Wednesday, September 22, 2010

Universidad, política y élites




Estación de paso
La política, la universidad y la formación de las elites
23 de septiembre de 2010.
Adrián Acosta Silva
El domingo pasado, el periódico Público-Milenio presentó en páginas interiores un interesante reportaje sobre el perfil universitario de los liderazgos políticos en México. Tomando como base un libro del politólogo estadounidense Roderic Ai Camp- pionero de los estudios sobre la clase política en México-, la nota confirma una tendencia de cambio en la composición universitaria de los liderazgos partidistas y el funcionariado público en México. Para decirlo en breve, la UNAM ha dejado de ser desde hace tiempo la institución formadora prácticamente exclusiva de los liderazgos políticos en el país, y ahora comparte esa función informal o no declarada con otras instituciones públicas o privadas de educación superior.
El asunto no es menor. A un siglo de su fundación, la UNAM mantiene su fuerza académica y cultural, pero sus contribuciones específicas a la formación de las élites políticas han disminuido. Ya no basta ser abogado y egresado de la UNAM para tener acceso al poder político, como ocurrió durante un largo ciclo. Hoy (con datos de 1999 según la nota), 45% de los cuadros políticos priistas egresó de las aulas de la UNAM, contra el 42% de los panistas o el 36% de los perredistas. El último Presidente egresado de la UNAM fue Carlos Salinas de Gortari, y el primero no puma fue Ernesto Zedillo, que egresó del IPN, y luego Vicente Fox, que egresó de una privada, la Ibero. El actual Presidente Calderón, egresó de la Escuela Libre de Derecho, una antigua institución formadora de abogados de carácter privado. Estos cambios en el origen formativo de la figura presidencial revela el tamaño de las transformaciones que han operado silenciosamente en el subsuelo de la política y la educación superior mexicana en los últimos treinta años.
¿Qué fuerzas han operado en el desplazamiento de la UNAM como la institución que prácticamente monopolizó durante muchos años la formación de las élites políticas? Se pueden identificar por lo menos dos grandes procesos. Por un lado, la tendencia hacia la pluralización política partidista, que permitió que individuos y grupos con diversas afinidades electivas y diferentes perfiles sociales e ideológicos se distribuyeran entre las distintas organizaciones políticas. Pero esa diversidad no se hubiera expresado sin la expansión acelerada de un conjunto de nuevas universidades públicas estatales y privadas que ejercieron una potente tendencia hacia la descentralización regional y la diversificación institucional de la educación superior mexicana.
Eso explica el hecho de que la UNAM perdiera fuerza como institución monopólica de la educación superior desde los años sesenta. Algunos datos para ilustrar lo anterior: hacia 1970, la UNAM concentraba más del 30% de la matrícula total de educación superior del país. Hoy se estima que absorbe menos del 10% de la misma. La aparición y expansión de nuevas universidades públicas en los tiempos del echeverrismo (la UAM, la UACJ, la UABCS, la UAA, por ejemplo), y la explosión de las universidades y escuelas privadas desde finales de los años ochenta, explican ese desplazamiento. Por tanto, pluralización político-partidista y diversificación de las opciones de formación universitaria, explican el declive de la UNAM como centro formador exclusivo de las elites políticas del país.
Ello no obstante, dicha institución es sin duda la que más peso relativo mantiene en la formación universitaria de origen de nuestras elites. Ninguna otra compite con ella en ese campo. En otras palabras, la UNAM ya no monopoliza la formación, pero es la que forma más “cuadros” políticos que ninguna otra. Aunque universidades públicas federales como la UAM o el IPN, o públicas estatales como la U. de G., la Autónoma de Nuevo León, la de Puebla o la Veracruzana, tengan influencia en la formación de los políticos profesionales, no alcanzan a tener la magnitud de la UNAM. De las privadas, aunque cada vez más tengamos egresados del ITAM, de la Ibero, del Tec de Monterrey o de la Panamericana en el gobierno o en los partidos, su fuerza sigue siendo muy marginal en relación a las públicas y a la propia UNAM.
Pero, después de todo, ¿tiene alguna relevancia el origen universitario de los liderazgos políticos? ¿En qué medida influye el hecho de ser egresado de algún tipo de institución en un buen o mal desempeño político de los individuos o grupos? Estas preguntas aún aguardan por respuestas sólidas, aunque existan de creencias, conjeturas e hipótesis al respecto. Sin embargo, ante los cambios en el contexto político y las transformaciones en la educación superior mexicana –con sus respectivos déficit de representación política y eficacia institucional, por parte del primero, o con los problemas de equidad y acceso educativo, de la segunda- las relaciones entre formación escolar universitaria y desempeño político parecen estar gobernadas como siempre más por los códigos del poder que por la calidad de la escolaridad universitaria. Ser egresado de la Ibero o del Tec no parece asegurar un mejor desempeño que alguien de la UNAM o de la U. de G. Quizá las formas de socialización política en las instituciones sea la variable fundamental para valorar el “éxito político” de los individuos, pero es sólo una sospecha. Esos reconocimientos ayudarían a comprender mejor la complejidad de la función de las universidades en la formación de los liderazgos políticos contemporáneos.

Thursday, September 02, 2010

El voluntarismo y sus fábulas

Estación de paso
El voluntarismo y sus fábulas
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 2 de septiembre, 2010.

El voluntarismo ha adquirido carta plena de naturalización en nuestro medio. Las buenas declaraciones, las nobles intenciones, los deseos magníficos, inundan las planas de periódicos, el sonido de los televisores y de la radio, las redes sociales, las declaraciones públicas y privadas de autoridades y ciudadanos. La incontinencia verbal asociada al voluntarismo se ha instalado firmemente entre nosotros, y no se ve por dónde pueda evadirse la tentación de propagar el optimismo, las ganas de hacer o de creer, la buena voluntad como antídoto contra los males públicos y privados.
Pero el voluntarismo es, bien visto, una creatura del ilusionismo. Pensar que con puras ganas se pueden transformar realidades significa que las emociones pueden llegar a ser alucinógenas. Se pueden identificar dos buenos ejemplos, muy recientes, para documentar un poco lo anterior. Uno de ellos es la llamada “Ley antichatarra”, que consiste en evitar que en las escuelas se vendan frituras y golosinas de escaso o nulo valor nutricional. El otro tiene que ver con la prohibición para vender antibióticos sin receta médica. Dos buenos deseos están en el centro de ambas disposiciones oficiales: evitar niños gordos, y mejorar la efectividad de los medicamentos entre la población. Ambas, se dice desde la Secretaría de Salud y desde la SEP, van a mejorar la calidad de vida de los mexicanos, bajarán los costos del sistema de salud, y todos seremos más felices y saludables.
Como en las fábulas clásicas, los deseos se confunden con las capacidades, como en la fábula del buey y del sapo, en la que este último se imagina febrilmente con la fuerza y el tamaño del primero, hasta que de tanto aspirar termina reventado por la fuerza de la realidad. Las miles de escuelas públicas a las que acuden millones de niños, son espacios de consumo donde las familias disponen de poco tiempo y condiciones para preparar alimentos con determinados componentes calóricos y proteínicos. Desde las oficinas de la SEP, se piensa que con la fuerza de la ley quedarán atrás los tiempos de los churrumais, de los refrescos, de las papas fritas con chile y limón, de los confitones y de los gansitos, para ser sustituidos como por arte de magia normativa por naranjas, zanahorias, botellitas de agua potable, papas cocidas, ensaladas de atún y de pollo cuidadosa e higiénicamente preparadas por padres responsables, hacendosos y dedicados. Seguramente no saben que en muchas localidades un refresco es más barato e higiénico que una botella de agua, o de que una bolsa de papitas es más confiable que unas papas cocidas quien sabe en qué condiciones. Los baños de las escuelas son en muchos casos focos de insalubridad más potentes que los alimentos chatarra, pero eso parece no importar a los funcionarios encargados de salvar a los niños de grasas y azúcares dañinos.
El caso de los antibióticos es otro buen ejemplo de nuestros funcionarios-exorcistas. A los médicos-funcionarios se les ocurrió que es una buena medida controlar la venta libre de medicamentos contra muchas enfermedades comunes: resfríos, anginas, fiebres. Ahora, para evitar los efectos de una medicación bajamente regulada pero efectiva como la que ocurre, se tienen que expedir medicamentos sólo con receta médica. El pequeño problema es que para eso hay dos caminos para los ciudadanos realmente existentes: uno es acudir a una cita en algún centro público de salud, con la consecuente inversión de tiempo, esfuerzo y paciencia que exige lidiar con la impresentable burocracia sanitaria del país. El otro es pagar el costo de un servicio de un médico privado. ¿Habrá alguien que haya pensado en el costo individual y colectivo de implementar una medida que rápidamente puede generar un mercado negro de recetas médicas o la aparición de nuevas formas de coyotaje en hospitales y clínicas?
Las prácticas de salud, o las prácticas alimenticias, como toda práctica social, son fenómenos complejos, que implican cierta racionalidad y algún tipo de orden fuertemente arraigado entre los ciudadanos reales, no los imaginarios. Así como la democracia no se construye con clases de civismo ni condenas morales a la apatía o loas a la participación, ni la justicia social con acciones filantrópicas de empresas o individuos adinerados, la buena alimentación no se suprimirá con la prohibición de los productos chatarra, ni la aparición de nuevos virus y bacterias tampoco se evitará controlando la venta de medicamentos. Antes bien, pueden ocurrir efectos contrarios a los buscados, como encarecer los servicios de salud, o como eliminar las únicas fuentes de alimentación confiables entre muchos niños y sus familias. Como lo narra Esopo, el sapo, por más que lo imagine y lo desee, nunca podrá ser un buey. Sólo el realismo mágico gubernamental es capaz de desafiar la capacidad explicativa de las viejas fábulas.