Friday, November 14, 2008

La crisis de la U. de G. Nexos 371

La crisis de la U. de G.
Adrián Acosta Silva

¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado?(...) Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres.(…) Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles.
Jorge Luis Borges, Ficciones
El Paraninfo Enrique Díaz de León de la Universidad de Guadalajara es uno de los espacios universitarios más hermosos del país. Originalmente construido como escuela primaria (1915), y posteriormente entregado por el gobierno de Jalisco a la Universidad de Guadalajara (1938), el edificio es la sede de la rectoría de la universidad desde los primeros años cuarenta del siglo pasado. En su interior, la magistral cúpula “El hombre pentafásico” y el mural “El pueblo y los líderes”, pintados por José Clemente Orozco entre 1936 y 1939, evocan no sólo la desmesura del muralismo mexicano, con sus desbordadas alegorías e imágenes llenas de color y dramatismo, sino que también son postales que provocan solemnidad, silencio, quizá hasta cierta intimidación. La duela y las butacas de madera, los pasamanos y las pequeñas escaleras que conducen al recinto están perfectamente conservadas, aún con el uso rudo que los funcionarios y académicos universitarios y sus frecuentes invitados suelen dar al recinto. Por aquí han pasado en los últimos años Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Tomás Eloy Martínez, Nélida Piñón, Olga Orozco. Han pronunciado charlas y discursos memorables Carlos Monsiváis, Rubem Fonseca, Sergio Pitol, Nicanor Parra, Augusto Monterroso, Juan Gelman, Tomás Segovia. Han desfilado también por aquí Luis Donaldo Colosio, Cuauhtémoc Cárdenas, Carlos Castillo Peraza, Giovanni Sartori, Gilberto Rincón Gallardo. Se han celebrado decenas de foros, presentaciones de libros, seminarios, coloquios, conferencias, premiaciones; se han realizado rituales de graduación de universitarios, y homenajeado a ilustres universitarios en funerales de cuerpo presente. Es un espacio relativamente pequeño (caben unas doscientas personas en la parte de abajo y quizá otras tantas en las galerías superiores), pero es definitivamente espectacular, sobrio, imponente.
Este es el recinto donde regularmente se celebran las sesiones del Consejo General Universitario (CGU), el “máximo órgano de gobierno de la universidad” como suele denominarse. Y ahí es el lugar donde el viernes 29 de agosto se escenificó un escándalo memorable, en que la mayor parte de sus miembros decidieron destituir al Rector General, Carlos Briseño Torres electo apenas a principios de 2007. En una accidentada sesión, en la que culminaron de alguna forma la cadena de pleitos, pequeños escándalos, declaraciones de corrupción, autoritarismo, denuncias y críticas entre los directivos universitarios acumuladas pacientemente desde hace un año antes, el Rector declaró intempestivamente clausurada la sesión a la que había convocado unos días atrás, por lo que poco más de dos tercios de los consejeros universitarios, decidieron inmediatamente destituir al Rector General por graves faltas a la ley orgánica y al estatuto general universitario. Un capítulo de un largo pleito público y privado estaba cerrado ese viernes por la noche, cuando luego de casi 10 horas de gritos, aclamaciones, chiflidos y decenas de intervenciones, los universitarios decidieron levantar una minuta ante notario público para comunicar a las autoridades del estado el nombramiento de un nuevo rector.
¿Qué ocurrió en la U. de G.? ¿Qué explica la batalla, las palabras, los actos, los gritos? ¿Quiénes son sus actores, sus protagonistas, sus fantasmas? ¿Cuáles son los intereses, las ambiciones y los cálculos que habitan el corazón secreto de una universidad pública que ha protagonizado en el pasado escenas de violencia y política? Al calor de las disputas interuniversitarias, estas preguntas adquieren significados distintos y encontrados, por lo que se vuelve complicado construir una explicación más o menos completa del proceso, el contexto y los resultados observados.
Mientras alguien reconstruye con tenacidad de arqueólogo y paciencia de relojero lo ocurrido con el pasado reciente de la U. de G., propongo tres niveles de análisis del pleito institucional universitario, con el ánimo más de comprender que de enjuiciar un fenómeno evidentemente complejo. Son un nivel teórico, otro político y uno práctico. El primero es un intento de ubicar el conflicto universitario como un problema de poder y gobernabilidad institucional, dada una concepción de la esfera política de la universidad como resultado de la configuración de los equilibrios entre redes organizadas de poder. El segundo nivel es estrictamente político-institucional, en el que sus actores principales juegan posiciones y calculan riesgos, intentando establecer reglas, límites y distancias entre los universitarios políticamente activos. El tercer nivel es práctico: quiénes son los pleitistas y cuáles son sus argumentos. Los tres niveles están cruzados por el conflicto de intereses que se han desarrollado en la universidad en los últimos años, entre grupos, redes de poder y códigos de comunicación sobre diversas concepciones y visiones de la universidad. Sostendré un argumento central: el conflicto es resultado de las tensiones acumuladas entre las trayectorias burocráticas, políticas y académicas que habitan la vida universitaria desde 1989, en que comenzó una reforma institucional de grandes propósitos y resultados imperfectos. Dicha reforma nació asociada a un esquema de gobernabilidad dominada por una coalición política estructurada a partir de una figura (Raúl Padilla López (RPL), con territorios y áreas más o menos definidos, y con actores que colocaron sus ambiciones e intereses en la construcción de una nueva institucionalidad combinada, en el terreno político, con la obtención de varios beneficios legítimos y algunas recompensas inconfesables.
Una aproximación teórica: política y gobierno universitario
Las universidades públicas mexicanas son, quizá como ninguna otra institución de educación superior, instituciones de poder. Por su papel en la vida regional y local, por sus miembros y organizaciones, por los recursos que consumen, o por los papeles simbólicos y prácticos que desempeñan, las universidades públicas son instituciones centrales en el ordenamiento social y político de las regiones y de los estados. Su peso específico en la vida local es tal vez significativamente mayor que el de las universidades nacionales como el IPN o la UNAM, en parte porque siguen siendo instituciones formadoras de elites locales (profesionales, científicos, artistas, políticos), a pesar de la competencia creciente de las universidades privadas en las regiones.
En estos contextos, poblados por intereses externos e internos, los grupos y los individuos encuentran incentivos importantes para articular sus esfuerzos y construir proyectos de carácter estrictamente político. Con una desigual densidad académica, las prácticas docentes, de investigación y discusión cotidianas son más bien escasas, y son opacadas o sustituidas por áridas luchas por la obtención de puestos y representaciones políticas, gremiales o burocráticas. El resultado es una fuerte tendencia hacia la politización de la vida académica y administrativa de la universidad, pues ahí se obtienen prestigios y recursos que permiten a los individuos y a sus grupos de adherentes y simpatizantes incrementar su influencia en la distribución del poder universitario. Se forman así las universidades como un conjunto de redes organizadas de poder que coexisten ambiguamente con la vida académica de todos los días, en donde profesores e investigadores suelen ver de reojo, desinterés o franco escepticismo la vida política de la universidad.
Ello explica la estructuración de un poder de las representaciones políticas por encima de los prestigios académicos, en que la gestión de la universidad se desarrolla en un esquema de gobernabilidad institucional basado en la formación de bloques, sectas, camarillas o cofradías de muy diverso perfil y origen. El estudiantado y el profesorado universitario es la base de la renovación de las generaciones políticas universitarias. De líder estudiantil a funcionario universitario y de ahí a encabezar una red propia o conseguir llamar la atención de los partidos políticos o los gobernantes en turno para alcanzar una diputación, una regiduría, un puesto público. Ese es el itinerario político de formación de la clase dirigente universitaria tapatía por lo menos desde los años sesenta. Y la figura más ilustrativa de dichas trayectorias anteriores y posteriores al conflicto es la del exrector Raúl Padilla López, uno de los personajes que habitan las imágenes de conflictividad y los consensos universitarios tapatíos de los últimos años y meses.
La fórmula política: la coalición padillista
La historia de ascenso de Raúl Padilla en la vida universitaria es más o menos conocida. Primero líder estudiantil hasta alcanzar la presidencia de la Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG) en 1977-1979, luego funcionario universitario (1982-1989) y luego rector de la universidad (1989-1995), RPL impulsó a su llegada a la rectoría un ambicioso proyecto de reforma académica y administrativa que incluyó una ruptura con el grupo hegemónico anterior, encabezado por Álvaro Ramírez Ladewig (ARL). Heredero de las tradiciones corporativas y prácticas francamente mafiosas de la FEG, el esquema político que sostenía la fuerza de ARL se convirtió en un obstáculo para el desarrollo de la vida académica de la universidad, pero también una fuerza de bloqueo al crecimiento político de RPL. La lenta incorporación de académicos e intelectuales prestigiados a la U. de G. (Emilio García Riera o Fernando del Paso son representativos de esa afirmación), junto con el impulso a la Feria Internacional de Libro o la Muestra de Cine, y el diseño de una reforma institucional que incluía un cambio organizacional basada en la departamentalización, una reforma académica centrada en la creación de una carrera académica para el profesorado y la investigación, y la descentralización en red de la oferta de estudios universitarios en todo el estado de Jalisco, se combinaron para formar simpatías y consensos internos y externos para avanzar en la reforma encabezada por RPL.
En este proceso, el rompimiento con el viejo grupo hegemónico dominado por ARL era una ruptura pero también una señal y un proyecto. Se trataba de modernizar y renovar a la U. de G. dotándola de nuevas capacidades institucionales en la esfera académica y de una nueva forma de conducción política. Algunos miembros de las izquierdas universitarias antaño opositoras o críticas a la FEG, diversas corrientes del PRI, otras universidades públicas, intelectuales destacados, apoyaron el proyecto de RPL, legitimando poderosamente la idea misma de cambio universitario.
Internamente, se comenzó a formar una red de liderazgos y grupos con territorios institucionales más o menos marcados. Miembros diversos de disciplinas y unidades académicas y administrativas se incorporaron a esas redes, o formaron otras, y para finales del rectorado de RPL se había transitado de un modelo de bloque o de mafia, hacia un esquema de coalición política, en el que las redes poseen cierta autonomía relativa y su punto de unión es la figura de RPL. Esta coalición discute, debate, negocia posiciones y puestos, recursos y prestigios, dentro y fuera del marco institucional. Aunque varias de las decisiones estratégicas descansan en la influencia directa de RPL (como la de elegir el candidato a Rector General o los rectores de los 14 centros universitarios temáticos y regionales que componen la Red Universitaria), muchas de las decisiones cotidianas y otras significativamente importantes descansan en las interacciones y acuerdos que se procesan entre las redes y sus liderazgos.
La estructuración y estabilidad de esta coalición descansa en el grado de cohesión que puede representar el liderazgo de RPL, y por ello puede considerarse como una forma política coligada, una “coalición padillista”. La vida política universitaria ha estabilizado sus costos de transacción fijando reglas y códigos, y asumiendo los costos de perdedores y ganadores (que los hay) en este esquema. Esta figura se encuentra en el centro del esquema de gobernabilidad institucional desde hace casi veinte años, y explica la centralidad de RPL en la vida institucional y local. Carlos Briseño Torres, el rector depuesto a finales de agosto, es una criatura de esta coalición, no su némesis, como el mismo ha intentado explicar y justificar desde que inició el conflicto con la mayor parte de los integrantes de los órganos de gobierno (consejo de rectores y consejo general universitario). Como producto de esa relación, lo que tenemos es una señal poderosa bajo el cielo político universitario: el agotamiento de las capacidades normativas y cohesivas del padillismo. No se trata de un derrumbe inminente, ni de una catástrofe anunciada, sino quizá del lento desvanecimiento de las virtudes cohesivas de una figura y un proyecto, producto tanto del fortalecimiento tendencial aunque opaco de la vida académica universitaria, como de la pérdida de vitalidad de una generación que se aproxima al crepúsculo de sus logros y aportaciones a la política universitaria.
La pócima práctica: puestos, dinero y representaciones
La política es un juego de ajedrecistas, no de ángeles. Y la política universitaria no escapa de esta afirmación vieja. Las piezas del juego son los puestos, el dinero y las representaciones, y de lo que se trata es de establecer relaciones duraderas y estables entre las piezas. En un contexto de salarios estancados, fatigas laborales, envejecimiento del profesorado, politización y burocratización de la vida universitaria, la pócima secreta de la política universitaria descansa en la combinación del acceso a los puestos, los recursos y las representaciones formales y simbólicas de los actores universitarios. De eso está compuesto el piso duro de la política universitaria tapatía, y el conflicto descansa en buena medida en la disputa por estos recursos. Briseño y el briseñismo emergente y rápidamente extinto es la expresión más cruda de cómo la ambición y las limitaciones intelectuales y políticas se conjugaron para desnudar una lucha por el poder universitario sin un proyecto académico-institucional y sin acceso a las piezas estratégicas del juego. Luego de ser parte de la coalición, Briseño y sus consejeros se separaron para formar una camarilla que apostó a la construcción de alianzas con sectores opositores al padillismo (principalmente entre el PAN representado por el gobernador Emilio González), y con una promoción desbordada de su imagen y palabras en la prensa local. Su estrategia consistió en personalizar el conflicto universitario, colocando a RPL como el causante principal del bloqueo a sus acciones, y presentando la crisis universitaria como una dicotomía entre el poder legítimo del rector versus el poder informal de RPL. Por su parte, la coalición padillista basó su estrategia justamente en la despersonalización del enfrentamiento con Briseño, colocando el conflicto como un problema entre un rector autoritario incapaz de respetar a los órganos de gobierno colegiado de la universidad, y las exigencias de colegialidad de las decisiones institucionales planteadas por la mayoría de los integrantes de esos órganos de gobierno. En esas circunstancias, la coalición jugó con todos sus recursos para derrotar a un adversario que nunca tuvo la capacidad para cohesionar a los contrarios a la coalición, ni pudo convencer a sus aliados externos en sus estrategias para canalizar el pleito hacia el fantasma o la figura de RPL.
Eso, en parte, era de esperarse. Figura opaca y deslucida en su pasado padillista, Briseño llegó a la rectoría con las reglas que le permitieron alcanzar una silla en la mesa principal de la política universitaria. Sus desmesuradas alabanzas públicas y privadas a RPL (lisonjeras y un tanto impúdicas) poco antes y poco después de ser nombrado rector, anticipaban que la decisión del CGU de nombrarlo consolidarían el éxito político de la coalición en la U. de G. Hoy sabemos que los elogios públicos ocultaban una imaginación secreta que acariciaba con ilusión y ambición la hora del derrocamiento y del triunfo entre ovaciones de universitarios y no universitarios. Para su desgracia, el 29 de agosto salía del Paraninfo por la puerta trasera, escoltado por sus guardias y una decena de sus fieles, mientras que a otros de sus asesores lo despedía una multitud de estudiantes con insultos y patadas en el trasero. Al día siguiente, entre lágrimas, el rector depuesto lamentaba su situación frente a las cámaras y micrófonos que unos días todavía antes reproducían su lenguaje triunfalista, ganador, mientras las pinturas de Orozco atestiguaban, una vez más, el espectáculo de la política universitaria.
Aunque el conflicto sigue en la pista judicial, la historia política de la U. de G. parece marcada irremediablemente por una coyuntura que muestra las fuerzas y debilidades de la coalición padillista. Pero también anticipa una lección y marca una ruta. La lección es que la política y el gobierno universitario no pueden seguir siendo el centro de la vida institucional, sino que es la vida académica la que debe ocuparlo y caracterizar a una de las universidades públicas más importantes del país. Los elevados costos de las transacciones políticas en la U. de G. que muestra el conflicto apuntan hacia una reforma de los esquemas de gobierno y de gobernabilidad de la vida universitaria tapatía, en la que se incremente el peso de los académicos en los órganos de gobierno. Pero esa reforma institucional tendría que estar centrada en la evaluación sin concesiones de los logros, déficits y efectos perversos de la reforma universitaria de 1989-1994. Ese parecería el contexto adecuado para mejorar las condiciones de una discusión indispensable en la construcción de una institucionalidad que favorezca al desarrollo académico y la responsabilidad pública de la U. de G. Una gobernabilidad centrada en lo académico y que descanse, como toda gobernabilidad política, en umbrales positivos de eficacia, legitimidad y estabilidad de la vida universitaria, y que permita responder de mejor manera a un contexto local y nacional de exigencias múltiples e incertidumbres corrosivas.

Tuesday, October 07, 2008

1968: las palabras y las imágenes

MESA REDONDA: “OCTUBRE 68, 40 AÑOS DESPUÉS”
Organizado por la Corresponsalía Guadalajara del Seminario de Cultura Mexicana.
Museo de la Ciudad, 6 de octubre de 2008.

1968: Las imágenes y las palabras.

Adrián Acosta Silva

Hay una imagen –una fotografía- que ilustra las primeras ediciones del libro de Luis González de Alba, Los días y los años, en la cual un joven estudiante, parado en el toldo de un automóvil, se dirige hacia una multitud que camina por las calles del DF. En frente del joven –un líder estudiantil, se supone- algunas personas prestan atención a sus arengas, portando pancartas que llevan palabras como democracia, no a la represión, libertad, mientras que otros lo ven de reojo y algunos más no le prestan demasiada atención, entre risas y semblantes serios. Es una imagen hermosa, que simboliza muchas cosas, evoca otras, oculta algunas. La primera, la más evidente, es que se trata de un acto de libertad, una acción libertaria, en la que la voz de un joven parece representar la voz de muchos. La otra es la multitud misma: la imagen de una multitud en movimiento, atenta, a veces dispersa, que marcha en calidad de ciudadanos inconformes, rebeldes, protestando contra actos de la autoridad, es decir, del gobierno.
Esa imagen representa, insisto, muchas cosas del 68 y sus desprendimientos sociopolíticos y culturales. Simboliza el espíritu de libertad, de rebelión, de comunidad. Se trata también del ejercicio abierto de un derecho constitucional, el de expresión y manifestación de las ideas, un derecho que había sido eliminado en los años largos del autoritarismo posrevolucionario mexicano, sobre todo en la época del presidente en turno, Gustavo Díaz Ordaz, sin duda el más autoritario de todo los presidentes mexicanos después de la Revolución del 17. Pero la fotografía congela un momento, un contexto y una idea: es una rebelión anti-autoritaria, en contra de un estado de cosas asfixiante y represor, frente al cual había que oponer resistencia y enarbolar palabras como democracia, libertad y justicia. Y hacerlo además de manera festiva, sonriendo, ejercitando el humor y el carácter desafiante de la risa, esa muestra de irreverencia asociada al diablo y que tanto molesta a las mentalidades autoritarias y religiosas como señala Milan Kundera en El libro de la risa y el olvido
Pero las palabras ocupan también una parte importante del discurso de la época. Veamos dos muestras breves:
“En unas semanas o en unos meses, los acontecimientos (el movimiento estudiantil) tomarán con la perspectiva del tiempo su verdadera dimensión y no pasarán como episodios heroicos, sino como absurda lucha de oscuros orígenes e incalificables propósitos” (Gustavo Díaz Ordaz, Presidente de México, 1 de septiembre de 1968)
“…cuando uno hace balances puede preguntarse: ¿fue un movimiento revolucionario porque transformó de manera radical la percepción de las cosas?” (Raúl Álvarez Garín, líder estudiantil de 1968, enero de 1988).
Estas palabras revelan de algún modo los extremos interpretativos que el movimiento del 68 tuvo y tiene en la opinión pública, entre los actores protagónicos del movimiento y entre las elites políticas e intelectuales que habitan la esfera pública mexicana de los últimos cuarenta años. Claramente, Díaz Ordaz estaba equivocado, y esa interpretación típicamente autoritaria se desvaneció rápidamente con los años y con los hechos, al mismo tiempo que se iniciaba la larga transición política mexicana hacia la democracia. La otra interpretación es parcialmente cierta: el 68 permitió ver con otros anteojos al régimen político mexicano, reveló los límites del milagro económico local y el carácter autoritario del sistema político posrevolucionario, con sus rasgos de intolerancia y demagogia, de represión y exclusión, que se concentraron de manera inequívoca en la noche de Tlatelolco, el 2 de octubre.
Las imágenes y las palabras continúan alimentando de forma poderosa el significado, o los significados, del movimiento estudiantil de 1968. De ahí abrevan las interpretaciones liberales, revolucionaristas y hasta conservadoras del cambio político mexicano. Entre las elites políticas e intelectuales de hoy existe debate en torno a lo que el 68 representa en términos sociológicos, históricos, políticos o culturales. En el santoral laico edificado desde hace 4 décadas, el 2 de octubre es una fecha relevante, una marca, un punto en la historia moderna del país que se manifiesta cada año en una enorme cantidad de artículos, reseñas, memorias, fotografías, documentales, películas, entrevistas a los protagonistas que todavía viven, mesas redondas. Se organizan marchas y mítines por todo el país, se exige justica y castigos a los culpables de los hechos, se prenden veladoras por los muertos, se guardan minutos de silencio. Creencias y mitos, hechos e interpretaciones, representaciones simbólicas y compromisos políticos, nutren generosamente el imaginario y las prácticas políticas que se reconocen a sí mismas en el espejo del 68, con su enorme carga emotiva escondida bajo el oscuro manto de la tragedia.
Este es parte del marco que rodea al movimiento estudiantil de 1968. Son las palabras, imágenes y prácticas que se han construido alrededor de aquellos acontecimientos en aquel año cada vez más lejano, y que ello no obstante confirma su potencia ideológica y política. Sin embargo, en términos analíticos, una idea parece reconocerse y compartirse cada vez más: el 68 fue un acontecimiento sociocultural y político, con efectos tardíos pero sólidos en la transición política mexicana y la transformación cultural del país. La idea central de esta perspectiva es que el movimiento estudiantil fue una rebelión antiautoritaria pero también la expresión de que una nueva cultura política surgía entre la clase media mexicana representada por los estudiantes universitarios de la época. Ello permitió la emergencia de un pluralismo político y cultural que no se ha detenido desde hace cuarenta años, a pesar de las prácticas de intolerancia, de represión y autoritarismo que aún subsisten en muchas zonas del gobiernos y la sociedad mexicanas.
Esa idea se basa en varios supuestos interpretativos. Uno es que las movilizaciones estudiantiles del 68 representaron una reconquista o un redescubrimiento del espacio público mexicano, que había sido colonizado o penetrado por las prácticas de un gobierno corporativo y autoritario. Esas movilizaciones cuestionaron el carácter democrático del sistema político posrevolucionario, y mostraron el gesto represor de un régimen que se había aislado de una sociedad cada vez más compleja y diversificada, escolarizada y urbana, que reclamaba espacios de expresión y comunicación que ni el gobierno ni los medios de la época reconocían ni garantizaban. En ese sentido, el movimiento estudiantil fue la expresión de un genuino proceso civilizatorio (en el sentido que define el sociólogo Norbert Elias) que poco a poco de extendía en diversas zonas de la vida pública y privada de los mexicanos.
Otro de los supuestos del argumento es que el viejo corporativismo político mexicano, basado en la existencia de un partido virtualmente único (PRI) que controlaba a las masas trabajadoras por medio de sindicatos y federaciones ligadas al esquema de control que tenía su centro simbólico y práctico en la figura del presidente de la república, encontró en el 68 un movimiento que no comprendía y que veía como una amenaza a la estabilidad y el control alcanzado por el PRI y el hiperpresidencialismo mexicano. Ello explica con claridad las palabras de Diaz Ordaz o las de otros actores de la época (como Luis Echeverría Alvarez). También explica los silencios que guardaron otros actores que luego tendrían relevancia pública e importancia política. El reflejo autoritario del gobierno diazordacista y del priismo en general, fue congruente, trágicamente congruente, con una visión de la sociedad y del país en la cual el pluralismo y los reclamos democratizadores simplemente no tenían explicación ni lugar.
En tercer lugar, la movilización se explica porque surgió en uno de los enclaves que el autoritarismo mexicano no había podido ni se había propuesto tocar: las universidades públicas. Espacios relativamente autónomos, con libertades de expresión y discusión prácticamente inexistentes en otras zonas de la vida pública mexicana, las universidades se habían convertido en el principal vehículos de modernización y pluralismo de la sociedad mexicana de la época. Los sesenta fueron los años de arranque del proceso de masificación de la educación superior mexicana, en la que la incorporación masiva de estudiantes de primera generación universitaria de miles de familias mexicanas significaba el acceso a las escuelas preparatorias y a las carreras profesionales de las universidades públicas. Ello fortalecía un más amplio proceso de movilidad social asociado a la creciente importancia cuantitativa y cualitativa de la clase media mexicana, producto a su vez de los procesos e industrialización y urbanización que el desarrollismo había impulsado desde los años cuarenta. En esas circunstancias, la rebelión autoritaria significaba a la vez una ruptura y una confirmación. Era la irrupción de nuevos actores sociales en la vida pública mexicana, con su carga respectiva de intereses y expectativas, de demandas y reclamos, pero también era un producto lógico del desarrollismo mexicano.
Ello explica quizás el carácter potencialmente democratizador del movimiento estudiantil del 68, pero también los límites y efectos perversos que se derivaron de sus interpretaciones y prácticas. Entre sus logros democratizadores directos e indirectos habría que incorporar la reforma político-electoral de 1976-1977, la insurrección electoral de 1988, la creación del IFE y la alternancia política ocurrida en el 2000. También habría que anotar el impulso a la democratización de la vida sindical, a la multiplicación de los partidos políticos, la creación de movimientos sociales diversos, el fortalecimiento de la sociedad civil. En la dimensión cultural, el reconocimiento de la pluralidad de las expresiones artísticas y populares, la multiplicidad de identidades, la aceptación del rock (que luego encontró en Avándaro, en 1971, su legitimidad popular), la desacralización del nacionalismo, fueron entre otros, logros innegables del movimiento.
Pero hay también el lado oscuro del 68. Es el relacionado con las prácticas violentas y los nuevos autoritarismos que se alimentan con nostalgias generalmente inconfesables de un pasado que nunca existió, como canta Sabina. Es la historia de la guerrilla urbana, del radicalismo depredador y la hiperpolitización salvaje que aún se desarrolla dentro y fuera de las universidades públicas. Es la moralina de derecha que exhuman gobiernos panistas, priistas y aún perredistas en diversas regiones y ciudades, que aspiran a un orden dominado por la disciplina y las tradiciones, con su correspondiente carga de exclusión, intolerancia y autoritarismo. Es el asambelismo y democratismo que dominó y domina aún las prácticas políticas en muchas organizaciones estudiantiles, sindicales y políticas, que apelan al espíritu del 68 para legitimar un discurso envejecido y antidemocrático.
En fin. El 68, sus palabras, sus imágenes, sus interpretaciones y prácticas, sus actores, sus nostalgias, sus logros y sus deficit, nos han acompañado en los últimos cuarenta años. Hoy se puede apreciar con mejor perspectiva la magnitud de sus impactos, la densidad de su complejidad sociopolítica y cultural, sus aportes a lo que hoy tenemos en nuestra vida pública. Entre los claroscuros, sin embargo, yo me quedo con sus luces: las que apuntan hacia la democracia y hacia la libertad, las que representan el ejercicio de los derechos cívicos, y las que fortalecen las prácticas ciudadanas, colocando en el centro temas como la justicia, la igualdad y el antiautoritarismo. Prefiero seguir creyendo en la imagen del joven estudiante parado en el toldo de un automóvil, dirigiéndose a una multitud expectante y en movimiento, mientras en el fondo suena, como soundtrack de la época, la guitarra de Eric Clapton y la batería de Ginger Baker con Cream, la voz de Lennon en “Hapiness is a Warm Gun”, o las atmósferas alucinantes de Jim Morrison y los Doors en “The End”, mientras que al otro lado de la calle suena con fuerza “Mi gran noche” con Raphael, o “Hazme una señal”, de Roberto Jordán. Esa es la postal que puede caracterizar al 68, y que ilumina un movimiento sin el cual el país no sería lo que es hoy: una democracia de baja intensidad y escasa productividad pero democracia al fin; una vida pública plural pero capturada por zonas de intolerancia de izquierdas y derechas de diverso origen y motivaciones; una vida política que se debate entre el aislamiento de los partidos políticos y el activismo social de algunos particulares. A cuarenta años, 1968 es un recuerdo pero también, por lo menos en parte, un proyecto inconcluso: el de un país más democrático, más justo y más libre.

Friday, September 05, 2008

Universidad, política y espectáculo (Campus 287)

Universidad, política y espectáculo.
Adrián Acosta Silva

En el marco irremediable de la confirmación de la política como espectáculo, todos los pleitos son taquilleros. Explicar el fenómeno no es una tarea fácil. Tiene que ver, por supuesto, con el hecho obvio de que la política vende, de que la noticia política se ha vuelto una mercancía que en ocasiones alcanza un buen precio en los tiempos que corren, que se cotiza bien en un medio donde los escándalos se han vuelto la forma dominante de la comunicación pública. También cuenta el hecho de que los actores en conflicto tienen algo de histriones, de que sus gestos, palabras y silencios suelen ser teatrales, de que los medios explotan metódicamente los conflictos, de que existe un mercado que sigue con cierta atención y hasta con morbo el desarrollo de los acontecimientos, sus desenlaces, el humor involuntario de dichos y hechos, sus efectos en instituciones y grupos. Hay algo de ansiedad y emoción en todo ello, que confirman la legendaria desconfianza de muchos hacia la política y sus formas, mientras que a los ojos de otros revelan las propiedades misteriosas y hasta metafísicas de las prácticas y los rituales políticos.
Las universidades no escapan de esta situación. Una huelga laboral, un pleito estudiantil, un problema financiero, una lucha por el poder institucional, el proceso de elección de un rector, un pronunciamiento sobre algún tema espinoso o urgente de la agenda pública, coloca inmediatamente a las universidades en el ojo mediático, y las proyecta velozmente hacia el rugoso tapiz de la vida pública, ocupando fugazmente un lugar en el espectáculo político de todos los días. Poco importa saber con precisión el origen o el desarrollo de la peculiar conflictividad de las universidades, y menos importa aún saber si sus prácticas políticas tienen algo que ver con su naturaleza académica, sus funciones sociales o sus contribuciones al desarrollo. Nadie se preocupa (ni tendría que hacerlo, por lo demás) por las condiciones y contextos específicos de los problemas, la formación de los consensos y los disensos en la universidad, en la acumulación de exigencias desmesuradas, la sobrecarga de demandas y los enaltecimientos retóricos, que se combinan con una sistemática escasez de recursos, de bloqueos al desarrollo de la ciencia y a la vida académica, fatigas inconfesables y expectativas heroicas, el tamaño de restricciones estructurales o coyunturales al desarrollo de las funciones habituales de la universidad.
En el primer sexenio de Campus, algunos de estos conflictos se han identificado y ventilado, frecuentemente a medio camino entre el análisis académico riguroso y la especulación política franca. Eso se explica tal vez por la especial complejidad de los contextos institucionales y las trayectorias políticas de grupos y reglas de cada universidad, vagamente conocidas y muy poco estudiadas de manera compartida y comparada. La relación entre las políticas públicas, el gobierno y la política universitaria se ha revelado como un espacio obscuro, pantanoso, en la que el despliegue de una retórica basada en temas como la calidad, la integralidad (esa extraña insistencia en que todas las acciones y propuestas deben de ser “integrales”), la competitividad internacional de las universidades, se superpone con viejas prácticas políticas autoritarias, pseudo-democráticas, en las que el clientelismo, el patrimonialismo y la simulación permanecen como monedas de uso común en muchas universidades públicas. El corporativismo sindical y estudiantil que emergió con fuerza indiscutible desde los años setenta, continua siendo en muchos casos la principal seña de identidad de la política universitaria, mientras las rectorías universitarias participan con entusiasmo y no poco esfuerzo en acreditar programas, elevar el nivel académico del profesorado, certificar procesos administrativos, presumiendo pequeños y grandes logros nacionales o internacionales.
Ahí donde las prácticas políticas que estructuran las relaciones entre los universitarios son advertidas como un obstáculo para el progreso de la universidad, nuevos héroes y redentores instantáneos surgen para denunciar el lamentable estado de las cosas, y para lanzar nuevos proyectos, demandas, críticas demoledoras contra los culpables de que las cosas estén tan mal. Amparados en la misma confusa retórica de la calidad y la excelencia, la transparencia o el compromiso social de las universidades, los nuevos paladines reformadores se auto-promueven como universitarios visionarios, valientes, legales hasta el tuétano, académicos comprometidos, funcionarios comprensivos, administradores eficientes, demócratas intachables. Poco importa que por sus antecedentes remotos o recientes, esos líderes universitarios que hablan solemnemente a la Historia frente a cámaras y micrófonos, sean personajes impresentables, que se comportan como emperadorzuelos de ocasión, alabados por una corte integrada en la mayor parte de las veces por súbditos y consejeros que suelen ser a su vez una colección grisácea de puras glorias municipales. Fanfarrones y mediáticos, muchos de los neo-reformadores y sus asesores son una mezcla de gerencialismo teórico con populismo práctico, criaturas crecidas sombríamente al amparo de accidentados procesos anteriores de reforma y de prácticas políticas donde el servilismo se acompañó por becas para hacer posgrados al vapor, que utilizarán para hacer más presentables sus curriculums políticos pero jamás para dedicarse a la docencia o a la investigación.
La política universitaria está habitada parcialmente por estos personajes y prácticas. Aunque por el pequeño número de participantes y los espacios delimitados la vida política de la universidad sea un mundillo de intereses y pasiones, sus efectos pueden afectar, en ocasiones, la vida académica de campus y escuelas. Pese al feroz individualismo de los académicos universitarios, o por el hecho de que la vida estudiantil contemporánea sea un conjunto de prácticas e imaginarios que poco tiene que ver con la vida interna de las universidades, la política y los políticos en la universidad no suelen ser bien vistos. Quizá por ello, el retorno ocasional de la conflictividad universitaria suele atraer más la atención de los medios que de los estudiantes y profesores. Sus cíclicas explosiones sirven para que los partidos y los gobernantes exclamen en tono compungido y con semblantes serios, su preocupación por la inestabilidad que pueden alcanzar los conflictos políticos en las universidades públicas locales o nacionales, reiteren su respeto por la autonomía universitaria, y elevan sus oraciones porque los universitarios encuentren la paz y la armonía lo más pronto posible. Para los medios, los pleitos universitarios resultan en la indagación de actividades secretas o semi-clandestinas de los involucrados, en la que se revelan detalles, rumores y chismes de sus vidas privadas y de sus acciones públicas, que vuelven más misteriosa e impredecibles las interacciones y resultados de los conflictos universitarios. Las imágenes competitivas de ganadores y perdedores, reales o potenciales, es bien explotada por los medios y sus pequeños ejércitos de reporteros, fotógrafos y columnistas.
Cíclica y confusa, la vida política universitaria mexicana de los últimos años es, a no dudar, un gran espectáculo, un happening, comedia y tragedia. Luces y sombras dominan el escenario. Mientras, debajo y al fondo, la vida institucional sigue su curso, entre cubículos, pasillos y salones de clase, esperando quizá a que el espectáculo termine para dar paso al silencio y a las rutinas, indispensables para el trabajo académico de todos los días.

Monday, September 01, 2008

U. de G. El gato y la liebre (Campus 286)

U. de G.: el gato y la liebre
Adrián Acosta Silva
El conflicto que vive actualmente la U. de G. tiene por supuesto muchas lecturas, que dependen, como dirían los sociólogos, de las posiciones en el campo de los observadores y los actores. Así, algunos pueden verlo como un conflicto activado por el ejercicio de la autoridad legítima y legal de sus directivos, mientras que otros los pueden ver como el producto de un mal o deficiente desempeño de las autoridades centrales. Otras lo mirarán como un pleito descarnado por el poder y el dinero, por los recursos, por los puestos, por las implicaciones presentes y futuras de los intereses involucrados. Muchos más mirarán con desinterés, fastidio o indiferencia al pleito, como suele ocurrir. Como en la política en general, es difícil encontrar un acuerdo puntual en la vida política universitaria, como pasa hoy en la U. de G.. Lo que desde hace varias semanas ocurre en Guadalajara, muestra, entre otras cosas, el despliegue de los alineamientos automáticos propios de todo conflicto político entre las élites dirigentes de la universidad y sus fieles, oficiosos, tradicionales u ocasionales. Esa polarización es inevitable y sin duda genera división y desencuentros propios de la búsqueda de intereses distintos, diversos y muchos de ellos frontalmente encontrados. Pero ello no impide encontrar marcos de referencia comunes y consensos normativos básicos, que permitan eliminar obstáculos y excluir comportamientos políticos indeseables.
Desde mi punto de vista, el conflicto es esencialmente (aunque no exclusivamente) un problema de gobernabilidad institucional. Para otros es un problema de régimen político universitario, de sistema político, de “sistema de dominación”, de alguna otra cosa. Sin embargo, sostengo, sin sofisticaciones ni eufemismos, que es un problema de poder y de relaciones políticas, más que un problema de cumplimiento de la ley, de exigencias de transparencia, o de una mecánica de acciones y reacciones políticas. Cuando se trata de presentar un problema político como un problema unicausal se asiste a un reduccionismo propio de los actores del pleito para marcar la diferencia y atacar a sus adversarios, pero se vuelve imposible como argumento para comprender a los ojos analíticos la complejidad del problema. Es volver la mirada y la lectura a las diferencias entre el político y el científico que sugirió el viejo Weber.
Explico algunos supuestos de mi argumento.
A) El arreglo político que hoy revela tensiones agudas que rápidamente está desembocando en una crisis en la conducción política de la universidad, tuvo y tiene sentido en el marco de la reforma institucional 1989-1995 en la cual se formuló y consolidó bajo un paradigma de relaciones políticas en el cual centralidad de de un núcleo dirigente y de un personaje (RPL), se constituyeron como el soporte político principal de la conducción de las reformas. Esta fórmula política se estructuró como una fórmula de gobernabilidad institucional, cuyos resultados han sido contrastantes, tanto en el terreno estrictamente administrativo, como en el campo académico y político de la universidad, y el examen de esos logros, contrastes, efectos perversos e insuficiencias son la base de cualquier nuevo intento de reforma política o de gobierno de la U. de G.. La política universitaria, como toda acción política, tiene costos de transacción en el marco institucional, y el padillismo ha sido hasta ahora una coalición que ha mantenido relativamente estables los costos de la conflictividad política. El briseñismo emergente no muestra cómo puede bajar esos costos, sino que está mostrando rápidamente una tendencia hacia un “encarecimiento” de los costos de la política universitaria, y esos costos los paga la comunidad universitaria en su conjunto, aunque sus hipotéticos beneficios pueden favorecer al rector general.
B) Hoy como siempre no hay en la U. de G. una diferencia prístina entre lo normativo y lo político. Para los asesores profesionales del actual rector general de la U. de G. el tema del conflicto es institucionalidad vs. facticidad, el poder de la ley vs. el poder informal, la transparencia vs. la corrupción, honestidad vs. deshonestidad. Esta es una dicotomía falsa. En la U. de G., al igual que en otras organizaciones, las decisiones estratégicas y rutinarias se mueven en el marco institucional vigente, compuesto de una dimensión normativa y otra dimensión política. Ninguna organización funciona bajo el supuesto de la pureza normativa o política (eso supondría que las leyes, normas y transacciones políticas son exhaustivas y completas), sino que existe un comportamiento institucional que se deriva de acuerdos políticos (que adquieren fuerza normativa informal) que reducen la distancia entre lo escrito y lo no escrito, y vuelven la incertidumbre manejable. En otras palabras, la vida política se desarrolla en el marco de lo jurídicamente instituido. Eso explica, por ejemplo, procesos como la designación del rector o de los rectores universitarios, los acuerdos apara las candidaturas de consejeros, de directivos intermedios, de distribución presupuestal, etc. El cabildeo político es el aceite de las decisiones institucionales, y sus modos, formas y estilos (así como de sus resultados) dependen de los arreglos institucionales previos. Ello explica porqué la elección del actual rector general a principios de 2007 no generó conflictos ni inestabilidad política en la universidad y porqué los cálculos y ambiciones del rector implicaron desconocer o subordinar los arreglos políticos para tratar de instaurar una gobernabilidad a modo. El espectáculo de un rector enfrentado a los propios órganos de gobierno, muestra la incapacidad del “briseñismo” para ganar los espacios de representación política bajo las reglas que han producido ganadores y perdedores en los últimos veinte años.
C) Actualmente, el pleito institucional es una lucha entre el rector general por ampliar su margen de maniobra política que se enfrenta a una forma de estructuración de los poderes institucionales que ha garantizado, con todo, niveles aceptables de estabilidad, legitimidad y eficacia. En ese sentido es una estrategia por desequilibrar los arreglos políticos tradicionales, pero que no muestra ni nuevas formas de organización política ni comportamiento institucional, y que tampoco se acompaña de un proyecto de reforma de la vida académica e institucional de la U. de G. En otras palabras, es una lucha por el poder sin proyecto alternativo ni fundamentación sólida, cuyo resultado es, o puede ser, un retroceso en los avances de la reforma universitaria, una suerte de riesgo de “rolling-back” del cambio experimentado desde hace dos décadas.
Más bien lo que se observa a lo largo del último año es un discurso estridente y confuso que se acompaña de un activismo político respaldado en los intentos de construcción de una imagen popular, renovadora y hasta simpática. Sin el carisma de otros políticos universitarios (ese “don divino” al que se refería Weber), el actual rector y sus consejeros han querido imponer a los ojos públicos la visión de un rector populachero, buena onda, con buena comunicación con los estudiantes y profesores (todos los días inunda los correos electrónicos de miles de estudiantes y maestros con sus comentarios y ocurrencias personales ), que intenta presentarse como un rector jovial, moderno, transparente y honesto. Derrotado por los diversos grupos y expresiones políticas que articulan la coalición padillista en la renovación de los consejeros estudiantiles y las representaciones corporativas el año pasado (claves en el funcionamiento del Consejo General Universitario), el rector general se lanzó a la conquista de una imagen de renovación y cambio intentando apoyarse en un gobernador que hasta hace poco lanzaba diatribas en su contra. Ahora resulta que el Rector General (que antes fue secretario general de la misma, y rector de un centro universitario regional), reniega de su pasado padillista (“Me he dado cuenta, un poco tarde, por eso pido disculpas”, declaró el pasado 25 de agosto, en un alarde de confusión verbal), y se muestra como el campeón de la defensa de la institucionalidad universitaria, auto-promoviéndose como el Gran Reformador de la U. de G., y que el pasado inmediato le pasó de noche en el ejercicio de sus funciones y de su ascenso político en la universidad. En realidad, el rector general intenta transformar el equilibrio político tradicional para construir una gobernabilidad a modo, pues la actual resulta incompatible o incómoda para sus intereses. Es un intento de pasar gato por liebre, independientemente de cuan maquillado y grande esté el gato.
El resultado es el que ahora vemos en la U. de G.: un enfrentamiento entre un rector sin argumentos, ni proyecto ni fuerza política frente a un contexto institucional habitado por una coalición que sostiene una reforma poblada por éxitos, fracasos y ambigüedades diversas. Evaluar la reforma, insisto, es el primer paso para discutir con sentido crítico y productivo el problema del gobierno y la conducción institucional. De otro modo el costo político de la crisis superará los beneficios institucionales que la reforma ha generado a la propia universidad.

Friday, August 01, 2008

U. de G. Ruidos, nueces y tambores

U. de G.: ruido, nueces y tambores
Adrián Acosta Silva

La considerable serie de acontecimientos que en las últimas semanas han pasado de las oficinas y pasillos de la Universidad de Guadalajara (U. de G.) a las fauces de la bestia insaciable de los medios (la venenosa expresión hay que acreditarla con todos los honores a Norman Mailer), han configurado un escenario de conflictos alimentado por hechos duros, impresiones instantáneas y percepciones mediáticas. La serie de declaraciones, desplegados y rumores que se han acumulado en los diarios locales y algunos nacionales –cuya abrumadora mayoría señala un reclamo abierto a la actuación del Rector General de la U. de G.-, han coloreado la escena política universitaria local con los matices blanco/negro de siempre. Luego de varios conflictos localizados y aislados ocurridos en los primeros meses de su gestión (desde actos de violencia en las elecciones para dirigentes de la organización estudiantil –la FEU-, y la denuncia de intervención del vicerrector en la vida política estudiantil y académica, hasta la renuncia del ombdusman de los medios de comunicación universitarios, escándalos de corrupción en el hospital universitario, y una serie de desplegados entre los cuales destaca una carta del Consejo de Rectores, donde 12 de los 15 titulares de los centros acusan al rector general de protagonismo y descuido de sus funciones básicas), el clima institucional de la universidad está dominado por el sonido de tambores de batalla, mientras algunos ya han soltado desde hace tiempo los perros de la guerra mediática. Varias hipótesis y especulaciones rodean las interpretaciones en torno al significado y alcance del conflicto universitario, y cada una argumenta a su modo la validez de sus afirmaciones. Para colocar en contexto y perspectiva el pleito institucional, quizá vale la pena proponer un mapa interpretativo básico, que permita comprender -más que enjuiciar, denunciar, o profetizar-, la complejidad de lo que ocurre en los patios interiores (y ahora también en muchas de las fachadas) de la U. de G.

1. Es más o menos conocido el hecho de que la llegada de Carlos Briseño Torres a la rectoría general de la U. de G. significó la culminación de un ciclo previo de negociaciones y alineamientos iniciado, por lo menos, desde la salida a finales del 2005 de Tonatiuh Bravo Padilla de la vicerectoría universitaria (el segundo puesto en importancia en la administración central), para ser electo como diputado federal por el PRD. El procedimiento y el resultado fueron quizá indeseables para muchos pero no extraños. Ha ocurrido así desde por lo menos los últimos tres rectores (Victor González Romero, Trinidad Padilla López y el propio Briseño), y responden más o menos fielmente al esquema de pesos y contrapesos en cuyo centro real, fáctico o simbólico, se encuentra desde finales de los años ochenta la figura de Raúl Padilla López (RPL). Varios de quienes ahora o desde hace tiempo lanzan en tono de denuncia o acusaciones estos métodos y modos de la vida política universitaria local, suelen practicar el viejo hábito de descubrir el agua hervida, el hilo negro, o que la lluvia moja. Otros manifiestan en tono más directo su molestia porque ahora que están en la titularidad de los más altos puestos universitarios, se dan cuenta -mal y tarde, corearía Sabina-, que el esquema de distribución del poder que les permitió arribar a esos puestos, es ahora el mismo que les exige respetar los modos y contrapesos pre-existentes, y las reglas escritas y no escritas que gobiernan las trayectorias de ascenso y descenso político-institucional en la universidad. Ya lo decía un clásico: llegar al poder no es lo mismo que ejercer el poder, aún invocando el principio de autoridad como exorcismo retórico de los demonios informales de la política. Esa es una de las fatalidades de los políticos, universitarios y no. Hay que recordar los casos de Fox en la Presidencia, o de Barnés, en la UNAM.
2. Desde su llegada el 1 de abril del 2007 el Rector Briseño anunció que él sería el impulsor de la “tercera gran reforma” de la U. de G., luego de la que impulsara José Guadalupe Zuno en 1925 con la reapertura de la universidad, y la que lanzara Raúl Padilla en 1989 con la creación de la red Universitaria de Jalisco. Centrado en el discurso de la transparencia y la rendición de cuentas como los ejes de su administración, el rector y sus asesores pronto quedaron atrapados en la confusión de medios y fines, en los que el discurso no encontró asidero en un proyecto institucional académico y público. En los meses siguientes, en el discurso y los hechos, el rector general no presentó ni ideas ni acciones que articularan el gran proyecto reformador que anunciaba con ambición pero sin contenidos desde su discurso de toma de posesión. En su lugar, pleitos por el control de puestos, representaciones corporativas y del presupuesto, marcaron la tónica de una administración incapaz de presentar un frente coherente de acciones y decisiones. Por el contrario, una cada vez mayor presencia mediática, y una alianza estrecha con el gobernador panista del estado, Emilio González, mostraron que los cálculos y expectativas del Rector estaban fuera de la Universidad. El primer informe del rector, celebrado en el paraninfo Enrique Díaz de León, en abril de 2008, mostró el color metálico del conflicto y las arriesgadas apuestas del rector: la presencia de la Presidenta nacional del PRI, del Cardenal Sandoval Iñiguez y del gobernador de Puebla, en primera fila del escenario, contrastaron con la ausencia de los hermanos Padilla López del ritual y del espectáculo. En esas condiciones, una sorda batalla se desarrolló en los diversos centros universitarios y la administración central, en la que los golpes bajos, filtraciones a la prensa, el aplazamiento de decisiones, cuestionamientos públicos hacia exrectores y grupos afines, deterioraron rápidamente la cohesión inicial de la “coalición padillista” que apoyó la llegada de Briseño a la rectoría (y que absorbió también los costos de transacción de perdedores y ganadores),y abrió al camino a un ciclo de conflictos y pleitos que hoy dominan las relaciones políticas de los dirigentes universitarios.
3. ¿Qué explica la centralidad de RPL en la vida política universitaria? ¿Cómo entender en este contexto el conflicto actual de la U. de G.? En otros textos he argumentado que el proyecto de reforma lanzado por RPL cuando fue electo rector de la U.de G. para el período 1989-1995, detonó un conflicto y una ruptura con el grupo que lo había llevado a la rectoría, liderado entonces por Álvaro Ramírez Ladewig, hermano del asesinado Carlos Ramírez, el hombre fuerte de la Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG) desde finales de los años sesenta y hasta 1975 (el año de su asesinato en las calles de Guadalajara). En ese contexto, RPL articuló una alianza con diversos sectores académicos y políticos internos tradicionales y emergentes -entre los que hay que incluir a ciertas franjas de la izquierda política y académica-, que culminó en la formación de lo que puede denominarse como la “coalición padillista”, una coalición que proveyó el soporte político necesario para la reforma, y que permitió su implementación y consolidación en los años siguientes. Esa coalición significó también la construcción de una gobernabilidad institucional centrada en una red de intercambios políticos en cuyo centro se consolidó y expandió la figura de RPL.
4. Las prácticas políticas universitarias durante la era del padillismo han provocado varias condenas morales pero también varios reconocimientos políticos. En el primer flanco, muchos de los críticos argumentan que la vida política universitaria no está fundada en la esencia académica de la universidad, y que por eso la ilegitimidad de un rector y un grupo es directamente proporcional al desplazamiento de los núcleos académicos de las decisiones institucionales, entre ellas las de la elección del rector y los rectores de los centros, la distribución del presupuesto universitario, o la implementación de un proyecto institucional centrado en lo académico. El supuesto duro del razonamiento de los idealistas/moralistas es de que sólo un máximo de pureza académica puede acabar con los vicios de la política universitaria; y aún más: de que los académicos químicamente puros son prácticamente unos santos. Otros críticos han señalado en un tono de escándalo más acusado, que un pequeño grupo de la universidad se ha enriquecido y enquistado en el poder, sin ver más allá de sus propios intereses y posiciones. En este razonamiento, la vida universitaria no puede entenderse sin aceptar el hecho de que hay que despolitizar (“despadillizar” dirían algunos) a la U. de G., para que encuentre ahora sí una vida institucional sin adjetivos ni molestas conflictividades derivadas del esquema actual de relaciones políticas universitarias.
En la segundo mirada, la de los realistas/pragmáticos, actores directos y observadores externos han valorado positivamente el hecho de que un esquema de relaciones políticas como el de la U. de G. ha permitido no solamente la gobernabilidad institucional en los últimos veinte años, sino que también explica su anclaje en una política expansionista que va más allá de la docencia y la investigación para colocar sus intereses en la creación de megaproyectos como el Centro Cultural Universitario en Zapopan, la FIL, la Muestra de Cine, etc. Desde esta perspectiva, la centralidad de un personaje no sólo es deseable sino también inevitable, dado el hecho de que el grupo impulsor de la reforma de 1989-1995, que apostó fuerte en el diseño e implementación de los cambios, es el principal interesado en controlar y consolidar el proyecto reformador, y en ajustar la estructura y prácticas universitarias en torno a dicho proyecto. Como grupo político experimentado, el padillismo sabe que la consolidación es no sólo un asunto universitario, sino que es indispensable construir un contexto estatal y nacional favorable al proyecto, por lo que algunos de sus miembros buscan u ocupan puestos clave en partidos políticos, congreso local y federal, o desarrollan funciones públicas en distintos niveles de gobierno. En estas circunstancias, los grupos, corrientes, camarillas o sectas que habitan la política universitaria juega con los códigos duros de la política en general: realizando acciones, calculando riesgos, administrando ambiciones, intercambiando fuerzas, estableciendo compromisos, o rompiéndolos cuando no les convienen.
Ambas posiciones muestran los extremos frente al conflicto universitario desde hace muchos años, y no me queda más remedio que exagerar y colocarlas como dos miradas polarizadas del mismo “animal”, en este caso la política en la U. de G. Los diagnósticos parten de motivaciones y premisas diferentes, de concepciones encontradas y, en algunos casos, de experiencias frustradas. Sin embargo, aunque parezca sea extraño, moralistas y prácticos, idealistas y realistas, tienen algo de razón. Intentaré explicarme.
5. El proyecto de reforma iniciado en 1989 tuvo la virtud de cohesionar a muchos grupos e individuos (organizados y no), en la necesidad de una reforma institucional que fuera a la vez una reforma política, administrativa y académica. Frente al estado de desastre de la universidad derivado de los efectos financieros de la “década perdida”, y frente a un esquema de dominación política prebendario, corporativista y clientelar que dominaba la vida universitaria desde los años setenta (marcada por la Federación de Estudiantes de Guadalajara, la FEG, de una historia más bien siniestra), la alternativa fue bien vista interna y externamente. La construcción de una ambiciosa agenda de transformaciones se colocó en el centro de la discusión y el debate universitario, y el resultado fue el de la departamentalización de la vida académica y administrativa, la creación de una red universitaria estatal, con la conformación de las bases de una nueva carrera académica universitaria para el profesorado y para los investigadores, el establecimientos de sistemas de planeación y evaluación de la red, etc. Las coincidencias fundamentales en torno a un proyecto, más que a una persona o grupo, significó la posibilidad de construir un nuevo modelo universitario y legitimar la presencia histórica de la U. de G. en el estado y en el país. Al mismo tiempo, en un escenario de virtual ausencia de políticas educativas y culturales de gran envergadura por parte de los gobiernos estatales de los últimos treinta años (priistas y panistas), la coalición reformadora de la U. de G. colocó la mira en la creación de un ambicioso proyecto político y cultural que confluye desde principios del siglo con el proyecto de creación del Centro Cultural Universitario en Zapopan. Bien visto, este proyecto- impulsado naturalmente por Raúl Padilla-, no es incongruente con el proyecto expansionista de la reforma universitaria, sino que es más bien su consecuencia lógica. Frente a la ausencia de cualquier proyecto cultural del panismo en el poder desde hace ya casi tres lustros, la iniciativa universitaria ha provocado sospechas, acusaciones y recelo por el tamaño y los costos del proyecto, sin reparar demasiado en los beneficios sociales, educativas y aún económicos que puede representar al estado y a la propia universidad en el mediano y largo plazo.
6. Esta transformación tuvo por supuesto una dimensión estrictamente política. El desplazamiento de un viejo modo de hacer política universitaria basada en la toma de acuerdos de poderes fácticos con poca o nula representación y perfil académico en la universidad, significó la posibilidad de construir una nueva forma de hacer política universitaria. La estructuración de las relaciones políticas universitarias ha respondido, como en toda organización compleja, a la necesidad de articular los intereses de los grupos y sectores, con la generación de reglas y compromisos para conducir a la universidad bajo criterios de legitimidad, eficacia y estabilidad. La reforma universitaria de los primeros años noventa permitió estructurar una gobernabilidad centrada en los intercambios políticos entre los grupos que conformaron la “coalición padillista”, como un conjunto de grupos con autonomía relativa en distintos campos de la vida universitaria y extra-universitaria, pero que conformaron una coalición reformadora que es la que explica la viabilidad de la reforma de la U. de G. pero también su relativa consolidación en diversas esferas. Esa coalición reformadora se convirtió en una coalición estabilizadora y posteriormente en una de carácter conservadora. No es extraño. Esa es la maldición de todos los revolucionarios y de todos los reformadores: tarde o temprano se vuelven conservadores.
El problema es que la reforma universitaria local es todavía, en más de un sentido, un proyecto por construir. Hay claroscuros habitados por logros, déficits y mezclas extrañas de efectos deseados y perversos. Eso requiere un balance puntual que deben hacer los universitarios, pero que puede ser la base para un nuevo ciclo de reformas que para consoliden los avances académicos de la universidad, pero también para fortalecer la naturaleza pública de su quehacer, sus procesos y resultados. Si uno observa lo que ha ocurrido desde los primeros años del nuevo siglo, es un hecho el debilitamiento paulatino y silencioso de la autonomía universitaria, debido no solamente a la hiper-politización de la institución derivada de los esquemas de gobernabilidad construidos en el pasado reciente, sino también en el hecho de que los partidos políticos y en especial, el nuevo oficialismo panista en Jalisco, han planteado diversas acciones de intervencionismo en la vida institucional, sin una idea clara de que hacer con la universidad (y con la educación superior en general), con procedimientos burdos, que intentan ser implementados con la delicadeza de un elefante.
Pero la autonomía universitaria se ha visto también debilitada (y quizá en un grado considerablemente mayor) por la pasividad con que las autoridades universitarias han adaptado su funcionamiento a las políticas federales en educación superior. Bajo el discurso de la calidad y la evaluación, las prácticas burocráticas y académicas de la universidad se han visto crecientemente gobernadas por el llenado de formatos y formularios elaborados desde las oficinas centrales de la SEP o, peor aún, de las de Hacienda. El discurso de la transparencia, como el de la rendición de cuentas, y la producción masiva de indicadores relacionados con por lo menos los diez grandes programas federales de recursos extraordinarios (PIFI, PROMEP, FOMES, PROADU, PRONABES, y demás siglario) a los que se somete desde hace varios años la administración central de la universidad, ha llevado al hecho de que las funciones sustantivas de la universidad sean desplazadas por una frenética actividad para construir indicadores de desempeño y reportes de transparencia en todos los niveles de la estructura universitaria, con los cuales los rectores negocian mejores presupuestos o se lucen rente a los medios, sin reparar en los efectos institucionales que esas actividades han tenido en la vida académica y escolar de la universidad.
7. En este complejo contexto no caben por ello las posiciones reduccionistas ni simplificadoras de la realidad universitaria actual. Ni el moralismo naif –bienintencionado o hipócrita-, ni el pragmatismo salvaje son capaces de dar cuenta de la complejidad de la vida institucional. Por ello es cierto, en parte, que es necesario “academizar” la vida universitaria, colocando en el centro el fortalecimiento de los procesos de docencia, investigación y difusión, y propiciando una mayor participación de los profesores e investigadores de la universidad en el gobierno de la institución. Por otro lado, también es cierto que es indispensable preservar la estabilidad como un valor central de la vida política universitaria, conjugando la legitimidad de los liderazgos académicos y políticos universitarios, con la mejora de la eficacia de la reforma universitaria y el incremento de la responsabilidad pública de la U. de G. En otras palabras, hay que conjugar la academización universitaria con la gobernabilidad institucional, lo que implica saber equilibrar tensiones, dirimir conflictos, y estar preparado frente a los riesgos e incertidumbres de un contexto que no es muy amigable desde hace tiempo con las universidades públicas. Las oligarquías académicas, las redes informales, los sindicatos y organizaciones académicas, los grupos políticos tradicionales o emergentes, los liderazgos formales o organizaciones estudiantiles, deben ser capaces de construir un arreglo institucional capaz de contener conflictos, ambiciones desmesuradas y autoritarismos viejos o emergentes.
Ello requiere de un balance de la reforma universitaria que conduzca a la elaboración de una visión actualizada o renovada del proyecto institucional planteado hace casi dos décadas, y a un rediseño de la vida política y el gobierno de la universidad. Quizá habría que explorar la idea de nuevos órganos de gobierno (como la creación de una Junta Universitaria o de Gobierno) que contribuyeran a despolitizar la vida política y fortalecer la vida académica y las libertades de investigación y enseñanza que se han construido y legitimado en la U. de G. durante los últimos años, a pesar o en contra del activismo político de los diversos liderazgos universitarios, formales o fácticos. Habría que revisar también la conformación de los órganos de gobierno para diferenciar funciones e incrementar el peso de las visiones académicas en las decisiones institucionales, sin contribuir a la burocratización universitaria pero despolitizando los procesos académicos.
La universidad posee hoy un capital académico e institucional importante, y sus procesos educativos y prácticas académicas y de investigación no pueden reducirse a la disputa entre dos personajes, dos corrientes o dos expresiones de la misma fórmula. La política universitaria que hoy se despliega a los ojos públicos no debería opacar el hecho de que la mayoría de los universitarios miran de reojo, con hastío o peor aún con indiferencia lo que ocurre en la rectoría y sus alrededores. Después de todo, si algo ha cambiado en lo que va de 1989 a la fecha, es justamente el contexto institucional del conflicto político entre la elite dirigente universitaria, en la que decenas o quizá cientos de profesores e investigadores laboran con el propósito de desarrollar un trabajo académico bien hecho, con seriedad y sin colocar en la mira la búsqueda obsesiva de premios, puestos o reconocimientos políticos o institucionales, que coexisten también con los activistas, los oportunistas o los cínicos de siempre, sin distinción de género, de posiciones políticas o afanes ideológicos. La polvareda que ha levantado el conflicto político universitario de estas semanas, ha mostrado quizá los límites e imposibilidades de la fórmula política que habita el corazón de la gobernabilidad universitaria local, pero seguramente también ha permitido visualizar la necesidad, o la posibilidad, de hacer de la U. de G. una institución que refleje sus logros académicos y sociales más allá del espectáculo de la política universitaria y sus personajes de ocasión.
8. La gran lección de la crisis política de la universidad de estos días es que no basta la incontinencia verbal y mediática para construir una imagen o un proyecto, pero tampoco es la afirmación de las prácticas políticas tradicionales basadas en liderazgos fácticos, la que nos puede conducir hacia la consolidación de una mejor universidad pública para Jalisco. No hay tampoco soluciones fáciles ni mágicas para resolver los problemas políticos universitarios, como lo proclaman a los vientos mediáticos los nuevos conversos de la transparencia, la calidad y la excelencia. El asunto es complejo y exige prudencia, mesura y responsabilidad política de los actores, valores ciertamente extraviados desde hace tiempo del debate público universitario.
Muchos de los jóvenes que ahora están estudiando en la U. de G. no habían nacido aún cuando se inició la reforma universitaria. Varios de los actores políticos principales de la universidad (la “generación de la reforma”, podríamos decirle, sin exageraciones ni historicismos alucinantes), son hoy cincuentones o sesentones que están tocando la puertas del cielo de la jubilación o el retiro, necesario o prematuro según sea el caso. Entre estas dos generaciones es necesario abrir un nuevo debate que coloque en perspectiva los logros, los déficits y los desafíos de la U. de G. Quizá en este marco, la vida política y el gobierno de la universidad encuentren un mejor y mayor referente socio-institucional que el que nos muestra la personalización del pleito entre un rector, algunos exrectores y otros personajes y personajillos de nuestra vida pública institucional. Sin ese examen y debate, la crisis política que se observa entre la clase dirigente de la U. de G. seguirá siendo visto como un encarnizado pleito por el poder y el dinero entre un grupo encabezado por un rector sin proyecto institucional, ni ideas claras ni fuerza política, y un exrector que representa, para mal o para bien, el establishment universitario. En esa postal, una multitud multiforme observa con pereza, ansiedad, desinterés o resignación, los posibles desenlaces de un espectáculo que, en muchos sentidos, apenas empieza.

Todos esos años. Nexos 368

Todos estos años

Adrián Acosta Silva


Soledad Loaeza. Entre lo posible y lo probable. La experiencia de la transición en México. Ed. Planeta, Col. Temas de Hoy, México, 2008, 236 págs.

La multitud de pequeñas y grandes transformaciones de la vida política mexicana en los últimos cuarenta años (1968-2008) ha sido objeto de las más diversas diatribas y elogios, polémicas airadas y pleitos a secas entre la comunidad académica e intelectual mexicana, en torno al sentido y profundidad de los cambios y sus efectos en la conformación de la modernidad cultural y política de la sociedad mexicana. No han faltado las descalificaciones y los arrebatos, las confusiones y los fanatismos, pero es difícil identificar un consenso básico en torno al principio y fin del cambio político mexicano. Quizá el ciclo pueda ser visto no más como el despliegue de una transformación democrática de grandes dimensiones aunque de desencantos previsibles o inesperados.

Por supuesto que la discusión sobre el “punto de arranque” de lo que se ha denominado convencionalmente como la transición política mexicana hacia la democracia es, ha sido siempre, un tema polémico, como también lo es la fijación del punto de terminación de esa prolongada o corta transición mexicana, según quiera verse. Algunos colocan el punto de arranque en fenómenos sociológicos con implicaciones políticas, como el movimiento estudiantil de 1968. Otros afirman que la transición comenzó en 1976-1977 con la reforma político-electoral, pero otros lo colocan hacia la fractura del PRI en 1987, y la creación del Frente Democrático Nacional con la figura de Cuauhtémoc Cárdenas como emblema y centro cohesivo, y las polémicas elecciones presidenciales de 1988. Hay quienes afirman que fue la alternancia (con la llegada del PAN a la presidencia en el 2000) la que hizo posible la democracia. Algunos otros dirán que no ha habido ningún cambio político mexicano, o que es sólo una invención discursiva para favorecer ciertas interpretaciones políticas, pero estos planteamientos entran en el fangoso terreno de la metafísica política. En fin: es difícil llegar a un acuerdo entre especialistas, historiadores y opinadores amateurs y profesionales respecto al punto de inicio y término del proceso democratizador mexicano.

El texto de Soledad Loaeza es justamente un recorrido en varios de los puntos clave de la experiencia mexicana de democratización política. No es una discusión académica sobre modelos de cambio político entre los que podría encontrar explicación la experiencia mexicana (un típico movimiento intelectual para buscar realidades que se ajusten a los modelos), sino un análisis puntual de algunos de los nudos factuales que recorren la cuerda larga y desordenada de la democratización a la mexicana. El texto reúne y en algunos casos actualiza un puñado de artículos de la autora publicados entre 1989 y 2007 en distintos medios, elaborados en torno a algunos de los momentos que habitan el cambio político mexicano. Desde el movimiento estudiantil de 1968 hasta las elecciones presidenciales de 2006, Loaeza describe, conjetura, plantea hipótesis interpretativas, discute otras interpretaciones, elude determinismos varios, y critica con precisión y elegancia los diagnósticos instantáneos que tanto han abundado a lo largo de estos años.

Loaeza ha sido una destacada actora y promotora del debate intelectual y la reflexión académica al proceso de cambio político, y ha nutrido con generosidad y lucidez, ideas e interpretaciones en torno a la significación cultural y social de nuestra peculiar conflictividad política. Sus trabajos sobre las clases medias y política en México (1988), o sobre el Partido Acción Nacional (1999) son obras de consulta obligada para comprender la manera en que los intereses y las ideas, las estructuras sociales y el crecimiento económico o la urbanización y la educación, alteraron el México posrevolucionario y la re-configuración de las relaciones entre las elites mexicanas.

El hilo conductor que se puede advertir en el desarrollo de los textos, es que el cambio es producto de una llama doble. Por un lado, es fruto del largo proceso de modernización política iniciado desde los años cincuenta, un proceso habitado por conflictos, incertidumbres, y desenlaces coyunturales de mayor o menor impacto. Pero, de otro lado, es también producto de la des-estructuración de la capacidad cohesiva del Estado mexicano. Este doble argumento explica ciclos de conflicto, incertidumbre y acuerdo gobernados por impulsos y fuerzas de diversa intensidad, sean de orden sociocultural, económico o político. Esta “teoría de los ciclos” coloca el énfasis de la sociología histórica como un proceso gobernado por tendencias, lógicas y fuerzas diversas, que producen resultados consistentes con trayectorias históricas pero también efectos perversos o inesperados. En cualquier caso, es una lente analítica que desconfía de las trayectorias lineales basadas en las viejas ideas del progreso político. “La transición mexicana da prueba de que la democracia es una experiencia abierta a la que subyacen tensiones y perplejidades, que es indisociable de un trabajo de exploración, de ensayo y error, de acción y reflexión” (p. 11)

A partir de este argumento, el libro reúne 9 artículos publicados en distintos medios académicos y periodísticos, ordenados en forma de su aparición cronológica. Los dos primeros (“La sociedad mexicana en el siglo XX” y “1968: los orígenes de la transición”), tratan de la configuración de las estructuras, los actores y las relaciones políticas que explican el movimiento transicional mexicano del último tercio del siglo XX y los primeros años del XXI. Se trata de transiciones episódicas (como las caracteriza Giddens), construidas en un contexto de fragilidades institucionales y acentuadas desigualdades económicas: “El siglo XX mexicano estuvo marcado por el cambio y las rupturas más que por las continuidades. Tampoco puede decirse que la desigualdad es una prueba del fracaso de la modernización mexicana, porque su objetivo no era destruirla sino moderarla y atemperar sus efectos” (p.38)

Para Loaeza, existe un vínculo lógico e histórico entre 1968 y 1988, que va de la movilización social a la insurrección electoral. El saldo mayor del 68 mexicano es una rebelión antiautoritaria que marcó rutas de movilización y participación política que terminaron por desbordar el cada vez más estrecho marco del hiperpresidencialismo, la dominación corporativa y el monopolio de la representación política del PRI. Ello explica la ampliación de una opinión pública crítica, que antecedió la rebelión de las urnas de 1988, y que significó el “desarrollo de una cultura de la participación encabezada por los valores de las clases medias que han sido identificados con los valores democráticos …”. Como concluye la autora: “Este proceso de configuración de una opinión pública con capacidad de influencia sobre el poder está íntimamente ligado con la experiencia de 1968, y estuvo detrás de la insurrección electoral de 1988.” (p.63)

Otro de los temas es el de las relaciones entre el proceso de cambio político y la cultura política, en el que se advierte la brecha entre la política, las instituciones y las percepciones de los mexicanos en torno a la vida democrática, una brecha gobernada por el escepticismo y las reservas de muchos ciudadanos. Loaeza lanza una hipótesis al debate: “La noción que tienen los mexicanos de la democracia está dominada por el escepticismo, que se traduce en una cierta distancia en relación a las instituciones pero sobre todo a los políticos. El espacio que mantienen entre la razón y la pasión le imprime realismo a su juicio sobre la democracia, y promete mayor estabilidad que la que puede ofrecer el entusiasmo emotivo que acompañó la gran finale que rodeó la caída el autoritarismo en otros países. (p.152, Cap. VII. “La experiencia democrática mexicana: Churchill y Schumpeter en San Lázaro”).

Finalmente, los últimos dos capítulos están dedicados al examen de lo ocurrido en el proceso electoral federal del 2006. Aquí, las reflexiones y anotaciones sugieren que lo ocurrido subraya las enormes dificultades para consolidar el ciclo transicional mexicano, pero también para comenzar a resolver los enormes déficits acumulados de las relaciones entre la representación política, el fortalecimiento estatal, y el incremento de la eficacia y legitimidad democrática. El fenómeno del lopezobradorismo mostró de manera cruda no solamente la presencia del populismo caudillista en el ánimo político de franjas significativas del electorado, sino que su emergencia pre y postelectoral ha sido posible tanto por la demolición del poder del Estado, como por la débil inserción del sistema de partidos en la sociedad, los dos motores de la expansión de un fenómeno que reclama las virtudes de la cohesión social y la justicia económica que teóricamente una democracia política estaría en condiciones de construir. En palabras de la autora: “El atractivo de la propuesta de López Obrador se vio acrecentado por las limitaciones de un marco institucional en transición en el que –en los términos de Michael Mann- las elites estatales mantienen el poder despótico para tomar e implementar decisiones por encima de la sociedad, sin consulta ni negociación previa. En cambio su poder infraestructural para coordinar la vida social ha disminuido” (p.195, Cap. IX“La desilusión mexicana”).

El texto de Loaza es una invitación al debate a través de un repaso sobre la sociología de la historia política reciente del país. Coloca un puñado de hipótesis y reflexiones que alimentan ordenadamente una visión de nuestros grandes problemas políticos contemporáneos. Agenda de discusión y memoria de la transición, ventana analítica y programa de investigación, el libro de Soledad Loaeza es una muestra de que la lucidez académica y el rigor intelectual son herramientas indispensables para tratar de entender un pasado conflictivo, un presente turbulento, y un futuro político habitado por las sombras ominosas de la incertidumbre.

Monday, June 30, 2008

Las dos almas de la universidad mexicana (Nexos 367)

Las almas de la universidad mexicana

Adrián Acosta Silva


Si se mira con cierto cuidado y desde cierta perspectiva, la universidad mexicana –como la educación en general-, es un tema que tiende a aparecer y desaparecer de la atención pública de medios, intelectuales, gobernantes y analistas de cuando en cuando. Se trata de un movimiento cíclico, cuyas fuentes generalmente se localizan en el escándalo, la nota de coyuntura, el ánimo de debacle y desastre cuando se conocen evaluaciones nacionales o internacionales de su desempeño y calificaciones, o se realizan movilizaciones espectaculares que anuncian o reviven viejos pleitos institucionales. De un tiempo para acá, el ciclo de reapariciones se ha vuelto un dato, y la universidad se ha colocado en el centro de la agenda como asunto público de primer orden, pero también como el motivo central de varios escándalos mediáticos, pleitos institucionales locales y caseros, y preocupaciones públicas y sociales variadas. La muerte de los estudiantes de la UNAM en Ecuador –quizá producto de lo que un amigo ecuatoriano denominó como un trágico ejercicio de etnografía guerrillera naif-, y las reacciones entre los poderes fácticos y políticos de la temporada, la prolongada huelga sindical de la UAM iniciada a finales de enero y extendida hasta los primeros días de abril, las protestas y los malestares acumulados en varias universidades públicas estatales (Sonora, Michoacana, Oaxaca), sea por los efectos de las políticas públicas hacia el sector experimentadas desde hace un par de décadas, o sea por las peculiares formas de organización e influencia de los poderes locales, configuran parte de la endemoniada relación entre la tradición y el cambio que domina el campus universitario mexicano contemporáneo.

Desde su (re) fundación como institución pública, laica y nacional a principios del siglo pasado, en el transcurso y luego al finalizar la revuelta revolucionaria, la universidad mexicana ha lidiado permanentemente con sus dos almas originarias: el alma de la tradición y el alma del cambio. Son almas en conflicto y tensión permanente, a veces corrosiva, en ocasiones pacífica. Para decirlo en palabras de Tocqueville, la tradición y el cambio forman parte de los “hábitos del corazón” de nuestras universidades, pero también sus espíritus atormentados, que vagan por los campus en busca de cuerpos y almas en que puedan encarnar sus afanes, sus intereses, sus ansiedades. Y en ocasiones, y a pesar de las circunstancias y las dudas, esas almas se aparecen en las aulas y los pasillos universitarios, se adueñan de mentes y corazones, alimentan pasiones y tradiciones, reformas desmesuradas en busca de un lugar en la Historia y otros pequeños cambios cotidianos. En buena medida, las universidades son criaturas engendradas por las tensiones entre las fuerzas de la modernización y tradición, entre la conflictividad política y la discusión académica, entre los viejos intereses resguardados celosamente entre las aulas, pasillos y muros universitarios, y los vientos del cambio que de cuando en cuando soplan por esos lugares.

Esas dos fuerzas coexisten y se alimentan de sus propias interacciones, fatalidades y desafíos. Si se observa con detenimiento, existen a lo largo del siglo XX por lo menos tres momentos fundamentales en la rebelión de las almas de la tradición y el cambio en la universidad. Uno es el que se fraguó lentamente en el contexto del porfiriato, que se extendió hasta la conquista de la autonomía universitaria de la Nacional en 1929 y que prosiguió y se agotó en las llamas deliberativas de la célebre discusión encabezada por Antonio Caso y Vicente Lombardo Toledano de los años treinta, cuyo saldo duro fue la conformación de las identidades universitarias en todo el país. El segundo momento es el que podría fecharse entre los años de 1940 y 1980 (pasando por la rebelión estudiantil de 1968 y el sindicalismo universitario de los años setenta), que son lo años de la expansión y modernización de la universidad mexicana, que inició con el desarrollismo mexicano y culminó con la crisis económica y luego política de los ochenta. El tercero es el que corre en los últimos veinticinco o treinta años, en que los intentos por reformar a la universidad descansaron en una mezcla extraña de iniciativas gubernamentales y universitarias en varios frentes nacionales, es decir, locales y regionales. Estos tres momentos encierran procesos largos y complejos, de cambios e innovaciones estructurales, de reformas silenciosas o espectaculares alimentadas por el juego rudo de intereses en conflicto. Y cada uno, a su modo y variaciones correspondientes, ha sido gobernado por fuerzas, ideas e intereses modelados por los códigos del poder y de las prácticas políticas universitarias, que de algún modo representan y reproducen los códigos de la política mexicana en general, desde las que se alimentan las estructuras formales e informales del poder universitario.

Hoy, luego de tortuosos procesos reformas y adecuaciones de muy diverso calibre y efectos, las universidades públicas mexicanas configuran el escenario de rituales, representaciones y novedades que recogen lo que podríamos denominar con todas las licencias del caso como la nueva complejidad de la vida económica y sociopolítica mexicana. Con restricciones e imposibilidades múltiples, las universidades públicas han entrado con diversos grados de éxito al juego extraño de las acreditaciones, las certificaciones y los rankings, emprendido cambios y adecuaciones a sus estilos de gestión y a sus manías administrativas y burocráticas. Bajo la mirada prejuiciosa o francamente escéptica de las elites de derecha que llegaron al poder con los vientos del cambio político mexicano, la universidad pública mexicana aparece en el centro de una nueva disputa por las orientaciones, las formaciones y las prácticas políticas y académicas que se desarrollan en sus patios interiores, en sus azoteas, en sus sótanos.

Hoy, bajo el escrutinio post-orweliano de los medios y sus voceros de ocasión, y frente a los regateos políticos y financieros de las elites dirigentes y de poder de la sociedad mexicana, las universidades públicas mexicanas alimentan nuevamente las almas atormentadas del cambio. Con una autonomía que ya no es lo que solía ser, con estudiantes que encarnan la vieja desigualdad social mexicana y las libertades políticas de nuevo cuño, con un profesorado envejecido y sin perspectivas de reconstitución de las plantas académicas universitarias, y en un contexto crecientemente dominado por al discurso y las prácticas de las universidades privadas consolidadas y de elite, pero sobre todo por establecimientos emergentes y de bajo costo, la universidad pública enfrenta un medio hostil y amenazador. Con una izquierda política y académica que se aprecia confundida por la magnitud de las restricciones y de los cambios, la vida universitaria es un campus en busca de territorios, una entidad en búsqueda de la comunidad perdida. Espacio de identidades múltiples y elásticas, la universidad pública es también el sitio de las rebeldías instantáneas o de las prácticas autoritarias de izquierdas delirantes o de derechas puritanas. Pero es también el espacio donde la investigación científica, la docencia universitaria, la especulación y el debate político, la experimentación y la cohesión, espacios preciosos para el desarrollo de prácticas y hábitos basados en el ciencia y en la cultura, que pocas instituciones públicas son capaces de ofrecer a sus estudiantes, a sus profesores y a la sociedad misma. Quizá sea esa justamente, la herencia mayor a cuidar en un medio que reclama airadamente respuestas inmediatas, soluciones instantáneas, lealtades automáticas, bajo el celofán discursivo de la globalización, la calidad y la excelencia académicas. De eso está hecha la nueva “misión de la universidad” orteguiana aquí y ahora: de reclamar, una y otra vez, a los dinosaurios universitarios, a los nuevos señoritos, y al bestiario político y mediático multiforme que habita zonas importantes de nuestros espacios públicos y privados, la necesidad de preservarla como un espacio autónomo, comprometido con las funciones sustantivas y con el desarrollo de alternativas a los grandes problemas nacionales. Digo, si se piensa que eso todavía existe.

Friday, June 13, 2008

Palabras mágicas

Palabras mágicas

Adrián Acosta Silva


A partir del gran libro de las revelaciones habitadas por los cuentos y relatos de Jorge Ibargüengoitia, sabemos con certeza que los mexicanos tenemos una relación difícil con las palabras. Ahí donde decimos quién sabe es que no; cuando decimos que mañana es que será en algún momento o nunca jamás; cuando decimos nomás la puntita estamos afirmando una mentira pudorosa. La lingua franca mexicana está llena de ambigüedades, dobles sentidos y contradicciones abiertas, pero es lo que hay, con eso hemos vivido y lo seguiremos haciendo muy probablemente de aquí a la eternidad, o cuando el destino nos alcance, que para el caso es lo mismo. Esta legendaria dificultad para relacionar las palabras con las cosas (una dificultad relativamente universal, según Foucault), es una de las dimensiones más fascinantes que habitan la cultura política mexicana y la cultura en general. Y los tiempos modernos -vale decir, los que nos llegaron con los años de las transición económica y política que nos ha traído con algún éxito y varios fracasos a las lodosas playas del siglo XXI- trajeron consigo entre otras cosas la pretensión de nombrar las viejas cosas con palabras nuevas, con la ilusión tan mexicana de que cambiando los nombres cambiarán las realidades que evocan.

Esta tendencia atraviesa todas las esferas de nuestra vida pública y privada. Pero es quizá en la esfera política donde se visualiza de mejor manera, más clara, este esfuerzo por cambiar las palabras como una estrategia desesperada o calculada para cambiar los hechos. Al viejo integrismo nacional-revolucionario que caracterizó el discurso político mexicano durante la mayor parte del siglo XX , basado en la idea de la unidad nacional, el autoritarismo presidencial priista, y la exaltación de la originalísima e insuperable idiosincrasia mexicana, se le opuso, lentamente primero y con fuerza incontenible después, el discurso neo-integrista habitado por palabras como competitividad, democracia, calidad, co-responsabilidad, ciudadanización, rendición de cuentas, transparencia, verbos y adjetivos que articulan varios de nuestros clichés post-democráticos más conocidos. Más que un lenguaje políticamente correcto, lo que se construyó en estos años de fervor por el novedismo conceptual y coloquial fue la edificación de palabras cuyo significado evoca una normativa discursiva adecuada para solucionar nuestros problemas, o para encontrar diagnósticos instantáneos sobre nuestros males públicos. De esa madera verbal está hecha buena parte de nuestra retórica transicional.

En la actualidad, dos son las palabras mágicas que se emplean con frecuencia pasmosa entre las elites gubernamentales y empresariales para tratar de exorcizar los males de nuestras sociedades y de sus instituciones: “calidad” e “integral”. Su uso es tan frecuente que ya se utilizan normalmente (es decir, sin razón y sin remedio) para acompañar propuestas y soluciones contra nuestros males públicos y privados. Hay otras, lo sé, pero éstas suelen ser sinónimos u operar como tales: excelencia, competitividad, innovación, etc. Pero las primeras se han vuelto parte del lenguaje de uso diario de políticos y empresarios, de ciudadanos, funcionarios de todo nivel y aún de analistas y opinadores profesionales de todos los medios. No es muy preciso el hecho de que “calidad” e “integral” signifiquen lo mismo para todos, pero eso es lo de menos. Lo importante es que las palabras se emplean para mostrar que son los atributos deseables para resolver casi cualquier cosa, desde la educación hasta la seguridad pública, desde la salud hasta la recaudación fiscal, la reforma energética, la lucha contra el narcotráfico o contra el cambio climático, la competitividad de las empresas, la reforma petrolera, las políticas de vivienda o de empleo, todo lo que el lector guste o se pueda imaginar. Como si la solución a los problemas públicos sea lo mismo que atribuir propiedades curativas a un determinado pan, a un suplemento alimenticio, o a la venta de una cocina (integral por supuesto).

La fascinación por estas palabras revela el espíritu de los tiempos, dominados violentamente por el lenguaje gerencial y el “emprendurismo” (versión muy mexicana del intraducible entrepreneurialism). Bajo el supuesto de que el exorcismo verbal es una maniobra suficiente para expiar todos los males, las palabras de marras juegan el papel de mecanismos simbólicos de supervivencia que se creen adecuados para enfrentar el vendaval de la globalización, la competencia por los mercados o la eficiencia en el gasto gubernamental y en la resolución de los problemas públicos; ello explica cómo la calidad y la búsqueda del santo grial de lo integral de las acciones públicas y privadas se han vuelto la parte medular de un discurso dominante y obsesivo. Las palabras se vuelven entonces en clavos ardientes para asegurar la fe en nuestras acciones y buenas intenciones. Sus antónimos revelan el lado oscuro de las cosas: las acciones deficientes, de baja calidad, y parciales (es decir, no integrales), están en el corazón explicativo de nuestras ineficiencias, de nuestros fracasos, de nuestras incapacidades públicas y privadas.

Por eso al Presidente Calderón le gusta machacar con las palabras de marras (a Fox y a Zedillo también les encantaba utilizarlas). Pero también forman parte de los discursos reactivos de empresarios, economistas y politólogos de ocasión, de sus asesores y consultores, más los exégetas oficiales y los amos de la sociología instantánea. Toda propuesta, programa o acción pública o privada que pretenda ser la solución a un problema debe tiene que ser de calidad y además ser integral, es decir, completa, armónica, coherente, sin contradicciones, tensiones ni ambigüedades molestas e indeseables.

El problema es que muchos de nuestros problemas públicos son justamente la expresión de realidades habitadas por imperfecciones, tensiones, contradicciones, insuficiencias, efectos perversos, ambigüedades, incapacidades acumuladas. Para decirlo de otra forma, la realidad pública es de baja calidad y es inconexa, desintegrada, incoherente. Exorcizar esas incomodidades es una tarea nominalista, es colocar verbos para transformar las realidades, sea a partir de discursos, de programas o de políticas “integrales y de calidad”. Ante la vasta colección de realidades indescifrables y prácticas imposibles, los liderazgos políticos y empresariales predominantes desde hace tiempo se han lanzado por el accidentado terreno de una cruzada nominalista para lidiar con los demonios públicos y privados. No importa que no conozcamos el perfil y tamaño de nuestros problemas, ni el origen ni las causalidades de los mismos, ni de los efectos estructurales o coyunturales que explican nuestras fatalidades e imposibilidades económicas, políticas o socioculturales. Todo es cuestión de programas “integrales y de calidad”, según los nuevos sacerdotes gerenciales, ordenados en los cánones “emprenduristas” de interpretaciones tropicales propias de estas tierras ignotas. Que Dios se apiade de nuestras almas.

Tuesday, April 15, 2008

El regreso de los templarios

El regreso de los templarios

Adrián Acosta Silva

En la república de los escándalos, los relacionados con las mezclas duras entre religión y política ocupan un lugar secundario pero persistente, aunque a veces se lleven las ocho columnas de los diarios. En algunos lugares, dominados generalmente por el PAN pero también por otras agrupaciones políticas nacionales o locales, el “regreso” de la fuerza política de las iglesias es un hecho recurrente, comprobado y público. Pero particularmente en Guanajuato o en Jalisco, al igual que sucedió en varios episodios de la gestión del Presidente Fox –todos emanados del partido de la derecha católica dominante en la larga transición política mexicana-, la confusión entre lo privado y lo público, entre la fe individual y el ejercicio gubernamental de puestos públicos, resulta la confirmación de que esa antigua tensión entre las creencias religiosas y los actos de gobierno nunca ha desparecido sino que se encuentra de regreso, abierta y explícitamente, en algunos casos incluso triunfalmente. Un hecho reciente y escandaloso, el anuncio de un donativo de 90 millones de pesos del gobierno de Jalisco a la construcción de un templo denominado “Santuario de los Mártires” en Guadalajara, ilumina lo que de algún modo se puede denominar como el regreso de los templarios a la política mexicana.

El gobernador de Jalisco, Emilio González Márquez, representa muy bien esa marcada tendencia de mezclar las creencias privadas con los intereses públicos que cada vez con mayor frecuencia es posible observar en el gobierno federal o en los gobiernos locales. Es una tendencia crecida a la sombra y luego en el centro de la transición política mexicana, cuyos pivotes se centraron en la emergencia de acuerdos políticos claves pero también en el florecimiento de los prejuicios y creencias que diversos actores políticos han arrastrado sin debate pero con fe al centro de la escena pública. La tendencia marca un comportamiento y revela una certeza: no hay porque ocultar la fe de los políticos, sino que la misma debe ser motivo de orgullo y de distinción frente a los “hipócritas” gobernantes anteriores. Esto forma parte del núcleo duro del nuevo sentido común de la derecha política mexicana: se puede mezclar la religión con la política y con los actos del gobierno, sin problemas, sin prejuicios ni perjuicios.

La biografía política y personal del gobernador jalisciense ilustra con nitidez esa tendencia dura. De 48 años, y originario de la zona de Los Altos de Jalisco (Lagos de Moreno), estudió la preparatoria y posteriormente la carrera de contaduría pública en la U. de G, y una maestría en desarrollo humano en la Universidad del Valle de México (UNIVA), una institución privada que se ostenta como la “Universidad Católica del Guadalajara”. En ese tiempo, se interesó, se adhirió y militó en las filas del Partido Demócrata Mexicano, una organización de la derecha católica más recalcitrante -heredera del sinarquismo y defensora del movimiento cristero de los años treinta del siglo pasado-, de la que fue dirigente nacional interino a principios de los años noventa, y hasta poco después de su desaparición por no alcanzar el porcentaje mínimo de votación en las elecciones federales de 1991. De ese partido, pasó en 1992 al Partido de Acción Nacional, del cual fue diputado federal (1997-2000), y presidente de su Comité Ejecutivo estatal de 2000 a 2002. Posteriormente fue electo Alcalde de la Ciudad de Guadalajara de 2004 a 2006, de donde saltó a la gubernatura de Jalisco para el período 2007-2013, confirmando el peso político-electoral de ese partido en la entidad, que gobierna desde la llegada de Alberto Cárdenas Jiménez (1995-2001) y Francisco Ramírez Acuña (2001-2006).

Lo que más sorprende o asombra (o que causa incluso irritación y molestia para algunos ciudadanos jaliscienses, con o sin afiliación partidista) del comportamiento público y político del gobernador, es su absoluto desprecio por cuidar las formas más elementales de la vida pública, aunque sus reflejos e impulsos correspondan a las formas más brutalmente elementales de la vida religiosa, como diría el viejo Weber. De manera sistemática el gobernador desayuna con el Cardenal de Guadalajara, lo alaba y besa su mano en público, convoca a sus funcionarios a leer la Biblia en Casa Jalisco, dona dinero público a empresas privadas, asociaciones civiles de filiación católica, y ahora a la construcción de templos como el Santuario de los Mártires, una obra que representa fielmente los intereses y la megalomanía del Cardenal Sandoval Iñiguez, representante de una de las tendencias más ortodoxas y agresivas de la jerarquía católica mexicana. En el fondo, muy seguramente el gobernador y el individuo se comportan de la misma manera, es decir, hay un comportamiento público que responde fundamentalmente a sus creencias y a su fe, subordinando las formas públicas a las creencias privadas.

Aunque ya se sabe que tanto la Iglesia católica como las empresas televisoras son parte de los poderes fácticos a los que todo gobernante con un mínimo de sentido de realismo político debe tratar, tolerar y quizá hasta negociar para acrecentar su respaldo o legitimidad política o corporativa, también es necesario valorar los efectos perversos que suelen tener esos tratos y acciones en el ámbito legal, político y social, en un contexto que tiende teóricamente a democratizar los rasgos de la vida pública local y nacional, entendido como el ejercicio de un gobierno apegado a la legalidad y a uno de los principios constitutivos del estado mexicano: la laicidad. El problema es que me temo, como sugiere Guillermo Sheridan en su Blog, que el gobernador y los miembros de su primer círculo no entienden lo que leen (o peor aún: ni siquiera leen), sino porque en este caso –como en otros- el cálculo político y la fe ciega van de la mano. Quedar bien con los poderes fácticos es más redituable que abstenerse y limitarse en el ejercicio público, que suele verse por estos personajes como un ejercicio tortuoso, aburrido, engorroso y aún conflictivo y molesto. Con los poderes fácticos se obtiene la fama y el perdón, la publicidad y la piedad. Quizá al Gobernador se le aplique esa sensación de esfuerzo sobrehumano que Serrat y Sabina aplican a la conservación de la salud y al celibato. Al templario González debe costarle mucho, mucho, aprender el viejo arte de la prudencia cocida a fuego lento en el contexto mexicano de laicidad, republicanismo y sobriedad, que mal o bien aprendieron a jugar –con todo y trampas- los herederos de la revolución mexicana. Y más trabajo aún le debe costar a él y a su partido reprimir sus actos de fe para presentarlos como acciones de gobierno. Paradójicamente, los efectos de estos actos son los mismos que anunció con celebridad un clásico desde el otro extremo: al diablo las instituciones,