Monday, February 26, 2018

Cervezas en la universidad

Estación de paso
Cervezas en la universidad
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 22/02/2018)

Nunca se podrá eliminar el uso del alcohol, mientras no exista una realidad de la que la gente no quiera huir.
Upton Sinclair

La semana pasada se difundió, en el tono franco del escándalo, que en la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo se vendían cervezas en alguno de sus comedores (El Universal, 09/02/2018). También que había máquinas de juegos. El deporte nacional por excelencia, la especulación, volvió a mostrar sus músculos: “alguien” hacía negocio con la venta de cervezas y con las “maquinitas”, “alguien” que seguramente estaba bien conectado a la administración de la universidad. El pequeño escándalo mediático exhumaba los olores de la temporada: corrupción, inmoralidad, ilegalidad. Días después, el Rector declaraba a los medios que la venta de cerveza en el campus era una irregularidad, que él no sabía nada, y que se había tomado la decisión de cancelar el negocio de marras, basado en la normatividad institucional, que prohibe la venta y consumo de alcohol en la universidad.
La anécdota ilumina un tema que destaca en la vida cotidiana de los campus universitarios mexicanos desde hace mucho tiempo. Aunque esté prohibido, los estudiantes suelen beber alcohol, fumar marihuana, consumir pastillas, inhalar cocaína. Lo hacen también profesores y funcionarios, empleados administrativos o trabajadores manuales. No son todos, acaso son relativamente pocos, pero no tenemos datos precisos del tamaño del fenómeno. Ello no obstante, sabemos que beber es un hábito social, una práctica sistemática, que proporciona identidad, cohesión, sentido de identidad y pertenencia a una comunidad, en este caso, la universitaria.
La UAEH no es el único caso de universidades que prohíben explícitamente la venta o el consumo de alcohol en sus campus. En prácticamente todas las instituciones de educación superior en México eso es lo común. En casos específicos, se permite el consumo de “vinos generosos” para acompañar alguna celebración (una graduación, un examen de titulación, algún evento institucional que es coronado con un brindis oficial), pero el alcohol no es bienvenido en los comedores y cafés universitarios. Eso contrasta con lo que ocurre con las universidades europeas o norteamericanas, donde en los comedores se permite la venta y consumo de cervezas, vinos o destilados fuertes, sin más restricción que los horarios institucionales o el gusto de los bebedores.
Sospecho que el prohibicionismo universitario se basa en una montaña de prejuicios, creencias y actos de fe. Muy probablemente, detrás de las leyes que prohíben el alcohol en el campus se encuentra la idea de que permitir la venta y consumo de alcohol en las instalaciones universitarias provocaría escenas de borracheras sin fin, orgías, escándalos, peleas, violencia desatada entre estudiantes y profesores. El alcohol como una sustancia del diablo, que rompería la paz de los campus y la vida apacible de la academia. Peor aún: para no pocos, asegurar la libertad de consumir alcohol en la universidad significaría convertir a los campus en gigantescas cantinas ilustradas, lugares de inmoralidad y bajas pasiones, congales donde la depravación y la corrupción de las conductas llevaría tarde o temprano a la perdición de la comunidad universitaria. Ciertamente, una idea cuyo origen es político y religioso, una herencia moral de las universidades medievales, particularmente derivada de los relatos goliárdicos que circulaban entre los estudiantes de Salamanca, Bolonia o París a principios del siglo XIX.
Lo curioso es que a pesar de prohibiciones y escándalos mediáticos, el consumo de alcohol entre los universitarios es una práctica social, un hábito arraigado, una costumbre que no inhiben ni leyes, condenas morales ni exhortos institucionales. Invisibilizar artificialmente esa práctica es negar una realidad contundente y cotidiana, lúdica y sistemática. Y, a pesar de ello, en los campus es raro mirar entre sus comunidades pleitos, violencia, o conflictos derivados de su consumo. En los hechos, compartir las bebidas sirve para suavizar relaciones, para enfrentar dilemas, para repensar la vida y la escuela, para “hacer el mundo más interesante”, como suelen argumentar los grandes clásicos del tema. El alcohol, en el campus, o fuera de él, cumple funciones terapéuticas, sociales, valiosas para fortalecer vínculos, buenos para las especulaciones intelectuales y vitales, para lamentar tragedias, para ver pasar el tiempo, o para celebrar algunos de los pequeños milagros cotidianos.
Algún historiador, un antropólogo, un psicólogo social, quizá hasta un sociólogo, debería regalarnos un buen estudio sobre las relaciones entre el alcohol, los paraísos artificiales y los estudios universitarios en México. Pero también las propias comunidades universitarias y sus directivos deberían revisar el prohibicionismo universitario mexicano contemporáneo. Sospecho que se suele olvidar que en los estudios universitarios, en la licenciatura y el posgrado, los estudiantes son mayores de edad, ciudadanos que tienen criterio para decidir si consumen o no (y hasta dónde), cervezas o vinos durante las comidas o al finalizar sus jornadas escolares. Con suerte, podría despojarse del manto de la moralina y los prejuicios la prohibición anti-alcohólica en las universidades.

Saturday, February 10, 2018

Votar en tiempos depresivos

Estación de paso
Política y elecciones: votar en tiempos depresivos
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 08/02/2018)
En algunos círculos se suele afirmar con cierta nostalgia que la política y los políticos mexicanos ya no son lo que solían ser. El espíritu de la época, lo que eso signifique, está dominado por el pesimismo y el escepticismo, el desencanto, a veces por la desesperación. La política y la sociedad mexicana atraviesan por una fase depresiva, cuyas señales están por todos lados: en la prensa, en las redes sociales, en la televisión, en las pláticas de cantina, en las calles y salones universitarios, en las charlas de sobremesa familiar. Los relatos apocalípticos, dramáticos, suelen predominar en el horizonte grisáceo del pesimismo mexicano. No son buenos tiempos para la política.
Se afirma, en cierto tono épico, que la política y los políticos de antes eran otra cosa: más claros, comprometidos, fogueados en el arte de la negociación en privado y en los códigos y rituales del espectáculo público. Las reglas de la política también eran otras: el orden de lealtades, el compromiso con proyectos y causas, con programas e ideologías, con partidos políticos, permitían construir reputaciones y legitimidades, establecer códigos de afinidades electivas y diferenciaciones selectivas. Esta imagen melancólica de la política mexicana forma parte de la elaboración moral de un pasado luminoso y lejano, que ahora parace haberse esfumado para siempre.
Por supuesto, las trampas de la fe se confunden con el olvido y la memoria. Si bien es cierto que los mapas y referentes políticos de la era larga del autoritarismo mexicano se han desvanecido, no es menos cierto que también en el pasado existieron políticos pillos, corruptos, depredadores de recursos pùblicos que acumularon fortunas privadas. Entre ellos había también políticos brillantes, inteligentes y prudentes, capaces de separar el puesto de la persona, colocando la moralidad republicana en el centro de sus prácticas políticas cotidianas. Los políticos cínicos fueron inmejorablemente retratados por Martín Luis Guzmán y representados por pesonajes como Gonzalo N. Santos, el célebre cacique y político potosimo de los años cuarenta.
Por el lado de nuestros haberes políticos, figuras como Jesús Reyes Heroles o Gonzalo Martínez Corbalá, el sindicalista Rafael Galván, representan zonas de la política mexicana que explican que el autoritarismo no se tornara en dictadura y se resolviera en lo que conoce como la experiencia mexicana de transición a la democracia. Más aún: esa transición larga y compleja, que puede fecharse, grosso modo, entre 1968 y 1997, o entre 1977 y 2000, según los anteojos sociológicos o politológicos que se utiicen, fue un período de una significativa vitalidad intelectual y política, con actores políticos e intelectuales que configuraron un clima ideológico favorable a una transición pacífica, gobernable y más o menos ordenada hacia la democracia.
Hoy, la depresión se nutre del desencanto con la democracia y el deterioro de las bases materiales de la existencia social. El síndrome partidofóbico se confunde con la antipolítica. Corrupción y desigualdad se han afianzado como la fórmula fatal de la que derivan la violencia cotidiana de balas y sangre, el miedo, la anomia, la confusión. Si hay algo parecido a la modernidad líquida en México, se deriva de la fragilidad de una modernidad sólida que nunca logró asentarse. Entre esas modernidades inconclusas, la política se ha convertido en un espectáculo deprimente, improductivo, que se desenvuelve en un escenario desgastado, con malos actores y argumentos, fatigado por el uso y abuso de prácticas políticas autoreferenciales. Ello explica el reclamo hacia la partidocracia (que incluye la ambigüedad del frentismo, el populismo del obradorismo y a un priismo desgastado) y las ilusiones de la independocracia, el imaginario poder de los ciudadanos sin partido pero con seguidores y empleados que persiguen a los ciudadanos en busca de firmas y apoyos.
Hay problemas graves de representación, de inmoralidad, de corrupción. Pero hay también creencias que apuntan hacia una recomposición del clima político de nuestra propia era de gesticuladores y canallas. El problema es que el ánimo público no parece favorecer la atención en un puñado de propuestas y personajes que pueden contribuir a reestructurar los códigos de una política democrática, eficiente y productiva. Estamos en un panorama de racionalidades y lógicas encontradas. Las formas de socialización política en tiempos depresivos vuelven confusos los límites entre la racionalidad de los ciudadanos y la racionalidad de los políticos.
El tiempo (pre) electoral es un campo de promesas habitado por una retórica optimista, de cambio y renovación. Es un ejercicio de producción de esperanzas alimentado por la música lúgubre de las tensiones entre el oficialismo y sus oposiciones. En plena fase depresiva de la política mexicana, jingles, guitarras y rostros sonrientes, banderas y colores, intentan promover utopías y contagiar de entusiasmo a los ciudadanos, mediante frases de ocasión y proyectos que se nutren de diagnósticos catastróficos o balances exitosos, según se vea.
En el espectáculo del momento, políticos profesionales y amteurs, pertenecientes a partidos y organizaciones políticas, o independientes que apuestan a explotar el descrédito acumulado de la polìtica, se disputan la legitimidad y el reconocimiento entre ciudadanos escépticos y críticos, o ilusionados de que los procesos electorales pueden ser una oportunidad para renovar las relaciones entre gobernantes y gobernados. Por ahí, entre los rostros y trayectorias de aspirantes y candidatos hay exdeportistas, actores profesionales, conductoras de televisión, políticos multipartidos, exfuncionarios, zombies políticos, muchos de los cuales han construido trayectorias en todas las ideologías, partidos y organizaciones que hoy se disputan las preferencias de los ciudadanos. Hay por ahí Fouchés y Ghandis, oportunistas confesos, ventilocuos y aspirantes a Beneméritos, personajes siniestros e individuos ingenuos, que organizan sus ofertas de acuerdo a las reglas de la temporada. Es hora de tomar nuestros asientos; es el momento de los aplausos, los chiflidos y los bostezos.