Thursday, November 20, 2014

Cenizas y huesos


Estación de paso

Las cenizas y los huesos

Adrián Acosta Silva

Señales de Humo, Radio U. de G., 20 de noviembre de 2014.

Ya se sabe, o se creía que se sabía: “peor” es un término elástico. Y cuando muchos creían que ya nada más podría ser peor en México, estalla el horror de Iguala, la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, imágenes de cenizas y huesos, fosas perdidas, cuerpos no identificados. Y con ello, o junto a ello, la expansión de un lenguaje confuso, atropellado, una narrativa que intenta explicar, con poco tino, el espectáculo que se desarrolla ante nuestros ojos, inagotable y múltiple: crimen de estado, debilidad del estado, fracaso político, fallas de la sociedad, fallas del gobierno, estado anómico, violencia legítima, consecuencias del neoliberalismo, el imperio de los anarquistas, la rebelión de los vándalos. Y de ahí a la explicación instantánea de causas, efectos y pronósticos de escenarios futuros: la justificación del fuego como mecanismo purificador de los males públicos, la destrucción de edificios y oficinas de gobierno, la legitimidad de la acción directa en forma de bloqueos y saqueos, el discurso y las prácticas incendiarias, la proliferación de capuchas, pañoletas, camisas negras, quema de libros, policías ensangrentados, burócratas y funcionarios temerosos, políticos pasmados, ciudadanos confundidos, aturdidos y asombrados (situados en las sombras).

Y mientras, los medios registran como pueden y saben los sonidos del caos: entrevistas, imágenes, fotografías, mesas de análisis de coyuntura, reflexiones al vapor, invocaciones al principio de autoridad, reclamos de vuelta al orden perdido, llamados desesperados a la reconciliación, sensación de que “todo lo sólido se disuelve en el aire”, pérdidas económicas y comerciales, inversionistas nerviosos, imperio de la indignación moral, condenas gubernamentales a grupúsculos anónimos que se mueven ágilmente entre las multitudes como portadores de proyectos de desestabilización del régimen. Muchos se asumen con la obligación de manifestarse, de gritar, de movilizarse, de protestar, y condenan o lanzan miradas reprobatorias a quienes no se pronuncian aquí mismo y ahora. Académicos, estudiantes, sindicalistas, activistas, intelectuales, militantes de partidos políticos, directivos universitarios, organizaciones sociales y no gubernamentales, los señores de los negocios, líderes empresariales y líderes religiosos. Pero no todos ven lo mismo, ni interpretan las mismas cosas. El fuego cruzado de diagnósticos contradictorios asoma en el horizonte discursivo: falta de valores, ineficacia de la autoridad, invocaciones desesperadas al estado de derecho, corrupción, ilegitimidad, violencia legítima, orden social, vandalismo, anarquismo, provocadores suministrados por el Estado, provocadores suministrados por la sociedad civil, desconfianza de la autoridad, engaño, traición, manipulación. Exigencias de aplicar la fuerza de la ley, reclamos de justicia instantánea, de presentar vivos a los que muy probablemente ya están muertos, negación de los asesinatos, rechazo a la resignación y al duelo, llamados a la movilización como única posibilidad de aceptación del horror.

El espectáculo coyuntural reúne los ingredientes de una tormenta perfecta: ingobernabilidad, desestructuración, fracaso de la política, expansión de la espiral incontenible de la violencia, los sonidos guturales de la bestia ubicua y siempre acechante de la anti-política. El espíritu de los tiempos es interpretado en clave de ansiedad y de acción inmediata y directa, un espíritu gobernado por todo tipo de creencias dramáticas sobre el derrumbe inminente del sistema y la ausencia de cualquier futuro para el país.

La clase política y los partidos son sacudidos por la crisis. Desde la izquierda, el PRD y MORENA y sus satélites partidistas son zangoloteados por medios y ciudadanos por su relación con el ahora encarcelado expresidente municipal de Iguala; el PRI y sus satélites permanecen agazapados detrás del Presidente, esperando señales para tomar posiciones; el PAN, desde los púlpitos de la derecha, solo atina a confusos llamados al orden y a la paz, lamentando el estado de las cosas.

No son buenos tiempos para el país. No son buenos tiempos para la República. Hubo mejores tiempos para el Estado y para los ciudadanos. Lo peor como concepto elástico y el fondo como concepto relativo. Siempre se puede empeorar, siempre se puede ir más al fondo. Y con todo, en el espectáculo de una coyuntura de crisis, indignación y mal humor nacional, la necesidad moral de condenar la violencia gubernamental o social, de señalar los déficits institucionales y de autoridad de un Estado débil o ausente, y la necesidad política de reconstruir nuevas formas de intermediación eficaz y legítima de las demandas y exigencias sociales, de re-pensar las formas de la representación política, de evaluar los efectos perversos y no deseados de un orden social que se reproduce cotidianamente en el contexto de la profunda desigualdad y pobreza de millones distribuidos en todo el territorio nacional. Y ahí, justo en el centro de las imágenes de coyuntura, el mapa y el territorio de Ayotzinapa, que representa con fidelidad el brillo oscuro de las bestias negras de nuestras pesadillas más tristes, sanguinarias y salvajes.

Las universidades y el síndrome del profesor Holyoke


Estación de paso

Las universidades y el síndrome del profesor Holyoke

Adrián Acosta Silva

(Publicado en Campus-Milenio, 13/11/2014)

En 1769, Edward Holyoke, Presidente del entonces Colegio de Harvard durante 32 años (la hoy prestigiosa universidad norteamericana ubicada en Boston), confesaba, lastimoso, a sus amigos, postrado en su lecho de muerte: “si algún hombre quiere verse humillado y mortificado, debería llegar a ser presidente del Harvard College”. Esta frase sintetizaba la experiencia amarga, llena de incertidumbres, presiones, grillas, fracasos y tensiones que el viejo y cansado profesor Holyoke había experimentado en el transcurso de su desempeño como funcionario de ese animal extraño, paradójico y conflictivo que es la universidad contemporánea. La frase también permite entender, más allá del peculiar contexto de las universidades norteamericanas, el hecho de que la conducción institucional de una organización como la universidad es una labor esencialmente política, que requiere un conjunto de recursos simbólicos, académicos e institucionales no sólo para tener acceso al poder sino también para tratar de ejercerlo de manera eficaz, dos caras del mismo proceso que suelen provocar un enorme desgaste a los funcionarios y alimentar, al mismo tiempo, un malestar creciente o latente entre muchos o algunos de los miembros de la comunidad universitaria.

Tal vez las palabras del Holyoke resulten poco apropiadas para el caso de la experiencia de los rectores de las universidades públicas mexicanas, cuya naturaleza tiene que ver más con el oficio de la política que con la capacidad técnica, académica o gerencial del puesto. Pero en ningún caso son frases sinsentido, dado el hecho de que un rector, sea electo o designado mediante determinados mecanismos formales o informales, es el responsable directo de tramitar y gestionar los muchos asuntos administrativos, laborales, políticos y académicos que tienen que ver con una organización especialmente compleja, y donde cada vez más los problemas de la gestión en todas las universidades suelen tener un inconfundible aire de familia, especialmente en el caso de las instituciones públicas.

En el contexto universitario mexicano, los rectores no sólo suelen aparecer como víctimas de sus instituciones, sino también como representantes y beneficiarios de sus prácticas, de sus códigos y limitaciones. Es prácticamente impensable, aunque ocurre, que los rectores universitarios sean figuras que no pertenezcan a las propias comunidades universitarias. A diferencia de lo que ocurre en las universidades norteamericanas, donde los rectores son básicamente gerentes que pueden transitar de una universidad a otra, y que compiten por el puesto mediante su inscripción en convocatorias públicas nacionales o internacionales, en México los rectores son figuras políticas que ocupan un lugar importante en la representación y dirección de las universidades. Por ello, el nombramiento de un rector siempre obedece a razones políticas más que académicas, razones que tienen que ver con las configuraciones específicas que caracterizan las relaciones del poder en cada universidad, tanto internas como externas, que con las sagas o tradiciones de docencia e investigación que se desarrollan en las universidades.

Pero los rectores nunca llegan solos. Suelen ser impulsados y acompañados por consejeros, hombre y mujeres de sus confianzas para administrar y conducir a la institución. Conforman el “gabinete” de su administración por 3, 5 o 6 años, y esos acompañantes son producto de trayectorias académicas, burocráticas o políticas diversas, que proporcionan al rector una red de alianzas y coaliciones más o menos estratégicas o pragmáticas, para tratar de gobernar a la institución con umbrales aceptables de eficacia administrativa, estabilidad y legitimidad política. En otras palabras, un rector o rectora universitaria tiene que gobernar permanentemente en base a una coalición de fuerzas e intereses que permita traducir en clave de gobernabilidad la conducción cotidiana de la universidad. Es la cristalización de la rectoría de las universidades como factor institucional de equilibrios de poder en una organización donde coexisten actores académicos, burocráticos y políticos que establecen relaciones de tensión y conflicto, que a veces producen comportamientos cooperativos pero que también construyen autonomías, bloqueos y límites a la acción del gobierno universitario. Esa es la “otra” universidad, la que habita el corazón político de las prácticas cotidianas de la autoridad universitaria. Es la dimensión del poder institucional, dominada por la negociación y el conflicto, las tensiones que pueden llevar a los rectores a mortificaciones y humillaciones, justo como le sucedió al profesor Holyoke.

Pero no todo es política en la universidad pública. Existen también áreas y zonas de la vida universitaria donde es posible advertir genuinos y serios esfuerzos por consolidar reglas de desempeño académico donde no domine el autoconsumo, la irrelevancia y simulación o complacencia entre profesores y estudiantes, funcionarios y trabajadores, donde la responsabilidad, el compromiso y la honestidad intelectual son los valores centrales del trabajo académico. Es lo que suele denominarse como la cultura académica de la universidad. Hay no pocas evidencias de esa fortaleza genuina de la universidad, la que hace posible el carácter crítico e inclusivo de la universidad pública, la que permite producir intervenciones positivas en el desarrollo del conocimiento, la conformación de redes académicas, la innovación tecnológica, o que fortalecen las tradicionales funciones de movilidad social de la formación universitaria. Bien visto, la conservación y expansión de ese núcleo duro académico de la universidad es lo único que puede permite el fortalecimiento de la institución, debilitando la hiper-centralidad que tiene la tradicional política clientelar y patrimonialista que suele dominar en la organización, o el abrumador peso de las políticas gerenciales, “modernizadoras”, que alimentan hoy el “gobierno de los incentivos” en la conducción de las universidades, o para enfrentar una mezcla fatal de ambas realidades institucionales. Un rector, el que sea, tiene siempre frente a sí, todos los lunes por la mañana en la soledad de su oficina, el ejercicio de varias de las rutinas, incertidumbres y dilemas por los que vivió y sufrió, hace ya más de dos siglos y medio en la Costa Este norteamericana, el sabio pero atormentado profesor Holyoke.



Monday, November 10, 2014

Fonseca y la épica de los hachazos


Estación de paso

Rubem Fonseca: la épica de los hachazos

Adrián Acosta Silva

En resumen: las personas son todas unas cretinas
R. Fonseca, “El asesino de los corredores”

(Señales de humo, Radio U. de G., 06/11/2014)

Rubem Fonseca, el gran narrador, novelista y cuentista brasileño, es un escritor duro, directo y despiadado. Como todos los poetas, pertenece al bando del diablo (Lord Byron dixit), y algún tipo de acuerdo debe tener con ese personaje siniestro y fascinante para escribir como escribe. No hay otra explicación. Sus relatos está poblados por personajes comunes que practican hábitos no tan comunes: son ladrones, asesinos, proxenetas, escritores sin éxito, detectives abrumados, amantes confundidos, mujeres sin suerte, abogados sin escrúpulos, policías corruptos, periodistas desencantados. Desde sus primeros cuentos y relatos como Los prisioneros (1963), pasando por Pasado Negro (1986) hasta su libro de cuentos más reciente, Amalgama (Cal y Arena, 2014, México), la obra del escritor brasileño más importante, prolijo e interesante de las últimas cinco décadas explora a golpe de hachazos los misterios de los comportamientos humanos, los deseos y las fantasías que están detrás de las decisiones cotidianas de personajes múltiples y contradictorios que deambulan solitarios en grandes ciudades brasileñas, de Rio de Janeiro a San Paulo, de Minas Gerais a Porto Alegre. Sin contemplaciones ni concesiones de ninguna especie, la escritura de Fonseca es de una arquitectura narrativa elaborada a base de la combinación de realismo crudo y ficción refinada, de retratos en blanco y negro de las pasiones, las razones y las contradicciones de la vida contemporánea de los individuos.

Contra las tendencias dominantes de las escrituras de bestseller y libros de autoayuda, de mensajes optimistas y superación personal que proporcionan inspiraciones para el éxito o “para una vida de prosperidad y abundancia”, Fonseca se adentra no en la bondad intrínseca de los hombres o en la ilustración de los claroscuros de las vidas humanas, sino en los laberintos francamente malditos de la vida de los hombres y mujeres que desfilan en sus relatos. La violencia y la misantropía son las claves de la obra fonsequiana. En Amalgama, encontramos ladrones con principios morales absolutos, que no matan mujeres ni enanos; hombre feos pero ricos obsesionados con el olor, las texturas y el sabor de la vagina de las mujeres; hombres atormentados por sueños y pesadillas que terminan seduciendo a su psicoanalista, mujeres hermosas de rodillas bonitas y racionalidades frías; muchachas embarazadas que abandonan a bebés deformes; mujeres que convencen a sus amantes para que asesinen a su propia madre; hombres que destrozan con bombas a sus hijos; personajes que saben cuando una persona es mala con sólo verles la cara; hombres chimuelos y desesperados que terminan por mentarle la madre a su terapeuta; mujeres pequeñas, pecosas y cabezonas que terminan por incendiar la casa de su vecina; hombres que matan gatos en los parques.

Los 34 brevísimos cuentos y relatos reunidos en Amalgama configuran una atmósfera literaria cargada de reflexiones, impresiones y emociones de individuos que caminan al borde del abismo, que hablan siempre en primera persona, y que son capaces de vivir con las rutinas monótonas y aburridas de las grandes ciudades. En “El ciclista”, por ejemplo, un hombre que trabaja entregando productos de belleza a domicilio, está convencido de que andar en bicicleta por la ciudad proporciona una buena idea del mundo. “Las personas son infelices, las calles están estropeadas y huelen mal, todo mundo tiene prisa, los autobuses siempre están llenos de gente fea y triste”. Lo peor de todo eso, según narra el ciclista, es que “las personas malas, las que golpean a sus hijos y a sus mujeres, siempre orinan en los rincones de las calles”.

La pobreza suele ser el paisaje permanente de sus relatos. Mendigos y pordioseros son personajes infaltables de los cuentos de Fonseca, hombres de “ojos ansiosos de perro callejero” que en noches oscuras “se cogen a las rameras en un rincón”, para sentir “un alivio agónico que los libera de angustias más horribles” (“Noche”); hombres que viven en barracas miserables que matan a los ricos y descubren que la felicidad existe (“Los pobres y los ricos”). Pero también aparecen tartamudos criados por tías “muy buenas y muy jorobadas”, que sueñan con prácticas de sadismo y venden sus casas a desconocidos para descubrir los peligros de soñar despiertos (“Devaneo”). Escritores desesperados por crear una obra exitosa, un best seller, convencidos de que escribir es algo más que representar o expresar una historia: “es urdir, tejer, zurcir palabras, no importa si es una receta médica o una pieza de ficción” (“Escribir”). Misóginos psicóticos que únicamente acechan a mujeres con falda y que odian a las mujeres de pantalones (“El acechador”). Individuos atrapados en crisis psicóticas que intentan aliviar con psicoanalistas, medicinas y asesinatos.

A sus casi 90 años, los cuentos de Fonseca conservan el aire inquietante de un escritor hipnótico, un viejo artesano de las ideas y el lenguaje, que utiliza las hachas afiladas de las palabras y de la imaginación para penetrar en historias breves y deslumbrantes. El hacha como instrumento de escritura, el hacha como parte del arte finísimo de la brevedad. La obra de Fonseca como épica del lenguaje luminoso y estimulante de la literatura, una obra tallada a mano con la meticulosidad y paciencia de un viejo relojero trabajando en una habitación alumbrada únicamente por la luz de las velas.

Tuesday, November 04, 2014

Apología del equilibrista



Estación de paso
Apología del equilibrista
Adrián Acosta Silva
Uno de los oficios en desuso es el de equilibrista. Usualmente, uno podría admirar a esos personajes en casi cualquier circo, admirando la sangre fría con la que recorren cables de acero colocados a alturas respetables. Pero hoy, con la crisis de los circos y la expansión de esa ola moralista de prohibir la utilización de animales en el espectáculo circense, el oficio del equilibrista es un oficio en vías de extinción, una actividad de hombres y mujeres acostumbrados a caminar en el vacío. Por eso, que uno de los herederos de la famosa dinastía Wallenda cruce abismos entre ambos lados del Cañón del Colorado, o entre dos edificios a más de 200 metros de altura, es un eficaz aunque fugaz recordatorio de un oficio noble, arriesgado y fascinante. ¿Qué pensará el equilibrista cuando cruza el vacío? ¿Qué fuerza guía sus pasos? ¿Cómo domina el miedo, el temor a un paso en falso? En este oficio no cabe el error, ni la simulación, ni la cobardía. Antes bien, es el arte de controlar la ansiedad, de calcular cada movimiento, de jugar con la vida a cada paso con precisión milimétrica y nervios de acero, desde la fría soledad de las alturas.

Monday, November 03, 2014

Nuestro corazón de las tinieblas

Estación de paso
Nuestro corazón de las tinieblas
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus Milenio, 24/10/2014)
En el contexto de la coyuntura de estupor e indignación por los conocidos sucesos de Iguala, el Presidente Peña Nieto declaró que “estos lamentables hechos son un momento de prueba para las instituciones y la sociedad mexicana en su conjunto” (Milenio, 16/10/2014). Esas palabras, pronunciadas desde Los Pinos, se acumularon a las frases toda-ocasión que se utilizan por el oficialismo (priista, perredista o panista, lo usan igual) desde hace varias décadas: Estado de Derecho, Imperio de la Ley, Fuerza del Estado. Es una retórica que intenta colocar una intención central, o un buen propósito, o una ilusión nacional: asegurar el correcto orden moral, jurídico y político de la sociedad mexicana, una idea liberal que se remonta a los objetivos que se plantearon desde, por lo menos, la Constitución de 1824, que se expresó nuevamente en la de 1857 y en la de 1917, hasta alcanzar la narrativa política de los inicios del siglo XXI mexicano. En otras palabras, es una intencionalidad que nos ha llevado casi 200 años en tratar de implementarla, con resultados decepcionantes a la luz de la imaginación de nuestra elites políticas, dirigentes y de poder.
El problema central de los objetos del deseo de la clase política, de los empresarios y de no pocos sectores de intelectuales y de las clases medias urbanas contemporáneas, es definir con alguna precisión que significa la traducción de un noble principio liberal en un contexto que produce comportamientos que no se ajustan a los enunciados categóricos del imperio de la ley o del Estado de derecho. Más aún, no es sólo la debilidad retórica de las frases citadas la que explica su sistemático incumplimiento empírico, sino la capacidad de la autoridad estatal para hacer valer su influencia en los comportamientos de los ciudadanos en general, y en específico para inhibir la acción de las bandas, grupos, tribus y pandillas de depredadores que han aparecido en los últimos años en distintos lugares de la República, como en Michoacán, Guerrero o Tamaulipas.
Se trata de mirar con otros anteojos los problemas sociales relacionados con los estallidos de violencia, barbarie y sangre que hemos atestiguado recientemente en distintos territorios de la geografía nacional, y que ahora vuelven a ponerse en escena con los acontecimientos de Guerrero. Algunos de estos anteojos han interpretado el caso como un “crimen de Estado”, un conjunto de hechos producidos por la participación, la negligencia, la omisión o el descuido por parte del Estado, que explica la proliferación de los grupos criminales que azotan diversas regiones del país. Otros, interpretan los mismos hechos como el efecto de la penetración de esos grupos en las instituciones estatales, particularmente en el ámbito del eslabón más débil del estado mexicano: los gobiernos municipales rurales o semiurbanos como es el caso de Iguala, en Guerrero, o de Apatzingán, en Michoacán, o de Jilotlán de los Dolores, en Jalisco.
Sin embargo, también puede arriesgarse una interpretación adicional: la ausencia del Estado. Es decir, la virtual inexistencia de las instituciones estatales explica la expansión y consolidación de prácticas depredadoras gobernadas por la ley del más fuerte, el más corrupto o el más violento. Desde esta perspectiva, no es la acción o inacción del Estado lo que explica la violencia y al expansión de prácticas criminales, ni las estrategias de penetración o los vínculos entre el crimen organizado y las autoridades locales lo que detona comportamientos violentos de grupos específicos, sino que es justamente el vacío de autoridad derivado de la inexistencia del Estado lo que explica la legitimidad de la violencia y el crimen como motores de un orden social distinto, y rival, al que se imaginan no pocos intelectuales, políticos y funcionarios, incluido el Presidente.
La ausencia del Estado se revela dramáticamente con el secuestro, la muerte violenta o la desaparición de los ciudadanos. El poder de los depredadores se incrementa en contextos de una autoridad pública, estatal, débil o francamente inexistente, que se revela en usos y costumbres dominados no por el imperio de la ley o el estado de derecho sino por la amenaza, el chantaje y el miedo de unos grupos o individuos sobre otros.
Por ello la muerte, el temor y la amenaza, se han instalado desde hace tiempo en el corazón de las tinieblas de nuestro orden social. Configuran las emociones y acciones que gobiernan los comportamientos anómicos de los asesinos, sentimientos, usos y costumbres incubadas pacientemente desde hace mucho tiempo. Tienen evidencias, prácticas y territorios específicos, donde se configuran postales de horror y muerte como las fosas de Iguala y la suerte que parecen haber corrido los estudiantes normalistas de Ayotzinapa. Esas postales producen efectos en los pensamientos, las emociones y las mentalidades que se amontonan hoy frente a las imágenes de cada uno de los cadáveres que son extraídos de los cementerios clandestinos que se han encontrado en el norte de Guerrero. Y es lo que ha llevado a no pocos ciudadanos y autoridades hacia “un deseo, triste y airado, de acción”, para decirlo en palabras de Joseph Conrad. Después de todo, como el mismo Conrad escribió en Nostromo: “La acción es consoladora. Es enemiga del pensamiento y las ilusiones halagüeñas. Sólo en el ejercicio de la actividad podemos encontrar la sensación de dominar a las Parcas”.
Ese activismo es lo que vemos emerger en el escándalo político, público y mediático de las últimas semanas. Se alimenta generosamente de las hogueras de la indignación moral, del miedo y la desesperación de individuos, familias y comunidades, con el ruido de fondo de la ausencia virtual del Estado, de su debilidad práctica y su retórica de ilusiones y vaguedades. Bien mirado, sólo la acción política, colectiva, dirigida hacia la construcción de una estatalidad sólida, puede traducir los principios del Estado liberal y social en prácticas de justicia, igualdad, libertad y seguridad para los ciudadanos. De otro modo, la ley de plomo y sangre seguirá dominado el corazón de las tinieblas de nuestras realidades y pesadillas hobbesianas.