Thursday, October 22, 2020

Instrumentos

Estación de paso El discreto encanto de los instrumentos Adrián Acosta Silva (Campus Milenio, 22/10/2020) La experiencia pandémica ha obligado a las universidades a revisar sus esquemas tradicionales de administración, enseñanza e investigación. Las fronteras del campus se han vuelto más elásticas y difusas, incorporando formas de interacción a distancia, modos de comunicación que implican nuevos hábitos, rutinas y costumbres. Aún no sabemos bien los impactos que en el mediano y largo plazo tendrán estos nuevos comportamientos en la vida académica e institucional universitaria, pero es posible advertir ya algunas señales del futuro. La identificación de esas señales hay que buscarlas en la dimensión instrumental de las prácticas universitarias, cocinadas a fuego rápido en las fronteras siempre imprecisas de la universidad. En esos instrumentos -plataformas, apps, repositorios digitales, videollamadas- descansa la (probable) reinvención de las relaciones sobre las cuales descansa la vida universitaria común. Muchos profesores han tenido que aprender sobre la marcha los usos de las nuevas tecnologías educativas, los estudiantes han tenido que adaptarse el uso de pantallas y al aisalmiento, los directivos intentan gestionar apoyos a estudiantes y profesores. Recientemente, por ejemplo, el MIT ha anunciado la formación de un “profesorado híbrido capaz de adaptarse a la revolución 4.0”, mediante el impulso de un “enfoque heterógeneo” que “conecte comprensión científica, soluciones de ingeniería y aspectos sociales, económicos y políticos” de los diversos campos del conocimiento. En México, la coyuntura está poblada de contrastes, cajas negras y hoyos negros. En más de algún caso, las brechas sociales y digitales preexistentes se han ampliado, y no sabemos muy bien que está pasando con los aprendizajes efectivos. En el mundo plano de la utopía digital, esos detalles no parecen ser relevantes. Hay un malestar acumulado entre ciertos sectores de estudiantes y profesores que tienen que ver con las limitaciones de las nuevas tecnologías digitales en la educación superior, que van desde los problemas de acceso y disponibilidad de conectividad y computadoras, hasta las desiguales condiciones individuales y familiares desde las cuales estudiantes y profesores intercatúan a la distancia. El mundo, lo sabemos, no es plano, aunque sea digital. Mientras todo esto sucede, están ocurriendo quizá algunas cosas interesantes relacionadas con el instrumental de la época. El desarrollo de procesos de autoaprendizaje, la búsqueda de opciones, la curiosidad o la necesidad de construir estrategias adaptativas, forman parte del montón de cosas que ha construido la experiencia individual y colectiva de estos meses largos y tediosos. Los instrumentos ya estaban ahí desde antes de la pandemia, pero se utilizaban relativamente poco en muchas universidades. Hoy, se han vuelto indispensables para enfrentar cotidianamente tareas administrativas, docentes o de investigación. La experiencia recuerda un poco la historia de un instrumento, el saxofón, surgido en un entorno hostil a la aceptación de nuevos sonidos y estilos en la música clásica europea de finales del siglo XIX. Un músico belga, Adolphe Sax, irrumpió en la escena con un nuevo instrumento de su invención (el sax), que terminó por renovar la música popular y clásica a lo largo del siglo XX. Ese intrumento, junto con el jazz, transformaron para siempre la música popular europea y estadounidense. Resulta curiosa esa historia si se mira como parte de las transformaciones experimentadas por la música a lo largo del siglo XX. Uno de los decanos de educación de saxofón en los Estados Unidos, Frederick L. Hemke, se lamentaba a comienzos del siglo XXI de que las grandes orquestas sinfónicas norteamericanas aún se resisitían a incorporar al sax como un instrumento legítimo para la composición y ejecución de nuevos repertorios. “Si nos quedamos con el Concertino de Ibert, que es hermoso, por el resto de nuestras vidas, también nosotros moriremos como los instrumentos muertos de orquesta sinfónica”, declaró en una entrevista al periodista Michael Segell. Para el profesor Hemke, la renovación del instrumental de la música clásica era parte de un acercamiento con las nuevas generaciones, crecidas muchas veces en los sonidos del jazz, el blues, el soul y el rock, donde el sax se había convertido en un instrumento común. “Si limitamos nuestras recreaciones a las cosas viejas, entonces no estaremos mejor que las orquestas sinfónicas que se han vuelto reliquias de museo. Puede que el saxofón se haya inventado en el siglo XIX pero sigue siendo un instrumento nuevo. Todavía es el instrumento del futuro”. Vince Gordiano, un anciano reparador de saxofones de Brooklin, está convencido de que “el futuro es lo que puedo encontrar en el pasado”. La historia fascinante de ese instrumento muestra cómo, en los ambientes culturales apropiados -en ese caso específico, la era del jazz- una herramienta puede ser la clave para transformar, renovar o cambiar la manera en que percibimos o actuamos sobre los territorios tradicionales que forman la experiencia. Pero aprender a usar una herramienta requiere tiempo, talento, habilidad, curiosidad. Justo por ello, un saxofonista francés, Saint-Saëns, aconsejaba a sus nuevos estudiantes, desesperados por sonar rápidamente como Sonny Rollins, Charlie Parker o John Coltrane: “Uno debe practicar lento, luego más lentamente y por último, muy lentamente”. Seguramente más de algún lector dirá que las diferencias entre los instrumentos de cambio en la universidad y la música son abismales, y tendrán razón. Pero la lentitud, historia y adaptación, forman los componentes básicos de los cambios de instituciones como la universidad. Quizá justo ahora estemos en presencia de un instrumental que puede modificar percepciones y prácticas de los procesos formativos e investigativos que se realizan en los campus tradicionales y virtuales que son hoy esas organizaciones. Pero tal vez también sean ilusiones, espejismos de una época donde la velocidad y la innovación gobiernan nuestras ansiedades. (Las citas sobre la historia del sax provienen del libro de Michael Segell, “El cuerno del diablo. La historia del saxofón, de la novedad escandalosa al rey de lo cool”, Ed.Paralelo 21, México, 2015).

Thursday, October 08, 2020

Innovación: ¿un nuevo ciclo de políticas?

Estación de paso Innovación: ¿un nuevo ciclo de políticas? Adrián Acosta Silva (Campus Milenio, 08/10/2020) Las palabras son instrumentos poderosos. Lo son en cualquier campo de la acción social, que incluye por supuesto a la educación superior. Su fuerza y magia pueden atrapar el interés, la razón o la pasión de directivos, estudiantes y profesores, aunque también pueden adormecerlos, aburrirlos o ahuyentarlos. Un libro, una idea, un discurso, un relato, pueden, en ciertos contextos y circunstancias, cambiar dramáticamente la vida de individuos y grupos, inducir un hallazgo, mirar desde una nueva perspectiva lo que se aprecia como el orden natural de las cosas. Stefan Zweig, por ejemplo, en Confusión de sentimientos, narra la historia de un estudiante universitario cuando descubre, en medio de los placeres mundanos de la adolescencia, “el amor a la sabiduría”. Fue un descubrimiento azaroso, tras colarse subrepticiamente a un salón universitario para escuchar en la clase de un viejo profesor alemán un encendido elogio a la obra de Shakespeare. “Orgullo, arrogancia, ira, sarcasmo, mofa, toda la sal, todo el plomo, todo el oro, todos los metales del sentimiento” se agolparon en la figura del joven estudiante que recién ingresaba a la universidad. En la reconstrucción de su vida desde la condición de profesor jubilado, ese mismo individuo -el joven estudiante que ahora ya era un viejo profesor universitario- recordaba cómo la pasión intelectual, igual que otras formas de las pasiones vitales, es el combustible que puede inducir cambios profundos en la vida de las personas. El relato muestra que la fuerza inspiradora de las palabras tiene mucho que ver con quien las pronuncia y quien las escucha. Y en la historia de la vida universitaria hay quienes las promueven como instrumentos de cambio, palabras que actúan como insignias de causas asociadas a grandes transformaciones. “Reforma” “autonomía”, “libertad de investigación”, “democracia”, “cogobierno”, forman parte de un lenguaje que acompañó en distintos momentos y con diferentes intensidades los grandes cambios universitarios en América Latina. La argumentación de las ideas y representaciones de esos cambios encendieron pasiones políticas expresadas en movilizaciones, tensiones y conflictos que propiciaron la construcción de nuevos arreglos institucionales. Hoy soplan vientos de cambio reales e imaginarios en el mundo universitario que obedecen a un contexto dominado por la austeridad, la incertidumbre y la confusión, vientos en los que se promueve el uso de un lenguaje que sea capaz de explicar la necesidad de que las universidades formulen una nueva agenda para adaptarse a los tiempos cambiantes de la economía, la política o la cultura. Y la nueva palabra -la “palabra estrella”- en la retórica de la educación superior es “innovación”. Representa, por diversas razones, el signo de los tiempos. Los fuegos artificiales de la innovación son el espectáculo de moda. Se ha convertido en una palabra que se aplica a una gran variedad de procesos: “innovación tecnológica”, “innovación social”, “innovación política”, “innovación gubernamental”, “innovación universitaria”. Sin embargo, el significado mismo del término es ambiguo. Según los populares diccionarios virtuales, innovar significa “mejorar lo existente”, “renovar”, “hacer más eficiente”. En términos más rigurosos, la CEPAL la define como un “proceso de interacción entre diversos agentes” para formular “estrategias cooperativas basadas en esquemas de incentivos y recompensas”. O sea, un típico comportamiento de mercado. No sólo es un asunto semántico. La magia de las palabras (su música, su fuerza) es que potencialmente pueden articular lenguajes para expresar razones, causas, proyectos de transformación vinculados a ideas e intereses capaces de cambiar inercias conservadoras o remover fuerzas muertas. Pero las palabras también tienen que ver con las pasiones, con el descubrimiento de fuerzas vivas que animan la construcción de nuevas explicaciones y proyectos, mejoras potencialmente significativas de procesos, estructuras o relaciones. Por ello, innovación aparece como la palabra toda-ocasión de cierta épica millenial promovida de manera entusiasta por directivos, empresas y consultores dedicados a hacer de la idea del cambio una moneda económica o políticamente rentable. Pero la experiencia muestra que innovar es una palabra sin lenguaje, un concepto vacío en busca de significado que aspira convertirse en la carta principal o el comodín de una nueva narrativa del cambio en la educación superior. Al igual que sucedió con el concepto de calidad, que se convirtió en el mascarón de proa de un largo ciclo de políticas, y al cual nunca se encontró una definición consistente y clara (la más conocida: “concepto relativo, multifactorial y multidimensional”, lo que nos dejaba en las mismas), “innovar” se ha colocado en el centro de un nuevo ciclo de estímulos al cambio: las políticas de innovación. Hay antecedentes de la palabra: reingeniería, reforma, modernización. Fueron esfuerzos verbales por capturar el espíritu de sus respectivas épocas. Como aquellas palabras, “innovar” está asociado a la mitología del progreso, a la noción de que las instituciones, cuando innovan, avanzan hacia algún lugar, hacia una imaginaria etapa en la cual mejorarán con el tiempo sus estructuras y procesos. Innovación se asocia a digitalización e inteligencia artificial, al uso de plataformas, apps y algortimos, a la calidad, a la internacionalización, a los modelos de triple, cuádruple o quintúple hélice, esas metáforas simplonas sobre los motores y máquinas que se supone impulsan las relaciones entre ciencia, tecnología e innovación. Pero lo más interesante de las implicaciones de la nueva palabra de la república universitaria es que, como ocurrió con las diversas modernizaciones del pasado reciente, expresa una crítica a lo tradicional, que se asume como el problema central al que hay que buscar soluciones. Tradicional es sinónimo de conservador, de algo que es resistente o impermeable a los cambios, que esconde un orden institucional costoso, improductivo, poco competitivo, inadecuado para contextos que exigen adaptaciones pragmáticas, transformaciones urgentes o adecuaciones planificadas. Sin embargo, y paradójicamente, lo que ha permitido la supervivencia de las universidades como instituciones son justamente las prácticas tradicionales en el ámbito académico, aquellas que explican los complejos procesos de formación, investigación y producción del conocimiento científico o humanístico. La permanencia de esas tradiciones a lo largo del tiempo –“el amor a la sabiduría”- constituye la principal fuente de legitimidad intelectual, cultural y política de las universidades. Justo por ello, por la temporalidad y complejidad de los procesos académicos -sus tradiciones, usos y costumbres-, es posible advertir en las pretensiones de las políticas de innovación más intereses que pasiones y razones. O más específicamente: son intereses sin pasiones, desprendimientos retóricos de un tiempo gobernado por la ansiedad del cambio, los imaginarios del cálculo racional, y las fuerzas del emprendurismo, el pragmatismo político y el neoutilitarismo que marcan el espíritu de nuestra época. Las políticas de modernización de la educación superior basadas en la evaluación de los años noventa, a la que siguieron las políticas de aseguramiento de la calidad de los tres primeros lustros del siglo XXI, serán probalemente sustituidas por las políticas de innovación que hemos visto desplegarse en la retórica de los cambios durante los años recientes. Los fantasmas de este nuevo ciclo de políticas recorren los campus universitarios en entornos de confusión e incertidumbre sobre el futuro. Quizá esos entornos son lo que explican su expansión sin pasiones. Pero sabemos que en la historia de las políticas, las pasiones son siervas de los intereses. Y los intereses, como escribió el duque de Rohan en el siglo XVII, nunca mienten.

Saturday, October 03, 2020

Hojas de otoño

Estación de paso Hojas de otoño: leyes, decretos y universidades Adrián Acosta Silva (Campus-Milenio, 01/10/2020) En el paisaje otoñal que caracteriza la coyuntura de la crisis pandémica, se perfila un fin de año complicado para la educación superior mexicana. Tres iniciativas federales destacan en el horizonte: la reforma al reglamento del Sistema Nacional de Investigadores, la aprobación de la Ley de Ciencia, Tecnología e Innovación, y la Ley General para la Educación Superior. La primera ya fue decretada y publicada por el poder ejecutivo federal la semana pasada, mientras que las dos iniciativas de Ley, al parecer, serán discutidas y, en su caso, aprobadas por el legislativo en el actual período de sesiones. En su conjunto, estas reformas al marco normativo y operativo de la educación terciaria, la ciencia y la tecnología, tendrán impactos significativos en las universidades públicas del país. Aunque aún es dífícil apreciar con claridad la magnitud de las implicaciones de esas iniciativas, se puede afirmar que tendrán efectos importantes en las relaciones entre los procesos de formación, investigación y producción de conocimento en las instituciones de educación superior. Las reformas configuran nuevos entornos de políticas especialmente para el nivel del posgrado que ofrecen las universidades públicas y los centros especializados de investigación. Por ello, quizá sea pertinente reflexionar sobre la complejidad de las relaciones que articulan los delicados vínculos entre los procesos mencionados. En primer lugar, habría que reconocer que, como todas las formas de la acción social, los procesos de formación, investigación y producción de conocimiento son resultado de relaciones sociales entre individuos, grupos e instituciones. Es decir, no son relaciones naturales, obvias, mecánicas, sino construcciones sociales basadas en la tensión, la coordinación y la cooperación. La lógica de dichas relaciones surge de largos procesos de diferenciación e integración de las actividades docentes y de investigación en todas las áreas científicas y humanisticas. Las figuras de los estudiantes de posgrado (maestrantes, doctorantes) y de los profesionales de la investigación (los científicos e investigadores), que interactúan en espacios especializados para el desarrollo de sus actividades (programas, institutos, centros universitarios), son la expresión simplificada de la complejidad de las relaciones sociales que sostienen y estimulan la diversificación, diferenciación e integración de las disciplinas y subdisciplinas en todos los campos de la investigación. En segundo lugar podría preguntarse: ¿cómo se construye el conocimiento en la universidad? Mediante la vinculación entre aprendizaje e investigación, como lo sabemos desde la aguda observación que el profesor Wilhelm von Humboldt hizo desde su cubículo de la Universidad de Berlín a principios del siglo XIX, y que sentó la bases de uno de los principios fundacionales de las universidades modernas: las libertades de enseñanza e investigación. Pero esa relación supone prácticas básicas, socialmente compartidas en el ámbito de la universidad: la reflexión solitaria, la discusión colectiva, la observación y la lectura, la experimentación constante, el uso de nuevas metodologías y tecnologías. Esas prácticas son a la vez herramientas básicas del oficio y de la profesión científica y académica, que se aprenden y transmiten de generación en generación, en contextos institucionales específicos, con recursos elementales: aulas, laboratorios, bibliotecas, profesores, condiscípulos, jardines, cafeterías. Esos recursos son esencialmente recursos públicos que las universidades organizan institucionalmente para favorecer el desarrollo de la docencia, la investigación, la difusión de las ciencias, la cultura o las artes. Hay sin duda un fuerte componente individual en la formación y fortalecimiento de grupos y redes de investigación y de conocimiento. Todos los científicos, investigadores, estudiantes de posgrado “caminan a hombros de gigantes” por utilizar la conocida metáfora de Newton. Pero en las universidades contemporáneas esos esfuerzos individuales no bastan. Es necesaria la instrumentación de políticas que favorecan la formación de climas institucionales, culturales e intelectuales apropiados para reconocer el talento, impulsar la curiosidad, organizar procesos formativos estables, coherentes y sustentables. Desafortunadamente, esas políticas han sido erráticas, contradictorias e insuficientes a lo largo de los últimos años. En tercer lugar, está el tema de los desafíos. La multiplicación de centros, institutos, programas, dedicados a la investigación y al posgrado en prácticamente todas las áreas del conocimiento, es producto de la persistencia, la paciencia y el esfuerzo de diversas comunidades para la institucionalización de prácticas académicas apropiadas para legitimar los espacios de formación, investigación y producción del conocimiento. Fortalecer esos espacios es el desafío rutinario del presente y el futuro de los distintos campos disciplinarios. Y en México, como en prácticamente todos los países, esas prácticas son del interés público, alentadas, apoyadas o inducidas por los gobiernos nacionales a través de distintos instrumentos financieros, organizativos o normativos. La experiencia mexicana muestra que el CONACYT, el SNI, y el financiamiento público a las universidades autónomas federales y estatales, son las herramientas que han permitido desarrollar un subsistema nacional de formación, investigación y conocimiento. No es claro que las nuevas reformas puedan apoyar el fortalecimiento de ese subsistema. Hay señales cruzadas provenientes de algunos de los contenidos del nuevo instrumental federal. La práctica eliminación de la biotecnología como parte de las prioridades gubernamentales, la eliminación de los fideicomisos, la centralización burocrática de las decisiones, los recortes presupuestales a la educación superior, forman parte de un ciclo que se antoja complicado para las universidades públicas. Será un otoño difícil.