Thursday, April 23, 2015

Los niños de la guerra


Estación de paso

Los niños de la guerra

Adrián Acosta Silva

(Señales de Humo, Radio U. de G., 23/04/2015)

Fuimos los niños de la guerra/Nacimos en 1945/ cuando todos los soldados regresaban desfilando a sus casas

Van Morrison, Wild Children (1973)

Este 2015 llegan a la séptima década de sus vidas tres importantes músicos, claves en la historia del rock: Van Morrison, Eric Clapton y Neil Young. Con trayectorias que rebasan el medio siglo de componer y ejecutar canciones, arriban a las playas de sus propios años setenta gracias a la mezcla imprecisa del azar (esa “tiranía de la contingencia” como la ha llamado Philip Roth), algo de fortaleza física, el poder de sus convicciones vitales, y la presencia inevitable de las nueve musas de sus facturas, gastos y deudas mundanas. Llegan con todos los merecimientos a la edad de la jubilación, pero esa opción no aparece como una ruta de salida para quienes toda su vida han navegado en las aguas profundas del rock.

Canadá, Irlanda e Inglaterra. O mejor dicho: Toronto, Belfast y Londres. Uno nació el 30 de marzo (Clapton), otro un 31 de agosto (Morrison), otro un 12 de noviembre (Young) del mismo año: 1945. Las distintas geografías, contextos sociales y calendarios individuales no eliminan las coincidencias generacionales de músicos que contribuyeron junto con otros baby boomers a la configuración de la cultura del rock. Con sus frases, sus sonidos y símbolos, con sus contradicciones, excesos y tragedias, los músicos que tuvieron veinte años en los sesenta del siglo pasado, inician sus vidas como septuagenarios en un tiempo poblado de nuevas incertidumbres, horrores y confusiones. Los jóvenes cuyas almas vendieron a los diablos de Leadbelly y de Robert Johnson, de B.B. King y de John Lee Hooker, de Jerry Lee Lewis, Buddy Holly, Chuck Berry, Elvis Presley, de Ray Charles o de Sam Cooke, hicieron de su música parte de la cultura y la educación sentimental para que el mundo se convirtiera en algo personal para miles de individuos.

Morrison, Young y Clapton comparten el espíritu de una época habitada por la guerra, el capitalismo industrial y la rebelión que significó el blues, el soul y del jazz entre quienes experimentaron sus juventudes trabajadoras y proletarias en los primeros años sesenta. Crecieron a la sombra de la reconstrucción económica y social, de las prácticas políticas de la guerra fría, y de la búsqueda de nuevos sonidos, capaces de imprimir algún sentido a una época de privaciones y horizontes confusos y contradictorios. Muy pronto, algunas intuiciones básicas se convirtieron en las partículas elementales de sus vidas. Los relatos largos acompañados por la guitarra lúgubre y potente de Neil Young. La música envolvente, polifónica, gobernada por la voz extraordinaria de Van Morrison. El alma del blues que anima los acordes de una guitarra hechizada por los dedos mágicos y la mano lenta de Eric Clapton.

Para Morrison, por ejemplo, la idea central que gobierna a sus musas es la ausencia de héroes: “No hay ningún tipo de héroes. Naces, vives y mueres”, declaró al cierre del siglo XX. Hoy, afirma que el cansancio le suele abrumar. “Sólo quiero cruzar el puente después de un concierto e irme a casa”, declaró recientemente (El País, 29/03/2015). Clapton, por su parte, sentenció en una entrevista hace un par de años: “Cuando llegue a los setenta pararé. Seguiré tocando y componiendo, pero creo que dejaré las giras”. Young afirma que es adicto a la droga de la novedad, a componer canciones nuevas, para no repetirse hasta el cansancio.

Pero quizá los mejores homenajes a los setenteros aludidos sean los libros y los discos sobre sus vidas. El periodista británico Chris Welch publicó en 2013 Eric Clapton Treasures (Carlton Books Limited), como un reconocimiento a los cincuenta años de carrera del que es quizá el mejor guitarrista de rock y de blues de todos los tiempos. Ese mismo año, Clapton lanzó su disco más reciente (Old Sock, “Calcetín viejo”), una grabación de homenaje a canciones que oyó en su niñez y juventud, en la que le acompañan sus colegas y amigos como Paul McCartney, el fallecido J.J. Cale, y Steve Winwood. Van Morrison publicó el año pasado Lit Up Inside. Selected Lyrics (City Lights Books, 2014), una compilación de las canciones que ha compuesto a lo largo de medio siglo, y acaba de lanzar hace apenas unas semanas el disco Duets. Re-working The Catalogue (RCA, 2015), un disco en el que rehace 16 de sus canciones acompañado por las voces de Bobby Womack, George Benson, Joss Stone o Mark Knopfler. Y Neil Young publicó, un poco antes, en 2012, sus memorias, un recorrido biográfico de su vida hippie, y el año pasado, lanzó Storytone (Reprise, 2014), el disco número 49 de su larga trayectoria como solista.

La música “lúcida”, “intensa” e “indescriptible” de Morrison, como la llamó el cineasta alemán Wim Wenders; la guitarra de Clapton, una guitarra “capaz de ejecutar un blues lento que podía ponerte la piel de gallina”, como afirmó alguna vez John Mayall; la voz triste y lúgubre de Young, cantando aquello de que “es mejor incendiarse que oxidarse”. Tres voces, tres trayectorias, tres historias de los muchachos que fueron presas de temores indefinibles y de sueños indescifrables elaborados frente a los rostros de realidades impresentables; jóvenes que hoy, al llegar a los setenta, comienzan a reconstruir en sentido contrario el mapa de sus propios territorios vitales. Ahora que ya no escriben canciones sólo para pagar facturas, y sus cuerpos comienzan a experimentar los achaques propios de la edad (Clapton está prácticamente sordo, Morrison es un cascarrabias incorregible, y Young comienza a padecer los demonios del olvido), todos parecen reconocerse en las palabras que el propio Morrison escribió en 1983: la inspiración es siempre, inevitablemente, un desprendimiento del “desarticulado discurso del corazón”, pero también un impulso que se alimenta de las necesidades mundanas; y ambos, inspiración y necesidad, son, como decía Baudelaire, “los aguijones de las musas”.


Thursday, April 16, 2015

Morir en el campus


Estación de paso
Morir en el campus
Adrián Acosta Silva
(Campus Milenio, 16/04/2015)
El pasado 2 de abril, 148 personas fueron asesinadas en las instalaciones de la Universidad de Garissa en Kenia. De ese total 142 eran estudiantes, 3 soldados y 3 policías. Además, hubo 75 heridos e inicialmente se reportaron 535 estudiantes desaparecidos. Un comando armado -una célula del grupo terrorista Al Shabab- irrumpió violentamente en las instalaciones de la universidad, tomando primero como rehenes a casi dos centenares de muchachos y muchachas y luego asesinando metódicamente a 148 de ellos. ¿Qué pasó ahí? ¿Por qué? ¿Qué implicaciones tiene para las universidades africanas, pero no solamente para ellas?
La Universidad de Garissa es una pequeña universidad pública fundada en 2011 como Garissa University College (GUC). Situada a mitad de camino entre la capital de Kenia (Naoirobi) y la frontera norte con Somalia, hasta 2010 había funcionado como el Garissa Teacher Training College, un establecimiento tradicional dedicado fundamentalmente a ofrecer estudios técnicos para la formación de profesores de educación básica. Sin embargo, es a partir del 2011 cuando el gobierno central keniano decide transformarla en universidad, como parte de la Universidad de Moi, una de las más grandes de Kenia. Ello significó la expansión y diversificación de su oferta educativa y de investigación, concentrada en las áreas de los negocios, las tecnologías y las ciencias sociales.
Su población docente y estudiantil es una mezcla de culturas africanas, donde tanzaneses, ugandeses, somalíes y kenianos forman parte de sus nacionalidades más numerosas. Pero también, como en otras regiones y países de África, coexisten creyentes religiosos tanto musulmanes como católicos. Esto significa que la Universidad es un espacio laico, multiétnico, bi-religioso y multicultural, donde se forman profesionales independientemente de sus orígenes y creencias. En un contexto convulsionado por la guerra del Estado Islámico contra occidente, esas características fueron tomadas como una afrenta intolerable contra las tradiciones ortodoxas que defienden, con armas y bombas en las manos, grupos como el de Al Shabab.
Este grupo tiene su propia historia. Formado en el 2007, luego de la participación de Kenia en Somalia, como parte de los acuerdos internacionales de pacificación de ese país, Al Shabab (que significa “La juventud”) se integró a las actividades internacionales de Al Qaeda, y, más recientemente, uno de sus dirigentes, un profesor somalí, decidió aliarse con el Estado Islámico para combatir cualquier tipo de influencia occidental no musulmana en el continente africano. Eso explica el ataque la Universidad de Garissa. Su justificación fue que esa institución estaba en un espacio colonizado por no musulmanes, y en la mañana de ese jueves 2 de abril (justo el jueves santo que celebran los católicos en todo el mundo), luego de separar a estudiantes católicos y musulmanes, decidió asesinar mediante disparos y decapitaciones a los 142 estudiantes católicos.
La brutalidad del ataque, la indefensión de los estudiantes, el fanatismo y la intolerancia asesina que empapan el discurso y las prácticas de Al Shabab, forman parte de las estampas de la tragedia universitaria africana. Pero es la débil respuesta de las universidades occidentales lo que también asombra de estos acontecimientos. Cuando, por otros motivos y razones, fueron asesinados los estudiantes de la Universidad de Kent en Ohio, en los Estados Unidos, el 4 de mayo de 1970 (4 muertos, 9 heridos), o los estudiantes y ciudadanos masacrados en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco en México, el 2 de octubre de 1968, o la masacre de estudiantes chinos en la Plaza de Tiananmen el 4 de junio de 1989, muchas universidades en el mundo expresaron su repudio y condena frente a los actos gubernamentales. Hoy que un grupo no gubernamental, anti-sistémico y fanático, con el cual es imposible negociar nada, comete una atrocidad igual o peor que los atentados criminales a la revista Charlie Hebdo en París (7 de enero, 12 muertos), o en el Museo Nacional de El Bardo, en Turquía (18 de marzo, 23 muertos), muy pocas universidades, incluidas por supuesto las mexicanas, se han manifestado contra el asesinato bárbaro de 148 personas en pleno corazón del campus universitario. ¿Prudencia? ¿Realismo? ¿Ignorancia? ¿Indiferencia?
Es difícil extraer lecciones de la tragedia de Garissa. Hoy que la represión a las universidades y sociedades ya no proviene sólo ni principalmente de gobiernos autoritarios, militares o dictatoriales, la amenaza que significa el desafío terrorista de los “perdedores radicales” (el calificativo es de Enzesberger) a las libertades occidentales, ha llegado a las puertas de la universidad, el territorio que suele considerarse más emblemático de las tradiciones de pluralidad, libertad, respeto, deliberación y coexistencia pacífica que caracterizan los principios y valores centrales de la historia intelectual y política del siglo XX en occidente. Esa indiferencia es, quizá, el signo de los tiempos universitarios, donde los discursos sobre la calidad, la internacionalización o la planeación estratégica universitaria, han oscurecido la presencia de las bestias negras del fanatismo asesino que azotan ya la vida –tan lejos, tan cerca- de las universidades africanas.