es posible advertir como el timing político es un recurso escaso y precioso en las arenas del poder. En un caso, hay un desperdicio riesgoso y lamentable del tiempo público dedicado a la política, cuyas consecuencias pueden llevar a la inmolación de sus actores principales y confirmar el debilitamiento de las instituciones. En el otro, el ritmo de la política puede ayudar a destrabar una decisión complicada pero inevitable. En cualquier caso, la política siempre parece estar marcada fatalmente por “tiempos de marea flaca y horas de vendavales”, como escribió en algún lugar el poeta galés Dylan Thomas. De esas mareas y vendavales está hecha en proporciones exactas la vida política, y el signo de sus tiempos no es el de las nubes ni las puestas de sol ni los ciclos lunares, sino el de los relojes y los calendarios.