Monday, December 19, 2016

El milagro del azar

Estación de paso

El oscuro milagro del azar

Adrián Acosta Silva

El editor de libros (Genius por su título original en inglés) es una película recién estrenada en España sobre el mundo de los escritores y de quienes les publican (Reino Unido/EU, 2016). Pero no es sólo eso. Se trata de una exploración más profunda e inquietante sobre la creatividad literaria y la vitalidad intelectual, sobre el interés y la pasión por las palabras y los libros, sobre los inicios de la industria editorial moderna, pero es también una inmersión cinematográfica deslumbrante en torno a las relaciones entre las duras exigencias editoriales y la ética de la honestidad y del compromiso, de la coherencia y de la verdad.

La cinta gira alrededor de las relaciones entre un editor de libros (Max Perkins, interpretado por Colin Firth) y de un escritor célebre fallecido de manera prematura y sorprendente (Thomas Wolfe). Situada en el contexto de Nueva York al final de los años 20 y los primeros de 30´s, el director de la película (Michael Grandage) centra el enfoque en el nacimiento de una industria en un período de penurias económicas, incertidumbre y desesperación social. El jazz, el humo y el alcohol, las calles y los bares, teatros y veladas literarias, la crisis económica y su ejército de desempleados, sirven de marco a la vida de un editor profesional con buen oficio y olfato para detectar escritores prometedores. Perkins, quien antes de conocer a Wolfe ya había apoyado el lanzamiento de escritores de la época como F.S. Fitzgerald, Ernest Hemingway y posteriormente a autores como John Steinbeck, es un hombre decidido a comprometer el futuro de su empresa editorial (Scribners and Sons) con la promoción de buenos escritores y libros.

A finales de 1929 se acerca a su oficina un joven impulsivo e irreverente, locuaz y envolvente (Thomas Wolfe, interpretado estupendamente por Jude Law), que le entrega un enorme manuscrito de cientos de páginas para su revisión. Como ya lo han rechazado en otras editoriales, Wolfe no se hace muchas ilusiones y se muestra escéptico y bromista sobre la posible respuesta de Perkins. Sin embargo, este, luego de leer el texto, queda impactado por la prosa deslumbrante y el estilo de Wolfe. Eso explica la edición del primero de los dos libros que publicó en vida el gran escritor norteamericano: Look Homeward, Angel, (“El ángel que nos mira”), publicada originalmente en 1929. El otro sería editado y publicado en 1935, tres años antes de su muerte: Of Time and the River (“Del tiempo y el río”).

La historia de esa relación entre un escritor y su editor marca el ritmo de la cinta. Se trata de un ejercicio de admiración mutua, donde los límites editoriales y los impulsos creativos son fuerzas en tensión. Inundado por una fuerza literaria descomunal, Wolfe escribe todo el tiempo, en cualquier parte, a cualquier hora. Miles de páginas se acumulan en su casa y escritorio, escritas a mano, garabatos y tachones incluídos. La mirada experta de Perkins identifica repeticiones, excesos, divagaciones innecesarias, ideas no resueltas, personajes prescindibles en las primeras novelas de Wolfe. Al mismo tiempo, éste sumerge a su editor en sus aficiones y sus relaciones personales, como una manera de comprender el ritmo vital de su existencia, de sus lecturas y de sus obras. Ahí, el jazz, el alcohol y los burdeles de negros neoyorkinos, la relación tortuosa con su amante (interpretada sobriamente por Nicole Kidman), marcan el territorio existencial de un escritor consumido por la creatividad, los excesos y la pasión literaria.

Por ahí desfilan las vidas de un Fitzgerald sumido en una crisis de creatividad, agobiado por las deudas financieras y por la enfermedad psiquiátrica de su esposa, Zelda. También aparece por ahí Hemingway, en plena fuerza física y soberbia intelectual, mirando con escepticismo a las nuevas promesas de la novela como Wolfe. En ese ambiente irrepetible, la historia de las relaciones entre el escritor y el editor conduce al callejón sin salida del desencuentro y la ruptura. La fama, el dinero, los egos descontrolados y las envidias que suelen caracterizar el mundo de los escritores, la búsqueda de la gloria y del reconocimiento, la crítica despiadada de obras y personajes, la desmesura como rebeldía frente a los límites, las exigencias de productividad de la industria editorial, marcarán el tono de los problemas que enfrían y luego disuelven la amistad y el trabajo entre editor y escritor.

La prematura muerte de Wolfe a los 37 años de edad, debida a una tuberculosis miliar, marca el fin de una historia y de una época irrepetibles en términos culturales. La industria editorial crecerá y se diversificará como nunca antes y nuevas generaciones de escritores, de novelistas y poetas, llegarán a renovar las estanterías y librerías en todo el mundo. El mercado editorial había nacido y con él la despiadada competencia entre editores y escritores por conquistar nuevos lectores. Pero El editor de libros esconde un par de secretos que, bien buscados, trascienden la época, el contexto y los personajes de ocasión. Uno de ellos es la convicción de que un buen editor “debe, siempre, ser anónimo”, como le confiesa Perkins al joven escritor en algún momento de la cinta. El otro gran secreto es un misterio: la inspiración solo puede ser, como la vida misma, el fruto del “oscuro milagro del azar”, como escribe Wolfe en El ángel que nos mira.

El Born, Barcelona, diciembre de 2016


Thursday, December 15, 2016

Estupidez

Estación de paso
El poder de la estupidez
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 15/12/2016)

El señor T. se mueve bajo un halo de decorosa estupidez;
una estupidez minuciosa, de meticulísima pompa.
Leonardo Sciascia, “El señor T. protege al pueblo” (1947)

La estupidez, junto con la inteligencia, es uno de los grandes temas de las sociedades antiguas y contemporáneas. El punto de partida de muchas de las discusiones sobre el asunto tiene que ver con el hecho de que en todas las épocas y en todas las sociedades hay estúpidos, al igual que hay listos y tontos, oportunistas e ingenuos. Su distribución no respeta raza ni nacionalidad, posición social o género. Ambos conjuntos se superponen, coexisten y traspasan continuamente sus fronteras. El problema es definir qué es la estupidez, y construir esa definición constituye un desafío formidable para el sentido común, pero también para la psicología, la filosofía o para las ciencias sociales en general. Dostoievsky, que algo sabía de la naturaleza humana, en algún momento escribió: “El hombre es estúpido, fenomenalmente estúpido”.
Algunos pensadores se han arriesgado a pensar seriamente en el tema, con el riesgo de provocar risas, enojo o ira, según sea quien los escuche o los lea. Johann Eduard Erdmann (1805-1892), por ejemplo, un estudiante alemán discípulo de Hegel, lanzó el dardo envenenado sobre el tema de la estupidez humana en pleno siglo XIX, con el auge del racionalismo y las herencias del siglo de las luces en Europa. En una época en la que en nombre de la razón se intentaba borrar todo vestigio de los impulsos y emociones irracionales de la vida social, Erdmann recordó que la estupidez es una de las características esenciales de la vida en sociedad, el recordatorio incómodo de la imperfección humana, las limitaciones infranqueables del cálculo y el comportamiento racional. En 1866, en Berlín, recordaba frente a un grupo de filósofos que los griegos inventaron para el estúpido la expresión “idiota”, que significa el aislamiento del individuo de su núcleo social, el ensimismamiento, la reflexión del individuo en un mundo cerrado que no sobrepasa nunca las fronteras de su propio pensamiento. Por ello, Erdmann proponía definir a la estupidez como “el estado mental en que el individuo se considera a sí mismo y la relación consigo mismo como único criterio de la verdad y el valor; o dicho más brevemente: en que lo juzga todo sólo a partir de sí mismo” (Sobre la estupidez, ABADA Ediciones, 2007, Madrid, p.92)
Robert Musil, casi 70 años después, en 1937, en Viena, retomaba con brío reflexivo el gran tema de la estupidez que había iniciado antes el filósofo Erdmann. A diferencia de éste, Musil confesaba no conocer ninguna teoría sólida sobre la estupidez, y se declaraba incompetente para definirla con precisión. Cuestionaba los acercamientos que intentan considerarla sinónimo de la incapacidad, de la falta de inteligencia, de tontería, de ineficiencia. Pero reflexionaba con agudeza sobre el tema, al distinguir dos tipos de estupidez, muy distintos entre sí: “una estupidez franca y sencilla” y otra estupidez elaborada, “más elevada y con pretensiones”. La primera tiene expresiones que se acercan a lo artístico, cierta candidez e ingenuidad que suelen ser alojadas en distintas formas poéticas; la segunda es, por el contrario, una malformación, una formación mal realizada, que se expresa en inconstancia y malos resultados. En cualquiera de los dos tipos, decía Musil, la estupidez puede ser un arte, sea por la vía de la ignorancia ingenua, sea por la vía del cálculo fallido. Si ser estúpido es hablar sobre lo que no se sabe, con la seguridad de quien se asume como sabio, la única salida contra la estupidez es la modestia, señalaba el autor de El hombre sin atributos.
La ubicuidad de la estupidez humana llevó a un gran historiador económico italiano, Carlo M. Cipolla, a escribir en 1988 un pequeño tratado titulado justamente Las leyes fundamentales de la estupidez humana (Crítica, Barcelona, 2013). Ahí, su autor describió lo que considera las 5 leyes principales de la estupidez. La primera de ellas es que “siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo; la segunda es que “la probabilidad de que una persona determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona”; la tercera es la denominada por Cipolla como la Ley de oro: “una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”. La cuarta es que “las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas no estúpidas...” Finalmente, la quinta ley de Cipolla sobre el tema es que “la persona estúpida es la persona más peligrosa que existe.”
Musil, Erdmann y Cipolla confirman que la estupidez es una bestia ingobernable, un animal ubicuo, propio de todos los tiempos y climas intelectuales, sociales y políticos. Sea en forma de especulaciones, de reflexiones o de leyes, la descripción del fenómeno se ajusta a lo que los antiguos y los modernos asocian a la condición humana. Eso mismo que describía con crueldad maligna hace muchos años un agnóstico célebre, Frank Zappa: “Algunos científicos afirman que el hidrógeno, por ser tan abundante, es el componente básico del universo. No estoy de acuerdo, pues hay más estupidez que hidrógeno, y es aquella el componente básico del universo.” Ahora que presenciamos el resurgimiento de tendencias que promueven la censura de obras clásicas como Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, o Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, “por herir la sensibilidad” de un niño del condado de Virgina, o cuando se instala la política de la “posverdad” como eje del discurso dominante de los nuevos populismos de izquierda o de derecha, no queda más remedio que confirmar las palabras sabias de Ambrose Bierce: “la estupidez nunca yerra y jamás descansa”.

Thursday, December 01, 2016

Racionalidad, populismo y legitimidad

Estación de paso

Racionalidad, populismo y legitimidad

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 01/12/2016)

Las implicaciones de la elección de Donald Trump para la educación superior afectan no solamente a las universidades estadounidenses sino también a muchas otras instituciones de todas partes del mundo, incluyendo por supuesto a las universidades públicas mexicanas. “Hacer grande a América”, su lema de campaña, significa entre otras cosas “empequeñecer” al mundo no americano. Pero aún antes y durante su campaña electoral, el ahora presidente electo de los EU ha mostrado sus credenciales en el tema, que son hasta ahora una desordenada colección de prejuicios arraigados, ignorancia pura y cálculos pedestres de rentabilidad económica, cuya expresión empírica más grotesca es “Trump University”, su fallida incursión en el campo de la educación terciaria. Sin embargo, quizá conviene enumerar algunos de los rasgos que caracterizan los distintos escenarios que el nuevo gobierno norteamericano y la coalición derechista que encabeza puede enfrentar en los próximos años.

1. El gobierno federal es un actor débil en la educación superior norteamericana. Históricamente, la educación superior en los EU descansa en una lógica local e institucional bastante autónoma y peculiar. Sus formas de organización y coordinación son diversas y complejas, pues mecanismos de mercado y de compromiso local aseguran una baja influencia del Departamento de Educación del Gobierno Federal o de los gobiernos estatales en su operación y funcionamiento regular. La complicada red de universidades privadas de elite (“Ivy League”), universidades públicas estatales, institutos y community colleges, conforman un territorio difícil de controlar por un actor central.

2. Es en el campo de la ciencia y la tecnología donde los fondos federales pueden jugar un papel importante en algunas áreas y disciplinas. Sin embargo, su reducción o re-direccionamiento implican una delicada y espesa red de gestión y aprobación que involucra a diversas agencias gubernamentales, patrocinios privados y políticas locales o institucionales que resultan de difícil regulación y acceso por parte del gobierno federal. Será interesante observar si el bronco estilo gerencial-empresarial del gobierno de Trump, basado en un esquema elemental de amenazas, incentivos y recompensas, puede alterar la distribución de fondos para áreas críticas como la investigación aeroespacial, la biogenética, el cambio climático o la astrofísica.

3. La intensa movilidad internacional de profesores y estudiantes es uno de los rasgos históricos de las universidades norteamericanas. Hombres y mujeres de todo el mundo académico estudian o investigan en los diversos campus universitarios de aquel país, y muchos profesores, investigadores y estudiantes de posgrado y pregrado realizan estancias más o menos prolongadas en universidades asiáticas o europeas, y, en menor escala, en las universidades latinoamericanas o africanas. Esa movilidad permite la formación de redes en torno a proyectos o experiencias que nutren la vitalidad académica en muchas disciplinas y áreas de conocimiento en las propias instituciones educativas norteamericanas. Hasta el momento, no se ve claro que tiene pensado hacer (o no hacer) el gobierno trumpista al respecto.

4. Para el caso mexicano, la vecindad académica con los EU es un factor que ha estimulado proyectos conjuntos entre universidades de ambos lados de la frontera desde mediados del siglo XX. Intercambios, proyectos, seminarios, congresos, asociaciones, redes, flujos de información, son acciones cotidianas y regulares desde hace muchos años, y buena parte de las políticas y acciones de no pocas universidades públicas y privadas mexicanas tienen que ver con el fortalecimiento de esa dinámica de intercambios académicos. ¿Puede cambiar un nuevo gobierno federal esa dinámica? ¿Hasta dónde? Las universidades de la costa este y oeste, o de entidades con fuerte presencia latina como Nuevo México o como Illinois, (justamente las que se ubican en territorios que no votaron por Trump), y que tradicionalmente han hecho de esas rutinas un estilo académico, ¿cómo reaccionarán frente a un eventual nuevo paquete de restricciones del gobierno federal?

5. La mezcla entre neopopulismo y “post-verdad” parece estar en la base de la explicación de las nuevas crisis de las democracias occidentales, incluida por supuesto la del vecino del norte. El imperio de las creencias y de la fe, el escepticismo con los partidos, las instituciones y las clases políticas tradicionales, la creciente desconfianza hacia las explicaciones racionales, científicas, en amplios sectores de la ciudadanía, sin olvidar el papel no menor de la estupidez en la construcción de las preferencias sociales, constituyen los rasgos centrales del poder político de personajes como Trump. Esa ola de anti-intelectualismo y de oscurantismo del nuevo populismo norteamericano afecta de manera directa la legitimidad de las instituciones universitarias y lo que ellas representan.

6. Hasta ahora, ni el gobierno federal mexicano (CONACYT, SEP), ni las universidades públicas o privadas mexicanas o sus organismos representativos (ANUIES, FIMPES), ni los representantes políticos mexicanos (Cámaras de Diputados o de Senadores), se han manifestado con claridad y cohesión política en torno a las implicaciones, riesgos y amenazas del nuevo gobierno norteamericano para nuestros estudiantes, profesores e instituciones. Aunque se entiende que la cautela y la prudencia se impongan como criterios de (in)acción en los próximos dos meses (antes de la toma de posesión del Sr. Trump como Presidente), intentando calibrar el impacto de las políticas (u ocurrencias) del empresario neoyorkino especializado en hoteles y casinos, no parece adecuado que ni las universidades ni el gobierno mexicano asuman un papel pasivo frente a los humores proteccionistas, xenófobos y racistas que destila el discurso del nuevo gobierno norteamericano, humores que se encargó de sembrar con esmero el candidato republicano a lo largo del último año.

En cualquier escenario razonablemente imaginable, el nuevo gobierno de los Estados Unidos representa un cambio en las reglas del juego político y de políticas en la educación superior que supone un desafío estratégico para el gobierno y las universidades mexicanas. En esas circunstancias, parece indispensable un posicionamiento institucional claro, coordinado, que permita a las universidades mexicanas gestionar sus intereses en un marco común. De otra forma, las amenazas y bravuconadas del Presidente electo pueden tener un efecto corrosivo en las relaciones entre las universidades de ambos lados de la frontera.





Thursday, November 17, 2016

La respuesta no está en el viento

Estación de paso

La respuesta no está en el viento

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 17/11/2016)

La sorprendente y preocupante victoria electoral de Donald Trump en los Estados Unidos ocurrida la semana pasada cierra prematuramente un annus horribilis para las democracias contemporáneas. Luego del triunfo del Brexit en Gran Bretaña y del No por la paz en Colombia, y en el contexto del resurgimiento de microclimas neo-puritanos y no democráticos en distintas sociedades locales, el panorama luce desolador para las fuerzas de la izquierda, pero también para intelectuales, medios de comunicación y políticos más o menos tradicionales. Ningún esfuerzo de economía explicativa es capaz de ofrecer una visión comprensiva de lo que ocurre hoy en el mundo de las relaciones entre política y cultura, entre estado y sociedad, en distintas partes del mundo y con diversas circunstancias nacionales. La perplejidad, la incredulidad y el asombro se consolidan como signo de los tiempos.

Pero es sin duda el fenómeno Trump el que más atrae la atención por sus implicaciones regionales y globales. Su triunfo electoral revela a la vez la profundidad de las fracturas sociales en el subsuelo cultural norteamericano, la distancia entre los hechos económicos y las percepciones sociales, la soberbia de académicos, intelectuales y comentaristas profesionales y amateurs de la vida pública norteamericana, el nuevo fracaso de los pronósticos que la mayoría de las encuestas y medios anunciaban incluso unas horas antes de las elecciones del 9 de noviembre. En el inventario negro de los hechos habría que añadir la acumulación de los déficits cognitivos sobre la cultura política en las democracias contemporáneas, la falta de nuevos anteojos teóricos y empíricos para analizar las fuerzas en tensión que producen comportamientos anti-sistémicos, la ridiculización de la política y de la vida pública, la ruptura con los valores, las creencias y los códigos básicos de la vida democrática moderna.

De pronto, el nuevo panorama político norteamericano y mundial dan la sensación de un regreso al futuro, la inescapable impresión de un retorno al siglo XIX más que un avance al siglo XXI. El lenguaje del odio, la xenofobia y la intolerancia impregna los relatos políticos que triunfan en el ánimo público. Y con ellos, la tentación de soltar los perros de la guerra racial y bélica acompaña el sonido y la furia de los nuevos liderazgos emergentes en distintas partes del planeta, de Manila a Washington, de París a Mosul, de Caracas a Moscú. Con asombro y curiosidad, o con preocupación y ansiedad, asistimos al triunfo multicolor de la simulación y de los simuladores, a la alucinación y alienación de la política como el arte de conquistar a las masas. Los políticos profesionales han cambiado de ropajes, de estilos y de sus posiciones en las apreciaciones del público. Las viejas profesiones tachadas como indignas o como deshonestas han mudado de piel y se han convertido en modelos a seguir e incluso idolatrar en los tiempos que corren, y Trump representa esa transición carnavalesca mejor que nadie.

Hans Magnus Enzensberger, fiel a su estilo, lo ha escrito recientemente de manera a la vez ácida y profunda: “El charlatán ascendió, en el siglo XX, a jefe de consorcio publicitario; el payaso se mudó en animador, moderador y presentador de espectáculos; incluso el humilde barbero sangrador se ha metamorfoseado en cirujano estético, y el adivino de feria en bien retribuido economista jefe(…) Los sucesores de los tahúres y fulleros se han dignificado como asesores inversionistas” (“Profesiones honestas y menos honestas”, en Panóptico, Malpaso, 2016, p.73). Esa mutación ha ocurrido en medio del estruendo de la globalización y del mercado, entre las voces que alababan el fin de la historia y el triunfo de la americanización del mundo, con invitados incómodos expresados en sangrientos estallidos de terrorismo, la persistencia de los fantasmas de la desigualdad y la pobreza, la profunda insatisfacción con la democracia y las cíclicas crisis o déficits de representación política de los partidos y de los políticos de profesión.

Mientras se digiere la amarga experiencia electoral norteamericana, nuevas nubes intelectuales y políticas se ciernen sobre el sueño americano, que se tornan pesadillas en el clima ideológico y político mundial. Paul Krugman, un economista inteligente y elegante que estaba muy seguro de la imposibilidad ética, política y económica del triunfo del candidato republicano hasta unos pocos días antes de la elección, lo señaló en la versión digital del New York Times con una mezcla de amargura, preocupación e ironía la noche del martes 9 de noviembre, justo cuando se comenzaban a confirmar las tendencias del triunfo de Trump frente a Hillary Clinton: “¿Será acaso que estamos frente a una sociedad y un Estado fallidos?”. Y como Krugman, muchos más se preguntan qué pasó, qué filtros fallaron, cuáles diques se rompieron, cuántas cosas no sabíamos. Habrá que revisar los anteojos sociológicos, las brújulas económicas y los mapas politológicos para tratar de buscar las respuestas, que en política, contra lo que canta Dylan, nunca están, nunca han estado, soplando en el viento.

Friday, November 04, 2016

Profetas de Silicon Valley

Estación de paso

Los profetas de Silicon Valley

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 3 de noviembre, 2016)

De cuando en cuando diversas voces anuncian en buen tono dramático el fin de la universidad. Decepción y entusiasmo se entremezclan en proporciones imprecisas en los mensajes que viejos y nuevos profetas realizan sobre el fin de las universidades en el futuro inmediato, argumentando su inviabilidad económica, su irrelevancia social, o su incapacidad institucional (pedagógica, académica, organizativa) para adaptarse a las circunstancias, los retos o los desafíos globales o locales. Siendo instituciones medievales -como las catedrales o el parlamento-, con casi mil años de existencia, las universidades son objeto de desahucio intelectual con relativa frecuencia. Pero con distinta intensidad, esas voces se han multiplicado en los últimos años bajo el clima del fetichismo nanotecnológico que a lo largo del siglo XXI se ha adueñado de los discursos e imaginarios de políticos, empresarios y técnicos relacionados con la educación superior.

El reclamo tiene su encanto y su historia. Si se revisa su trayectoria remota y reciente, juicios similares acompañan sistemáticamente los relatos apocalípticos sobre la desaparición de las universidades. Hay que recordar, por ejemplo, aquellas voces liberales que en México, hacia mediados del siglo XIX, bajo el clima intelectual y político que dominaba la lucha por el futuro de la independencia nacional, se pronunciaban por la desaparición de la Real y Pontifica Universidad de México “por inútil, perniciosa e irreformable”, lo que que llevó en 1863 a su clausura por parte del mismísimo Maximiliano de Hasburgo, uno de los villanos favoritos de nuestra historia de bronce. Sin embargo, la muerte de la universidad fue más bien un prolongado estado de coma. Menos de medio siglo después, en 1910, en el ocaso de la dictadura, Justo Sierra encabezaba junto a Porfirio Díaz (otro de los villanos legendarios de nuestra historia patria) la ceremonia de refundación de la Universidad como parte de los festejos del primer centenario de la independencia nacional. Un muerto (en esta caso, muerta) había renacido, con otro nombre, rostro y ropajes.

Pero nuevas voces se alzan en el horizonte mediático contemporáneo, global y cosmopolita. Una de ellas proviene de Silicon Valley, ese territorio californiano (casi) mítico al que muchos miran con fe, envidia y asombro como la cuna de la nueva civilización tecnológica, como el mapa del futuro de una sociedad sin política, sin conflictos y sin instituciones burocráticas pesadas, aburridas y costosas como el Estado o las universidades, donde las propiedades mágicas del mercado y de las nuevas tecnologías harán inservibles las bibliotecas, los profesores, los conocimientos y prácticas universitarias. Una de esas voces es la de un tal David Roberts, un entusiasta promotor de las propiedades intrínsecamente revolucionarias de las nuevas tecnologías en la educación superior. Entrevistado por el diario español El país en ocasión de la Oslo Innovation Week celebrada la semana pasada en la capital noruega, el profesor Roberts declaraba con el aplomo que sólo proporciona la fe ciega en las propias palabras: “La mayoría de las universidades del mundo van a desaparecer”.

Roberts es profesor de la “Singularity University” (SU), creada en 2009 por la NASA y la empresa Google justo en el corazón de Silicon Valley, con el objetivo de que en 20 años resuelva los “12 desafíos planetarios” más importantes, entre ellos la exploración espacial, la pobreza, el cambio climático, la productividad económica, o la bilogía digital (https://su.org). Esa institución ya abrió sedes en Sevilla y en Tel Aviv. Una de las características de la SU es que no expide títulos ni créditos curriculares para sus estudiantes. Todos sus cursos son abiertos y en línea, y cualquier individuo puede inscribirse en ellos sin importar su escolaridad, origen social, raza, credo o color, pagando la cuota correspondiente (algunos miles de dólares por curso). Según el propio entrevistado, el modelo de la SU es exitoso porque, a) busca formar líderes en todos los campos, y b) asegura buenos empleos a sus estudiantes y egresados (tienen la garantía institucional de que así será, si no se les devuelve su dinero), y c) porque promueven la creatividad y la innovación como los ejes de sus prácticas universitarias. Por ello, “el negocio de las universidades tiene sus días contados”, afirma el orgulloso profesor Roberts con el aplomo de un pistolero académico a sueldo. (La entrevista completa se puede consultar aquí: http://economia.elpais.com/economia/2016/10/23/actualidad/1477251453_527153.html

Las palabras del entrevistado, y la entrevista misma (colocada en la sección digital de economía y negocios del diario español), son hechos que permiten identificar la dirección de los vientos contemporáneos que corren sobre la nueva muerte de la universidad. Ya no se trata de diagnosticar su lento o acelerado pero inexorable fallecimiento debido a su carácter inútil, pernicioso o irreformable, sino de decretar un día y otro también su muerte inevitable debido a causas naturales, tecnológicas o sociales, o a una mezcla de todas. Se trata de la emergencia de un relato espectacular, dramático, sobre la irrelevancia de las universidades en un futuro que se presenta como único, ineludible y homogéneo, es decir, un destino, interpretado correctamente por los nuevos profetas con la pequeña ayuda de sus oráculos nanotecnológicos y patrocinadores de ocasión. Frente a ellos, los escépticos son una legión de infieles, los restos de una civilización académica obsoleta crecida en el arte de la duda, cultivada a la luz de casi mil años de historia de las universidades en el mundo, que miran de reojo y con curiosidad los juicios de desahucio que proliferan en los círculos empresariales de la educación superior. Las creencias sobre la desaparición inminente de dichas instituciones en el mundo occidental enfrentadas a las prácticas cotidianas de millones de individuos que todos los días asisten a las universidades. Creyentes y agnósticos, fanáticos e infieles, políticos y científicos, se acomodan para mirar el espectáculo del juicio final que anticipan con seguridad envidiable los profetas de Silicon Valley.

Sunday, October 23, 2016

Política y decepción


Política y decepción: los dilemas del PSOE

Adrián Acosta Silva

(Publicado en la versión digital de Nexos, 22/10/2016)

http://redaccion.nexos.com.mx/?p=7873

“La política exige convivir con la decepción”. Las palabras fueron pronunciadas el 11 de octubre en una rueda de prensa por Javier Fernández, el presidente al cargo de la comisión gestora del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), diseñada para construir una salida política a la dura crisis que enfrenta ese partido en la complicada coyuntura española del último año que, luego de dos procesos electorales sin lograr llegar a la investidura presidencial de Mariano Rajoy (PP), ha colocado a su régimen político en un escenario inédito a lo largo de su historia democrática. Las palabras, el tono, el personaje y el contexto representan la lucidez intelectual de la reflexión política que puede surgir en las horas negras de las crisis de las democracias representativas contemporáneas.

Tal vez las palabras de Fernández exhuman cierta melancolía, pero también expresan la voluntad al aprendizaje de las lecciones de política democrática que hoy experimenta el partido histórico de la izquierda española. Pero son palabras y lecciones que también resuenan en las organizaciones de izquierda de otros contextos nacionales, cuyos perfiles se ha desvanecido rápidamente entre escándalos políticos, actos reales o simbólicos de corrupción, castigos electorales y extraños retornos de los nuevos populismos de izquierda y de derecha.

El episodio, sus imágenes y relatos, sus actores y espectadores, ayudan a comprender la profundidad de las transformaciones que la propia izquierda está experimentando en el mundo político contemporáneo. Impulsoras decididas de los movimientos de transición del autoritarismo a la democracia, las izquierdas socialdemócratas europeas se convirtieron también en los artífices de la organización de los nuevos regímenes políticos que combinaron en el último tercio del siglo XX reformas de mercado con la preservación de los Estados del bienestar. Capitalismo y democracia vivieron entonces un período de tensiones sin precedentes entre dos fórmulas fundamentalmente contradictorias pero que florecieron en medio del derrumbe del socialismo real y de los giros neoliberales que la crisis del capitalismo había generado en el pensamiento conservador europeo de esos años duros.

Las palabras de un hombre de partido, de izquierda, de voz baja, talante prudente y buen juicio, acaso incomodan a muchos dentro y fuera del PSOE. Curtido en los años maravillosos del partido de la rosa, testigo y protagonista de la transición política, el desarrollo económico y la construcción del moderno Estado social español, el asturiano Fernández (1948) verbaliza el recordatorio de los límites de la política, a la vez que las lecciones que exigen la prudencia y el realismo político. Vincular la política con la decepción no es solamente un acto de resignación y pesimismo político, sino también el producto de la experiencia, el cálculo y el pragmatismo, un acto simbólico de imaginación y tolerancia a la frustración que suelen traer las derrotas electorales; un llamado a la sensatez y a recobrar el sentido del tiempo y las circunstancias que la política democrática impone a sus actores y protagonistas.

Pero sus palabras significan también recordar la importancia de diferenciar la ética de la responsabilidad de la ética de la convicción, esa distinción capturada de manera aguda por Max Weber en El político y el científico. Es asumir la tensión inevitable de los dilemas que surgen entre la política de la fe y la política del escepticismo de las que tanto escribió Oakeshott. Esa combinación entre ética y política, entre las creencias, la responsabilidad y el realismo, forma parte del ethos que una izquierda como la que representa el PSOE requiere colocar en el centro ahora que los mapas y los vientos políticos ya no le favorecen como solían hacerlo.

En abierto desafío a la corrección política que predomina entre los nuevos populismos de izquierda y de derecha, el propio Fernández ha señalado que la democracia plebiscitaria no puede sustituir a la democracia representativa. Hoy que los referéndums, los plebiscitos y las consultas se emplean como los nuevos aceites de serpiente para tratar de resolver los males de las democracias representativas tradicionales, enfrentamos el hecho de efectos perversos o no deseados que terminan por minar las bases mismas de las instituciones democráticas y degradan la ética de la responsabilidad política de los dirigentes y funcionarios electos por los ciudadanos. Gran Bretaña y Colombia son los ejemplos más claros de la erosión institucional de las democracias representativas por parte de los propios representantes de la que son su fruto y semilla, algo que bien podríamos llamar una de las “paradojas democráticas” de nueva generación.

El color plúmbeo del cielo otoñal español hace juego con el tono metálico de las palabras del presidente de la gestora. Es el reconocimiento público de las viejas tensiones entre los imperativos de la razón y la realidad de las emociones. Es aceptar la decepción como resultado frecuente e incómodo de los cálculos de la política democrática. Es volver a recordar al viejo Fitzgerald cuando escribía aquello de admitir que las cosas no tienen remedio pero que vale la pena mantener el esfuerzo por cambiarlas, de asumir al fracaso como una fuente legítima de autoridad política. Enfrentar cara a cara los dilemas políticos de la coyuntura con una visión de largo plazo constituye el desafío crucial del PSOE, aunque las circunstancias y los humores no parecen favorecer hoy ese esfuerzo imaginativo. Las palabras y las cosas que sostiene Fernández perfilan las alternativas de la izquierda en un mundo en el que, parafraseando a Marx y Engels, no solamente todo lo sólido se disuelve en el aire, sino también en el que todo lo que se evapora parece endurecerse de forma acelerada e irremediable.

Pero la política siempre se juega en el corto plazo, y la española tiene relojes y calendarios fatales. Este domingo 23 de octubre el comité federal del PSOE se reúne para decidir si se abstiene o niega el apoyo a la investidura de Rajoy. Abrumado por las divisiones internas luego del fracaso de la gestión de Pedro Sánchez al frente de la organización, y acosado desde la izquierda por Podemos, la expresión político-electoral más importante del “Movimiento de los indignados” del 2011, las frías palabras del dirigente de la gestora resuenan nostálgicas y tristes como campanadas a la medianoche.

Friday, October 21, 2016

Dylan: música para infieles

Estación de paso
Dylan: música para infieles
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 21/10/2016)

¿Qué cómo son mis canciones? Pues mire usted, tengo canciones de muchas clases. Aunque no lo crea, tengo canciones de cinco, de seis, de siete, de ocho y de diez minutos.
Bob Dylan, 1965


El Nobel de Literatura concedido a Bob Dylan ha encendido viejas polémicas sobre los criterios con que se adjudica el Premio. Sin embargo, parafraseando al clásico, premio dado ni dios lo quita. Por ello, actualizo un texto que escribí en 2012 con motivo de los 70 años de Dylan, y que fue publicado originalmente en el suplemento “Tapatío” del periódico El Informador, de Guadalajara.
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Hace medio siglo, en la primavera de 1962, un joven tímido, que apenas pasaba de los veinte años, de aspecto descuidado y, para más señas, oriundo de Minnesota, lanzaba al mercado un disco titulado escuetamente “Bob Dylan”. El acetato incluía 13 canciones dominadas por una voz de sonoridad extraña, guitarras y armónica, 11 de las cuales eran versiones de temas de autores clásicos del folk y del blues como Woody Guthrie y Robert Johnson, y sólo 2 eran creación de un tal Robert Zimmerman.
El disco colocaba en escena por primera vez el trabajo de un aspirante a músico que había recorrido cafés y cantinas de la costa este norteamericana buscando trabajo y algo de dinero ejecutando canciones propias y ajenas. Instalado en Nueva York, Dylan iniciaba un largo camino que le llevaría a la edad de 75 años y a la grabación de 39 discos como solista, más una cantidad similar de conciertos en vivo, grabaciones extraídas de sótanos, versiones de canciones inéditas, películas, homenajes, tributos. Si alguien le hubiese preguntado a los 20 años sus impresiones sobre el futuro, seguramente respondería como lo hizo en 1965: “Yo no tengo esperanzas de futuro y sólo espero tener suficientes botas para cambiarme”.
Un torrente de inspiración y ansiedad inundaba la vida de un muchacho gobernado por sus impulsos e intuiciones. Imágenes, frases, palabras, nutridas de la poesía, de la biblia y el talmud, de los periódicos y de la radio, habitaban la cabeza de Dylan, quien se negaba a dormir porque tenía que escribir canciones. El secreto del metabolismo dylaniano comenzaba a revelarse: la obsesión vital de escribir como el centro de sus ocupaciones; la absoluta necesidad de plasmar en sonidos, palabras y oraciones sus impresiones, convicciones y creencias.
La fuerza de ese metabolismo acaso explica mejor su capacidad para cambiar de máscaras y ambientes de manera prodigiosa. Su vaguedad letrística, su eclecticismo sonoro, su capacidad para crear canciones en atmósferas imprecisas, han marcado una trayectoria de aguas profundas. Rebelde a las etiquetas y a los encasillamientos, escéptico frente a los halagos y las lisonjas, Dylan ha construido un personaje desligado de la persona; un músico que no se parece al individuo; un alias que puede ser cualquiera.
Un puñado de temas dominan la obra dylanesca: el poder, el conocimiento, la guerra, la soledad, los negocios, el amor, la salvación. Pero es quizá la figura del nómada, la experiencia de viajar y trasladarse continuamente de un lugar a otro, caminando, a bordo de automóviles, autobuses o trenes, el centro de la inspiración de Dylan. La experiencia del vagabundo eterno, del flàneur, como maldición: condenado eternamente a describir e interpretar lo que ve, a registrar con música y palabras el mundo y sus fantasmas, sus ángeles y demonios; el errante como representación de la sobrevivencia.
Luego de cinco décadas, Dylan significa el mito y la ruta, el crucero del camino y el grafiti lírico y sonoro, la señal y la ausencia. Muchos Dylans habitan todo este tiempo. Símbolo de los baby-boomers de la segunda posguerra, que dominó los cánticos de protesta y rebeldía de la primera mitad de los sesenta –desde The Freewheelin´ (1963) hasta Higway 61 Revisited (1965) y Blonde on Blonde (1966)-; el músico que abandonó un concierto folk en Nashville por los abucheos que una multitud furiosa exclamaba ante la irrupción de la guitarra eléctrica en las manos de un infiel, en pleno proceso de transformación hacia el sonido del rock. El Dylan de los primeros setenta es un compositor que se sumerge en las penumbras del desencanto y la melancolía -Blood in the tracks (1974)-, hasta el que al cierre de la misma década encuentra en el cristianismo una fuente de inspiración tan legítima como cualquiera –representadas por Slow Train Coming (1979) o Saved (1980)-, para luego recorrer los ochenta y noventa con el regreso al espíritu agnóstico de Infidels ((1983) y al sonido duro del rock con Under the Red Sky (1990). Eso preparó el camino para cerrar el siglo XX y comenzar el XXI, reposando en las aguas tranquilas del blues y del rock, con la cuatrilogía maestra de Time Out of Mind (1997), Love and Theft (2001), Modern Times (2006) y Togheter Through Life (2009), haste llegar al “estilo tardío” dylaniano con Tempest (2012), Shadows in the Night (2015) y Fallen Angels (2016).
A sus 75 años, Dylan ha acumulado reconocimientos y premios, desde Doctorados Honoris Causa por parte de prestigiosas universidades estadounidenses hasta el Premio Príncipe de Asturias en el 2007, el Pulitzer en 2008, y ahora el Nobel de Literatura. Sin embargo, también ha recibido el reconocimiento de sus colegas, como el homenaje que en 2011 le rindieron, a propósito de sus 70 ños de edad, ochenta cantantes y grupos de todo el mundo con el disco Chimes of Freedom, donde interpretan alguna de las canciones producidas por Dylan en el último medio siglo.
¿Qué se puede agregar a una trayectoria de errancias como principio y fin? ¿Cómo descifrar la relación entre nomadismo y supervivencia? ¿Qué podría decir el propio Dylan de su trayectoria, de sus canciones y de sus siete décadas y media de vida?. Sospecho que su mejor respuesta sería la contenida en la frase de My Back Pages, al recordar los primeros, hoy lejanos años sesenta del siglo pasado: “Ah, pero entonces era mucho más viejo/Soy más joven ahora”.


Thursday, October 06, 2016

El cortoplacismo y las universidades

Estación de paso

El cortoplacismo y las universidades

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 06/10/2016)


A la memoria de Luis González de Alba,
referente moral e intelectual de una generación

“Un fantasma recorre nuestra época: el fantasma del corto plazo”. Así comienza el libro Manifiesto por la historia de Jo Guldi y David Armitage, publicado originalmente en inglés en 2014 y traducido recientemente al español (Alianza Editorial, Madrid, 2016). Por supuesto, en la frase resuenan los ecos dramáticos y clásicos del Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels, pero se trata de un alegato actual, pertinente y provocador respecto de lo que los autores denominan como la “enfermedad del cortoplacismo”. Para decirlo en breve, esa enfermedad es producto de una crisis prolongada que recorre el pensamiento de la política y la economía, dominado ferozmente por calendarios y relojes centrados obsesivamente en la búsqueda de resultados e impactos de corto plazo más que en la reflexión sobre las consecuencias profundas a largo plazo de las acciones humanas.

Bajo este argumento general, los autores (historiadores universitarios) elaboran un reclamo iluminador a favor del largo plazo como una perspectiva que permita repensar las trayectorias y los efectos de los fenómenos sociales en distintos campos de la acción humana. Como lo han hecho recientemente en la economía autores como Thomas Piketty (“El capital en el siglo 21”), o hace algunos años en la sociología histórica Michael Mann (“Las fuentes del poder social”), en la ciencia política con Adam Pzeworski (“Democracy and Development”), o, de manera clásica, de los trabajos del propio Fernand Braudel en el campo de la historia (“La Historia y las ciencias sociales”), Guldi y Armitage ofrecen un deslumbrante recorrido general por la historia intelectual del tiempo en las ciencias sociales, desarrollando una discusión sobre la tensión constante que recorre los círculos académicos entre la imposición del corto plazo en el análisis social que predomina en el pensamiento occidental, y la necesidad del largo plazo que requiere una reflexión mayor y más profunda de lo que ocurre en el mundo. Temas como el cambio climático, la desigualdad social, las crisis de las democracias representativas, los ciclos de estancamiento económico con inequidad y polarización, la gobernanza y los cambiantes roles del papel del Estado en la vida social, forman parte de los temas que una agenda de largo plazo mantiene abiertos y pendientes de desarrollar.

Las implicaciones del cortoplacismo se hacen sentir con especial fuerza en el seno de las universidades. Resulta paradójico que una de las instituciones más antiguas de la humanidad se encuentre atrapada por la jaula de hierro del corto plazo, como una derivación de las restricciones presupuestales públicas y de las crecientes exigencias gubernamentales de producción de “indicadores de impacto” sobre sus resultados académicos. La propia naturaleza y organización de las universidades sólo se pueden entender en el largo plazo, una historia que recorre ya más de nueve siglos, si contamos su aparición desde la invención de la Universidad de Bolonia en 1088, o más si se contabilizan las primeras escuelas de nivel superior como la Universidad de Nalanda, en la India (con más de mil quinientos años de antigüedad). Esa paradoja entre una institución de largo plazo que se encuentra atrapada por la lógica del corto plazo, es quizá la que mejor representa los perfiles del debate actual sobre el tema del tiempo en las ciencias sociales.

La discusión mantiene su carácter abierto y polémico. Para los autores, las universidades son los únicos espacios institucionales donde el reconocimiento del largo plazo puede ser desarrollado como un ejercicio intelectual y académico que articule una visión general sobre el pasado y el futuro de las sociedades contemporáneas. La existencia de nuevas herramientas de información digitalizadas y, cada vez más, de acceso abierto (los “big data”) permiten desarrollar un trabajo interdisciplinario entre sociólogos, historiadores, economistas y politólogos para construir análisis e interpretaciones sobre los procesos de larga duración de los fenómenos sociales. Para Guldi y Armitage, las universidades públicas son uno de los pocos espacios institucionales potencialmente capaces de albergar procesos de investigación académica y de discusión pública sobre el futuro de largo plazo de las sociedades.

Tal vez habría que agregar al inventario de las enfermedades del cortoplacismo que se enumeran en el “Manifiesto por la historia”, el “presentismo”, esa extraña obsesión intelectual por explicar lo que ocurre en el presente, el aquí y ahora de la vida social. Sus manifestaciones ocurren todos los días en la vida universitaria: la evaluación de la productividad de los académicos, el declive de las tesis universitarias como ejercicios de formación y disciplina académica entre los estudiantes de pregrado y posgrado, la reducción curricular del papel de la historia y de las humanidades en los programas de estudio, el imperio de la razón utilitarista, forman parte de las causas que acaso explican que los fantasmas del corto plazo y del “presentismo” dominen la atmósfera académica de los campus universitarios en todo el mundo. En esas circunstancias, “el futuro público del pasado” (como le denominan Guldi y Armitage), es un reclamo intelectual que aboga por el re-descubrimiento del horizonte del largo plazo en las ciencias sociales. Es explorar el papel de la historia como ejercicio intelectual en la comprensión de las relaciones entre el pasado, el presente y los futuros posibles, deseables o indeseables. Es devolver la legitimidad perdida al largo plazo en el que todos estaremos muertos (Keynes dixit), pero sin el cual carecemos de brújulas y mapas de orientación en la búsqueda de algún sentido de futuro social.

Wednesday, September 21, 2016

La crisis y sus tinieblas

Estación de paso

La crisis y sus tinieblas

Adrián Acosta Silva

(Campus Milenio, 22/09/2016)

Con el ruido de fondo de la nueva crisis del oficialismo desatada por varios frentes, el IV Informe de Gobierno se convirtió en la crónica un tanto desesperada de los malos tiempos, y humores, que recorren la vida política mexicana, escenas y relatos que anticipan, prematuramente, el fin de una administración y la emergencia de un tiempo nublado poblado por nuevos actores, voces e intereses. Derrotas electorales no previstas, las desastrosas implicaciones del “efecto Trump”, el estancamiento económico prolongado asociado a un creciente escepticismo de los mexicanos con la democracia (según la encuesta de Latinobarómetro 2016), las protestas del conservadurismo más cerril alentado por los intereses de la clerecía y de las élites de poder realmente existentes en la sociedad mexicana, postales sueltas, amontonadas, de parálisis política, y el desgaste de una retórica de reformas estructurales sin instrumentaciones prácticas, han colocado al gobierno, otra vez, en la puertas de salida al infierno. Los fantasmas de la crisis, los abismos del fracaso, el desencanto propio de ilusiones fallidas y promesas no cumplidas, vuelven a poblar la imaginación y los futuros sombríos de no pocos sectores, algunos de los cuales reclaman desde ya la renuncia del Presidente y de su gabinete como exorcismo de los males de una coyuntura que se ha vuelto ciclo.

El dramatismo del momento se alimenta de una conducción errática de las políticas, o mejor dicho, de la renuncia –deliberada, por incapacidad, o por negligencia-, a coordinar políticamente la instrumentación práctica de las reformas en los distintos campos de la acción pública. Los costos políticos de la reforma educativa han superado con creces sus beneficios reales o simbólicos, y han requerido del gobierno más recursos, negociaciones, claudicaciones y aplazamientos. La fragilidad de las relaciones con la economía internacional, con sus cíclicas tempestades y nubarrones, han golpeado fuerte a las expectativas de crecimiento y prosperidad prometidas por el gobierno hace sólo cuatro años. El “Pacto por México”, celebrado como el modelo mexicano de regreso de la política como eje de la articulación de reformas y cambios largamente anunciados, se ha convertido rápidamente en parte de las piezas de colección del museo mexicano de la política como el arte de las ilusiones.

Ese contexto ayuda a comprender la fragilidad de los logros en el campo de la educación superior. Aunque la cobertura, la matrícula, el profesorado o el número de establecimientos en educación superior mantienen un crecimiento discreto aunque sostenido, las metas fijadas por el propio gobierno –de suyo, conservadoras- amenazan con no cumplirse, o cumplirse a marchas forzadas. En términos de financiamiento, el gobierno federal mantiene un curso errático, que afecta no solo el monto y la distribución de los recursos al sistema de educación superior, sino que impacta de manera especialmente negativa al desarrollo científico y tecnológico nacional. La política de los recortes presupuestales vuelve a campear en las arcas públicas, despertando antiguas sensaciones dèjá vu entre universidades, académicos y centros de investigación. Otra vez, la planeación del desarrollo institucional de la educación superior deja de ser estratégica (con sus requerimientos mínimos de estabilidad, compromiso y visión de largo plazo) para convertirse irremediablemente en contingente, confirmando su carácter de ejercicio condenado a salir al paso de los imprevistos propios de los ciclos de estancamiento y crisis que desde hace casi cuatro décadas marcan fatalmente los dilemas de la educación superior mexicana.

El soundtrack de los tiempos que corren también vuelve a recordar el hecho de que la coyuntura -toda coyuntura- esconde una “ciencia secreta”, como afirmaba Walter Benjamin en sus célebres Pasajes. Quizá, la sensación de crisis de sentido, de confusión e impotencia, se ha endurecido en el ánimo público nacional. Con el sonido familiar aunque ominoso de las tijeras presupuestales, las rutinas y las prácticas propias de los tiempos de crisis vuelven a salir de los armarios públicos y privados, como únicos recursos para enfrentar un horizonte de políticas sin política. Situados nuevamente en el corazón de las tinieblas de la incertidumbre, los actores y espectadores de las grandes reformas estructurales anunciadas con el regreso del oficialismo priista en el invierno de 2012, aguardan con prudencia y pragmatismo (y una buena dosis de resignación), que nuevos tiempos disipen las tinieblas de la crisis.

Por lo pronto, las metas de crecimiento y prosperidad nacional parecen canceladas hasta nuevo aviso. El escepticismo se consolida como moneda de uso común en el extraño mercado de los intereses, las pasiones y las razones que gobiernan el imaginario y las prácticas de la vida pública mexicana. En los patios interiores de la educación superior, ese escepticismo no paraliza ni actividades ni expectativas de directivos, estudiantes y profesores, pero se aprende rápidamente a convivir con él. Después de todo, las creencias, los hábitos y las rutinas de los individuos, lo que hacen todos los días, suelen ser brújulas prácticas para el mantenimiento de un orden social capaz de adaptarse a los malos tiempos.

Acostumbrados por la fuerza de la experiencia a que las transiciones ya no sean lo que solían ser (ritos de paso de un estado de crisis a uno de prosperidad, o al revés), la retórica de los cambios parece estancada para repetirse como una fórmula de continuidad discursiva. Ya otras voces intentan capitalizar esa retórica cansada prometiendo nuevos horizontes e ilusiones. El 2018 ya está aquí, instalado entre nosotros, en medio de un oficialismo debilitado y en franca retirada, y una oposición que comienza a jugar sus cartas para un nuevo ciclo político. En ese contexto, la educación superior se confirma como un territorio caracterizado por la heterogeneidad, por su colección de paradojas y tensiones, como un espacio que aguarda, otra vez, por nuevos diagnósticos y propuestas de futuro.



Sunday, September 11, 2016

Enseñaderos

Estación de paso

El regreso de los enseñaderos

Adrián Acosta Silva

(Publicado en Campus-Milenio, 8/09/2016)

Hace casi un siglo, cuando un joven Manuel Gómez Morín fungía como Director de la Escuela Nacional de Jurisprudencia de la Universidad Nacional, durante el segundo período rectoral de Antonio Caso, pronunció un adjetivo que con el tiempo se volvería célebre y polémico. En la sesión del 7 de julio de 1922 del Consejo Universitario, al proponer la creación de nuevos doctorados y carreras en la universidad, Gómez Morín afirmaba que “desgraciadamente las escuelas profesionales en México no se pueden llamar facultades universitarias… nuestras escuelas son simples enseñaderos” (María Teresa Gómez Mont, La lucha por la libertad de cátedra, UNAM, 1996, p.73). El contexto, las palabras, los actores de la época, permiten encontrar el sentido profundo del reclamo de Gómez Morín. Las prácticas memorísticas, de dictados en clase, se habían impuesto a las necesidades de asociar la docencia con la investigación, la articulación de las carreras profesionales y el posgrado con prácticas de discusión y con la búsqueda de nuevos conocimientos basados en métodos científicos en todas las disciplinas, como lo habían hecho desde principios del siglo XIX las universidades alemanas, bajo la influencia de las ideas de Wilhelm Von Humboldt.

El calificativo de enseñadores era descriptivo, pero con el uso y el tiempo se volvió despectivo. “Enseñadero” como sinónimo de masificación similar al de los comederos, los lavaderos, los mataderos, como un espacio multitudinario poblado de las figuras de maestros que enseñan y alumnos que aprenden, en los cuales la transmisión de conocimientos era el sinónimo de la repetición de lecciones y libros año tras año, generación tras generación, escuela por escuela, carrera por carrera. La investigación, la búsqueda de nuevo conocimiento, la curiosidad intelectual, desplazadas por la necesidad de impartir clases a poblaciones estudiantiles cuya demografía y composición social se volvieron cada vez más grandes y complejas.

Luego de casi un siglo de las palabras de Gómez Morín, y después de varias reformas organizativas y académicas en las universidades públicas mexicanas, orientadas justamente hacia la búsqueda del equilibrio de la formación profesional con la investigación científica y la difusión cultural, podría suponerse que la educación superior universitaria mexicana habría dejado de ser el lugar de los enseñaderos que criticaba quien luego sería uno de los principales ideólogos y fundadores del Partido Acción Nacional, en 1939. Pero no ha ocurrido así, Si se presta la debida atención, muchas carreras universitarias y muchas instituciones públicas y privadas mantienen la imagen y las prácticas de enseñaderos a lo largo y ancho de la República. En otras palabras, los enseñaderos no están muertos sino por el contrario parecen gozar de cabal salud.

Algunos ejemplos podrían ilustrar lo anterior. Uno es lo que ocurre en la mayor parte de las universidades privadas con las prácticas de enseñanza como la única actividad académica posible, como horizonte institucional y práctica formativa. El otro ocurre con la explosión de los MOOC´s, (siglas en inglés del los cursos abiertos, masivos y en línea), esas novedosas y publicitadas formas de ofrecer cursos universitarios a cientos o miles de jóvenes al mismo tiempo, desplazando la antigua centralidad de los seminarios como espacios académicos, inevitablemente selectivos y jerárquicos, de integración de la docencia y la investigación.

Como ha sido documentado con cierta amplitud, la educación superior privada es un espacio heterogéneo, múltiple y contradictorio. Coexisten algunas instituciones de alto costo y alta selectividad que desarrollan investigación e algunas disciplinas, con una multitud de pequeñas universidades e instituciones de no más de 500 estudiantes, que se concentran en dos o tres carreras profesionales, que suelen ser de bajo costo y con flexibilidad de horarios e instalaciones precarias. Se estima que la mitad de la matrícula del sector privado (unos 500 mil estudiantes que se concentran en poco mas de 1,100 instituciones) cursa sus estudios de contextos de enseñaderos químicamente puros. Aquí, la paradoja es que el discurso de la calidad, la innovación y la formación “integral” (es decir, que incluye a la investigación) se ha sometido inexorablemente a los usos y costumbres de enseñadero que imponen las restricciones y las necesidades, las creencias y las expectativas de cada caso.

El segundo ejemplo tiene que ver con la nueva masificación de la enseñanza asociada a la proliferación de los cursos abiertos y masivos en línea. Con la ayuda de las nuevas tecnologías y modelos pedagógicos, la cursos en línea se han convertido para autoridades educativas, consultores y no pocos profesores, en el nuevo “aceite de serpiente” para curar los males del déficit de cobertura, la baja calidad de la formación profesional, y para innovar y mejorar la enseñanza de las masas. La fascinación por la virtualización educativa ha llevado a los directivos de no pocas universidades públicas a pensar, incluso, que ese tipo de cursos “democratizan” verdaderamente el acceso a la universidad, y permiten una formación de calidad homogénea para los estudiantes. Los repositorios digitales, un “nuevo tipo” de profesores, la generación de “ambientes virtuales” adecuados, forman parte del extraño lenguaje que domina la adoración de los nuevos dioses de las TIC´s. Aquí, la idea de que los cursos abiertos y en línea pueden sustituir a los tradicionales seminarios presenciales y selectivos es una hipótesis heroica. (Aunque luego uno nunca sabe nada: ya proliferan en toda la red la oferta de “webinars”: seminarios abiertos, masivos y en línea).

En ambos casos, estamos en presencia de fantasma viejos: el regreso de las universidades como aquellos enseñaderos que tanto criticaba Gómez Morín. Pero bien visto, esos enseñaderos nunca se fueron, sino que se adaptaron a los nuevos ciclos universitarios, año tras año, reforma tras reforma. Hoy que el discurso de la innovación y la virtualidad inunda con envidiable optimismo los relatos institucionales de la educación superior, quizá convendría prestar atención a lo que ocurre con las prácticas de enseñanza que se desarrollan cotidianamente en no pocas universidades públicas y privadas. Quizá, las palabras de Gómez Mont volverían a escucharse como lamentos en el campus.

Thursday, September 08, 2016

Lenine en Barcelona: un descanso en la locura


Lenine en Barcelona: un descanso en la locura

Adrián Acosta Silva


(Publicado en Nexos-Digital, 06/09/2016)


La lógica del viento/El caos del pensamiento/La paz en la soledad/
La órbita del tiempo/La pausa del retrato/ La voz de la intuición/
La curva del universo/ La fórmula del acaso/
El alcance de la promesa/El salto del deseo
(É o que me interessa, 2008).

Una de los voces con mayor autoridad en la música brasileña contemporánea se presentó en Barcelona el pasado domingo 4 de septiembre en el Parc del Fórum de esta ciudad Mediterránea. Lenine (Recife, 1959) se presentaba en esta ciudad para ofrecer un concierto en el marco del “Día de Brasil”, un evento celebrado desde hace 8 años dedicado a reconocer la presencia brasileña en España. Ahí, frente a unas cinco mil personas –en su mayoría, brasileños-, el músico de Recife (1959), con una ya larga y respetable trayectoria iniciada en 1983, se presentaba acompañado por su banda (tres guitarristas y un baterista), para presentar su último disco (Carbono, 2016), frente a una multitud que aguardaba con impaciencia el rock brasileño elaborado por el músico elogiado desde hace décadas por Caetano Veloso o por María Bethania.

Con el Mediterráneo a sus espaldas, Lenine apareció en el escenario poco después de las ocho de una noche, cuando aún brillaba el sol en el horizonte. El bochornoso atardecer de ese domingo, húmedo y caluroso, propio del período estival de estas tierras gobernadas por las inclemencias del clima marino, no parecía hacer mella en el ánimo de los asistentes. El escenario crepuscular de la ocasión, al ánimo festivo, las expectativas de escuchar las rolas clásicas y el nuevo material del músico brasileño, se combinaban para crear una atmósfera adecuada para la celebración de un ritual cultural centrado en los sonidos, las palabras y la música.

Desde hace más de treinta y tres años, con 13 discos grabados (que incluyen un recopilatorio en 2009, y una sesión en vivo en la serie MTV, de 2006), y con miles de kilómetros recorridos en extenuantes giras por Brasil y Portugal, por Argentina, Chile y Uruguay, en España, Alemania y Holanda, la música de Lenine ha perforado las fronteras entre la samba y el rock, entre el bossa nova y el blues, con una pequeña ayuda de ecos tangueros conosureños y algún extraño sonido de raíces africanas. Como otros compositores en distintos contextos, la obra de Lenine es a la vez un acto de fe y una voluntad de resistencia, una obra macerada a fuego lento entre la tradición y la innovación, una expresión de reiteración y reinvención, de “creación destructiva”. ¿Quién no sabe que la invención es también un acto de demolición?

Hijo de padre comunista y madre católica, el nombre le viene por supuesto del padre (“fui bautizado con fuego”, dice Lenine en una de sus nuevas canciones incluidas en Carbono), el signo en la frente de un mito revolucionario soviético con sonoridades portuguesas, que asemeja la figura de un líder comunista en sandalias, de pelo largo, tocando una guitarra mágica influenciada indistintamente por los Beatles y los Stones, por Pink Floyd y Cat Stevens, por la música de Caetano Veloso y de Elis Regina, las novelas de Rubem Fonseca, la poesía de Vinicius de Moraes y de Luis de Camões, por el ánimo solitario, desasosegado y curioso de Fernando Pessoa.

Baque Solto de 1983 (“Barco suelto”), fue el mascarón de proa con el que Lenine inició su carrera, cuando aún resoplaban en el aire los tambores de la dictadura militar y se iniciaba el largo proceso de democratización de la cultura y la política brasileñas. Lenine fue la voz que surgió discretamente de entre los escombros de la música censurada de Milton Nascimento, de Ellis Regina, de Chico Buarque. Representaba en cierta medida un desafío y un reclamo en un entorno cultural y político en el cual se asfixiaba la tradición festiva, desafiante y contundente de la música urbana de Sao Paulo y de Río de Janeiro, colocando en perspectiva una vitalidad cultural que abría al mismo tiempo cauces y horizontes emocionales y sonoros para una nueva generación de jóvenes brasileños. Tres décadas después de aquella discreta presentación en sociedad, el perfil estético de una obra contenida, que combina el virtuosismo sonoro de guitarras, violines y pianos con la profundidad letrística, estalla en un par de pequeñas obras maestras, pobladas por canciones talladas a mano, reposando en la voz profunda de un cantante comprometido con sus impulsos e imaginación: eso representan es Chão (“Suelo”), lanzado en 2011, y Carbono, su disco más reciente.

¿De qué nos habla el músico de Recife? Del mar, del amor, de los seres extraños que habitan las ciudades, de la resistencia frente a las adversidades, de la malicia y de la maldad, del sonido y la locura. Son la versión musicalizada a ritmo de rock de los “fantasmas hambrientos” que suelen asolar la imaginación literaria, según la feliz expresión de Borges. Con una voz que gobierna firmemente ritmos de letras mezcladas con metal, y una guitarra que conduce con precisión los tonos claros de rock combinados con bajos, baterías y teclados que acompañan la dulzura del idioma portugués, Lenine coloca en perspectiva viejas y nuevas obsesiones que han alimentado en el pasado y presente su imaginación, sus elucubraciones y ansiedades. En Barcelona, la brisa marina recogió sus palabras a lo largo de una veintena de canciones. Un recuento azaroso de la siempre impredecible memoria captó algunas frases sueltas:

El suelo llega cerca del cielo/Cuando levantas la cabeza y te quitas el sombrero, dice en “Chão”.

Amor es materia prima/Es llama/La esencia/La suma/El tema (“Amor es para quien ama”).

Uno es solamente apatía/Otro se dice que es un genio/Ese transpira energía/ Y áquel orina uranio…Ése remuerde sus huesos/ Áquel mastica diamantes (“Seres Extraños”).

Y cuando el mar está bravo/Y cuando ya no doy pie/ No me enfado o me quejo/Y tal como un barco suelto /a salvo del mar revuelto/Vuelo firme a mi camino (“Me doblo pero no me quiebro”).

Hora y media después de iniciado el concierto, Lenine cerraba su actuación celebrando la ciudad, la gente, el sitio, mientras miles de asistentes ovacionaban al grupo. La oportunidad de oír en vivo a una leyenda viviente del rock brasileño se había cristalizado. Exhaustos, bañados en sudor, los músicos agradecían los aplausos, mientras a lo lejos, los barcos surcaban las aguas del Mediterráneo y los aviones el aire húmedo sobrevolaban la noche catalana dirigiéndose hacia El Prat, el aeropuerto de la ciudad. Cumplido el ritual, satisfechas las expectativas, el músico de Recife había cumplido sus palabras: su concierto había significado “un descanso en la locura”.


Friday, August 26, 2016

Crítica de la razón útil

Estación de paso

Crítica de la razón útil.

Un nota sobre el agua, lo inútil y el enseñar a pensar

Adrián Acosta Silva

(Publicado en Campus Milenio, 25/08/2016)

Desde hace tiempo un nuevo utilitarismo se ha instalado firmemente en el centro de los discursos pedagógicos y educativos en prácticamente todo el mundo. Se trata, para decirlo en breve, de eliminar todos aquellos cursos y contenidos que no aporten alguna utilidad concreta a la formación de los estudiantes universitarios, algo que les pueda ser verdaderamente útil y práctico en su vida profesional. Por supuesto, lo “inútil” se asocia a lo superfluo, a lo prescindible, a todo aquello que no tenga una aplicación específica para las profesiones. Este espíritu de la época domina el mundillo educativo, y ha dado un enorme respaldo a enfoques de moda como el de las competencias, que, bien visto, no es más que una retahíla de lugares comunes: trabajo en equipo, calidad, gestión de la información, eficiencia en el uso de las TIC´s, cursos masivos en línea (MOOC´s). Y para las universidades, presionadas desde hace mucho para hacer más con menos, significa seleccionar mejor a sus estudiantes, optimizar recursos, mejorar los ambientes escolares, reformar curricularmente sus programas, evaluarlos, estandarizarlos, compararlos, hacerlos competitivos local, nacional e internacionalmente. La música de los incentivos actúa en forma de pequeños sobornos cotidianos: más titulados, más recursos; mejores indicadores de calidad, más reconocimientos; más profesores doctorados, más prestigio y calidad institucional; más publicaciones, más dinero para los bolsillos de los profesores.

En no pocas universidades se han puesto en marcha políticas de eliminación o reducción del conocimiento “no útil”, que casi siempre tiene que ver con las humanidades. La literatura, la poesía, la historia, la filosofía o la sociología, forman parte del cuadro básico de materias y contenidos que ven reducido su peso específico en los programas de licenciatura y posgrado de las universidades. El resultado es lo que vemos: en nombre de la austeridad, la eficiencia, la rendición de cuentas y la evaluación de la calidad, un nuevo utilitarismo aparece triunfante en el horizonte educativo de nivel superior.

El tema, desde luego, no es reciente. Pero la tensión entre los humanistas, los científicos y los administradores universitarios perdura y se reproduce ocasionalmente. Un par de ejemplos recientes reavivan o recuerdan, desde posiciones distintas, esas tensiones y discusiones, y son representativos de las cargas de fondo del debate intelectual sobre las implicaciones del neo-utilitarismo educativo.

Uno de ellos proviene del campo de la literatura, y lo representa con nitidez el discurso pronunciado por David Foster Wallace, el malogrado escritor norteamericano que se suicidó a los 46 años. Se trata de un discurso –el único pronunciado en su vida- en ocasión de una conferencia a la que fue invitado a impartir en 2005 con motivo de una ceremonia de graduación ante miles de alumnos de la Universidad de Kenyon, ubicada en Gambier, Ohio. Ahí, el autor de La broma infinita (considerada como una de las 100 mejores novelas en lengua inglesa de todos los tiempos), comienza sus palabras con una pequeña historia a modo de parábola que se ha vuelto célebre: “Había una vez dos peces jóvenes que iban nadando y se encontraron por casualidad con un pez mayor que nadaba en dirección contraria y les dijo: ´Buenos días, chicos: ¿Cómo está el agua? ´Los dos peces jóvenes siguieron nadando un trecho; por fin, uno de ellos miró al otro y le dijo: ¿´Qué demonios es el agua?´. (David Foster Wallace, Esto es agua, Literatura Random House, 2015, España)

La parábola que emplea el autor es un pretexto para indicar un hecho central: la incapacidad cotidiana para observar y pensar en lo obvio. Y esa incapacidad tiene que ver con el contexto cultural general y con el tipo de educación universitaria predominante, donde la libertad de pensar se encuentra bajo la tiranía de lo útil. La pérdida de esa libertad tiene como alternativas “la inconsciencia, la configuración por defecto, la competitividad febril; la sensación constante y agobiante de que has tenido algo infinito y lo has perdido”.

El otro abordaje pertinente para la crítica de la razón útil proviene de la filosofía. El italiano Nuccio Ordine publicó hace tiempo un manifiesto titulado con un oxímoron: La utilidad de lo inútil (Acantilado, Barcelona, 2013). Es un recorrido por el pensamiento clásico y contemporáneo en torno a las nociones de lo que es útil o práctico y lo que no lo es. Y la segunda parte del libro lo dedica justamente al tema de la “universidad-empresa”, a los “estudiantes-clientes”, a los “profesores-burócratas”. La reflexión de Ordine es envenenada: señala como en muchas universidades europeas se trata de hacer más “agradable” el proceso de aprendizaje facilitando exámenes y recortando los programas. Pero también lo hace Harvard. Dados los elevados costos de la matrícula, los estudiantes se consideran y se comportan frecuentemente como clientes, por lo que “no sólo esperan de su profesor que sea docto, competente y eficaz: esperan que sea sumiso, porque el cliente siempre tiene la razón”. La importancia de los ingresos por encima de los saberes determina lo que es útil y lo que no lo es.

Hoy que se vuelve a abrir el debate mexicano en torno a los modelos educativos y sus finalidades (“aprender a conocer”, “aprender a hacer”, “aprender a aprender”) parece conveniente considerar la importancia de colocar en el centro el ejercicio de la libertad de pensar que sugiere Wallace, o la ”inesperada utilidad de las ciencias inútiles” que propone Ordine. Se trata de colocar en el centro la importancia de la búsqueda de la verdad, el reconocimiento de la curiosidad intelectual y la necesidad de la imaginación como los combustibles insustituibles del pensamiento universitario, combustibles raros en los nuevos discursos pedagógicos y educativos que suelen gobernar los climas institucionales en muchas universidades.

Friday, August 05, 2016

Cabeza de turco

Estación de paso

Cabeza de turco

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 04/08/2016)

Los hechos son conocidos: la tarde del pasado 15 de julio, se puso en marcha un golpe de estado contra el gobierno del presidente de Turquía Recep Tayyp Erdogan, que movilizó al ejército turco y a miles de ciudadanos de ese país. En medio de la confusión, se supo que una facción del ejército apoyada por altos funcionarios y policías se había levantado en armas contra Erdogan, su gobierno y su partido (“Partido de la Justicia y el Desarrollo”, AKP por sus siglas en turco), por considerar que es un régimen corrupto, despótico y autoritario. Esa misma noche, el propio Presidente anunciaba la captura de los culpables y el restablecimiento del orden institucional. El intento golpista había fallado.

En medio de ese restablecimiento el gobierno ordenó inmediatamente apresar y destituir en masa a miles de dirigentes, funcionarios y políticos, acusados de participar en la revuelta. Nunca como ahora la expresión “cabeza de turco” (el equivalente a la de “chivo expiatorio”) tuvo tanta aplicación política, simbólica y práctica, para focalizar la venganza presidencial en individuos y comunidades específicas. Y entre esos miles, se encuentran rectores, académicos y funcionarios de las universidades públicas y privadas del país. Según fue dado a conocer por distintos medios, una de las acciones inmediatas fue la “purga” de más de 15 mil maestros del sistema educativo básico, además del despido de “todos los rectores y decanos de facultades (1, 577 académicos)”, por orden directa del Presidente turco (La Vanguardia, Barcelona, 20/07/2016). Además, “a los profesores y empleados de las universidades se les prohibió salir al extranjero y se exigió a los que participan de intercambios que regresen” (El País, 21/07/2016). Se decretó también “el cierre de 15 universidades y de 1043 escuelas privadas y residencias de estudiantes” (El País, 24/07/2016).

Estos acontecimientos ocurren en uno de los países de la zona euro-asiática que más rápidamente se han occidentalizado en una región dominada por el islamismo. Con más de 180 instituciones de educación superior públicas y privadas (de las cuales 104 son universidades públicas sostenidas por el Estado), que tienen una población de más de un millón de estudiantes, el sector educativo superior es un conglomerado de universidades tradicionales y modernas que realizan investigación, imparten cursos de pregrado y posgrado, y cada vez más realizan intercambios con numerosas universidades europeas y norteamericanas.

Las dos principales universidades turcas son la de Estambul, fundada en 1453, y transformada en 1933 como universidad pública, en el contexto de la constitución de la actual República de Turquía, y la de Ankara, fundada en 1946, y que se presenta como la “primera universidad de la República”. Según aparece en sus sitios web, la primera tiene 90 mil estudiantes de pregrado y posgrado y la segunda 40 mil con 1639 profesores. Ambas instituciones reflejan en buena medida el perfil de la educación universitaria turca contemporánea, como espacios académicos dominados por el interés científico y profesional propio de las repúblicas laicas, coexistiendo con una cultura cotidiana dominada abrumadoramente por el islamismo.

Pero esas universidades reflejan también la accidentada historia política de su país, una historia de tensiones entre un régimen democrático semi-presidencialista, liberal y laico, impulsado por el Partido Republicano del Pueblo (CHP) -fundado por Mustafá Kemal Atatürk, un liberal de filiación centro-izquierda, y considerado como el fundador de la Turquía moderna en los años treinta-, y un régimen democrático teóricamente laico pero prácticamente proto-islamista, representado por el gobernante AKP. En ese contexto se formaron liderazgos como los del expresidente Abdullah Gül (2007-2014), antecesor del actual presidente Erdogan. Güll fue rector de la Universidad de Estambul, antes de ser nombrado primer ministro (2003-2007), y de fundar, junto con Erdogan, el Partido de la Justicia y el Desarrollo. Pero esas instituciones fueron también parte del desarrollo de la trayectoria política de Fetullá Güllen, el intelectual, teólogo, empresario y predicador que fue mentor del actual Presidente turco y que ahora vive exiliado en los Estados Unidos, y al que Erdogan acusa de la autoría intelectual y organizativa del fallido golpe de Estado. Esa historia política, de alianzas frágiles y de pleitos sólidos, es la historia de la constitución de un sector universitario ligado a los intereses de las elites del poder gubernamental turco.

Pero las universidades turcas son instituciones que, en sentido estricto, no tienen autonomía política. Ese es el el hecho que explica el acontecimiento de la purga universitaria. Sus rectores son propuestos por académicos y un Consejo Nacional de Educación Superior (dominado por el gobierno), pero son nombrados por el propio Presidente de la República. Es decir, aquellos órganos proponen pero el Presidente dispone. Eso asegura al ejecutivo turco un enorme poder para decidir los máximos puestos de responsabilidad universitaria, pero también para remover o nombrar a los profesores universitarios. Ello explica la celeridad de las acciones de destitución y despido de rectores y académicos. Las primeras reacciones frente a los hechos, acaso inspiradas por el temor, han sido de pasividad. Hasta ahora, ni los estudiantes universitarios, ni los académicos, ni los propios rectores, han manifestado su posición frente a las acciones presidenciales, y la comunidad académica internacional ha permanecido en silencio frente a una acción que, de haberse producido en América Latina o en Europa, por ejemplo, habría provocado muy probablemente movilizaciones por la violación de la autonomía universitaria.

La historia de las rebeliones y de los reordenamientos políticos colocan a las universidades en posiciones muy complicadas y Turquía no es la excepción. Hoy, los rectores y muchos profesores e investigadores cumplen el papel de “cabeza de turco” para el gobierno de ese país, empeñado en destruir cualquier rastro del intento golpista. Los colocan como aliados de los golpistas y como parte de las redes de influencia del Imán Güllen. Atrapadas y arrastradas por la vorágine de violencia y política de la coyuntura, es claro que no corren buenos tiempos para las universidades de la hermosa y convulsiva República de Turquía.

Saturday, July 16, 2016

La épica radical

Estación de paso

La épica radical

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 14/07/2016)

El radicalismo es un planteamiento que significa “ir a la raíz” de las cosas. El problema es definir cuál es la raíz de que tipo específico de asuntos para tratar de entender la lógica del radicalismo, o, mejor dicho, de los radicalismos. Hay diversas motivaciones ideológicas, psicológicas, políticas o económicas detrás de las distintas máscaras del radicalismo que hoy se expande rápidamente en diversos territorios y contextos sociales, desde Europa y Estados Unidos hasta América Latina, Asia o África. Uno vería, por supuesto, a los fundamentalistas religiosos cuyas vertientes más conocidas son el Estado Islámico y el yihadismo en sus distintas expresiones regionales. Pero existen también los radicales empresariales-populistas que representa el trumpismo norteamericano, o los radicales políticos de la ultraderecha británica que impulsaron, alentaron y triunfaron con el Brexit, o los que acarician con conquistar el poder en Austria. En esa colección de radicalismos religiosos y políticos, o de las extrañas hibridaciones de ambos, coexisten los ecoterroristas, neofascistas, neoanarquistas, fundamentalistas de mercado, estadólatras.

Hace justamente una década, en su libro “El perdedor radical” (Anagrama, 2006, España) Hans Magnus Enzesberger se refirió a aquellos individuos, grupos o sectas que, sumidos en las aguas negras de la impotencia y de la desesperación, deciden reivindicar en algún momento el recurso de la violencia asesina para tratar de imponer un nuevo orden ideológico, moral y material de las cosas a los otros. En las palabras que habitan sus discursos flotan siempre las referencias apocalípticas, catastróficas, hacia la destrucción de un mundo que no es como al que ellos les gusta o se imaginan. De ahí viene la convicción de que la suya es una cruzada contra los escépticos, contra los infieles y los traidores que no comparten sus creencias. Son individuos y grupos que han llegado a la conclusión de que en una sociedad que no comparte sus ilusiones, lo mejor es que todos se vayan al diablo, incluyendo a los propios perdedores radicales.

El fenómeno del radicalismo es sin embargo una expresión que, como el populismo, suele ser esencialmente ambigua. Lo mismo sirve para asumir una identidad que para descalificar a otros. Cuando un grupo, líder o partido político acusa a otro de radical o extremista, lo que busca claramente es situarse en el partido de las opciones moderadas, prudentes, responsables. Es el caso de las recientes elecciones generales en España, por ejemplo, donde el candidato Rajoy y el PP colocaron a la oposición de “Unidos Podemos” en el reducido espectro de los extremos políticos, cuando, en realidad, es una opción política socialdemócrata, digamos, de nueva generación. Pero también lo vemos en el caso del radicalismo islámico, una expresión violenta del tradicionalismo más acentuado, cuya argumentación es que la raíz de todos los problemas individuales y colectivos es la paulatina occidentalización del mundo.

En México, las opciones radicales saltan de cuando en cuando a la palestra pública. Las élites neoliberales que tomaron por asalto Palacio Nacional hacia finales de los años ochenta fueron una expresión ideológica y política radical que desmontó uno a uno los viejos ladrillos del desarrollismo mexicano. Por el lado de la izquierda, luego de 1968, muchos jóvenes diagnosticaron que la raíz de las cosas estaba en las estructuras de dominación del Estado mexicano y decidieron combatirlo con armas, bombas y secuestros, que incluyeron también ajusticiamientos a los traidores y ex compañeros de lucha. En ese inventario, podrían incluirse también a quienes con el Presidente Calderón a la cabeza, decidieron que la raíz de (casi) todos los males estaba en las redes de corrupción del narcotráfico, y por la tanto habría que atacarlo mediante la violencia legítima del Estado mexicano, ejército y policías incluidos.

En nuestro contexto, los nuevos radicalismos suelen ser movimientos de oposición a cambios que implican transformaciones superficiales o más o menos profundas en el funcionamiento de ciertos sectores, una rebelión contra la pérdida de derechos o privilegios reales o imaginarios. El CNTE podría ser un buen ejemplo. Pero hay otros mucho más preocupantes: es el caso de una cosa llamada “Individualistas Tendiendo a lo Salvaje” que reivindica varios asesinatos en la ciudad de México (lo relata el periodista Héctor de Mauleón, El Universal, 06/07/2016).

En cualquier caso, el retorno de los radicalismos es el resultado, malo, de ilusiones sobre pasados que nunca existieron, o el resultado de promesas no cumplidas o amenazas ciertas, realizadas por los promotores de ciertos cambios. La épica radical es una colección de relatos delirantes que aspiran a colocar en el mapa de las opciones ideológicas, políticas o morales reclamos específicos que tratan de imponer por la razón o por la fuerza, o por una mezcla imprecisa de ambas. Esa épica simplifica argumentos, descalifica realidades, construye una retórica lineal de causas y consecuencias que facilita la distinción entro lo malo y lo bueno, la construcción imaginaria de un mundo plano, sin valles ni picos ni abismos ni desfiladeros, de soluciones sin problemas. Esa épica es alimentada por símbolos, profecías, dioses, imágenes y retóricas intimidantes, que mezclan según sea el caso, racismo, xenofobia, vandalismo, clasismo, miedo, terror. Banderas negras, bombas, manifiestos, clandestinidad, comunicados a los medios, discursos políticos, extorsiones, relatos ideológicos, se expanden con velocidad en la lógica del radicalismo, en una dinámica destructiva de reclamos sin opciones.

Los nuevos radicalismos alimentan a su vez un nuevo fenómeno global: la cultura del odio. Esa cultura es el sedimento de las opciones que han renunciado al reconocimiento de los límites de la ley o de las costumbres, y que significa pasar del malestar y la protesta a la violencia o al asesinato. Dallas, Bagdad, Estambul, Bruselas, París, Orlando, forman parte de las postales recientes de los impulsos y cálculos que gobiernan la violencia asesina. Son el recordatorio, ominoso y cruel, de que el radicalismo siempre está dispuesto a matar y morir.



Sunday, July 03, 2016

Nochixtlan: ganadores y perdedores

Estación de paso

Nochixtlán: ganadores y perdedores

Adrián Acosta Silva

(Publicado en Campus-Milenio, 30/06/2016)

Los acontecimientos ocurridos en Nochixtlán revelan nuevamente el lado áspero, oscuro, que ha acompañado a la reforma educativa peñanietista. Los bloqueos carreteros, las armas, la violencia, los muertos, se acumulan a las pérdidas de una reforma que, a pesar de las razones y las promesas de mejoramiento de la educación básica mexicana, no termina de cristalizarse en aquellas regiones controladas políticamente por la CNTE. Ni el encarcelamiento de sus líderes acusados de corrupción, ni el despido de maestros, ni el desmantelamiento del IEEPO, han logrado desactivar las movilizaciones de la Coordinadora contra la reforma, y han colocado al gobierno federal y a los gobiernos de las entidades más conflictivas (Oaxaca, Chiapas, Michoacán) en una situación de parálisis política de las políticas reformadoras.

A lo largo del prolongado y complicado proceso de diseño e instrumentación de la reforma, se ha desarrollado un intenso juego político en el cual los actores protagónicos (la SEP, la SEGOB, los gobiernos estatales, la CNTE) han entablado una lucha constante en torno a la aplicación de las reformas anunciadas por el Presidente desde el inicio de su mandato. La articulación de una coalición reformadora encabezada por el gobierno federal, apoyada por los principales partidos políticos, fue sumando el apoyo del SNTE, de los gobiernos estatales, y de los organismos empresariales. En contraste, la CNTE articuló una oposición débil aunque radicalizada en contra de cualquier acción transformadora impulsada por el gobierno federal. El resultado es el que hemos observado en los últimos tres años: reformas legislativas y laborales, creación de nuevos organismos como el INEE, la movilización de una opinión pública favorable a las reformas, y la aceptación y apoyo del SNTE para su instrumentación efectiva; del otro lado, una oposición violenta, que se ha situado en una lógica de todo-vale para “derrumbar” la reforma educativa del oficialismo.

A pesar del tono triunfalista de la SEP en torno al carácter minúsculo y focalizado de la oposición a las reformas, la CNTE agudizó sus movilizaciones empleando todo tipo de recursos. El resultado es una creciente radicalización de su movimiento, una radicalización atractiva para grupos y corrientes que consideran legítima la violencia ejercida por la Coordinadora para luchar por sus causas antigobiernistas. Los trágicos eventos de Nochixtlán colocan en una nueva dimensión política y social el conflicto educativo, y obligan a replantear el balance político de las pérdidas y las ganancias de la propia reforma educativa.

El cálculo gubernamental de implementar las reformas durante los tres primeros años del sexenio parece haberse disuelto. La idea de recuperar la autoridad del Estado en materia educativa se ha desvanecido poco a poco, y la reforma avanza a distintas velocidades por todo el país. En este sentido, uno de los perdedores netos del conflicto es el Presidente y sus Secretarios de Educación y de Gobernación. En política, el tiempo es siempre un recurso escaso, y para las reformas cercado por plazos fatales. Pero la CNTE es también el otro gran perdedor de conflicto. Los diversos grupos y camarillas que se esconden detrás de sus siglas, han sido incapaces de transmitir su causas y argumentos a otros sectores de las sociedades locales y regionales. Es un aislamiento que parece ir de la mano de su radicalización.

La lógica de la reforma ha entrado en una fase crítica, que se resume en una dicotomía clara. Para el gobierno federal, el dialogo se condiciona a la aceptación de la reforma. Para la CNTE, cualquier negociación se condiciona a la derogación de la misma. Ambas posiciones parecen irrenunciables, incompatibles, y no parece haber lugar ni espacio ni ánimo para acercar las posiciones, lo que resulta en la demolición dramática de la política como oportunidad y como ejercicio civilizatorio. En su lugar, el lenguaje de la acción directa se confirma como la opción antipolítica por excelencia. Cuando las razones e intereses se dirimen mediante el secuestro de carreteras, incendios, bombas molotov y balas, los efectos son los que vimos hace dos semanas en Oaxaca.

Nochixtán simboliza el drama de una reforma que no termina de nacer pero tampoco de morir. Pierden los principales protagonistas del pleito y ganan los que piensan que la autoridad del Estado no existe y los que piensan que el Estado es el enemigo del magisterio “democrático”. Ese saldo es el típico efecto perverso de una reforma que, a pesar de sus promesas e intencionalidad, ha terminado por radicalizar hacia la izquierda y hacia la derecha las posiciones frente a los cambios en educación. A casi un año de que comience el proceso electoral federal del 2018, el tiempo, el maldito factor tiempo, juega en contra de la reforma educativa. Con un gobierno debilitado, incapaz de controlar las variables estratégicas del conflicto -que incluye la combinación de labores de inteligencia política, uso adecuado de la autoridad del Estado, capacidades de persuasión y coordinación efectiva de la acción en los tres niveles de gobierno-, y una Coordinadora que no parece contemplar ninguna alternativa para satisfacer sus demandas, el escenario parece más complicado que nunca. La legitimidad de la autoridad y la legitimidad de la oposición se alimentan mutuamente en una espiral de conflicto que acumula ya un saldo trágico. En esas circunstancias, la sangre fría de la política es sustituida por el ánimo a la vez autoritario y revanchista, violento e ingobernable, de una una rebelión cuyas causas han pasado a un segundo término. Ya no se trata de negociar una reforma educativa. De lo que se trata, es de fortalecer la identidad y legitimidad de un actor debilitando al otro, en un típico juego de suma cero. Las cartas están marcadas.


Monday, June 27, 2016

Neil Young en Poble Espanyol

Neil Young en Poble Espanyol

Adrián Acosta Silva

(Publicado en Nexos-digital, 21/06/2016)

La noche del lunes 20 de junio, una multitud de 5 mil individuos se apretujaba en la Plaza Mayor del Poble Espanyol, un centro comercial de Barcelona ubicado en las faldas del Montjuic (“Monte Judío” en catalán), quizá la montaña más conocida de esta ciudad medieval. Junto al Museo de Arte de Catalunya, el Castillo de Montjuic que corona la montaña, el complejo deportivo construido en 1992, y uno de los cementerios más antiguos de la ciudad, Poble Espanyol forma parte de las obras arquitectónicas que colonizan uno de los costados del monte gigantesco que separa el mar de las montañas en el litoral mediterráneo.

Bien visto, el sitio es una impostura de fachadas de plástico, de puertas y ventanas falsas. Es un lugar donde una España artificial, en miniatura, intenta reproducir a escala las varias Españas que coexisten en la península ibérica, un espacio de consumo turístico para los miles de extranjeros que todo el año visitan la ciudad. La Plaza Mayor es una réplica de las que existen en casi todas las ciudades hispánicas, un espacio abierto, un ágora imaginaria donde los ciudadanos pueden reunirse para comprar, comer y beber, conversar sobre los asuntos de su incumbencia, o simplemente para escuchar un concierto de rock, como es el caso. Ahí, en la atmósfera crepuscular de la primavera española, se presentaba Neil Young como parte de su Rebel Content Tour en Europa.

Una vaga sensación de ansiedad flotaba sobre el ambiente. Después de todo, para muchos resultaba interesante ver en acción a una de las leyendas del rock clásico, referente sentimental, cultural y estético, de la historia mundial del género. A sus casi 71 años, el músico canadiense (Toronto, 1945), acompañado por una banda de 5 jóvenes veinteañeros (Promise of The Real), arribaba a Barcelona procedente de Madrid, llevando como buque insignia The Monsanto Years, su último disco (2015), una diatriba contra los transgénicos y una crítica directa a la empresa del mismo nombre. Las obsesiones políticas, ecologistas y éticas de Young hacían presagiar cierto tono reflexivo, algún rabioso discurso ambientalista, tal vez cierta moralina destilada en forma de canciones, sobre un escenario que representaba discretamente una granja del medio oeste norteamericano.

Pero la noche sorprendió a todos. Luego de una primera ronda de canciones inaugurada por un Young en solitario al piano, guitarra y armónica tocando su clásica “After the Gold Rush”, al que le siguieron “Heart of Gold”, “Someday”, “The Needle and the Damage Done”, y “Comes a Time”, cerró la parte acústica con “Mother Earth”, una rola que Young interpretó en un viejo órgano de iglesia, con lo que por unos minutos el concierto amenazó en convertirse en un misal ecologista. Pero a partir de ahí, el espectáculo tomó otro rumbo. Al las 10 de la noche, el viejo rockero concentró su espectáculo en las canciones de dos de sus discos más celebrados, reconocidos y entrañables (Harvest, de 1972, y Ragged Glory, de 1990). Con una voz que no cambia con los años, y con la autoridad que proporciona una carrera de 39 discos y casi medio siglo de trayectoria, Young reclamó a sus asistentes su vieja Gibson Les Paul y estalló “Alabama” en las faldas del Montjuic.

Durante casi 2 horas, una multitud hechizada y en ocasiones delirante fue conducida por los larguísimos riffs de guitarra de un joven de setenta años, de movimientos pausados y larga melena blanca, acompañado por una banda de muchachos súbitamente envejecidos que le seguía con precisión y oficio rítmico. Un bajo, dos guitarras, la batería y los timbales acompañaban los giros enérgicos y a veces violentos con los que Young dominaba a la bestia de 5 mil cabezas que rugía en la Plaza Mayor. “Words”, “Love to Burn”, “Mansion on the Hill”, mostraban a los escépticos e infieles que nunca faltan porqué Neil Young es uno de los pocos rockeros que conocen a fondo el delicado arte de derretir una guitarra eléctrica en un par de horas.

Dicen los que saben que extraer los sonidos de una guitarra supone el conocimiento de una lengua extraña, el dominio de un idioma propio que solo algunos son capaces de pronunciar y practicar. En el rock, ese lenguaje de sonidos y símbolos, de valles y picos sonoros que solo es capaz de producir una Fender o una Gibson con la ayuda de un guía experimentado y talentoso, es lo que diferencia a los buenos de los malos guitarristas, y Neil Young es un caso luminoso de los primeros. Para él, la guitarra, como la música, “es una tormenta de los sentidos, es el clima del alma, inacabable e insondable” (Memorias de Neil Young. El sueño de un hippie, Malpaso, Barcelona, 2014).

El espectáculo de la noche catalana era alucinante. Gobernada por los requintos extraídos con hachazos a su Gibson Firebird, la nueva banda de Young rodeaba con atención y respeto a alguien que podría ser perfectamente el abuelo de cualquiera de ellos. En ocasiones, el grupo asemejaba una tribu de salvajes celebrando algún ritual lunar bailando alrededor de una hoguera imaginaria, una tribu acompañada furiosamente por un coro de miles de espectadores que cantaban algunas de las composiciones clásicas de Young.

Mientras el canadiense cerraba el concierto con una larguísima versión de “Rockin´ in the Free Word”, las paredes postizas que rodean la Plaza Mayor del Poble Espanyol amenazaban con derrumbarse y algunas de ellas (es un hecho) a incendiarse. Quizá nunca ese lugar construido artificialmente había albergado una multitud capaz de remover los cimientos de plástico y hormigón al ritmo de la guitarra de un músico solvente y apasionado, y una banda capaz de seguirle ciegamente al mismísimo infierno sonoro. Poco después de las once de la noche, la sensación de ansiedad e incertidumbre que anticipaba la visita de Young a Barcelona, se había transformado en una certeza tallada en granito: Dios, no nos engañemos, sí existe.