Thursday, May 24, 2018

Becarios

Estación de paso
Becarios
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 24/05/2018)

Desde su origen medieval, las universidades desarrollaron un complicado entramado de relaciones entre estudiantes y profesores que derivaron de las viejas prácticas de los oficios entre aprendiz y maestro. Dado su origen corporativo –la universidad como una corporación o comunidad de practicantes especializada en el mismo oficio (leer y escribir)-, esa relación de aprendices-alumnos/profesores-maestros, se constituyó como el núcleo duro del orden institucional universitario, un núcleo que se mantiene el centro de la vida escolar universitaria desde hace más de nueve siglos.
Con la revolución académica de principios del siglo XIX, en la cual la enseñanza, la investigación y los aprendizajes se consolidaron como el paradigma dominante de la educación superior, los aprendices se convirtieron en estudiantes-becarios y los profesores-investigadores en tutores. Incorporarse a las tareas de enseñanza e investigación se convirtió en la principal ruta de acceso a la ciencia y a la tecnología, una ruta generalmente pavimentada por el camino de las becas o patrocinios públicos o privados. Con el ascenso del Estado del Bienestar, el derecho a la educación se constituyó como uno de los pilares de las políticas sociales, que incluyeron la gratuidad y obligatoriedad de la enseñanza pública, que contemplaron casi desde el principio sistemas nacionales de becas para los sectores que por su origen social o por méritos individuales (o ambas) debían ser apoyadas mediante transferencias financieras públicas directas (a los individuos) o indirectas (a los programas o instituciones de adscripción de los estudiantes).
En ese contexto surge la figura del becario moderno, un estudiante generalmente universitario que en virtud de su ciudadanía, origen social, méritos académicos o capacidades intelectuales, es considerado por el Estado o por las propias instituciones universitarias como un individuo con el derecho a ser apoyado para realizar sus estudios. Esa figura ha adquirido legitimidad y representación entre las comunidades académicas universitarias en México. Se sabe que mediante diversos programas –federales, estatales, municipales, institucionales- los jóvenes estudiantes mexicanos pueden tener acceso a diversos tipos de apoyos públicos y privados para mejorar el acceso, la permanencia y tránsito por los estudios técnicos, de licenciatura o de posgrado en las diversas instituciones nacionales de educación. Sin embargo, poco se sabe de las prácticas de los becarios, el sentido de su trabajo, las condiciones de su desempeño, los resultados que se obtienen.
Según datos registrados en el Anexo del 5º. Informe de Gobierno del Presidente Enrique Peña Nieto, durante el ciclo escolar 2016-2017 se otorgaron un total de 7.7 millones de becas a los niños y jóvenes mexicanos de todos los niveles educativos. De ese total, 6.1 millones corresponden al Programa de Inclusión Social (PROSPERA)- que se distribuyen mayormente en los niveles educativos básicos: primaria y secundaria-, 525 mil son becas de “manutención” (lo que antes era PRONABES), y poco más de un millón corresponden a “otras becas”. En este último rubro se consideran las 151 mil becas de nivel superior que se otorgaron en 2017, de las cuales poco más de 58 mil son las de becarios de posgrado del CONACYT.
Los datos son apenas la puerta de entrada al análisis del “becariato” mexicano moderno. Como parte de las políticas de accesibilidad al derecho a la educación, las últimas seis administraciones federales han instrumentado diversos programas de becas públicas para los jóvenes mexicanos. Existen actualmente tres grandes tipos de becas y de becarios: las de manutención, las ”científicas”, y para estudios de posgrado. Las primeras se destinan básicamente a estudiantes de licenciatura universitaria, con el propósito de apoyar gastos de transporte y alimentación durante su trayecto escolar. Las segundas se dirigen a la contratación de auxiliares de investigación en proyectos dirigidos por investigadores consolidados (SNI). Las terceras son la de los estudiantes que fueron aceptados en programas de posgrado reconocidos en el Padrón de Posgrados de Calidad del CONACYT.
Pero existen también un conjunto amplio y heterogéneo de becas públicas y privadas de las cuales no tenemos datos precisos (o incluso, no existen datos). Muchos gobiernos estatales y no pocos municipales destinan una fracción de sus presupuestos al otorgamiento de becas para el nivel medio superior y superior en sus respectivos territorios y poblaciones. Asimismo, las propias universidades públicas suelen destinar un porcentaje de sus recursos al otorgamiento de becas a sus estudiantes, ya sea en forma de apoyos para compra de artículos escolares, alimentación, transporte, o mediante la condonación de pagos de matrícula semestral o anual a los estudiantes que así lo soliciten. Las becas privadas que manejan instituciones educativas particulares, bancos o fundaciones, muchas veces bajo la forma de becas-crédito, también forman parte del complicado universo de los becarios mexicanos.
Es difícil hablar entonces de un sistema nacional de becas. Tenemos en el mejor de los casos un sistema federal de becas, que coexiste con conjuntos dispersos de becas y de becarios en los ámbitos locales, públicos y privados. Sin embargo, no existe un registro sistemático de seguimiento de becarios que permita conocer con mayor precisión y profundidad sus distintos tipos y perfiles, sus trayectorias, sus desempeños, sus comportamientos y prácticas. Aunque existen esfuerzos notables de investigación en torno a casos específicos –programas, escuelas, algunas instituciones-, no disponemos de un sistema de información que permita construir conocimiento sobre los miles de jóvenes que son apoyados con recursos públicos o privados a través de becas. Ahora que se anuncia una suerte de programa universal de becas para todos los jóvenes (“queremos tener becarios y no sicarios”, ha dicho en reiteradas ocasiones en buen modo político-electoral el puntero AMLO), quizá sea el momento de avanzar en la configuración de un verdadero sistema nacional de becas que incluya información básica para el conocimiento del becariato mexicano del siglo XXI.

Friday, May 11, 2018

Historia local de la infamia

Estación de paso

Historia local de la infamia

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 10/05/2018)

Desde hace mucho tiempo la desaparición de cientos (¿miles?) de jóvenes ha dejado de ser parte ocasional de la nota roja para asentarse como asunto cotidiano de las postales políticas y sociológicas de nuestra época. Son estampas de tiempos malditos, forjados lentamente bajo el clima ominoso de la crisis de violencia e inseguridad pública que parece haberse asentado en todo el país, donde el tema de las desapariciones se ha colocado en el centro de los reclamos, preocupaciones y ansiedades de muchas zonas de nuestra vida pública. Nunca como hoy, los jóvenes desaparecidos, de Ayotzinapa a Guadalajara, pasando por los cientos de casos que nunca aparecen o capturan poco la atención en los espacios mediáticos virtuales y tradicionales, se han convertido en uno de los puntos críticos de la abultada agenda de los déficits mexicanos contemporáneos.

La crisis de inseguridad es una de las dimensiones del la crisis del Estado mexicano. Disolver en ácido, desmembrar o reducir a cenizas los restos de jóvenes secuestrados y asesinados con saña inaudita, es tan sólo la lúgubre nota final de un fenómeno que ha rebasado de lejos la capacidad estatal de proporcionar mínimos de seguridad pública a sus ciudadanos. Una mezcla fatal de corrupción, impunidad, ineficiencia, ineficacia e indolencia se encuentra en el centro de la erosión de la capacidad del Estado mexicano para inhibir, controlar y abordar la bestia indomable de la violencia homicida que exhiben los grupos de depredadores que deambulan por ciudades y pueblos mexicanos.

La magnitud y complejidad del fenómeno es de suyo evidente. Revela una historia de descomposición moral y social, una era de anomia que se ha ensañado particularmente con los jóvenes de entre 15 y 29 años, según lo expresan los datos de las propias autoridades. El registro de denuncias y el conteo siniestro de cadáveres se han convertido en la única acción pública posible, fuentes inquietantes de información para tratar de entender y construir alguna explicación al abismo negro de las desapariciones. Se multiplican los lamentos, las carpetas de investigación, las hipótesis criminales. Sin embargo, las mismas preguntas laten en el ánimo sombrío de la vida pública: ¿por qué está ocurriendo? ¿porqué aquí y ahora? ¿qué tipo de causalidad explica los hechos? ¿por qué no se resuelven los casos? ¿cómo evitar que los rastros de sangre y muerte se multipliquen sin explicación, ni control, ni remedio?

Años de impunidad y extravíos políticos están detrás de cualquier explicación. Pero la guerra contra las drogas, la inexistencia del Estado de Derecho, el estancamiento económico, la persistencia de la desigualdad social, son explicaciones demasiado generales y banales para comprender las causas profundas de las desapariciones y asesinatos. Lo que tenemos enfrente es otra cosa. Es un espectáculo de horror y fatalidad social acumuladas, expresado por los cientos de sicarios y psicópatas que exhiben sus creencias y prácticas en redes y medios, en calles, en videos y canciones de rap.

El grado de crueldad que hemos visto supera cualquier otro espectáculo similar contemporáneo. Crueldad física y psicológica, desprovista de cualquier consideración moral, como práctica dominada por el cálculo del daño, por la exhibición del puro poder físico sobre víctimas inermes e inocentes. La estrategia de destrucción como arma contundente para pulverizar o disolver entre fuego y ácido cualquier resistencia a la autoridad impostada pero incontenible de los depredadores. Son pandillas de jóvenes secuestrando, matando y desapareciendo a otros jóvenes. Territorios de autoridades legítimas coexistiendo con la autoridad criminal de narcos, traficantes de blancas y de armas, secuestradores y extorsionadores de baja o alta ralea.

Individuos, tribus y organizaciones de eficiencia temible actuando en entornos de ineficacia brutal de policías locales, estatales y federales, de burocracias judiciales entrampadas y corruptas, de liderazgos políticos incapaces, incrédulos o confundidos por la magnitud de lo que ocurre frente a sus propios ojos. Sociedades locales dominadas por la rabia, la indignación o la impotencia. Pero también voces y grupos que solapan, toleran o justifican los hechos como meros problemas de individuos aislados, solitarios, que de alguna manera “encuentran lo que buscan”. Son los déficits del Estado combinados con los déficits de cohesión social largamente acumulados en los sótanos y márgenes de la cultura, la economía y la política.

Jóvenes matando jóvenes. El Mencho, el Cholo, el QBA, el Cochi, el Canzón. Individuos detrás de apodos que representan trayectorias surgidas en estados larvarios bajo climas de naturalización de la violencia, relatos de sangre y poder, épicas de la crueldad, búsqueda desesperada de opciones de movilidad social, de sentidos de pertenencia e identidad que no proporcionan ni la escuela, ni el trabajo, ni la religión, ni las familias ni las comunidades. Comportamientos que no son inhibidos por el temor ni a Dios ni al Estado. Son los rostros y hechos cotidianos que habitan nuestra propia, terrible, historia local de la infamia.