Monday, June 27, 2016

Neil Young en Poble Espanyol

Neil Young en Poble Espanyol

Adrián Acosta Silva

(Publicado en Nexos-digital, 21/06/2016)

La noche del lunes 20 de junio, una multitud de 5 mil individuos se apretujaba en la Plaza Mayor del Poble Espanyol, un centro comercial de Barcelona ubicado en las faldas del Montjuic (“Monte Judío” en catalán), quizá la montaña más conocida de esta ciudad medieval. Junto al Museo de Arte de Catalunya, el Castillo de Montjuic que corona la montaña, el complejo deportivo construido en 1992, y uno de los cementerios más antiguos de la ciudad, Poble Espanyol forma parte de las obras arquitectónicas que colonizan uno de los costados del monte gigantesco que separa el mar de las montañas en el litoral mediterráneo.

Bien visto, el sitio es una impostura de fachadas de plástico, de puertas y ventanas falsas. Es un lugar donde una España artificial, en miniatura, intenta reproducir a escala las varias Españas que coexisten en la península ibérica, un espacio de consumo turístico para los miles de extranjeros que todo el año visitan la ciudad. La Plaza Mayor es una réplica de las que existen en casi todas las ciudades hispánicas, un espacio abierto, un ágora imaginaria donde los ciudadanos pueden reunirse para comprar, comer y beber, conversar sobre los asuntos de su incumbencia, o simplemente para escuchar un concierto de rock, como es el caso. Ahí, en la atmósfera crepuscular de la primavera española, se presentaba Neil Young como parte de su Rebel Content Tour en Europa.

Una vaga sensación de ansiedad flotaba sobre el ambiente. Después de todo, para muchos resultaba interesante ver en acción a una de las leyendas del rock clásico, referente sentimental, cultural y estético, de la historia mundial del género. A sus casi 71 años, el músico canadiense (Toronto, 1945), acompañado por una banda de 5 jóvenes veinteañeros (Promise of The Real), arribaba a Barcelona procedente de Madrid, llevando como buque insignia The Monsanto Years, su último disco (2015), una diatriba contra los transgénicos y una crítica directa a la empresa del mismo nombre. Las obsesiones políticas, ecologistas y éticas de Young hacían presagiar cierto tono reflexivo, algún rabioso discurso ambientalista, tal vez cierta moralina destilada en forma de canciones, sobre un escenario que representaba discretamente una granja del medio oeste norteamericano.

Pero la noche sorprendió a todos. Luego de una primera ronda de canciones inaugurada por un Young en solitario al piano, guitarra y armónica tocando su clásica “After the Gold Rush”, al que le siguieron “Heart of Gold”, “Someday”, “The Needle and the Damage Done”, y “Comes a Time”, cerró la parte acústica con “Mother Earth”, una rola que Young interpretó en un viejo órgano de iglesia, con lo que por unos minutos el concierto amenazó en convertirse en un misal ecologista. Pero a partir de ahí, el espectáculo tomó otro rumbo. Al las 10 de la noche, el viejo rockero concentró su espectáculo en las canciones de dos de sus discos más celebrados, reconocidos y entrañables (Harvest, de 1972, y Ragged Glory, de 1990). Con una voz que no cambia con los años, y con la autoridad que proporciona una carrera de 39 discos y casi medio siglo de trayectoria, Young reclamó a sus asistentes su vieja Gibson Les Paul y estalló “Alabama” en las faldas del Montjuic.

Durante casi 2 horas, una multitud hechizada y en ocasiones delirante fue conducida por los larguísimos riffs de guitarra de un joven de setenta años, de movimientos pausados y larga melena blanca, acompañado por una banda de muchachos súbitamente envejecidos que le seguía con precisión y oficio rítmico. Un bajo, dos guitarras, la batería y los timbales acompañaban los giros enérgicos y a veces violentos con los que Young dominaba a la bestia de 5 mil cabezas que rugía en la Plaza Mayor. “Words”, “Love to Burn”, “Mansion on the Hill”, mostraban a los escépticos e infieles que nunca faltan porqué Neil Young es uno de los pocos rockeros que conocen a fondo el delicado arte de derretir una guitarra eléctrica en un par de horas.

Dicen los que saben que extraer los sonidos de una guitarra supone el conocimiento de una lengua extraña, el dominio de un idioma propio que solo algunos son capaces de pronunciar y practicar. En el rock, ese lenguaje de sonidos y símbolos, de valles y picos sonoros que solo es capaz de producir una Fender o una Gibson con la ayuda de un guía experimentado y talentoso, es lo que diferencia a los buenos de los malos guitarristas, y Neil Young es un caso luminoso de los primeros. Para él, la guitarra, como la música, “es una tormenta de los sentidos, es el clima del alma, inacabable e insondable” (Memorias de Neil Young. El sueño de un hippie, Malpaso, Barcelona, 2014).

El espectáculo de la noche catalana era alucinante. Gobernada por los requintos extraídos con hachazos a su Gibson Firebird, la nueva banda de Young rodeaba con atención y respeto a alguien que podría ser perfectamente el abuelo de cualquiera de ellos. En ocasiones, el grupo asemejaba una tribu de salvajes celebrando algún ritual lunar bailando alrededor de una hoguera imaginaria, una tribu acompañada furiosamente por un coro de miles de espectadores que cantaban algunas de las composiciones clásicas de Young.

Mientras el canadiense cerraba el concierto con una larguísima versión de “Rockin´ in the Free Word”, las paredes postizas que rodean la Plaza Mayor del Poble Espanyol amenazaban con derrumbarse y algunas de ellas (es un hecho) a incendiarse. Quizá nunca ese lugar construido artificialmente había albergado una multitud capaz de remover los cimientos de plástico y hormigón al ritmo de la guitarra de un músico solvente y apasionado, y una banda capaz de seguirle ciegamente al mismísimo infierno sonoro. Poco después de las once de la noche, la sensación de ansiedad e incertidumbre que anticipaba la visita de Young a Barcelona, se había transformado en una certeza tallada en granito: Dios, no nos engañemos, sí existe.






Thursday, June 16, 2016

El futuro de la vejez

Estación de paso

El futuro de la vejez:¿una nueva catástrofe silenciosa?

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 16/06/2016)


En las sociedades contemporáneas, el temor al futuro parece estar estrechamente asociado al temor al envejecimiento. Desde la antropología y la sociología, o desde la literatura clásica y moderna, ese miedo recorre frecuentemente los ánimos individuales y constituye una preocupación creciente de las políticas públicas y de los relatos vitales. El temor a las enfermedades, al dolor, al abandono, a la pérdida de autonomía individual o a la soledad, son parte de las causas que propician que el futuro sea para muchos individuos un territorio intimidante, siempre amenazado por el riesgo. Los escritores han explorado frecuentemente ese territorio de sombras. Leonardo Scascia, por ejemplo, afirmaba en uno de sus relatos: “Hay tiempo para que la parálisis nos clavetee, para que nuestra mujer sienta asco ante nuestro cuerpo inerte, para que nuestros hijos se exasperen ante nuestro balbucir incomprensible, ante las palabras que ya no nos salen” (“El Señor T. protege al pueblo”, incluido en Una comedia siciliana, Ed. Gallo Nero, 2016, España). En las ciencias sociales, una nueva generación de estudios ha colocado al envejecimiento de la población como un tema central de la sociología de la salud, la economía de los cuidados, la psicología geriátrica y de las políticas sociales (incluso hay algo que se llama “ciencias del envejecimiento”). Frente a los discursos juvenilistas que inundan todos los días los medios y la retórica política, tan llenos de optimismo y propuestas inflamadas de aire, se impone una vaga sensación de ansiedad por el futuro de muchos ciudadanos.

Pero ese temor no es producto de alucinaciones individuales o colectivas sino que tiene raíces profundamente hundidas en las experiencias del presente. El prolongado estancamiento económico, la desigualdad social, los vacíos y déficits acumulados del Estado social, las incertidumbres de las coyunturas que marcan los ciclos del largo plazo, imponen a los individuos llamadas de alerta sobre el futuro de su propio e inexorable envejecimiento, y sobre la fragilidad real o simbólica de las redes de protección social que existen o deberían existir en los próximos 20 o 30 años. Y ese temor alcanza también al profesorado universitario, un sector que no es inmune a los riesgos del envejecimiento en contextos sociales, económicos y familiares que resultan inciertos y en muchas ocasiones precarios.

Por ejemplo, según un estudio reciente dado a conocer en España, la mayor parte de los españoles (95%) “no quiere irse a vivir con sus hijos cuando no se puedan valer por ellos mismos”. Ese dato, extraído de los resultados de la encuesta realizada por Matia Instituto Gerontológico y coordinada por la profesora Mayte Sancho, fue aplicada a una muestra de 4 784 personas (incluyendo a 1 088 profesionistas), mayores de 18 años. (La Vanguardia, Barcelona, 02/06/2016). Los datos revelan parcialmente los cambios profundos que están ocurriendo en las nuevas generaciones de españoles en relación al futuro, y en particular al papel que el Estado, los individuos y las familias, pueden o deben jugar en las vidas de los futuros ancianos.

Para el caso europeo, la “bulimia demográfica” (como le ha llamado Hans Magnus Enzesberger al fenómeno de sociedades con pocos hijos y cada vez más adultos mayores) se combina de manera fatal con el estancamiento económico y el deterioro de las capacidades extractivas del Estado para redistribuir riqueza y protección social. Sin generaciones de relevo, la producción y distribución de riqueza se convierte en un problema estructural para la capacidad institucional de proveer de redes de seguridad social a los individuos, a la vez que los propios ciudadanos enfrentan en diversos grados y con estrategias distintas los riesgos asociados al deterioro inevitable de sus capacidades físicas, productivas y emocionales.

¿Que ocurre en las universidades mexicanas? La ANUIES, grupos especializados de investigación, rectorías universitarias, han señalado con preocupación el acelerado proceso de envejecimiento que se desarrolla desde hace por lo menos una década en las instituciones de educación superior. Se estima que la edad promedio de los profesores universitarios de tiempo completo es hoy de 50 años, aunque la antigüedad laboral promedio de este mismo estrato poblacional es de más de 20. Ante las crecientes limitaciones presupuestales y de políticas experimentadas por las universidades públicas desde hace dos décadas, todos los escenarios futuros de la vejez universitaria están sembrados de bombas de relojería: esquemas de jubilaciones y pensiones insostenibles o en estado crítico, sistemas de salud incapaces de atender los padecimientos de la edad avanzada, sistemas de incentivos que prolongan la edad de la jubilación de los profesores, bajas tasas de contratación de profesores jóvenes que constituyan la generación de relevo del viejo profesorado.

Si a este escenario se le añade el lento pero imparable deterioro de las capacidades físicas, intelectuales y académicas del profesorado universitario, la vejez puede tornarse en una nueva catástrofe silenciosa en el campo de la educación superior, que afectará por igual a individuos, grupos sociales e instituciones. Cuando se llega a la edad en que se tiene más pasado que futuro –“cuanto menos futuro tenemos, más temor nos inspira”, escribió alguna vez Ambrose Bierce (La mirada cínica, Ed. Sequitur, Madrid, 2010)-, las alternativas y decisiones individuales dependen cada vez más de los contextos sociales e institucionales donde se pueden tomar, o no, y bajo qué circunstancias, esas decisiones. Y aquí, como muchas cosas en la vida, ni los exhortos morales ni las psicologías de farmacia ayudan a encontrar una solución razonable a los problemas del envejecimiento de los académicos. El futuro de la vejez, o la vejez del futuro, forma parte de los temas y dispositivos civilizatorios que cualquier sociedad democrática debe contemplar para enfrentar los dilemas individuales y sociales ineludiblemente vinculados al envejecimiento poblacional.

Saturday, June 04, 2016

Springsteen en el Camp Nou

Springsteen en el Camp Nou

Adrián Acosta Silva

(Publicado en la versión digital de la revista Nexos, 03/06/2016)

65 mil espectadores nos reunimos un noche de sábado en el estadio Camp Nou del equipo Barcelona para participar en el ceremonial ofrecido por uno de los chamanes rockeros más destacados de la historia del género: Bruce Springsteen. Desde las 7 de la tarde de aquel 14 de mayo, bajo un cielo nublado, con una fina lluvia que amenazaba con volverse tormenta, el estadio se llenaba poco a poco de una multitud compuesta mayoritariamente por cincuentones, miles de hombres y mujeres vestidos con camisetas de ocasión, estampadas con imágenes de las giras pasadas y portadas de discos del Patrón, el Jefe, The Boss. En eso el futbol y el rock tienen un inconfundible aire de familia: espectáculos masivos, crónicas de multitudes cuya fugaz seña de identidad tribal es una camiseta, una imagen, un estilo que expresa con contundencia las afinidades electivas, un poco estéticas, quizá éticas, de quienes han hecho de un equipo o de un grupo de rock parte fundamental de su educación sentimental.

La imagen de las masas provoca a veces sentimientos encontrados. Baudelaire detestaba “la estupidez de la gran masa”, esa “multitud idólatra (que) postulaba un ideal digno de ella y adecuado a su naturaleza”. Parafraseando lo que escribió sobre Daguerre (el inventor de los daguerrotipos, la base técnica del nacimiento de la fotografía), se podría afirmar que en Barcelona, esa noche de primavera, esa “multitud idólatra” que refiere Baudelaire encontró que “un Dios vengativo ha atendido sus ruegos”. Y Springsteen se convertía temporalmente en su Mesías, el que incrementaba durante unas horas las posibilidades de juego de la fantasía, haciendo accesibles, palpables, las imágenes de culto propias del rock contemporáneo. La mala fama de “la estupidez de las gran masa” cedía el paso a las imágenes deslumbrantes de miles de individuos congregados para celebrar un acto de adoración laica, lúdica y ruidosa.

En esta orilla del Mediterráneo, las gaviotas cruzan todo el tiempo sobre la ciudad. Aún con el frío ligero de esa noche nublada, pasaban volando sobre un estadio que rugía con las gargantas de miles de espectadores que calentaban el ambiente celebrando el campeonato que el equipo de la ciudad acababa de conquistar esa misma tarde en Granada. A las 9 y cuarto en punto, la voz potente del Boss saludaba a la multitud, inaugurando su gira europea en la capital catalana, y rompiendo la noche con Better Days, al que le siguieron Badlands, Cover Me, y luego el desfile impecable de una treintena de canciones, un muestrario de la larga carrera que inició junto con la E-Street Band en 1973 en una ordinaria cochera de New Jersey.

The River Tour es el título de la nueva gira de Springsteen, un título que tiene que ver con la celebración de los 35 años de la edición de uno de sus discos emblemáticos, insignia de una década de crisis económica y moral, en la que el sueño americano se había convertido para muchos en insomnio y pesadilla. Es el disco que confirmaba en 1980 a Springsteen como el heredero de una tradición iniciada por Peter Seeger en los años cincuenta y Bob Dylan en los sesenta, entonando canciones relacionadas con el hombre común, miembros de la clase trabajadora que sólo esperan un nuevo día para tratar de sobrevivir a base de trabajo duro y de pequeñas ilusiones cotidianas.

Cuando interpretó The River justo a la mitad del concierto, Springsteen homenajeaba el espíritu de un tiempo que alargaba sus sombras hasta el siglo 21. La E-Street Band acompañaba con fidelidad y ferocidad la voz y el ritmo de las canciones del Jefe, imprimiendo el sonido inconfundible de un estilo que ha hecho del rock de la costa este un referente cultural y estético para públicos de todo el mundo. Gobernada por el hechizo de la banda, la multitud congregada en el Camp Nou esa noche de mayo bailaba y cantaba la canción, un improvisado coro de miles acompañando los varios relatos contenidos en esa canción, narraciones sobre fábricas abandonadas, desempleo, automóviles arrumbados, muchachas embarazadas que enfrentan sus vidas en la soledad y el desamparo. “El Río” como metáfora y como bitácora personal, registros sobre el flujo vital y paisaje de fondo de las vidas de miles de individuos que viven y mueren cotidianamente sobre pantanos negruzcos, en riberas de aguas revueltas que cruzan pueblos y ciudades de la costa este norteamericana.

Más adelante, Glory Days, luego, Im´Going Down, Point Black, Darlington County, Atlantic City, y para finalizar Lonsome Days, The Rising, Purple Rain (en homenaje a Prince), Born To Run. Tres horas y media inundada por los potentes sonidos de sax, una batería indomable y largos riffs de la guitarra clásica de The Boss. Los conciertos de Springsteen tienen fama de maratónicos y este no fue la excepción. Cerca de la una de la mañana de un noche que ya era domingo, el Patrón cerraba con Twist and Shout, de The Beatles, un pequeño guiño a los tiempos en que todo era sólo rock and roll pero gustaba. El hombre de 66 años situado en medio del espectáculo, en buena forma física, se despedía de la multitud entre aplausos y gritos, la bestia gigantesca rendía tributo al icono y símbolo de varias generaciones de rockeros, el que ha hecho de pequeñas historias individuales y locales, de carreteras perdidas, partidos barriales de beisbol y la obsesión por los automóviles, paisajes urbanos que son parte de la crónica de tiempos malditos, de desastres económicos y sociales alimentados siempre por la esperanza de que las cosas pueden ser mejores.

Una sensación de plenitud, de satisfacción, acaso de felicidad cerraba el concierto. Mientras se apagaban las gigantescas luces del estadio, la multitud poco a poco se desintegraba a la salida del Camp Nou, mientras el cielo se despejaba y las aves marinas seguían cruzando la noche barcelonesa. Hombres y mujeres maduros abrazados, jóvenes entusiasmados por la energía del concierto, caminaban sobre la Avenida Les Corts para tomar el metro hacia algún punto de la ciudad. El ritual había terminado, los sonidos del silencio volvían a gobernar la noche, mientras la fiesta, el festejo, la ceremonia presidida por Springsteen y la E-Street Band quedaba entre los vagos residuos de la memoria colectiva y las interpretaciones individuales de los asistentes. Si, como ha escrito Sergio Pitol todo está en todas partes, un concierto de rock representa el carácter policéntrico de la música, la sensación, o la certeza, de que en un tiempo breve, en el contexto adecuado, las cosas pueden ser a la vez reales e imaginarias, una complicada mezcla de hechos, emociones y razones suficientes para representar en una canción, en un puñado de sonidos e imágenes, las fantasías de miles de almas, multitudes convertidas irremediablemente en individuos que volvían en la madrugada a ser parte de las sombras, puros extraños en la noche.

Clavos de ataúd


Estación de paso

Clavos de ataúd

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 02/07/2016)

¿Ves aquel Señor Graduado
roja borla, blanco guante,
que nemine discrepante
fue en Salamanca aprobado?
Pues con su borla, su grado,
cátedra, renta y dinero,
es un grande majadero.

J. Iglesias de la Casa, 1820.

La expansión de los escándalos de plagio académico no sólo son polvos de viejos lodos mexicanos. También en Alemania, Hungría, Perú, España, los Estados Unidos, soplan esos vientos con los mismos lodos en algunos pantanos locales. Una revisión somera de casos recientes muestra que el “Síndrome Alzati” también ocurre, ha ocurrido y seguramente ocurrirá en otras denominaciones y contextos, de manera más frecuente de lo que se cree. Presidentes, políticos, ministros, funcionarios de alto y bajo rango, académicos con cierta trayectoria, han protagonizado recientemente historias de falsedad, espejismos y pasados académicos que nunca existieron. A continuación, un listado rápido y desde luego nada exhaustivo del Billboard del plagio académico en distintas comarcas del mundo. El listado es producto de una consulta a las noticias publicadas por el diario El País, de España, en su página web, entre los años 2012 y 2016.

“Expresidente de Hungría anuncia su dimisión tras ser acusado de plagio”. Según la nota, la Universidad Semmelis de Budapest le retiró el título al político Pàl Schmitt “al copiar gran parte de su tesis doctoral”. La había presentado en 1992. (04/04/2012)

“Consejo académico rumano dictamina que el Primer Ministro rumano plagió su tesis”. Se trata de Victor Porta, político local quien ve arruinada su carrera profesional por el escándalo.(29/06/2012)

“La Ministra de Educación alemana pierde su título de doctor por plagio”. Se trata de Anette Shavan, quien obtuvo su título de doctora en 1980, otorgado por la Universidad de Dusseldorf. Una política que era miembro del gabinete de Angela Merkel y militante destacada de las filas del Partido Unión Demócrata Cristiana de Alemania (CDU). (06/02/2013).

“El precio de tener un doctorado”. Norbert Lammert, Presidente del Bundestag (el parlamento alemán), y también político democristiano, fue acusado de plagio en la elaboración de su tesis doctoral. Luego se supo que tampoco tenía título de licenciatura. Unos años antes del escándalo, en el 2011, cuando se hace público un escándalo similar de un opositor político, el entonces diputado Lammer, con buen sentido de la retórica y de la oportunidad política había sentenciado: “El plagio es un clavo de ataúd para la confianza en la democracia” (31/07/2013).

“Acusada de plagiar su tesis la ministra de defensa de Alemania”. Se trata de Ursula Von del Leyen, también miembro de la CDU y del gabinete de Merkel. Era Ministro de Defensa, y obtuvo su título de Doctor en Medicina unos años antes (26/09/2015).

Marc Guerrero, político español, miembro del Consejo Ejecutivo de Convergencia (CDC) y ex vicepresidente del Partido Alianza de los Liberales y Demócratas por Europa (ALDE), “plagió parte de su tesis doctoral en Ciencias Sociales”, presentada en la Universidad de Barcelona, quien le concedió el título Cum Laude en 2007. (30/11/2015).

“Candidato presidencial de Perú cometió plagio en su tesis doctoral”. César Acuña, dueño de un consorcio de universidades privadas, y competidor en las actuales elecciones presidenciales peruanas, “obtuvo su titulo de Doctor por la Facultad de Educación de la Universidad Complutense de Madrid en el 2009”. (16/03/2016).

Frente a los escándalos se han hecho varios intentos para tratar de inhibir, penalizar o evitar prácticas de plagio entre investigadores, profesores y estudiantes universitarios. Dos ejemplos recientes. El 18 de septiembre de 2013, ante la expansión de casos de plagio entre los estudiantes de licenciatura, la Universidad de Navarra, en España, elaboró un código de ética académica que castiga las prácticas fraudulentas en la elaboración y publicación de trabajos académicos. En México, en julio del año pasado un grupo de 22 académicos pertenecientes a 12 instituciones de educación superior, publicó un documento en el cual se enuncian ocho propuestas para tratar de evitar prácticas de plagio en el ámbito académico mexicano.

El problema es que los comportamientos plagiarios son el efecto perverso de la combinación de decisiones individuales y de contextos sistémicos (o de factores “subjetivos” y “objetivos”, según la conocida formulilla sociológica). En el ámbito de los individuos, las decisiones de plagiar son actos de cinismo pero también producto de la ansiedad, la angustia y la desesperación -el famoso “síndrome Los Tecolines” al que solía referirse José María Pérez Gay- por obtener de algún modo un título, un reconocimiento, un diploma. Hay en estos comportamientos ciertas connotaciones mágicas asociadas a los títulos de posgrado: formas de acreditar saberes, de mostrar evidencias de capital escolar relacionados a la posesión de capital cultural y estatus social. En el caso de los funcionarios y políticos que desean obtener a cualquier precio maestrías y doctorados, las ilusiones son más extrañas. Ser doctor para exhibir poder, para acrecentar la reputación y prestigio en las diversas arenas de la política, el título como una cosa que, bien usada, ayuda a competir con mejores recursos en la encarnizada disputa por puestos y posiciones. El doctorado como parte del currículum político, y no como evidencia de una trayectoria escolar y académica centrada en las rutinas humildes y clásicas del homo academicus: leer, investigar, organizar seminarios y conversatorios, dirigir tesis, publicar artículos, libros, ensayos.

Pero es la dimensión contextual la que también ayuda a comprender las decisiones individuales. Cuando lo que está en juego son el prestigio y el dinero, los mecanismos meritocráticos se confunden con los burocráticos (tabuladores universitarios, puestos directivos, programas de estímulos, becas), que operan como referentes para alcanzar fines sin tener muchos escrúpulos con los medios. En este escenario, cultivado pacientemente por políticas, por instituciones, por grupos académicos y por individuos, el plagio académico encuentra explicación y sentido. Es inmoral, debilita el ethos académico en las universidades, corrompe comportamientos, destruye carreras, debilita la confianza, causa indignación y escándalo. El problema es que la cosa existe, permanece y se reproduce, y no se vislumbran en el horizonte académico muchas posibilidades de que desaparezca.