Monday, September 30, 2019

Educacion y gobernabilidad

Educación: la gobernabilidad en primer plano
(Nexos, Blog de educación, 27/09/2019)
Luego de un prolongado ir y venir, de debates más o menos informados, de recibir alguna atención pública y muchas ansiedades, angustias y preocupaciones grupusculares, tribales y privadas, finalmente fueron dictaminadas y aprobadas en la Cámara de Diputados y en el Senado de la República las tres leyes secundarias que en materia de educación acompañan y teóricamente complementan los enunciados generales de las reformas al Artículo Tercero constitucional que fueron aprobadas el 15 de mayo pasado. Las facultades legislativas y los poderes meta-constitucionales del jefe del ejecutivo federal se pusieron en acción y la maquinaria política morenista se encargó de negociar, ajustar, promover o imponer los contenidos de las nuevas leyes de acuerdo a las disposiciones formales e informales dictadas por el interés presidencial. Por si alguien lo dudaba, el regreso del hiper-presidencialismo mexicano anuncia los nuevos/viejos tiempos políticos de la República.
El oficialismo obradorista ha culminado con éxito sus promesas de campaña para el sector educativo: demoler la reforma educativa del sexenio pasado. En su lugar, se ha construido una nueva épica político-educativa bajo el emblema de la Nueva escuela mexicana. El mascarón de proa de la contra-reforma está hecho de un lenguaje extraño, un amasijo híbrido, acompañado por representaciones y significados ambiguos. Se elimina la evaluación, se tenía la intención de que apareciera la “evaluación diagnóstica” aunque al final quedó excluida de la Ley para la Carrera de las Maestras y los Maestros y apenas aparece una mención en la Ley para la Mejora Continua de la Educación. Desaparecen las referencias a la calidad, pero se habla de “mejora continua” y “excelencia” de la nueva educación. Se eliminan las referencias a la “modernización educativa”, o a la importancia los incentivos al mérito individual de los profesores como mecanismo principal de movilidad laboral —seguramente porque son parte del lenguaje “neoliberal” del pasado reciente— que se utilizaron sistemáticamente desde los tiempos del salinismo hasta el peñanietismo para promover cambios en el sistema educativo nacional.
Las reacciones a las nuevas leyes no se han hecho esperar. Desde la oposición se argumenta que algunos de los cambios a las leyes son inconstitucionales, por lo que seguramente se promoverán litigios que llegarán en algún momento a las playas muy visitadas en estos tiempos de la Suprema Corte de Justicia. Para la derecha más radical, las reformas son regresivas, prebendarias, que amenazan a la calidad y viabilidad de la educación mexicana. En distintos tonos dramáticos, la derecha panista califica al gobierno como “destructor”, mientras que desde la izquierda perredista (o lo que de eso quede) se acusa al presidente de que “no le interesan los niños”. Organismos como México Evalúa califican como “entreguista” al gobierno al ceder a la CNTE el control de las plazas docentes. En contraste, desde el morenismo, en sus diversas versiones, se celebra con satisfacción el dulce sabor del deber cumplido. Para el sindicato, especialmente el representado por la Sección 22 de la CNTE, las nuevas leyes son producto de sus prolongadas luchas, plantones y movilizaciones, un triunfo político que demuestra que siempre tuvieron la razón, y ahora, el poder, para oponerse a las “evaluaciones punitivas”, a los castigos salariales y laborales, a la demonización de sus luchas por parte de analistas, medios y periodistas.
Estas reacciones confirman que la educación es un campo de batalla política, con sus respectivos actores, intereses, ganancias y pérdidas. Pero quizá lo analíticamente importante es que estamos observando un desplazamiento político fundamental en la configuración de la nueva reforma educativa: pasamos del énfasis de la gobernanza centrada en la promoción y coordinación del cambio educativo bajo las promesas (o ilusiones) de la calidad, hacia la reconstrucción de las bases de la gobernabilidad política del sector. Eso explica los gestos, los lenguajes, los símbolos de la nueva reforma. Se trata de pactar, negociar y conceder a la CNTE y al SNTE los poderes y espacios de una imaginaria era dorada del sindicalismo corporativo, como moneda de transacción entre el Estado y la educación básica, o mejor dicho, entre la burocracia educativa y la burocracia sindical. El ”pase automático” de los egresados de las escuelas normales a las plazas docentes (que en realidad, ni es pase ni es automático, sino que tiene algunas condicionantes importantes ya contenidas en el nuevo tercero constitucional), la participación de los maestros y sus organizaciones en todas las instancias colegiadas del sistema educativo nacional (desde las Comisiones Nacionales hasta los Consejos Técnicos de Escuela), la opinión y propuestas de los profesores y profesoras en el diseño de contenidos y prácticas educativas, forman parte de la Nueva escuela mexicana.
La lógica de la reforma a las leyes es, por supuesto, política, no técnica ni pedagógica ni romántica. Pero tiene sentido. Reconstruir las bases de la legitimidad de la autoridad educativa (el poder del Estado) es la tarea principal, y eso sólo se hace reconociendo la legitimidad y el poder de las organizaciones de maestros, las que hay, no las que deberían ser o se imaginan los opositores a las nuevas políticas educativas. En este sentido, las reformas tienen un pragmatismo político inocultable, expreso, deliberado. Se trata de desactivar la conflictividad magisterial que se ha naturalizado desde hace treinta años en la vida pública mexicana. Es una hipótesis arriesgada pero interesante: es preferible mantener umbrales de gobernabilidad efectiva de la educación antes que promover cambios en nombre de la calidad internacional o la mejora de los aprendizajes nacionales y los logros locales del sector.
Las canonjías, privilegios, redistribución de recursos, y reconocimientos forman parte del nuevo acuerdo para la gobernabilidad educativa. Las posibilidad de corrupción, clientelismo, neo-corporativismo, emergen en el horizonte como parte de las riesgos asociados a la hipótesis del nuevo oficialismo. Para ello, habrá que esperar a observar el proceso de diseño e implementación de las políticas educativas específicas, y como se adaptan o cambian a las prácticas políticas y magisteriales que forma parte de los usos y costumbres de la escuela pública contemporánea. Después de todo, hay que recordar que las leyes no son las políticas. Estas requieren procesos de traducción, organización, financiamiento, coordinación, supervisión y evaluación. Las leyes son el primer paso. La política y las políticas reaparecerán seguramente, durante el proceso de instrumentación. Existía la posibilidad de que las leyes se modificaran ayer en el Senado, pero esto no ocurrió, y se aprobaron las mismas leyes que salieron de San Lázaro. De cualquier modo, durante los próximos años veremos sí el énfasis en la gobernabilidad —es decir, la gestión del conflicto— será suficiente para fortalecer la gobernanza educativa, que significa la gestión del cambio para la mejora del sistema.
Esa tensión entre gobernabilidad y gobernanza educativa constituye el centro estratégico de la nueva reforma del sector, tal como ocurrió con la experiencia del gobierno peñista. Hoy sabemos que la gestión del conflicto devoró la gestión de los cambios a lo largo del sexenio anterior. Bajo la sombra (y el poder) del nuevo oficialismo, el escenario se puede repetir, con todo y las leyes aprobadas. El riesgo mayor es que no pase nada, que el proceso de discusión, los diagnósticos, los relatos utópicos o catastróficos sobre las implicaciones de las reformas en la construcción de la Nueva escuela mexicana, sólo queden en eso: un espectáculo político acompañado por la música de fondo de la 4T, el soundtrack de nuestra época. Para los simpatizantes del escepticismo metodológico, una extraña sensación dejà vú queda flotando en el ambiente.


Thursday, September 19, 2019

Espejo de números

Estación de paso

Educación: el espejo de los números

Adrián Acosta Silva

(Campus Milenio, 19/09/2019)

El más reciente informe de la OCDE sobre el estado de la educación en el mundo ofrece algunas pistas sobre las relaciones entre los sistemas escolares y sus contribuciones al desarrollo de los individuos y de las sociedades. Education at a Glance 2019 es un diagnóstico orientado hacia la identificación de los logros y déficits que se acumulan cada año entre los países miembros de la organización en sus respectivos sectores educativos. Como todos los documentos similares, el reporte contiene abundantes datos estadísticos ordenados en tablas, cuadros y gráficos, que son de utilidad para apreciar, con los anteojos debidos, la magnitud de los problemas educativos contemporáneos.

Este año, el reporte identifica varios aspectos relevantes que aguardan por una exploración cuidadosa, matizada y contextualizada. El número de titulados universitarios, por ejemplo. En el documento se afirma que la demanda por educación universitaria continúa una tendencia a la alza, que confirma un patrón de expansión sostenido desde hace varias décadas. Hoy (2018) el 44% de las personas entre 25 y 34 años de edad poseen un título universitario, cuando hace una década (2008) ese porcentaje llegaba al 35%. Es decir, en solo diez años, ha crecido un 10% más esa franja de población joven (“grupo etario” le dicen los demógrafos), que se ha incorporado a la república de los universitarios egresados y titulados de los países de la OCDE. O sea, cada año aumenta en un punto porcentual esa cifra, lo que permite calcular -ceteris paribus- que hacia el 2030 la mayor parte de esa población (6 de cada 10) configurará un voluminoso conglomerado de titulados universitarios.

Las implicaciones de esta expansión son varias. En términos generales se confirma algo que ya se sabe desde hace tiempo: poseer un título universitario mejora los salarios y los empleos de sus poseedores. El carácter casi mágico de los títulos y diplomas universitarios en el mercado laboral se expresa en que las personas entre 25 y 34 años con educación universitaria ganan un 38% más que sus homólogos que sólo cuentan con educación media superior. Y si se alarga en el tiempo esa misma comparación, las personas entre 45 y 54 años con estudios universitarios ganan un 70% más de ingresos que sus semejantes con escolaridad inferior. La combinación de edad, capital escolar y capital laboral diferencia salarialmente en el largo plazo a los universitarios y a los no universitarios.

Otra implicación importante tiene que ver con relación entre escolaridad y participación social de las poblaciones. Las teorías clásicas y contemporáneas de la modernización han marcado como una característica del desarrollo que a mayor escolaridad mayor participación de los individuos y de sus grupos de referencia. En el reporte, se señala que la participación en actividades culturales y deportivas se incrementa con el grado de escolaridad. Un 90% de los individuos con mayor escolaridad participa regularmente en este tipo de actividades, contra un 60% de los individuos con menor nivel de escolaridad.

Un datos más tiene que ver con el envejecimiento de la planta de profesores. Es interesante observar cómo la expansión sostenida de la demanda y la oferta de educación de la población joven descansa en un acelerado envejecimiento del profesorado. Hoy, la franja de los profesores cincuentones (los que tienen entre 50 y 59 años) es ya superior a la franja de los que tienen entre 25 y 34 años de edad. Eso significa que el profesorado de los sistemas educativos nacionales de los países de la OCDE experimentan la transición demográfica global que inició desde finales del siglo pasado, donde la base de la pirámide poblacional se reduce y se ensancha la parte media y alta de la misma. El resultado es un alargamiento entre las edades de contacto entre profesores y estudiantes, donde maestros cada vez más viejos interactúan con estudiantes cada vez más jóvenes, con habilidades, marcos de referencia y prácticas educativas y pedagógicas más distantes.

Estos asuntos forman parte de las agendas y las políticas educativas nacionales e internacionales. Los datos son apenas puertas de entrada para explorar con mayor cautela lo que ocurre en distintas escalas y niveles educativos de países como México, donde las diferencias con respecto a los promedios de la OCDE suelen ser muy marcadas. Examinar los números es siempre un ejercicio intelectual y técnico ineludible para apreciar las realidades empíricas y sus complejidades. Pero para ello se requieren los anteojos adecuados, que miren en el espejo de los números los diablos que los gobiernan, como afirmaba hace algunos años, en buen tono pedagógico, Hans Magnus Enzensberger.



Thursday, September 05, 2019

Lecciones trogloditas

Estación de paso
Ley y costumbres: lecciones trogloditas
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 05/09/2019)
En 1721, cuando Montesquieu publicó de manera anónima su novela Cartas persas, lo que pensaba era una genialidad para la época y para hoy: describir a través del género epistolar las ideas y costumbres de cuatro amigos persas sobre lo que ocurría en la vida cotidiana de países musulmanes y católicos. A través de esa novela, el gran filósofo francés recorría los problemas de la moral, la política y el poder desde la perspectiva de los usos y costumbres de los protagonistas, y de las historias y anécdotas que éstos relataban. De ese libro surgiría años después Del espíritu de las leyes, quizá la obra más citada y conocida de la filosofía del derecho y la filosofía política contemporánea.
La aportación para disciplinas como la sociología o la ciencia política de Montesquieu es una idea formidable: las costumbres operan como leyes. Para no pocos críticos del siglo de las luces, las costumbres eran contrarias a las leyes: las leyes se hacen para modificar las costumbres, las prácticas, los hábitos de las personas y de las comunidades. Pero otros, las leyes eran elaboraciones racionales destinadas a marcar los límites de lo permitido, bajo cierta noción de que la imagen de lo público (el orden, la paz, la cohesión, la obediencia, la felicidad) es un bien que hay que preservar a través de leyes incluso en contra de las costumbres. Frente a las críticas, Montesquieu fue contundente: la fuerza de la ley palidece frente al imperio del costumbrismo. Por ello, las costumbres son la fuente de toda legislación: toda aspiración de orden legal-racional es hacer de las leyes parte del imperio de las costumbres.
Este debate clásico nunca es impertinente. La retórica del Estado de derecho, de la fuerza del Estado, del imperio de la ley, son polvos de aquellos lodos. Aún encontramos vivos a los críticos de Montesquieu: para cambiar a la sociedad primero hay que cambiar las leyes y luego obligar a cumplirlas. Pero es la fuerza de las costumbres, de las prácticas, la que en realidad conforma el subsuelo profundo de la vida social, muchas veces en contra o al margen de las leyes. Las leyes se pueden cambiar por decreto; las costumbres, no. Unas se pueden consultar, negociar, votar, adaptar y promulgar. Las otras obedecen a las prácticas cotidianas de la vida social, “naturalizan” y suavizan la coexistencia diaria de individuos, grupos e instituciones. Por ello, las relaciones entre orden, leyes y costumbres son siempre articulaciones complejas, conflictivas, ambiguas.
Recordar a Montesquieu nunca es ocioso. Hoy, por ejemplo, la reforma educativa alcanzó las tierras de la educación superior, donde se discute desde hace meses una posible nueva “Ley General de Educación Superior” (LGES), que probablemente sustituirá a la vieja “Ley para la Coordinación de la Educación Superior” (LCES), que data de 1978. El problema es que la vieja ley nunca pudo implementarse de manera eficaz para coordinar y articular un sistema nacional de educación superior, que eran dos de sus propósitos fundamentales. La educación superior se expandió aceleradamente, multiplicando caóticamente sus ofertas públicas y privadas, introduciendo una gran cantidad de programas dirigidos a mejorar el salario de los profesores de tiempo completo, la calidad, el financiamiento o la diversificación tanto del sector público como del privado. Ahí, al calor de las nuevas políticas de modernización y de calidad de la educación superior, y mediante el empleo sistemático de incentivos y estímulos al desempeño, muchas cosas cambiaron pero, al mismo tiempo, se construyeron nuevas rutinas, prácticas y costumbres. En otras palabras, sin tocar la ley, a lo largo de más de cuatro décadas nuevas costumbres se legitimaron en el escenario de la educación superior, configurando comportamientos institucionales no cooperativos.
Lo que tenemos hoy es un territorio institucional fragmentado, un no-sistema de educación superior, habitado por rutinas extrañas y paradójicas. La gestión del financiamiento público descansa en lo que hacen o dejar de hacer los rectores y directivos con las autoridades de Hacienda, la SEP o la Cámara de Diputados, con los Gobernadores, con los diputados locales. Para tener acceso a programas adicionales, las universidades necesitan participar en programas basados en indicadores de desempeño (programas acreditados, número de doctores, miembros del SNI, internacionalización). El juego de los incentivos organiza la búsqueda de recompensas y eso naturaliza las prácticas. ¿Una nueva legislación reformaría el juego y las costumbres? Los trogloditas imaginarios que habitan las Cartas persas de Montesquieu dirían que sí. El narrador que los describe diría que, muy probablemente, no.