Friday, July 24, 2015

IEEPO: una historia de poder y políticas


El IEEPO: una historia de poder y políticas
Adrián Acosta Silva
(Publicado en versión digital de Nexos, 23/07/2015. www.nexos.com.mx)
La desaparición (en realidad reforma y reestructuración), por decreto del gobernador oaxaqueño, del Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca (el IEEPO), es una decisión que intenta “devolver la autoridad educativa al gobierno del estado”, según anunció el propio gobernador Gabino Cué en la conferencia de prensa del pasado 21 de julio. El anuncio dramático, espectacular, de ocho columnas para medios impresos y electrónicos, fue apoyado simbólicamente por las figuras del Secretario de Educación Pública y del vocero de la Presidencia de la República. Pero la decisión, el diseño del nuevo Instituto, constituye apenas el primer paso en el complicado proceso de reconfiguración del poder político en el campo educativo oaxaqueño. La implementación de la decisión es, en realidad, el proceso en el cual se verá a prueba la fortaleza política del gobernador y del gobierno federal, frente al ruido de los tambores de guerra que ya ha comenzado a hacer sonar la CNTE como reacción frente a la desaparición del Instituto.
Más allá del curso de los acontecimientos, conviene sin embargo detenerse a reconstruir la historia del IEEPO en su contexto estatal y su relación con la CNTE. Como se sabe, el Instituto fue creado el 23 de mayo de 1992 durante la gubernatura de Heladio Ramírez (1986-1992), un priista tradicional, curtido en las aguas turbulentas de la fractura del PRI previa y posterior a las elecciones presidenciales de 1988. Con el salinismo y con el apoyo de Ramírez, llegó el Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica, un reforma al sistema educativo nacional orientada políticamente a dos cosas fundamentales: primero descentralizar (federalizar) la educación básica en las entidades de la república, trasladando la nómina, algunas decisiones y recursos educativos a los gobiernos estatales; y segundo, acabar con los restos del caciquismo sindical formado y ejercido durante casi dos décadas por Carlos Jongitud Barrios en el SNTE.
Los resultados, lo sabemos, fueron contradictorios, parciales y perversos. Por un lado, más que federalización de la educación lo que tuvimos fue un proceso de “feudalización” del sistema educativo básico, donde gobernadores y líderes sindicales nacionales y locales terminaron ejerciendo una suerte de cogobierno de la educación básica en las distintas entidades del país. Por otro lado, el desplazamiento de Jongitud y su Vanguardia Revolucionaria, cedió el paso no a la democratización sindical sino al surgimiento de un nuevo tipo de liderazgo, caciquil y poderoso, encabezado por Elba Esther Gordillo. En este contexto nacional, la creación del IEEPO en Oaxaca se significó, en una primera etapa (justamente la que corresponde al gobierno de Heladio Ramírez) por mantener los entendimientos políticos tradicionales entre el SNTE y el gobierno estatal: nombramiento conjunto de funcionarios educativos tanto en el IEEPO como en las direcciones de la escuelas públicas, los nombramientos de supervisores y jefes de zona, el acceso a plazas y los cambios de adscripción.
Al igual que se hacía y se hace en las secretarías estatales de educación en todo el país, la autoridad educativa surge de los arreglos institucionales entre los gobiernos estatales y el SNTE. Sin embargo, desde mediados de los años noventa la creciente influencia de la fracción disidente del SNTE en el suroeste del país (la Coordinadora) terminó por desplazar políticamente la fuerza del sindicato tradicional en esas regiones. Y la CNTE se posicionó como el principal interlocutor político del gobierno estatal oaxaqueño. Esto se tradujo poco a poco en la penetración del IEEPO por parte de la Coordinadora, desplazando la influencia tradicional del SNTE en el sector y en el organismo. La creciente legitimidad corporativa de la Coordinadora, su fuerza beligerante a través de paros y movilizaciones, fue consolidando la certeza en la clase política local de que gobernar el sector educativo oaxaqueño era una labor en la cual debía apoyarse, negociar o ceder ante la fuerza de la Coordinadora.
Con los gobiernos de Diódoro Carrasco (1992-1998), de José Murat (1998-2004) y de Ulises Ruiz (2004-2010) (todos pertenecientes al PRI), el poder de la CNTE se amplió y consolidó. La coalición que a nivel federal significó la alianza del SNTE con el PRI durante el salinismo y el zedillismo, se transformó en una coalición del gobierno educativo entre los gobiernos panistas y el SNTE con el elbismo como fuerza de cohesión y control político electoral y sindical. Pero esa coalición, paradójicamente, significó en Oaxaca el fortalecimiento de la Coordinadora como una fuerza política local que luego se extendió rápidamente a entidades como Guerrero, Veracruz, Chiapas y Michoacán. Sin embargo, nada se parece al poder que la coordinadora acumuló en Oaxaca, y que le llevaron a desafiar y bloquear la reforma educativa peñanietista lanzada el inicio de su mandato finales del 2012.
La llegada del Gabino Cué al gobierno estatal en 2010, un expriista postulado por una coalición multipartidista (PAN, PRD, PT y Convergencia), significó la irrupción de la alternancia en Oaxaca, y con ella, la posibilidad de un cambio político en el gobierno del sector educativo. Ello no obstante, por prudencia, pragmatismo o debilidad pura y dura, el nuevo gobierno estatal mantuvo el esquema tradicional de la gobernabilidad del sector, consolidando la fuerza de la CNTE en el centro del mapa político local, pero también manteniendo su dominio del IEEPO, con lo cual el poder de la Coordinadora también se tradujo en su dominio en los programas, los puestos, los recursos y las políticas locales de educación.
Pero la política, ya se sabe, es el arte de gestionar los conflictos, los tiempos y las posibilidades. La fuerza consolidada de la Coordinadora explica que la reforma educativa peñanietista no contara con los apoyos locales suficientes ni del SNTE ni del gobierno de Cué para penetrar en las estructuras de control político de la CNTE. Habría que esperar el paso de las elecciones intermedias de julio de 2015, coincidente con el último año de gobierno de Cué, para emprender una acción espectacular, mediática, y políticamente apoyada por el gobierno federal, el gobierno estatal y el SNTE, una operación cuyo centro simbólico y práctico es el desmantelamiento del IEEPO. La cuestión clave es si esa operación conjunta permitirá reconstruir la gobernabilidad del sector, avanzando al mismo tiempo en la gobernanza institucional necesaria para implementar la reforma educativa nacional en Oaxaca, y minimizando, al mismo tiempo, los costos políticos de la reacción de la CNTE en el corto y mediano plazo.

Thursday, July 23, 2015

La República de los Doctores


Estación de paso
La República de los Doctores
Adrián Acosta Silva
(Campus Milenio, 23 de julio de 2015.)
Desde hace tiempo se sospecha en ciertos círculos académicos y no académicos que el plagio de textos es una práctica común entre algunos estudiantes, profesores e investigadores universitarios. No hay datos sistemáticos que permitan calibrar las dimensiones de tales sospechas, pero da la impresión de que en ocasiones las prácticas plagiarias alcanzan ya el envidiable estatus de usos y costumbres en no pocas universidades públicas o privadas, particularmente en el área de las ciencias sociales. Sin embargo, a falta de datos precisos, grandes y pequeños escándalos se han acumulado sin prisa pero sin pausa en el horizonte público mexicano en los últimos años. El más reciente se descubrió en la Universidad Michoacana hace un par de semanas, cuando un investigador de esa institución fue acusado por plagiar no solamente un artículo de investigación de una académica española, sino incluso su propia tesis doctoral, presentada y avalada en el prestigiado Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México, una de las instituciones académicas más serias y reconocidas del país y de América Latina.
Pero no es el único caso. Hace un par de años, un historiador de la UNAM también fue descubierto en el acto. Como el de la Michoacana, también había alcanzado los más altos honores académicos de la carrera universitaria, incluyendo nombramientos, estímulos económicos y la pertenencia al Sistema Nacional de Investigadores, el esquema meritocrático más importante del país. Hace unos días, el académico y ensayista Guillermo Sheridan publicó, con envidiable sentido del humor, el sorpresivo descubrimiento de un plagio a su propia obra por parte de un investigador de El Colegio de San Luis, y también miembro destacado del SNI.
Los casos, las instituciones involucradas, los personajes mencionados, documentan con preocupación la expansión de una práctica que se cree o se creía controlada por la ética de la convicción académica, por la responsabilidad intelectual, o por las reglas básicas del oficio. Después de todo, la actividad académica exige, como todo oficio que se respete, códigos de honor como la honestidad intelectual, el respeto a las ideas y contribuciones de otros, el reconocimiento de los argumentos, los datos, los métodos, las obras de colegas, maestros o discípulos de la academia y de la vida intelectual. Esos códigos permiten alimentar con las flores simbólicas y delicadas de la confianza el desarrollo de las rutinas más elementales de la enseñanza y la investigación universitaria: publicaciones, seminarios, clases, talleres, conversatorios.
Ello no obstante, con el estallido ocasional de los escándalos, se pueden distinguir por lo menos dos grandes tipos de posiciones en el campus universitario: el de los depredadores y el de los moralistas. Los primeros son aquellos que con variables dosis de cinismo, caradura u oportunismo puro y duro, se aprovechan de entornos poco exigentes con la evaluación de trayectorias escolares y académicas, o con la laxitud en la revisión de textos y publicaciones, y que aprovechan hábilmente la ausencia o debilidad de los mecanismos éticos o legales que teóricamente garantizan la honestidad intelectual y la confianza académica en las universidades. Los moralistas, por su parte, son los que ven con indignación y hasta con horror cómo proliferan de manera incontrolable las prácticas de plagio en las universidades, tanto entre sus colegas como entre los estudiantes.
Una de las fuentes explicativas del fenómeno tiene que ver con la expansión anárquica de la carrera académica como opción laboral para no pocos jóvenes universitarios. Nunca como en años recientes se ha incrementado tanto la competencia por honores, dinero y prestigio entre los académicos. Un vistazo a algunos datos nos muestra la magnitud de la expansión. En 1970, sólo estaban registrados 5,953 estudiantes de posgrado en México; en 2015, se estiman en más de 250 mil. Casi el 70% de los estudiantes de posgrado son de maestría, contra el 20% de las especialidades y el 11% de doctorado. Pero si concentramos la atención en este último el nivel, se observa que en 1980 había solamente 1,308 estudiantes registrados; treinta y cinco años después, se estima que la cifra supera los 30 mil. En términos de oferta de programas doctorales, en 1960 había 20 en todo el país; hoy, se estima que son casi 800.
Estos datos –basados en información tanto del CONACYT como del Consejo Mexicano de Estudios de Posgrado, A.C- indican que México ha dejado de ser el país de los licenciados que Ibargüengoitia se imaginaba en los posrevolucionarios años sesenta, para dirigirse hacia la constitución de una imaginaria república de los doctores. Para mucho de los miembros de los estratos medios y altos urbanizados y escolarizados de la sociedad, la licenciatura ya no basta. Desde hace años, en algunos círculos sociales con extrañas pretensiones académicas o intelectuales, obtener una maestría o un doctorado se ha vuelto un deporte nacional, una obsesión para alcanzar estatus y posiciones en el mundillo académico y laboral mexicano. Las políticas públicas de estímulos a la calidad de la educación superior que hemos observado desde hace casi un cuarto de siglo, han desatado una feroz lucha por las becas, por acceder a los programas de estímulos y por los nombramientos académicos, desatando sentimientos de frustración y envidia, oportunismos y desarrollo de habilidades de algunos individuos para alcanzar dinero, influencia, poder.
Ese parece ser el mar de fondo del plagio académico, el “ecosistema” que explica el comportamiento de moralistas y depredadores. De algún modo, los escándalos recientes forman parte de las historias del lado oscuro del capitalismo académico. La simulación, el plagio, el robo intelectual, el secuestro de ideas y obras, sin ser asuntos inéditos ni recientes en la historia de las universidades, forman parte de las nuevas estrategias de promoción de los intereses individuales de hombres o mujeres en el territorio académico universitario. O sea, la academia como un espacio social más de prácticas de cálculo para la obtención de los mayores réditos, en un contexto institucional que desde hace tiempo tolera por incapacidad, por dolo o por comodidad, la expansión de los comportamientos depredadores o canallescos de algunos para apropiarse de manera poco escrupulosa de los productos creados por otros.

Thursday, July 02, 2015

La era de la distracción


Estación de paso
La era de la distracción
Adrián Acosta Silva
(Señales de humo, Radio U. de G., 2 de julio, 2015)

Uno de los fenómenos que se han asentado silenciosamente desde hace buen tiempo en las sociedades contemporáneas es el de la distracción, es decir, ese impulso ingobernable de los individuos para mantener la atención demasiado tiempo en las mismas cosas. Para algunos más que para otros, dependiendo de las circunstancias, los oficios o las necesidades, la distracción es un hábito, una práctica social extendida y arraigada. Y buena parte de las instituciones –desde los partidos políticos y las escuelas hasta las religiones- lidian con esa práctica mediante la inducción de la disciplina, el rigor, el castigo, empleados como recursos para intentar domar a la bestia insaciable de la distracción.
Por supuesto tener un ojo en el gato y otro en el garabato, como reza el dicho común, forma parte de la inteligencia humana, no de la estupidez, como suelen verlo los críticos de toda forma de distracción. Oscar Wilde, por ejemplo, afirmaba aquello de que “el principal encanto de los estados de ánimo es que no perduran”. El entusiasmo, la indiferencia, el interés, los deseos, son emociones que ocurren a veces y duran poco. Por ello, la distracción es un impulso libertario, la expresión de una forma de rebeldía a la sensación de aprisionamiento que implica la concentración, la obligación o el deber.
La distracción es como la verdad: parece tener alguna explicación, pero lo que no tiene es remedio, diría el Serrat de los años setenta. Sin embargo, el tema no es nuevo, ni reciente, y rebasa con mucho las fronteras de alguna institución o actividad específica. Más aún: es un asunto antiguo y moderno, recurrente y polémico. Algo tiene que ver con la soledad, con el hastío, con “el temor a enfrentarse a uno mismo”, como sugería en tono sombrío el viejo Nietzche en 1887. Y justamente ese tema es el objeto de una interesante reseña publicada recientemente en la revista The New Yorker, en su edición del 16 de junio, titulado “Una nueva teoría de la distracción”, escrito por uno de los editores de la revista, Joshua Rothman (http://www.newyorker.com/culture/cultural-comment/a-new-theory-of-distraction).
Hoy, sugiere Rothman, la distracción es un deporte (“una competencia”) universal, aunque conserva cierto “aire de misterio” para sus analistas e intérpretes. Y para explorar ese misterio, refiere algunas ideas extraídas de un texto reciente (2015) sobre el tema de la distracción: The World Beyond You Head: Becoming an Individual in an Age of Distraction, (“El mundo más allá de tu cabeza: el devenir del individuo en una era de distracción”) del filósofo estadounidense Matthew Crawford, un ensayo largo en que se propone una nueva mirada sobre el fenómeno de la distracción en la vida moderna.
El argumento central del libro es que el incremento de nuestra capacidad de distracción es el resultado de cambios tecnológicos que tienen sus raíces en los “compromisos ´culturales´ (spirituals, en inglés) de nuestra civilización”. ¿Qué significa eso? Que la idea de la autonomía individual como el centro de nuestras vidas, una autonomía en términos económicos, políticos y tecnológicos, se ha convertido desde hace tiempo en el valor central de la cultura occidental contemporánea. Y la autonomía tiene que ver con la libertad, con cierta “adicción a la liberación”, en donde la distracción es un elemento clave para enfrentar situaciones donde nos sentimos aprisionados, sea viendo una película, en una conversación, en un salón de clase o caminando por una calle de la ciudad.
“El imperativo cultural de ser autónomos”, dice Crawford, ”es más fuerte que nunca”. Y ese imperativo se despliega con fuerza en varias direcciones y contextos sociales. Las nuevas tecnologías de comunicación han incrementado la autonomía individual y con ello la capacidad de distracción de las personas, produciendo comportamientos complejos en los distintos espacios de interacción social como es, por ejemplo, el de la universidad.
Pero la distracción no es necesariamente una fuente de explicación de bajos aprendizajes, abandonos o fracasos escolares. De hecho, un individuo distraído puede coexistir con períodos (breves o prolongados) de alta concentración en asuntos específicos, y ello revela un incremento de la capacidad de interesarse en muchos asuntos a la vez, algo que se asocia inevitablemente a la expansión de la autonomía intelectual y emocional de los estudiantes. La hipótesis de que las nuevas tecnologías han disminuido la capacidad de concentración de los niños y los jóvenes se parece mucho a aquellas pseudo-teorías que asociaban la adicción a la televisión (“la caja idiota”) con la degradación cultural e intelectual de los jóvenes de los años sesenta y setenta.
De cualquier modo, flota la impresión en algunos ámbitos intelectuales, burocráticos y pedagógicos universitarios de que el tema de la distracción es el problema central de la educación y de la cultura contemporánea, un problema que hay que resolver con rigor y disciplina, para evitar prácticas ineficientes y costosas. La solución entonces es lograr que los individuos sean capaces de concentrar su atención en el desarrollo de habilidades específicas, capaces de llevarlos al éxito individual y profesional. Se despliega entonces una tensión inevitable entre una práctica (la distracción) y un valor (la atención); es decir, entre una práctica social enraizada al principio irrenunciable de la autonomía individual, y el valor de la atención, una flor exótica y delicada en la era de la distracción. Para las universidades, quizá más que para otras instituciones educativas, esta dialéctica entre la concentración y la distracción es un asunto central para comprender la formación de los hábitos intelectuales y académicos de los estudiantes, un proceso cercado por impulsos emocionales, prácticas pedagógicas, condiciones de trabajo y estudio, imaginarios colectivos y representaciones sociales, que configuran en su conjunto la compleja diversidad de las experiencias universitarias de millones de jóvenes.