Thursday, February 17, 2022

El futuro como problema

Estación de paso El futuro como problema Adrián Acosta Silva (Campus-Milenio, 17/02/2022) En tiempos de crisis, la ansiedad por el futuro se incrementa. Frente a la política de las adversidades del presente y el pasado reciente, la carga de la incertidumbre pesa más sobre los hombros de individuos, gobiernos y sociedades. La conflictividad, las tensiones y contradicciones de la vida en común oscurecen los escenarios del futuro, y las visiones distópicas coexisten con las ilusiones de futuros utópicos. Algunos hablan del futuro como fantasía organizada; otros, como la acumulación de las ruinas del presente. Esas visiones contrastantes suscitan preocupaciones, encienden pasiones, enfrentan fuerzas, despiertan la imaginación y movilizan recursos. Por ello, la construcción del futuro es siempre un territorio político y de políticas, donde diversos actores intervienen de manera esporádica o sistemática para tratar de delinear propuestas, proyectos o ideas que influyan en la disminución de los riesgos del futuro, o en la determinación de los factores que pueden potenciar la construcción de escenarios favorables o deseables para sociedades y gobiernos. La premisa básica de todo ejercicio prospectivo es la incertidumbre, lo que significa que cualquier cálculo o ejercicio reflexivo de lo que puede ocurrir en los próximos años se verá alterado por combinaciones de acontecimientos difíciles de anticipar. Esa es la principal limitante de todos los ejercicios de prospección socioeconómica o política. Los antiguos consultaban oráculos, miraban las estrellas, concentraban la atención en bolas de cristal, descifraban códigos ocultos en la tierra o en el agua. De ahí surgieron curanderos, clarividentes, magos, adivinos, sacerdotes, pitonisas, chamanes y brujos, que frecuentemente eran consultados por individuos y gobernantes para tomar decisiones sobre el futuro. Ceremonias y rituales de muy diverso tipo organizaron las creencias sobre el futuro, que incluían prácticas de sacrificios de animales y humanos para aplacar la ira de los dioses o para asegurar el bienestar de las comunidades. Esas es, digamos, la prehistoria de las métodos prospectivos modernos. La ruptura con las visiones metafísicas sobre el futuro fue producto de la irrupción de la racionalidad científica que surgió con el siglo de las luces. El espíritu de la ilustración, la ampliación de las fronteras de la ciencia sobre los dominios de la fe, el reconocimiento de que la acción en el presente puede modelar el futuro humano, se constituyeron en el corazón de las teorías del desarrollo que dominaron el siglo XX. La propia idea del futuro como una construcción social y política, y no como producto de influencia de los astros, de los humores de voluntades divinas, o de la influencia de los “espíritus animales” a los que solía referirse Keynes, se constituyeron en las señas de identidad de los ejercicios prospectivos contemporáneos. Las visiones dominantes son hoy distintas versiones de una suerte de ingeniería social. La experiencia acumulada, los saberes construidos, los intentos exitosos o fallidos de construcción del futuro, los estudios comparados, forman la base dura de los métodos prospectivos modernos. De ahí se derivan los ejercicios clásicos de planeación del desarrollo, el interés por dotar de sentido racional -es decir, con efectos futuros deliberados y controlables- a la acción de individuos, gobiernos, instituciones, grupos sociales o empresas. Hoy, la ciencia de datos y la inteligencia artificial se suman a los recursos que los prospectólogos utilizan para identificar tendencias, proyectar escenarios o tomar decisiones en el presente que pueden ayudar a la construcción de escenarios posibles o deseables del porvenir. En algunas de las versiones de moda que se promocionan como vanguardistas, el futuro incluso suele ser visto como el resultado de un algoritmo: el futuro algorítmico. Y eso vende mucho hoy día. La pandemia y el estancamiento económico, la crisis de las democracias viejas y emergentes, la multiplicación de la incertidumbres, la decepción política acumulada en diversos sectores, son algunos de los factores han impulsado el interés por el futuro como una ruta de escape a los complejos problemas del presente. Pero la construcción del futuro no es sólo un asunto de datos e información, de proyección de tendencias, de consulta a expertos y científicos, de métodos de prospectiva estratégica, o de herramientas de “planeación integral” del desarrollo. No es sólo cuestión de oponer al pesimismo de la realidad el optimismo de la voluntad, como escribió desde una ruinosa cárcel italiana el viejo Gramsci ante el imparable crecimiento del fascismo encabezado por Mussolini en los años treinta de la Europa de la segunda gran guerra. La construcción del futuro es siempre una hipótesis política, que puede ser alimentada tanto por el escepticismo de la realidad como por el optimismo de la inteligencia. Es una hipótesis que se puede ayudar de datos e información, pero que es gobernada por el poder de las ideas. Cualquier hipótesis de futuros probables, deseables o indeseables, descansa sobre el piso duro de las ideas, el debate público y la organización política de una sociedad democrática. Y aquí las universidades juegan un papel crucial no sólo como instituciones formadoras de profesionales y ciudadanos, sino también como parte de las organizaciones que se dedican a cultivar el conocimiento y la producción de ideas en las diversas áreas y disciplinas científicas y humanísticas. En circunstancias donde la deliberación política se ha vuelto un lodazal de insultos y descalificaciones, las preocupaciones e incertidumbres sobre el futuro se multiplican. Distinguir y diferenciar el poder de la las ideas es una tarea invaluable de las universidades, algo que sólo puede encontrarse en ambientes donde la autonomía política e intelectual está enraizada en las libertades de enseñanza y de investigación que distinguen a los políticos de los científicos. Justo por ello, Max Weber afirmaba hace un siglo que “la cátedra no pertenece a los profetas ni a los demagogos”, en clara referencia a los límites que dividen a la política de la ciencia. Ese es un reconocimiento del papel de la academia en la problematización del futuro. Frente a las charlatanerías de temporada, explorar futuros desde las universidades puede ser una contribución significativa a la vida política y cultural de sociedades fatigadas en estos tiempos oscuros.

Monday, February 14, 2022

La construcción política de la realidad

La construcción política de la realidad Adrián Acosta Silva (Nexos, Blog de la redacción, 11/02/2022) https://redaccion.nexos.com.mx/la-construccion-politica-de-la-realidad/ “A los otros médicos se les mueren tantos enfermos como a mí”, decía. “Pero conmigo se mueren más contentos”. Gabriel García Márquez, El general en su laberinto Los liderazgos políticos de una sociedad son una fuente constante de invención de realidades muy diversas en la esfera pública. Cuando esos liderazgos alcanzan posiciones de poder y se vuelven gobierno, las invenciones se multiplican. La búsqueda de la legitimidad es la droga que consume todos los días la clase política profesional, y la retórica del poder fabrica realidades a modo de las ansiedades, intereses y cálculos de la élite gobernante. Asimismo, las oposiciones políticas al oficialismo construyen realidades alternas con el ánimo de crecer en su propia legitimidad y reconocimiento entre los ciudadanos de sus críticas, posiciones y propuestas. Esas expresiones forman parte del viejo juego de los equilibrios, contrastes y deliberaciones propias del orden político de las cosas en una democracia republicana más o menos estable. En esos contextos, oficialismos y oposicionismos tienen como horizonte común, como principio y fin, la búsqueda de votos y puestos surgidos de procesos electorales. Esos son los fines a veces inconfesables o explícitos de la política, pero que se revisten o se disfrazan de grandes proyectos, buenos propósitos y nobles intenciones. Pero la democracia nunca es una cuestión binaria: conmigo o contra mí, A o B. Las elecciones son procesos masivos de selección de liderazgos políticos entre dos o más alternativas donde unos ganan y otros pierden. Pero para múltiples asuntos de la vida pública cotidiana, las decisiones políticas son resultado de negociaciones de intereses y posiciones, de matices y acentos. La democracia es siempre una fórmula institucionalizada de negociaciones, donde se atemperan posturas y se intentan formular consensos, no unanimidades, sobre asuntos que a veces se conocen poco y mal. Ese es el sentido político de las acciones e intereses de la política democrática, pluralista, siempre conflictiva, a veces productiva. Bajo esas reglas coexisten políticos profesionales y amateurs, demócratas convencidos y líderes mafiosos, pero también un ejército de ilusionistas, funambulistas y tramoyistas de muy diferente naturaleza, alcances y capacidades. La construcción política de la realidad (parafraseando al texto clásico de Berger y Luckmann), es una práctica arraigada y extendida en regímenes democráticos y no democráticos, pero se vuelve más notoria cuando la disputa por el poder enfrenta a sus actores protagónicos en campos polarizados. La acción y el mando, para utilizar las palabras del joven Hobbes, son atributos que distinguen a políticos y autoridades, atributos que forman el piso duro de la política y el poder en contextos republicanos. En el corazón de esas relaciones habita la hechura de las negociaciones que fortalecen o debilitan las estructuras democráticas, una hechura donde activistas y funcionarios, ciudadanos y políticos, establecen las reglas del juego, sus interacciones, límites, resultados e imposibilidades. La política mexicana contemporánea representa con nitidez la profundidad y alcance de esas relaciones. Algunas de los más recientes discursos presidenciales confirman el vigor de esas viejas prácticas políticas. “Mis opositores no entienden la nueva realidad”, declaró el pasado 8 de diciembre desde una base militar de Nayarit (https://www.eluniversal.com.mx/nacion/amlo-acusa-que-sus-opositores-no-quieren-ver-la-nueva-realidad). Importa el lugar del pronunciamiento, el contexto y el tono de las palabras, pero lo que destaca de la nota es que la “nueva realidad” es, por supuesto, la realidad presidencial, hecha a base de datos sueltos, fantasías, creencias e impresiones, y anclada firmemente en la ilusión de la cuarta transformación nacional. “No hay vueltas atrás”, “no es la misma gata revolcada”, “se acabaron los privilegios y la corrupción”: frases que apuntalan los sentimientos y las convicciones que todos los días se distribuyen constante y atropelladamente desde Palacio Nacional, pero cuyas ondas expansivas se extienden hacia otros puntos del mapa de la hegemonía obradoriana donde se encuentran ecos de las voces que siguen fielmente las palabras e instrucciones presidenciales. El conflicto del CIDE, por ejemplo, donde una decisión legal (“legaloide” se diría en el lenguaje del obradorismo en los tiempos de su oposición al “régimen neoliberal”), pero de dudosa legitimidad, detona una rebelión estudiantil y de académicos contra la dirección del CONACYT. La nueva realidad del oficialismo consiste en afirmaciones constantes sobre la mejora de índices de popularidad, indicadores económicos, de gobernabilidad, seguridad, salud pública, bienestar social o educación. Se acompaña de una abrumadora presencia cotidiana del presidente en medios, en giras de trabajo y en informes multitudinarios, y se refuerza todos los días por militantes, activistas y funcionarios del morenismo. Ahí donde el crimen organizado y no organizado domina regiones y territorios enteros de Michoacán, Zacatecas o Tamaulipas, o en zonas turísticas de Cancún, en Acapulco o en Puerto Vallarta, el gobierno federal observa un avance en el control de la violencia y la recuperación de la paz. Ahí donde la dramática migración centroamericana ha colapsado las capacidades de regulación del gobierno, el presidente patea el balón hacia las “causas” de la migración y propone sembrar árboles y distribuir becas en Guatemala, El Salvador y Honduras. Acá donde la combinación de pandemia, desigualdad social y crisis económica ha causado el abandono escolar de miles de niños y jóvenes de escuelas y universidades, el gobierno celebra con euforia el éxito de sus programas de becas escolares, aunque no se ofrezcan explicaciones de cuántos de esos becarios abandonan las escuelas, o que tipo de aprendizajes y logros escolares obtienen con los subsidios monetarios directos y “sin internmediarios” que reciben del gobierno federal, como presume todo el tiempo el presidente. En contraste, la realidad de las oposiciones está hecha de denuncias de corrupción, impericia, desplifarro e ineficacia gubernamental. Frente a la imagen de la democracia populista del oficialismo, críticos y opositores miran un incremento de la militarización, recrudecimiento de la crisis económica y de la pobreza y desigualdad social, el fracaso de las políticas de salud contra la pandemia, el aislamiento de México en el exterior, el regreso del hiperpresidencialismo y una suerte de rolling-back hacia los años dorados del autoritarismo político. Los opositores más radicales, situados usualmente a la derecha del mapa político y cívico, hablan desde hace tiempo de la “venezolización” de la política mexicana, la amenazas contra la propiedad privada, o el regreso del comunismo bajo la batuta del profeta tabasqueño. Son otras construcciones político-ideológicas colocadas en la gran mesa de las interpretaciones de la realidad mexicana en la era del obradorismo. Quizá lo más interesante de estas construcciones políticas sea la caracterización del liderazgo obradorista como una máquina de producción masiva de ilusiones y promesas. Es una maquinaria bien aceitada, un dispositivo central de la construcción política de las nuevas realidades gubernamentales. La soledad del poder presidencial se sustituye con palabras, símbolos e imaginación. Las evidencias en contra, las críticas a su gestión, el escepticismo, son tomadas como la confirmación de que las cosas van por buen camino. Los perros ladran… y esas cosas. Desde los relatos del poder, quienes se oponen a reconocer ese camino son los corruptos, conservadores, intelectuales que perdieron influencia, las élites que han perdido dinero y posiciones gracias a la acción del gobierno en favor del pueblo. Nada cambia la música monofónica que acompaña desde hace tres años las fanfarrias épicas de la cuarta transformación nacional, un estridentismo tendencialmente antidemocrático y claramente antipluralista que aspira a convertirse en el único sonido de la tribu. La visión imperante del transformacionismo político dominante es que negociar es traicionar. El hiperpresidencialismo obradorista concentra votos y vetos, y desde esa posición la negociación es vista como un sintoma de debilidad, de falta de carácter y temple político. Se puede negociar siempre y cuando se asuman los términos del contrato presidencial, impuesto desde Palacio Nacional a golpe de decretos y leyes aprobadas al vapor por la tiranía de la mayoría congresista. Justo por eso, la autonomía de instituciones, grupos e individuos es incómoda para la visión presidencial, donde la lealtad y la disciplina son las monedas de cambio de los arreglos contractuales de la “nueva realidad” construida por el obradorismo. Desde esta posición se construye un relato político sobre la realidad que se simplifica en código binario. La idea misma de la pluralidad y el reconocimiento de otras visiones/interpretaciones sobre los asuntos públicos es tóxica para los ejercicios crecientemente autocráticos del poder político. La construcción política de la realidad no significa la existencia de realidades subjetivas o intersubjetivas basadas en las mentalidades, las creencias, el discurso o las decisiones del poder, tanto del oficialismo como de sus oposiciones. Se trata de la configuración de interpretaciones políticas gobernadas por las fobias, el cálculo y el interés del prínicipe en turno y sus consejeros de ocasión. La realidad es objetiva, independiente de sus intérpretes, pero requiere de los lentes y anteojos adecuados para describirla antes que interpretarla o transformarla. Para ello hay datos, investigaciones, observaciones empíricas constantes y comparables a lo largo del tiempo, comportamientos sociales, contradicciones claras, ambiguedades extendidas y prácticas difusas, instituciones autónomas que producen información y conocimientos para gestionar recursos y tomar decisiones. Pero también la ignorancia forma parte de la propia realidad, una ignorancia que se sustituye por la fe ciega en las propias acciones como productoras de realidades mensurables, objetivas. Por ello, la construcción política de la realidad es casi siempre el producto de un extraño brebaje de creencias, voluntarismo y ejercicio del poder de los gobernantes y de sus críticos y opositores. El presidente, sus admiradores, aliados y súbditos, sus opositores, beben generosamente de ese brebaje todos los días, a todas horas. Es un elíxir que produce imágenes donde las emociones pueden reemplazar las tragedias, justo como el doctor Hércules Gastelbondo aconsejaba al protagonista de El general en su laberinto. Es el espectáculo del poder. Una fiesta agridulce, observada desde lejos por millones de ciudadanos ocupados en otras cosas, lejos de los humores y afanes de las elites políticas embriagadas en las disputas políticas cotidianas. Como fiesta o como funeral, el espectáculo se ofrece sin pausas pero sin prisas en un territorio sembrado de conflictos y bombas de relojería, poblado por junglas, callejones sin salida, espacios sombríos habitados por extraños personajes y personajillos, y algunas luces que señalan caminos y encrucijadas, abismos, bosques y páramos, ríos de aguas lodosas y un puñado de puentes sobre aguas mansas. Es la realidad política en tiempos difíciles. Y es lo que hay.

Thursday, February 03, 2022

La épica de la innovación universitaria

Estación de paso La épica de la innovación: el fantasma y sus apariciones Adrián Acosta Silva (Campus-Milenio, 03/02/2022) A lo largo del siglo XXI un fantasma recorre los campus universitarios: el fantasma de la innovación. Como todos los fantasmas que se respeten, la innovación contiene sus propias leyendas, sus apariciones esporádicas o frecuentes. Desde hace varios años, ha crecido el relato de que la transformación de las universidades (una idea difusa) requiere del desarrollo de una nueva misión institucional: la innovación y transferencia del conocimiento (otra idea ambigua). Asociada a estas ambiguedades, aparecen imágenes contrastantes, que van desde la promoción de “modelos” institucionales (“universidad emprendedora”, “universidad 4.0”), hasta recomendaciones y acciones de políticas (invenciones, patentes, impulso a start-ups, laboratorios de innovación comercial, industrial o social). Bajo la espumosa retórica de la innovación, se oscurecen viejos enunciados universitarios: reforma, compromiso social, extensión y difusión cultural, responsabilidad pública. Lo curioso es cómo ésta retórica se ha adueñado del discurso de políticos, funcionarios y no pocos académicos. Algunos se refieren la innovación como un desafío transversal: innovar la docencia, el curriculum de los programas de estudio, la enseñanza, la investigación, la vinculación, y eso se asocia a los llamados para desarrollar nuevas actitudes y prácticas de estudiantes, profesores y directivos universitarios. Eso explica que innovación se haya vuelto una palabra toda-ocasión, atrapa-todo, que lo mismo sirve para justiticar o impulsar cambios que para legitimar creencias, necesidades y proyectos. Si al final del siglo pasado la calidad, la evaluación y la excelencia configuraron el núcleo del lenguaje dominante de las políticas universitarias y sus imaginarios correspondientes, la innovación es hoy el mascarón de proa de una nueva fiebre, obsesión o ilusión por imprimir algún sentido a la “universidad del siglo XXI” (otro enunciado que vende bien pues significa todo lo que uno se pueda imaginar). Algunas voces, minoritarias pero prudentes, han afirmado con cautela que la innovación es una hipótesis, no un hecho ni una profecía. Desde las ciencias sociales, se han organizado incluso estudios sobre la innovación para identificar hasta dónde es un cambio o solamente es un ajuste o adaptación más o menos rutinaria de las universidades a un entorno alterado dramáticamente por la “revolución 4.0”, la economía basada en el conocimiento, la digitalización de las comunicaciones, o los efectos de la inteligencia artificial. La sociología de la innovación, en específico, se ha convertido en un campo de exploración sobre los mitos, realidades e incertidumbres de la innovación en sociedades complejas, es decir, conflictivas, desiguales y heterógeneas, donde el papel de la educación superior juega un papel importante como ascensor social, como formación de capital humano, o como mecanismo de crecimiento económico, democratización política y cohesión social. ¿Qué significa entonces la innovación universitaria? ¿Es una nueva reforma institucional? ¿Es un proceso de “mejora continua” de sus funciones? ¿Es la digitalización/virtualización de sus procesos académicos y administrativos? No hay respuestas claras ni unánimes frente a éstas y otras cuestiones. Y sin embargo, el lenguaje de la innovación ha penetrado en los campus y sus alrededores desde hace tiempo. Baste mirar los planes de desarrollo de las universidades, o escuchar algún informe de sus rectores y directivos, para confirmar la centralidad de la innovación como parte del lenguaje del cambio y la transformación imaginada o deseada por las autoridades de esas instituciones. Ese lenguaje alimenta las imágenes de las épicas de la innovación. En contraste, una ilusión alterna recorre el imaginario del oficialismo político: el compromiso de las universidades con el pueblo. Esa idea parte de que las universidades públicas no están vinculadas con las clases populares, que son instituciones elitistas, dominadas por el veneno del neoliberalismo y el intelectualismo. Esa idea es el pálido reflejo de una ilusión vieja, atesorada por parte de las izquierdas universitarias de los años setenta en Sinaloa, Guerrero o Puebla. Áquella era una ilusión poderosa: universidades comprometidas con el pueblo, y en su versiones más radicales (que las había), comprometidas con la revolución. Hoy, en plena era dominada por el lenguaje de la innovación, la idea del compromiso popular de las universidades reaparece junto con retazos conceptuales de las políticas de la “excelencia”, como se puede leer en los documentos relacionados con el proyecto de las Universidades para el Bienestar Benito Juárez García. Una revisión a las reformas al tercero constitucional del 2019, o al programa sectorial de educación 2020-2024, o a la Ley general de educación superior aprobada por unanimidad y con entusiasmo por los congresistas federales el año pasado, muestra la extraña convivencia entre ideas claramente contradictorias. La coexistencia de la épica de la innovación con la épica del compromiso popular de las universidades forma parte del paisaje discursivo contemporáneo. No hay debate público, sino un torneo de creencias y actos de fe entre los promotores de la innovación y los activistas del oficialismo populista. En un entorno dominado por plataformas, aplicaciones y algoritmos, la innovación es la bandera de la temporada. Y, paradójicamente, en ese mismo entorno se emiten señales de vincular el cambio universitario a las necesidades de un proyecto ideológico como es el de la cuarta transformación nacional promovido por el oficialismo político. Entre la niebla y la polvareda conceptual, sin embargo, es posible advertir acciones (financiamiento, decisiones políticas, prácticas académicas y administrativas) que configuran las aguas revueltas del presente, cuyos efectos y consecuencias se acumulan conflictivamente en el horizonte político y de políticas. Esas son las apariciones de los fantasmas de la innovación y del populismo en las universidades públicas.