Tuesday, February 14, 2012

Simpatía por el diablo



Estación de paso
Simpatía por el diablo
Adrián Acosta Silva
Señales de Humo, Radio U. de G., 16 de febrero, 2012

Como bien lo saben los políticos experimentados, los borrachos comunes y los ladrones astutos, el diablo, el viejo y antiquísimo diablo, es una figura fascinante, que supera con mucho sus simples connotaciones religiosas o metafísicas. Representa lo desconocido pero también lo ya probado, la incertidumbre y la soledad humana, la tensión que encierran los dilemas morales, los demonios del insomnio, de los deseos insatisfechos, de la ambición y la codicia humanas, formuladas bajo la envoltura prohibicionista de los siete pecados capitales. Satán, Belcebú, Mefistófeles, Lucifer, como quiera llamársele, es una figura seductora, un personaje complejo, un referente inapreciable para tratar de entender la dimensión simbólica de las prácticas humanas y sus representaciones sociales.
La banalización del diablo como sinónimo del mal es una invención moderna, cuyas raíces están en buena medida en las pretensiones de legitimidad moral de la iglesia católica, basadas en ofrecer a fieles e infieles “el soborno del cielo”, como le denominó el escritor George Bernard Shaw. Gracias al Diablo más que a Dios, la iglesia católica pudo expandir su dominio en occidente, proclamando la lucha contra el mal, atacando y sometiendo a los infieles, desde las cruzadas medievales hasta la conquista de América.
El infierno como lugar, el diablo como su habitante eterno, son lo opuesto al cielo y a Dios, la fantasía bicolor del bien y del mal. Por eso, justamente, los Rolling Stones titularon una de sus más célebres canciones “Simpatía por el Diablo” (que también puede ser traducida como “compasión” o “solidaridad” con el otrora innombrable), para subrayar la ambigüedad y el encanto que el demonio tiene en la vida de los humanos, el carácter desafiante y ubicuo de lo prohibido, la esencia contradictoria y conflictiva de las pasiones.
“Permítanme presentarme/ soy un hombre de riquezas y de gusto refinado”, cantaba en los años sesenta el entonces joven Jagger acompañado por la guitarra insobornable de Keith Richards. Y esa música de fondo bien podría acompañar la definición del diablo que ofrece Ambrose Bierce: “Culpable de todos nuestros males y propietario de todo lo bueno que existe en el mundo. Fue creado por el Todopoderoso, pero lo trajo al mundo una mujer”. (Ambrose Bierce, El diccionario del diablo, Valedemar, 2009, Madrid, p.85)
Por obvias razones, el diablo tenía que ser representado como feo, según narra Humberto Eco en su espléndida Historia de la fealdad (Lumen 2007, Barcelona, p.92). Pero esa fealdad diabólica ha tenido varias transformaciones a lo largo de la historia reciente. De la imagen brutal de la bestia, se ha pasado a la representación del demonio como una entidad refinada, sabia y bien vestida, como lo muestra, por ejemplo, la actuación de Robert de Niro en la cinta “Corazón satánico” (Angel Heart, 1987), o la que hace de manera impecable Al Pacino en “El abogado del diablo” (The Devil´s Advocate,1997).
Fausto, la reciente película del ruso Alexander Sokurov (2011) es una versión libre de la conocida obra de Goethe, cuya trama, desenlace e interrogantes poseen la fuerza y la belleza de lo clásico. La cinta es un recorrido nuevo y a la vez conocido de la figura del diablo sobre la vida de los humanos. En esta versión, el usurero del pueblo es la representación del diablo, que entabla una negociación larga y amistosa con los moradores del poblado y en particular, con el Dr. Fausto, un médico cansado, madurón, solitario, desilusionado y empobrecido, cuya existencia arrastra con pesadumbre y malhumor.
El usurero es una figura reconocida, apreciada y buscada por los pobladores. Recorre casas y calles de manera cotidiana, bebe en las cantinas y burdeles del lugar, suele bañarse ahí donde las mujeres lavan la ropa, conversa animadamente con los policías, ladrones y autoridades del lugar. El diablo es, pues, una figura familiar en el paisaje local, una entidad reconocida y hasta querida por hombres y mujeres. No es una figura clandestina, oculta en las sombras y el misterio, sino una figura pública. Ahí radica el encanto de la película de Sokurov: la naturalización del usurero/diablo en la vida cotidiana, su papel ordenador de la convivencia social, su función como mecanismo de salvación de las angustias y ansiedades cotidianas. Más que tentación o representación del mal, Mauricio, el usurero, es el negociador de cosas, prendas y monedas, el traficante de dinero por compromisos, un recurso fiable para resolver problemas materiales, morales y hasta políticos. Quizá ahí, de esa presencia ubicua y extendida, deriva el viejo dicho: el diablo está en los detalles.
Pero como en la obra de Goethe, Mefistófeles es capaz de incomodar al Dr. Fausto, sacudir sus certezas, cuestionar sus creencias. El escepticismo faustiano se recrudece en sus diálogos con el usurero:
Sobre la eternidad: “Piénsalo bien”, le dice el diablo a Fausto: “estoy condenado a la soledad eterna, sin ninguna esperanza de salvación”.
Sobre la ignorancia: “Las cosas que no sabemos son las que nos pueden resultar más útiles”
Sobre el poder de la mujer: “¿Que une a una mujer con un hombre?: el dinero, la lujuria y la aspiración de un hogar común”
Sobre la libertad: “¿Quién te guiará a la salida?”, le pregunta el diablo a Fausto cuando este lo asesina y emprende la marcha hacia ningún lado. “Voy a seguir, a seguir, a seguir”, le responde Fausto. Ese camino incierto, sin sentido, arriesgado e impulsivo, es el camino que los mortales -representados por el Dr. Fausto-, deciden emprender sin la ayuda de Dios, pero tampoco del Diablo. Es la imagen más pura de la libertad humana.

Wednesday, February 01, 2012

¿Políticas de Estado?



Estación de paso
¿Políticas de Estado?
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 2 de febrero de 2012

Para Rolando Cordera, con la espléndida música de los setenta

El fin de semana pasado, diversos medios periodísticos registraron una declaración del candidato presidencial de las diversas agrupaciones de izquierda, Andrés Manuel López Obrador, en la que, al presentar a la ex corredora olímpica Ana Gabriela Guevara como su propuesta para hacerse cargo del proyecto nacional de deporte que lanzará en su gobierno, señaló que es necesaria “una política de estado” para hacer que esa actividad –el deporte- se convierte en una prioridad nacional (Milenio, 28/01/12).
La declaración es, por supuesto, una típica declaración de campaña, que corresponde puntualmente a lo que uno espera que digan los candidatos en estos ineludibles tiempos de retórica, propuestas y arengas políticas. Lo curioso es que vuelva a aparecer en el horizonte una frase que desde hace tiempo se ha vuelto un lugar común de la política mexicana. La idea de que los problemas, las propuestas y acciones deben ser tratados con “políticas de estado”. Nadie sabe bien qué quiere decir eso, ni cómo se puede interpretar, ni que bondades puede traer las “políticas de estado” a la solución de los grandes y pequeños problemas nacionales de todos los días, pero la frase de marras ya forma parte del lenguaje político de la época.
Se entiende que la idea detrás de la frase es que el tratamiento y resolución de los problemas públicos –el deporte, la inseguridad pública, la educación, la pobreza, la contaminación ambiental, la cultura- deben colocarse en un horizonte transexenal, es decir, que vaya más allá de los seis años de gobierno en que dura una administración pública federal. Y que para eso son justamente las “políticas de Estado”, para que no sean solamente “políticas de gobierno”. Se trata, bien mirado, de desafiar las restricciones que imponen el tiempo y el poder: mirar más allá de los límites sexenales convencionales, y tratar de jugar con recursos políticos que van más allá de las atribuciones formales de un gobierno electo. Y ahí, la declaración lopezobradorista se parece mucho a lo que han dicho en otros tiempos y con otros tonos los presidentes Salinas, Zedillo, Fox o Calderón.
El problema es teórico y conceptual, dirían los académicos, pero también insoportablemente práctico, dirían los políticos. Porque, de un lado, “políticas de estado” es, en el lenguaje político mexicano, un concepto vaciado de significado, donde, como en el país de Humpty Dumpty las palabras significan lo que cada uno quiere que signifiquen. Por otro, porque el Estado mexicano mismo es hoy una entidad difusa, contradictoria, débil y conflictiva. Más allá y al fondo, porque el discurso y las prácticas públicas son frecuentemente una colección heterogénea de buenas intenciones y malos resultados, de nobles deseos y pésimas ejecuciones, de debilidades gubernamentales y escepticismos públicos. En suma: políticas de estado es un concepto de busca de significado teórico y práctico específico, aunque suela ser un terminajo utilizado por izquierdas y derechas como solución y exorcismo de nuestros males públicos.
Quizá, como aconsejan los clásicos, habría que precisar primero qué Estado y qué políticas. Y hoy por hoy, ese esfuerzo semántico va irremediablemente unido a un léxico de la época que no se puede eludir: democracia, justicia, equidad, prosperidad, bienestar. Eso no puede ser reducido ni a juego de scrabble ni a glamorosa ocurrencia de campaña. Y tampoco garantiza la ausencia del desacuerdo y el conflicto, esas monedas de uso corriente en la política de todos los días. Por el contrario: “políticas de estado” puede tener una connotación productiva sí, y sólo sí se argumenta para qué diablos pueden servir hoy día, cómo se pueden construir, y qué futuros le podrían estar asociados. De otro modo, el lenguaje político de la temporada sólo apuntalará el hecho de que la confusión entre las palabras y las cosas habita en buena medida el centro de nuestras incapacidades públicas.