Thursday, November 16, 2017

Reforma educativa

Estación de paso

Reforma educativa: libretos, máscaras, actores

Adrián Acosta Silva

(Campus Milenio, 16/11/2017)

A lo largo del actual sexenio, la disputa por la legitimidad de las reformas en la educación básica que ha enfrentado rutinariamente al gobierno con sus críticos y opositores, se ha constituido como el ruido de fondo que domina el paisaje de las relaciones políticas entre sus diversos actores. Como es conocido, la agenda reformadora que inició en el marco del “Pacto por México” impulsado por el PRI, el PAN y el PRD al inicio del actual sexenio, colocó en el centro un ambicioso paquete de asuntos públicos que incluían el tema educativo. Un lustro después, es posible advertir en el horizonte político y de políticas el agotamiento del impulso inicial reformador, el brutal desgaste institucional y político de los actores, y un nuevo saldo de logros, fracasos, paradojas e incertidumbres en torno al futuro del proceso reformador en el sector educativo nacional.

Un balance provisional del análisis del diseño e implementación de las reformas obliga siempre a reconocer uno de los principios prácticos de todo ejercicio similar: se puede saber con alguna precisión y certeza como inician las reformas, pero nunca se sabe con seguridad como pueden terminar. Para el caso, los diagnósticos iniciales, la definición de los problemas, las estrategias y políticas reformadoras, contribuyeron a identificar los puntos críticos del proceso. “Recobrar la autoridad del Estado” se constituyó como el lema político central de las reformas, y eso significaba, a finales del ya lejano 2012, la recomposición de las relaciones políticas del oficialismo con la dirigencia del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación. El resultado, lo sabemos: la detención y encarcelamiento de la lideresa Elba Esther Gordillo, que representaba el tipo de relaciones de subordinación del gobierno federal y de los gobiernos estatales frente al poder de la burocracia sindical del elbismo y sus aliados dentro y fuera del sector educativo.

Pero ese episodio solo fue visto como una operación política indispensable para formular un paquete de cambios en el sector, que colocaron en el centro temas como la evaluación de la calidad educativa, el servicio profesional docente, y la gestión autónoma de la escuelas. Construido el andamiaje político básico para legitimar sus propuestas, el gobierno federal pasaba entonces a la instrumentación de las mismas, con la presión propia de los calendarios y relojes institucionales. Los tres puntos señalados concentraron el impulso reformador durante los primeros años y consumieron buena parte de las energías del oficialismo por colocar en el centro de su proyecto reformador un sentido claro de orientación, capaz de suscitar consensos básicos dentro y fuera del sector. El resultado fue la articulación de una coalición reformadora entre el gobierno y la nueva dirigencia del SNTE, apoyada por sectores significativos de los partidos políticos nacionales y con el beneplácito de no pocos sectores intelectuales, empresariales y de la opinión pública nacional.

Casi de inmediato, el escepticismo, la rebelión y las críticas hacia el modo y contenido de las reformas marcaron el territorio de la disputa. La agenda y los contenidos del proyecto reformador fueron criticados y frecuentemente descalificados por sus críticos, colocando en el mismo sitio al elbismo derrotado y desarticulado, a la beligerancia neo-corporativa de la CNTE, y a una difusa colección de liderazgos políticos y voces académicas más o menos autorizadas, distribuidas en diversos ámbitos mediáticos y académicos. Entre 2013 y 2015, asistimos a un espectáculo inusual, volcánico, ruidoso y en ocasiones incomprensible, que acompañó a las buenas intenciones y propósitos educativos con el juego rudo de las movilizaciones, protestas, bloqueos carreteros, huelgas.

El memorial de las reformas se tornaría trágico con los acontecimientos de Ayotzinapa y con las escenas de balaceras, encarcelamientos, secuestros de camiones, vandalismo, arrebatos de indignación moral e incapacidad gubernamental para convencer de sus acciones. El lenguaje de las amenazas y los chantajes colocó la luz de los reflectores mediáticos en el lado áspero de las reformas. En estos años duros, la educación se consolidó como una utopía institucional habitando una zona de conflictos y pleitos protagonizados por el gobierno y sus opositores, lo que provocó un desgaste acelerado de los recursos y de la legitimidad tanto del oficialismo como de sus oposiciones. Hoy, en el ocaso del peñanietismo, la soledad de los reformadores y el dramatismo de los críticos son los humores que suelen dominar tanto las hipótesis e ilusiones reformadoras como las profecías apocalípticas sobre su futuro.

Como todo espectáculo público, en el escenario educativo han coexistido libretos distintos, bailes de máscaras, cierto maniqueísmo de salón y la “democratización de la vacuidad” -como señalaba el cáustico Ciroan respecto a las disputas políticas de las élites de la sociedad francesa del siglo XVIII-, estampas que se han convertido en las imágenes factuales del proceso. Un dualismo anecdótico (a favor/en contra) gobierna los relatos reformadores y opositores. Ello no obstante, los logros visibles y quizá perdurables del proceso tienen que ver con la legitimación de la evaluación educativa como ejercicio institucional (representada por la autonomía del INEE), con la necesidad de colocar en el largo plazo la trasformación de las prácticas educativas orientadas hacia los aprendizajes de los estudiantes y la autogestión escolar (dos de los rasgos del “Nuevo Modelo Educativo”), y con el reconocimiento del papel estratégico del profesorado en esta o en cualquier reforma educativa que se imagine.

Pero las lecciones del proceso también incluyen la legitimidad de la crítica y el escepticismo como instrumentos intelectuales de producción de las políticas reformadoras. La capacidad argumentativa y persuasiva del discurso reformador ha ido acompañada de la capacidad crítica de algunos de sus opositores. Aunque en el centro de ambos lados se encuentren la lucha por privilegios y derechos reales o imaginarios, el cálculo de costos y beneficios de las reformas, la producción de bandos de ganadores y perdedores relativos o absolutos, temporales o permanentes, de los cambios educativos sexenales, los logros del proceso reformador mexicano son significativos, aunque sus desafíos institucionales y alcances sociales permanezcan todavía en las penumbras del espectáculo.

Gbernanza y desempeño en educación superior

Estación de paso
Gobernanza y desempeño en educación superior
Adrián Acosta Silva
(Campus Milenio, 02/11/2017)
Desde hace por lo menos un par de décadas se instaló firmemente en la agenda nacional e internacional de las reformas de la educación superior el tema de la gobernanza. Por razones intelectuales, políticas y de políticas públicas poco exploradas y menos discutidas, el énfasis en la gestión de las reformas se asoció de manera implícita al gobierno de las transformaciones impulsadas por la configuración de un nuevo entorno de políticas de educación superior, basadas en un paradigma dominante que combina institucionalización de la evaluación, aseguramiento de la calidad, diversificación de la oferta y la demanda pública y privada, promoción de la internacionalización, financiamiento gubernamental condicionado, competitivo y diferenciado. Por alguna razón, el tema clásico del gobierno de la educación superior fue subordinado al enfoque de la gobernanza sistémica e institucional del sector, un enfoque inspirado en las teorías de la Nueva Gerencia Pública. Para decirlo en breve: desde los años noventa del siglo pasado, la música de fondo de las reformas y los cambios en la educación superior está dominada por la clave de la gobernanza.
Aunque existen varias definiciones del concepto (que no siempre resultan complementarias sino inclusive rivales), la idea de la gobernanza se impuso poco a poco en el terreno de las interpretaciones orientadas hacia la solución de los problemas más que hacia la comprensión de los mismos. De algún modo, la gobernanza se colocó como la lente conceptual principal en la búsqueda de cooperación entre diversos actores para identificar objetivos y estrategias comunes orientadas hacia el cambio institucional, entendido básicamente como el proceso de adaptación de los sistemas e instituciones de educación a las transformaciones ocurridas en sus entornos locales y globales. De este modo, los problemas clásicos del poder, la autoridad y el gobierno de la educación superior fueron reinterpretados a través de los cristales y anteojos de la gobernanza.
El dato duro es que los nuevos lentes desplazaron claramente al énfasis tradicional en la gobernabilidad como eje del gobierno de la educación terciaria, y ese giro interpretativo constituyó una novedad importante en el campo. En otras palabras, la gestión del cambio (la gobernanza) sustituyó a la gestión del conflicto (gobernabilidad). La expansión de las ofertas y demandas de la educación superior, la diversificación y diferenciación institucional, los cambios en las relaciones entre lo público y lo privado, la continua mezcla de diversos instrumentos de políticas que combinan estímulos financieros y recompensas simbólicas para la promoción de cambios en las instituciones y sistemas, se colocaron en el centro de la acción pública, aunque sus hechuras específicas varían de manera significativa entre un país y otro, y también al interior de los sistemas nacionales de educación terciaria de cada país.
Importa desde luego considerar el contexto en el cual se impulsó la perspectiva de la gobernanza como el eje de las reformas de la educación superior. Una compleja mixtura de ideas generales e intereses específicos se conjugaron para formular una perspectiva de acción pública que colocó el acento en los principios de la gestión y coordinación sistémica e institucional de la acción pública en varios campos de políticas, y no solo los relacionados con la educación. De manera silenciosa, el lenguaje de la gobernanza ha dominado la configuración de los cambios institucionales, y buena parte de los esfuerzos y prácticas universitarias se comenzaron a justificar como expresiones de mejoramiento de las gobernanzas institucionales y aún sistémicas: calidad, eficiencia, cobertura, competitividad, equidad, evaluación, “empleabilidad” de los egresados. Las palabras y las cosas de la educación superior están hoy relacionadas con este lenguaje tecno-burocrático, cuyo significado, aunque ambiguo, legitima los procesos de diseño e implementación de las políticas gubernamentales en el sector.
Ello no obstante, es preciso indagar más lejos y más al fondo sobre el supuesto general del enfoque, que sostiene que la gobernanza está relacionada con el desempeño o rendimiento del sistema y de las instituciones de educación superior. De entrada, tendría que advertirse la existencia de distintos tipos de gobernanza que se relacionan con distintos tipos de desempeño. El contexto institucional, el entorno de políticas, los actores involucrados, los usos y costumbres de las organizaciones, son factores que determinan fuertemente el tipo de comportamientos institucionales asociados a las relaciones entre gobernanza y desempeño.
Más aún: la lógica de la gobernanza no parece sustituir a la lógica de la gobernabilidad ni en la educación superior ni en cualquier otro campo de la acción pública. Los conflictos observados a lo largo del siglo XXI en las universidades públicas mexicanas (cuyo recuento incluiría las movilizaciones estudiantiles contra las reformas al IPN o a la UACM, los crónicos conflictos sindicales en la UABJO, los problemas en la Junta de Gobierno de la UABC, la destitución de Rector General en la U. de G., los cíclicos pleitos contra la elevación de las cuotas en la UNAM), son problemas de gobernabilidad más que de gobernanza institucional. Es paradójico, curioso o contradictorio, que la generalización del enfoque y el discurso de la gobernanza coexistan con las escenas de ingobernabilidad que estallan de cuando en cuando en el mundo universitario mexicano.
Tal vez habría con reconocer, con prudencia republicana, que la gobernanza no elimina ni sustituye la gobernabilidad, y que, en el extraño mundo de las prácticas universitarias del siglo XXI, puede existir gobernabilidad sin gobernanza, pero no gobernanza sin gobernabilidad. Mirar ambas caras del gobierno universitario (gobernabilidad/gobernanza), quizá ayude a comprender de mejor manera como se relaciona con el desempeño de las instituciones de educación superior.