Wednesday, April 28, 2010

Día del libro: la fiesta y el drama






Estación de paso
Día mundial del libro: la fiesta y el drama
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 29 de abril de 2010.
Como ya es costumbre, el pasado 23 de abril se celebró el Día Mundial del Libro. Autoridades educativas y culturales, ciudadanos interesados y medios de comunicación se reunieron para compartir el festejo. Lecturas colectivas, regalo de ejemplares en librerías, cámaras y micrófonos en la calle, todo un espectáculo por supuesto. Sus promotores más entusiastas hablan de que gracias a esa celebración y a otros eventos (la Feria Internacional del Libro, por ejemplo), se han formado nuevos lectores, nuevos públicos, pequeñas multitudes que ya han tomado como suyo el hábito de la lectura, compartiendo autores, libros, editoriales, creando redes y clubes de lectura, votando por sus autores preferidos, felicitando a los organizadores de los festejos y los rituales de rigor. Desde la atalaya de la autocomplacencia, los organizadores de la fiesta pontifican, tiran netas, profetizan, realizan diagnósticos al vapor, pronósticos instantáneos, algunos hablan incluso de un cambio cultural profundo entre los mexicanos. El entusiasmo, ya se sabe, suele jugar malas pasadas a los entusiastas de ocasión, los marea y hace ver cosas que no existen, o decir palabras que no resisten la prueba del ácido de la realidad.
El día mundial del libro es, esencialmente, una ficción en el contexto de un mercado de compradores y vendedores entre los que quedan fatalmente atrapados los autores de las obras. Sólo una muy pequeña fracción de autores tiene la libertad y el poder para hacer contratos ventajosos con editoriales y librerías, y muchas veces ese poder tiene que ver más con buenas relaciones públicas y con conocimiento de cómo asociarse con grades firmas editoriales que con la calidad de sus obras y escritos. El problema es antiguo. Lo recordó hace unos días José Emilio Pacheco al recibir el Premio Cervantes 2009: “En la Roma de Augusto quedó establecido el mercado del libro. A cada uno de sus integrantes –proveedores de tablillas de cera, papiros, pergaminos; copistas, editores, libreros- le fue asignado un pago o un medio de obtener ganancias. El único excluido fue el autor sin el cual nada de los demás existiría. Cervantes resultó la víctima ejemplar de ese orden injusto.” Las palabras del poeta remarcan el doble rostro de la celebración libresca: la fiesta y el drama.
El fenómeno ha sido examinado desde hace tiempo. Sociólogos como Fernando Escalante en su espléndido A la sombra de los libros. Lectura, mercado y vida pública, editado en el 2007 por El Colegio de México, ha abordado con profundidad el asunto. En ese texto, Escalante plantea un argumento central: “en los últimos años se ha producido en todo el mundo una concentración extraordinaria de la industria editorial: la mayor parte del mercado global pertenece a ocho o diez empresas, integradas en grupos que también tienen periódicos, revistas, productoras de cine, discográficas, cadenas de radio y televisión. El negocio de los libros –escribe Escalante- se ha convertido en un gran negocio, incorporado a la industria del espectáculo. Y eso tiene consecuencias sobre el tipo de libros que se publican y sobre el modo en que se venden, sobre las librerías y las prácticas de lectura” (p. 9). El libro ilustra con datos y hallazgos este argumento central, para llegar a una conclusión poco entusiasta: la cultura del libro no desaparecerá, pero se ha hecho más marginal que nunca, y no bastan cruzadas culturales para evitar ese hecho duro. Factores como la baja escolaridad y el ingreso afectan de manera directa el pobre consumo de libros en México.
En un libro póstumo (Los desheredados. Cultura y consumo cultural de los estudiantes de la Universidad de Guadalajara, CUCEA-U. de G., 2009, Guadalajara), el profesor Roberto Miranda Guerrero examinó la relación entre lectura, prácticas de estudio y la asistencia a los recintos culturales de los estudiantes de licenciatura de la Universidad de Guadalajara. Tomando como muestra a los estudiantes del CUCEA, el estudio de Miranda tiene resultados inquietantes: los estudiantes universitarios leen poco, generalmente por obligación derivada de su formación académica, y casi nunca asisten a recintos culturales locales. Más de la mitad de los estudiantes no ha leído ni siquiera tres libros no curriculares en un año, los libros que leen son “para pasar las materias”, y, como señala el autor, “ocho de cada diez alumnos no han asistido a Casa Vallarta, nueve de cada diez no conoce ni la Casa Julio Cortázar ni la Casa Escorza. Más de la mitad dice no haber asistido nunca al Museo de las Artes y el 70% no conoce el ¨Paraninfo Enrique Díaz de León”, el recinto más importante y emblemático de la U. de G.
Es una paradoja monumental: hoy que se producen más libros que nunca tenemos prácticas de lectura y consumo cultural más pobres que nunca: La intención democrática de las campañas de promoción de lectura para elevar el gusto por los libros, no alteran el hecho de que la lectura es una práctica social y no un gusto personal.

Thursday, April 15, 2010

Ciudadanización

Estación de paso
Ciudadanización
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 15 de abril de 2010.
La palabra comenzó a utilizarse desde hace tiempo y pronto no sólo se puso de moda, sino que llegó para quedarse un largo rato. Nos llegó ruidosamente con los vientos de la democratización, la santificación de la sociedad civil y el lenguaje de la rendición de cuentas, la responsabilidad pública, la desconfianza en los partidos políticos, en los funcionarios, en el gobierno. Como suele ocurrir en el lenguaje público de los tiempos de cambio, nunca se especificó que significaba exactamente el término ciudadanizar, pero el concepto evocaba algo así como la purificación de la política, la despartidización de las instituciones, la despolitización de las decisiones públicas, cosas de ese tipo.
Hoy, el terminajo se sigue utilizando con la misma vaguedad con la que se empezó a utilizar hace ya más de 20 años. Se insiste en que la ciudadanización es una buena fórmula para eliminar la corrupción, mejorar los gobiernos, procurar buenos servicios públicos, acabar con el cinismo y la hipocresía de los políticos profesionales y de sus partidos y organizaciones. Es más: se citan y documentan experiencias exitosas de ciudadanización, se argumenta que las sociedades donde los ciudadanos participan más se elevan significativamente los niveles de desarrollo económico y social, se incrementa la confianza y la cohesión, los más entusiasmados aseguran que lleva incluso a la felicidad de individuos y comunidades.
Este discurso es seductor, para muchos fascinante, pues, ofrece la posibilidad de enfrentar con ojos frescos, quizá incluso con sangre nueva, los problemas que aquejan a una sociedad que se observa devastada por la corrupción, la politización, la partidización de los asuntos públicos, la ausencia de una moral pública correcta, lo que eso signifique.
Sin embargo, la cruzada ciudadanizadora está poblada por mitos y leyendas que conforman la sabiduría convencional que expresan casi siempre en tono de denuncia y acusaciones los activistas social-civilistas más radicales. Como todas las sabidurías convencionales, están hechas de pedazos de teorías sociales más o menos populares, voluntarismo a toda prueba, e ingenuidades y tonterías de muy diverso calibre. Enumero algunas de ellas:
-Los ciudadanos son mejores que los políticos para resolver problemas públicos. Primero habría que preguntarse qué ciudadanos tenemos y cómo los imaginamos. Y lo que tenemos no es de entusiasmar mucho a nadie. Como en todos lados, son pragmáticos, individualistas, oportunistas o solidarios a veces, desconfiados casi siempre, de participación política confusa, muy desiguales en términos de ingreso económico y escolaridad, de prácticas contradictorias, de convicciones políticas cambiantes o ausentes, según sea el momento y la ocasión. Los que imaginamos –mejor dicho, los que imaginan nuestras elites intelectuales, religiosas, políticas o empresariales- son todo lo que no tenemos: ciudadanos interesados en la cosa pública, informados, participativos, productivos, honorables, de ética republicana a toda prueba, de moral sólida habitada por valores absolutos y certezas democráticas. Esos ciudadanos imaginarios de la república imposible están en el centro del discurso socialcivilista actual.
-Los partidos pervierten la política. La vida en sociedad es, ya se sabe, intrínsecamente conflictiva. Para reducir la conflictividad se construyen leyes, instituciones y organizaciones que permitan representar la voluntad de los ciudadanos, y los partidos son algunas de esos dispositivos (junto con los sindicatos, las federaciones, los gremios, los colegios de profesionales, los clubes de futbol, las asociaciones de padres de familia o las de vecinos de una colonia). La política requiere de partidos y ciudadanos, en la que aquellos pueden representar a segmentos específicos de estos, y los ciudadanos pueden participar o no, elegir o no, de entre ese puñado de partidos políticos. La idea de que los partidos distorsionan la política y la democracia es muy antigua, pero es igualmente añeja la evidencia de que las democracias no pueden existir sin partidos políticos, aunque los partidos puedan existir sin democracias.
-La democracia verdadera puede funcionar sin partidos políticos. Esta afirmación es parte de las leyendas urbanas políticas de hoy y de aquí. Supone algo así como esquemas de democracias plebiscitarias, directas, basadas en la movilización cívica masiva, capaz de discutir todos los asuntos todo el tiempo posible. Toda forma de intermediación entre los ciudadanos y las decisiones públicas es vista como una distorsión o una franca perversión de la voluntad popular. Esos ejemplos los vemos en las visiones de las “democracias desde abajo” (así le dicen sus promotores más aguerridos), esquemas horizontales de toma de decisiones, esencia popular de las mismas, recursos de organización y de supervisión de racionalidad absoluta, instituciones habitadas no por burócratas ni funcionarios ni políticos profesionales sino por ciudadanos de la calle.
-Las instituciones deben ser operadas por los ciudadanos. Hoy se exige en diversos tonos la propuesta de “ciudadanizar instituciones”. Bajo el título taquillero del “empoderamiento” de los ciudadanos, se piden procuradores ciudadanos, contralores ciudadanos, auditores ciudadanos, síndicos ciudadanos. La iniciativa presidencial de reforma política del Presidente Calderón se monta en esta ola ciudadanizadora en varios de sus pasajes. Bien vista, esta ola intenta des-institucionalizar a nuestras instituciones, para transformarlas en otras, en la que los burócratas y los políticos sean sustituidos por ciudadanos virtuosos, es decir, imaginarios. ¿Dónde hemos oído esta música?.
En el confuso clima intelectual y política de nuestra época, esas voces y susurros configuran los sonidos de los medios y a veces de la calle. Parafraseando a una vieja rola de Ten Years After -con la guitarra de Alvin Lee, por supuesto-, los nuevos cruzados creen que la ciudadanización, como el amor, puede cambiar al mundo. Que San Joe Cocker nos agarre confesados.