Thursday, March 30, 2017

Autonomia y poder institucional (4)

Estación de paso
Autonomía y poder institucional (4). Utopía, modernidad y nacionalismo
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus Milenio, 30/03/2017)
http://www.campusmilenio.mx/index.php?option=com_k2&view=item&id=6371:autonomia-y-poder-institucional-iv-utopia-modernidad-y-nacionalismo&Itemid=349

Con la fundación de las nuevas universidades públicas nacionales en América Latina y El Caribe al inicio del siglo XX, se sentaban las bases de estructuración de formas modernas de legitimidad política y representación social universitaria en los contextos nacionales. El movimiento estudiantil de Córdoba de 1918, que enarboló las banderas de la autonomía y el co-gobierno, tendría repercusiones continentales al colocar en el centro del debate político e intelectual el papel de las universidades en los procesos de democratización política, pero también su función como fuentes materiales, organizativas o simbólicas del cambio social. El “Manifiesto Liminar” era un reclamo hacia el orden oligárquico imperante en muchos de las repúblicas latinoamericanas de principios del siglo XX (esas “repúblicas del aire” como las denominó el historiador Rafael Rojas), a pesar de los movimientos de independencia que colocaron en el centro de sus discursos la construcción de sociedades cohesivas, democráticas e igualitarias.
Bien visto, la rebelión cordobesa formaba parte de lo que Ortega y Gasset definiría años más tarde como la “rebelión de las masas”. Se trataba de movimientos populares y de clases medias emergentes que desafiaban el orden elitista predominante en las nuevas repúblicas europeas y latinoamericanas. Los movimientos agrarios, sindicalistas y estudiantiles eran expresiones populares de reclamo frente a lo que se percibía como regímenes de privilegios capturados por los intereses de elites, aristocracias y oligarquías, regímenes reacios al reconocimiento de los derechos de las clases sociales populares o “subalternas”, como las denominaría Gramsci.
La dinámica política en un contexto de reclamos y tensiones sociales conduciría a la formación de los regímenes nacional-populares que caracterizarían el largo siglo XX latinoamericano. En esos regímenes, las universidades conquistarían un espacio propio de negociación de su legitimidad política frente a las autoridades del Estado, pero también la gestión de un espacio de representación frente a otros actores, grupos y clases sociales. El cálculo de la legitimidad pasaba por el reconocimiento de la autonomía académica, política y presupuestaria de la universidad; la función de representación social, por su parte, pasaba por la formación de un “sistema de creencias” basado en el principio del mérito, estrechamente asociado las posibilidades, ilusiones y expectativas de la universidad como un mecanismo de movilidad social y de acumulación de capital social, económico y social para los individuos y sus grupos de referencia.
Las universidades públicas nacionales se colocaban así en un territorio cruzado por las influencias ideológicas del corporativismo (una comunidad con intereses propios, reconocida por el Estado) y del liberalismo (la meritocracia como un principio de movilidad social ascendente). Al mismo tiempo, las universidades enfrentaban las tensiones entre gobiernos tendencialmente intervencionistas y comunidades académicas tendencialmente autonómicas. Ello explica los movimientos por la autonomía universitaria que ocurren en México en 1929, en 1933, o en 1945, que tuvieron desenlaces y motivaciones diferentes, o la conquista de la “autonomía tardía” de la Universidad de Santo Domingo en 1961, o de la denominación como Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en 1946, a la antigua Universidad de Lima, con autonomía y patrimonio propios. Estas tres universidades representan la “tensión esencial” que late en el corazón de las relaciones entre legitimidad y representación que caracterizarán la idea y las prácticas de la autonomía universitaria en América Latina y el Caribe a lo largo del siglo XX. Es una tensión que atravesará con distintas intensidad el perfil de los regímenes nacional populares caracterizados por el autoritarismo o semi-autoritarismo posrevolucionario (México), por las dictaduras militares (Perú), o caudillescas (Trujillo, en Santo Domingo), y que luego experimentarán las transiciones hacia la democracia a finales de ese mismo siglo.
Pero quizá uno de los símbolos más poderosos de la autonomía de las universidades durante el siglo pasado descansó en la construcción de sus ciudades universitarias. Territorios claramente diferenciados y físicamente separados en los entornos urbanos, los campus universitarios representan la estética arquitectónica de las utopías universitarias en América Latina. Como representaciones de las “ciudades del intelecto” (como denominó Clark Kerr), las ciudades universitarias serán la expresión de la tensión entre legitimidad y representación de las universidades en la vida social, cultural, política y económica en los distintos territorios y poblaciones. Cada CU expresará de un modo peculiar la autonomía reconocida en leyes, reglamentos y normas, pero también en el ejercicio cotidiano de las prácticas académicas y políticas universitarias.
Los campus universitarios de México (UNAM, 1949-1952), de Caracas (Universidad Central, 1950-1953), de Bogotá (Universidad Nacional, 1940-1946), o la de Brasilia (1963-1972), son representativos de la construcción de las utopías que gobernaban la imaginación y las aspiraciones de las nuevas universidades públicas nacionales en América Latina (al respecto, vale la pena el espléndido texto de Carlos Garcíavelez Alfaro, Forma y pedagogía. El diseño de la ciudad universitaria en América Latina, Applied Research+Design Publishing, China, 2014). Su diseño y construcción se inspiraba en las ideas de libertad y autonomía propias de la vida académica, pero también expresaba el papel de las universidades en el desarrollo de los valores republicanos, a la vez cosmopolitas y nacionalistas. Su construcción fue el punto más alto del modelo público, nacional y moderno de las universidades latinoamericanas y caribeñas. Pero los movimientos estudiantiles de los años sesenta, la crisis económica y sus paquetes de reformas de los años setenta y ochenta, y los procesos de transición política de los noventa, darán paso en las postrimerías del siglo XX a la configuración de un nuevo ciclo de relaciones entre la autonomía y el poder institucional en un contexto que muy pronto ya no era lo que solía ser.

Thursday, March 23, 2017

Derek Walcott y Paul Simon


Estación de paso
Derek Walcott y Paul Simon: 20 años después
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Nexos-Digital, 27/03/2017 http://www.nexos.com.mx/?p=31833)

Solo soy un mulato que ama la mar
Recibí una sólida educación colonial
Hay en mí del holandés,
Del negro y del inglés
Y: o soy nadie o soy una nación
Derek Walcott, “Goleta Flight”

La muerte de Derek Walcott (1930-2017), el poeta antillano oriundo de la isla de Santa Lucía, ofrece la oportunidad de revisar una obra extensa y magnífica. Además de poesía, escribió obras de teatro y cuentos cortos más o menos conocidos en los países de lengua inglesa, y que forman la base narrativa por la cual le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura en 1992. La fuerza poética y narrativa de Walcott había llegado a las playas sentimentales del músico Paul Simon desde los años ochenta, y le inspiró para invitarlo a escribir un pequeño relato en torno a un hecho verídico ocurrido en Nueva York en 1959. Un joven puertorriqueño, habitante de los barrios bajos del Bronx, fue detenido por la policía acusado de asesinar a dos hombres blancos en una tormentosa noche de sábado. Los testigos le denominaron The Capeman (el hombre de la capa), pues ese era su aspecto aquella noche lluviosa, y le acompañaba otro individuo al que le llamaban Umbrella Man (“el hombre del paraguas”). Una vez identificado y detenido, Salvador Agrón (The Capeman) de 16 años, fue condenado a cadena perpetua, pero liberado en 1979, tras casi 20 años en prisión. Murió de neumonía en 1986.
Esa historia de nota roja fue retomada por Simon y Walcott para escribir The Capeman, una obra de teatro producida por el propio Simon y estrenada en Broadway en 1998. Aunque les llevó más de siete años escribirla, el resultado fue un fracaso comercial rotundo. Sin embargo, la banda sonora de la obra fue grabada por Simon y aparece completa en el disco del mismo nombre, lanzada un año antes, en 1997, con el título Songs from The Capeman. Ahí aparecen los diálogos y relatos que tienen en el centro al joven puertorriqueño, la truculenta y accidentada historia de su vida individual, social y familiar, el resentimiento acumulado por los ataques racistas y xenofóbos hacia los latinos, sus constantes enfrentamientos con pandilleros del barrio, y las malas decisiones e impulsos que le llevaron a cometer un crimen absurdo un sábado por la noche, al confundir a dos blancos con miembros de una pandilla rival. La pluma fina de Walcott, esa que escribió Omeros, The Odyssey o What the Twilight Says, junto con el deslumbrante sentido rítmico de Simon, penetra en las 13 canciones del disco, a través de las voces de Marc Anthony, Rubén Blades, Ednita Nazario y del mismo Simon. La reciente muerte del poeta caribeño invita a volver a escuchar aquella pequeña obra maestra publicada hace 20 años, que combina magistralmente música y poesía caribeñas, en especial en canciones como “Time is an Ocean” o “The Vampires”.Gobernados por la fuerza de sus impulsos creativos, el talento universal del poeta mulato y el oficio experimental del músico judío-neoyorkino ofrecen en este disco una asombrosa mezcla impura de letras y sonidos, frutos luminoso de los inexplicables caminos que cruzan la realidad, la literatura y la imaginación.

http://www.letraslibres.com/mexico/revista/entrevista-derek-walcott

Thursday, March 16, 2017

Autonomia y poder institucional (3): la era republicana

Estación de paso
Autonomía y poder institucional (3). La era republicana
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 16/03/2017)
Los movimientos independentistas que se sucedieron con distintos grados de violencia e intensidad en hispanoamérica desde principios del siglo XIX, transformaron profundamente la vida social, económica y política de las sociedades americanas. Inspirados en el movimiento estadounidense de finales del XVIII, y en el contexto del debilitamiento de la monarquía española como producto de la guerra con Francia en 1808, las élites criollas y liberales de las colonias españolas comenzaron a organizar movimientos desde la Nueva España y El Caribe hasta el reino del Perú y el sur profundo del subcontinente, que terminaron por derrumbar el viejo orden colonial para dar paso a la construcción de repúblicas nacionales libres. En ese marco, las instituciones coloniales fueron demolidas por la combinación de las ideas e intereses de los movimientos independentistas, a pesar de las resistencias y oposiciones de grupos conservadores, clericales y defensores de la Corona española.
Parafraseando a Schumpeter al referirse al capitalismo, el largo siglo XIX significó para las universidades un proceso de “destrucción creativa”. El período inicia con las primeras revoluciones de independencia (1810) y se extiende hasta 1918, con la publicación del “Manifiesto Liminar” de los estudiantes de la Universidad de Córdoba, en Argentina. Esta periodización obedece al hecho de que al desaparecer el contexto colonial que imprimía sentido y legitimidad a las universidades reales y pontificias, desaparecían también las fuentes de reconocimiento ideológico, político y financiero de las propias corporaciones universitarias. Y no sería hasta la rebelión cordobesa donde las fuentes de legitimidad política y representación social de las universidades encontrarían un nuevo contexto para las relaciones con el Estado y las sociedades nacionales. Entre estos dos momentos, el período decimonónico latinoamericano sería interpretado como “el período del hiato”, como le denominó con buen sentido de la provocación académica e intelectual el historiador argentino Tulio Halperin Donghi en su clásica “Historia contemporánea de América Latina” (1969).
La fuerza revolucionaria del positivismo y del liberalismo chocaría contra los intentos de modernización educativa del despotismo ilustrado que había impulsado Carlos III desde finales del siglo 18. Conservadores y liberales, realistas e independentistas, polarizaron las luchas y las resistencias en los distintos territorios americanos. Para los liberales, las universidades reales, literarias o pontificias, los colegios mayores, los seminarios, se convirtieron en símbolos del viejo orden colonial, espacios dominados por claustros de profesores y estudiantes que legitimaban como pocos los privilegios de la sangre y del poder de los grupos dominantes de las sociedades coloniales. Para los realistas y conservadores, por el contrario, esas instituciones significaban el poder de las tradiciones, la legitimidad del saber colonial, las fuentes de la civilización católica que eran indispensables para mantener el orden rígidamente estamental y jerárquico de la organización política y social que se había estructurado durante casi 300 años de dominación española.
Las autoridades universitarias habían reclamado sus derechos y apelaban a sus tradiciones académicas, a la conservación de sus bibliotecas y monasterios para legitimar sus intereses. De forma práctica, apoyaban a los realistas en su lucha por permanecer en la órbita colonial española, pero también pragmáticamente trataban de negociar con las fuerzas liberales el mantenimiento de su vida institucional y reconocimiento político. Las Universidades de México, San Marcos y Santo Domingo representan esas historias de relaciones áridas y complejas con las fuerzas políticas enfrentadas a lo largo del período decimonónico.
Sin embargo, como bien lo han documentado los historiadores universitarios, la clausura de las viejas universidades coloniales terminó por imponerse a cualquier intento de negociación por parte de las autoridades universitarias. En distintos momentos pero de manera inexorable, las 31 universidades fundadas en el período colonial desaparecieron, y en su lugar se fundaron Colegios, Institutos y Escuelas Superiores que fragmentaron la antigua “unidad de la diversidad” que representaban las Universidades. Aunque se registran casos de universidades que fueron clausuradas y que luego reaparecieron como nuevas instituciones, la construcción de las Repúblicas independientes latinoamericanas significó para las viejas instituciones universitarias el fin de un largo ciclo histórico de legitimidad política, autonomía académica y representación social.
La era republicana significó la construcción de una nueva idea de la universidad: “la universidad libre” que reclamara el movimiento estudiantil de 1875, y que posteriormente haría suya Justo Sierra para impulsar la creación de una nueva universidad, proceso que relata con solidez la historiadora Lourdes Alvarado en “La polémica en torno a la idea de la universidad en el siglo XIX” (CESU-UNAM, 1994). Esta idea estaría asociada a la constitución del espacio público moderno y a la configuración de un espacio privado poblado por intereses de los particulares. Muchas de las primeras universidades republicanas fueron refundadas en los antiguos espacios de las universidades coloniales, pero bajo una orientación ideológica y política radicalmente distinta: ahora eran no sólo públicas, sino también nacionales, Por su parte, en el sector privado, universidades católicas, pontificias o jesuitas, surgieron hacia finales del siglo XIX como instituciones que reclamaban el “derecho al pasado” y su reconocimiento como instituciones legítimas en el nuevo orden republicano. En Chile, Perú, Ecuador, Colombia, ese tipo de universidades fueron reconocidas por los nuevos Estados nacionales, coexistiendo con las nuevas universidades públicas locales, que se convertirían en los espacios de saber y poder que legitimaban el nuevo orden republicano.
A pesar de ello, las nuevas universidades públicas establecieron desde su origen relaciones de conflicto y tensión con el Estado, derivadas fundamentalmente del tema de la autonomía académica, política y financiera. La lógica republicana se constituyó desde el principio en una fuerza tendencialmente intervencionista y reguladora de las universidades; la lógica universitaria era justamente lo contrario: un reclamo constante para dotar de mayor fuerza y legitimidad a la idea de la autonomía institucional. Esas relaciones se expresarían con toda claridad con la fundación de la Universidad Nacional de México en 1910, pero alcanzarían una dimensión latinoamericana con el movimiento estudiantil del Córdoba de 1918. Con ambos acontecimientos comenzaría la modernización conflictiva de la educación superior universitaria de América Latina a lo largo del siglo XX.

Tuesday, March 14, 2017

Ética académica y libertad de cátedra


Ética académica y libertad de cátedra
Adrián Acosta Silva
(Nexos digital, 13/03/2017)
La semana pasada un episodio escandaloso circuló por las venas abiertas de las redes sociales. Un profesor universitario aparecía impartiendo clase frente a un grupo de estudiantes de una escuela preparatoria de la Universidad de Guadalajara, hablando de manera “soez y poco apropiada” (según lo calificó posteriormente la directora de dicha escuela) sobre la violencia contra las mujeres. En pleno día internacional de la mujer, el escándalo se volvió “viral” y el profesor fue exhibido como misógino, machista e ignorante. Aunque luego se supo que el video había sido filmado y editado por los propios estudiantes, y fue “descontextualizado” de la clase completa del citado profesor (clase que tiene el paradójico título de “Habilidades del aprendizaje”), el daño ya estaba hecho. Las autoridades universitarias anunciaron rápidamente un procedimiento administrativo y posibles sanciones al profesor. No se sabe en que terminará este drama minúsculo de la vida universitaria.
La nota llama la atención porque retorna al primer plano una discusión clásica: el de los límites entre la libertad de cátedra y la ética académica. Más allá del linchamiento mediático al profesor, del clima de indignación moral que suscitó en las redes el video, y de la confirmación de los efectos indeseables del poder efímero de las redes sociales, lo que resulta relevante es la confirmación de la ambiguedad de los límites entre los imperativos éticos, la responsabilidad intelectual y las prácticas académicas universitarias. ¿Hasta dónde un profesor o profesora puede ejercer la libertad de cátedra en el ejercicio cotidiano de su labor frente a los estudiantes? ¿Es legítimo que los estudiantes utilizen las nuevas tecnologías para realizar labores de espionaje y denuncia sobre sus profesores? ¿Cómo actúan las autoridades universitarias frente a este tipo de actos, más comunes y cotidianos de lo que se piensa? Las lecturas del asunto son diversas debido precisamente a la naturaleza pantanosa de las relaciones entre estos componentes. Atribuir a las redes sociales la culpa de las deformaciones de una información pública, al profesor el uso de un lenguaje no apropiado, o a la pureza de las normas burocráticas universitarias el cumplimiento de las labores académicas, significa eludir la complejidad del asunto.
Que un profesor exprese una opinión, ofrezca un ejemplo, o recurra a cierta dramatización de algún tema o situación, es cosa de todos los días. Son usos y costumbres que intentan llamar la atención de los estudiantes sobre temas o problemas de algún tipo. De alguna manera, son recursos retóricos que dependen del criterio, la experiencia o la capacidad intelectual del profesor o profesora, del tipo de materia que se trate, del programa que corresponda. La libertad de enseñanza supone justamente eso: que el profesor tenga la autoridad académica y la libertad para expresar sus conocimientos u opiniones, así sean polémicas o políticamente incorrectas, bajo el supuesto de que ello es un recurso pedagógico del ámbito académico universitario.
Que un maestro utilize ejemplos que no van al caso, con un lenguaje donde la grosería y la vulgaridad colorean sus ejemplos, son muestra de las limitaciones académicas e intelectuales del profesor, no problemas de la libertad de cátedra. Pero si a eso se agrega el clima de resentimiento que puede existir en ciertas comunidades, y la probada capacidad de escándalo que las imágenes y palabras tienen entre los usuarios adictos a las redes sociales, que conquistan el éxito y la atención pública por unos minutos o por unas horas, la actividad académica universitaria se vuelve el producto de las aguas revueltas y en ocasiones empantanadas de la corrección política, el linchamiento moral, y la precariedad intelectual de profesores, estudiantes o autoridades universitarias.
La ubicuidad de los teléfonos inteligentes y de las redes sociales los ha convertido en instrumentos de denigración y chismes que antes se refugiaban discretamente en las paredes de los baños escolares, o que circulaban como anécdotas en las fiestas de profesores o estudiantes. Las tendencias a la moderación y la prudencia pública –ese “viejo arte de saber quedarse callado en público”, como le denomina Enzesberger en Reflexiones del Señor Z-, parecen desvanecerse entre profesores y estudiantes universitarios. En organizaciones como la universidad, que legitiman su función justamente por el ejercicio de la libertad de reflexión, debate y discusión que teóricamente caracterizan su vida intelectual y académica, la instalación en el subsuelo institucional de prácticas de enseñanza en climas de temor, de venganza y búsqueda deliberada del escándalo y la humillación, muestran el lado oscuro, incivilizado, de las nuevas redes sociales y las prácticas académicas habituales.
Junto con las prácticas de plagio, de simulación académica, de acoso escolar de algunos profesores y estudiantes, o la debilidad de las autoridades universitarias públicas o privadas para actuar ante comportamientos “inapropiados” de unos u otros, y frente al poder de las redes sociales para denunciar, chantajear o exhibir personas y reputaciones, las lecciones del pequeño escándalo de una de nuestras repúblicas universitarias apuntan hacia la confirmación de las paradojas y pequeños dramas que habitan la vida escolar cotidiana en aulas y planteles.

Thursday, March 02, 2017

Autonomía y poder institucional (2): la era colonial


Estación de paso

Autonomía y poder institucional (2): la era colonial

Adrián Acosta Silva

(Campus Milenio, 02/03/2017)

En el pasado remoto y reciente de las universidades, la autonomía ha sido una característica fundamental de su vida institucional, tanto en las viejas universidades de Europa como en las universidades coloniales y en la peculiar modernidad latinoamericana que surgió en el siglo XIX y se consolidó en el XX, en medio de las guerras de independencia y la construcción de los regímenes políticos nacional-populares. Bolonia, París u Oxford desarrollaron desde sus orígenes un acusado celo institucional por el cuidado de sus prácticas académicas, por la organización de sus bibliotecas, o por la selección de sus estudiantes y profesores. Podían negociar con las autoridades locales, monárquicas u eclesiásticas el nombramiento de rectores y decanos, los montos del apoyo financiero a sus labores institucionales, la incorporación de personajes y funcionarios en la supervisión del funcionamiento de las escuelas universitarias. Pero lo que no permitían era que esas figuras intervinieran con demasiada frecuencia en el gobierno universitario (generalmente dominado por los estudiantes o por los profesores), o que llegaran a alterar los contenidos de los programas y de los cursos, la manera en que se organizaban y ejecutaban cotidianamente los misterios del trivium y del cuadrivium, esas formas medievales de organización del saber en las universidades europeas.

En América Latina y el Caribe, las primeras universidades –Santo Domingo, San Marcos, México- que llegaron de la mano de los clérigos y de los conquistadores, también ejercieron desde el principio una peculiar forma de autonomía institucional. Las órdenes de predicadores –en especial los dominicos, los agustinos, los franciscanos, y posteriormente, hacia el siglo XVIII, los jesuitas- ejercieron un poder autonómico práctico que les permitía negociar con los poderes virreinales y papales los asuntos económicos y financieros indispensables para el sostenimiento de sus escuelas y seminarios. A lo largo del largo dominio colonial, la expansión de las universidades hispanoamericanas fue producto de la legitimación de la “autonomía negociada” que se impuso como el núcleo duro de las relaciones entre las universidades, la iglesia y la monarquía española y sus representantes virreinales. El resultado es conocido y documentado por los historiadores universitarios: entre 1538 y 1812, se fundaron en la región 31 nuevas universidades, inspiradas casi todas en el modelo de la Universidad de Salamanca pero con diferencias significativas y trayectorias singulares en cada caso.

Ese largo período de dominación colonial esconde varios episodios interesantes, de los cuales destacan por lo menos dos. El primero tiene que ver con el proceso de construcción de los 5 “modelos” universitarios hispanoamericanos formulados por los historiadores Mariano Peset y Enrique González: la universidad-claustral, la municipal, la colegial, la conventual, y la Real. Cada uno de esos modelos surgió en condiciones específicas a lo largo del territorio americano, y su fundación obedeció a la gestión que las órdenes de predicadores establecieron con los poderes locales, virreinales o monárquicos peninsulares desde el siglo XVI y hasta finales del siglo XVIII.

El otro episodio tiene que ver con los intentos de “modernización” que comenzaron a impulsarse con las reformas borbónicas en el siglo XVIII. Esos intentos fueron influidos por el poder intelectual y político de la ilustración y del liberalismo que recorrían el ambiente europeo y que acompañaban el desvanecimiento del viejo orden feudal y la emergencia revolucionaria del moderno orden capitalista. Las universidades dominadas por la mixtura de los poderes de la iglesia y de los estados monárquicos, fueron uno de los objetos de atención del “despotismo ilustrado” que surge como un esfuerzo de adaptación a las nuevas exigencias intelectuales, políticas y económicas que desafiaban las bases materiales y espirituales del orden monárquico y feudal. El enciclopedismo y siglo de las luces significaba para las universidades el abandono radical o paulatino de las viejas prácticas autonómicas para adaptarse a las exigencias de la razón y no de la fe, del debate y la experimentación y no de la repetición de los dogmas y las prohibiciones. Para decirlo en breve, la nueva autonomía ilustrada y racionalista implicaba también un nuevo régimen de libertades intelectuales, académicas y políticas, que permitieran desafiar los saberes convencionales y, a la vez, que rescataran los saberes clásicos de griegos y romanos que habían sido censurados durante siglos por la iglesia católica y sus tribunales inquisitoriales.

Entre el siglo XVIII y XIX las ideas de Voltaire, Rousseau, Hobbes, Galileo Galilei, Diderot, Locke, junto con el redescubrimiento de Copérnico, Platón, Sócrates o Aristóteles, tendrán un efecto intelectual decisivo en la configuración de las fuerzas de demolición política y científica de los dogmas imperantes en el “trívium” y el “cuadrivium” de las universidades europeas y coloniales. La mixtura de fuerzas liberales, positivistas y racionalistas que impulsaron los procesos de independencia de las colonias hispanoamericanas encuentran en esos autores el combustible intelectual para cuestionar la vieja autonomía conservadora de las universidades, a las que encararán como formas reaccionarias, como instituciones “inútiles, irreformables y perniciosas” como denominó el liberal mexicano José María Luis Mora a la Universidad Real y Pontificia de México en 1833, para justificar la clausura de esa institución.

Con el inicio de los procesos independentistas hispanoamericanos en los inicios del siglo XIX, las universidades coloniales enfrentarían una crisis de identidad institucional, donde sus tradicionales formas de legitimación y organización serán cuestionadas furiosamente por los liberales. El derrumbe del orden colonial y los primeros intentos de construcción de las repúblicas independientes de ese siglo convulsivo, marcarán la clausura de las instituciones universitarias y el surgimiento de nuevas formas de articulación entre el saber y el poder en los distintos contextos latinoamericanos.