Wednesday, December 26, 2018

Honoris Causa


Honoris Causa

Adrián Acosta Silva

Para cerrar el año, el pasado 14 de diciembre la Universidad de Guadalajara invistió con el Doctorado Honoris Causa a Porfirio Muñoz Ledo y Lazo de la Vega. También lo hizo con Cuauhtémoc Cárdenas y con Ifigenia Martínez. De acuerdo con el protocolo al uso, la decisión fue tomada por el Consejo General Universitario a partir de una propuesta que un grupo de consejeros hicieron al pleno para otorgar el máximo reconocimiento universitario a alguien que por sus méritos y contribuciones en la ciencia, la cultura o la política se haya distinguido en el desarrollo de esos campos. En este caso, los tres propuestos comparten una historia en común: dirigentes de la corriente democrática del PRI que abandonó ese partido en 1987 para fundar el Frente Democrático Nacional, antecedente político del PRD y de MORENA. Pero también protagonizan historias individuales: Cárdenas como candidato presidencial en tres ocasiones y primer jefe de gobierno de la CDMX; Ifigenia Martínez como economista destacada de la UNAM, formadora de varias generaciones de estudiantes; Porfirio Muñoz Ledo como… como… ¿cómo qué?

Los Doctorados Honoris Causa (DHC) forman parte de los rituales de legitimidad que usan prácticamente todas las universidades del mundo. Su origen es impreciso, pero tiene que ver con las universidades medievales europeas, las que otorgaban tal distinción a aquellos que por “razón o causa merecida” se reconocieran como las máximas autoridades en los campos de la teología, la retórica, la gramática o las artes, esos campos del conocimiento que articulaban el trívium y el cuadrivium, materias en las que se organizaba la enseñanza teórica y práctica en las viejas universidades de Bolonia, París o Salamanca. El otorgamiento de DHC fortalecía el prestigio y la legitimidad de las universidades, además del reconocimiento intelectual, político o científico de quien lo recibía.

Con el tiempo, los DHC se otorgaban también a fundadores, donadores o benefactores de las propias universidades, o a miembros distinguidos de sus propias comunidades académicas. Hoy en día, casi cualquier universidad pública o privada otorga periódicamente esos reconocimientos, como una manera de elevar el prestigio institucional de quien los otorga a través de la autoridad académica, moral o intelectual de quien los recibe. Por eso, no es raro encontrar casos donde los DHC son buscados por los que los reciben, incluso comprando dichos reconocimientos con un módico desembolso, pues es visto como una inversión que reditúa en legitimidad, reputación y prestigio individual. Una búsqueda rápida en Google muestra, por ejemplo lo que hace una institución denominada Los Angeles Development Church & Institute (LADC), que anuncia que, a cambio de 89 dólares de donativo, “recibirás un documento impresionante listo para enmarcar o exhibir en su oficina o lugar de trabajo”, y “puedes referirte a ti mismo como un master, doctor o profesor honoris causa, y aprovechar todas las ventajas de un título prestigioso”. Tal cual.

La U. de G. tiene una larga tradición en el otorgamiento de Honoris Causa. A lo largo de su historia moderna, ha otorgado noventa DHC a científicos, filósofos, sociólogos, médicos, poetas, economistas, físicos, matemáticos o historiadores. Pero ha tenido algunos tropezones notables. Lo hizo, por ejemplo, con el expresidente Luis Echeverría Álvarez en los años setenta, cuando todavía estaba en funciones, aunque algunos años después, sin pena institucional alguna, le fue retirado por la misma Universidad al sospechar que estuvo relacionado con el asesinato de Carlos Ramírez Ladewig en 1975, uno de los líderes históricos de la FEG, la organización estudiantil que fue uno de los afluentes político-corporativos que estructuraron el orden político universitario durante más de cuatro décadas.

El reconocimiento ha sido otorgado a personas y personajes tan disímbolos como Vicente Lombardo Toledano (1945), Ignacio Chávez (1949), Pablo Casals (1971), al Presidente en funciones Adolfo López Mateos (1962), o más recientemente a José Woldenberg (2005), a Fernando del Paso y a Jean Meyer, (2015), a Enrique Krauze (2017) o, en la primavera de este mismo año (2018) a Julio Frenk y José Ramón Cossío. Las motivaciones en todos los casos son una mezcla de admiración genuina y respeto académico hacia los investidos, pero también en no pocos casos son una mezcla de cálculo político y oportunismo franco. Ese parece ser el caso de Porfirio Muñoz Ledo, que por ahora se desempeña como Presidente de la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados, luego de una larga trayectoria como presidente de partidos políticos (PRI, PRD), diputado y senador por diversos partidos, diplomático, profesor universitario, conductor de programas de televisión.

No son pocos los líderes y funcionarios políticos universitarios tapatíos que se han referido a las virtudes políticas, intelectuales y retóricas de Muñoz Ledo. Tampoco son escasas las frases elogiosas que les merece el octagenario político mexicano. Su pasado priista, perredista, fugazmente petista y ahora morenista no son vistos como los rastros de un político astuto, oportunista y advenedizo, sino como las señales de un político coherente, visionario y democrático. Tampoco son mal vistos los arranques retóricos de quien en 1969, siendo un joven y ambicioso diputado del PRI alabó la “valentía y claridad histórica” del Presidente Díaz Ordaz luego de los acontecimientos de 1968, y que ahora llama como “iluminado”, “hijo laico de dios”, “visionario” al presidente López Obrador. Tampoco cuenta el hecho de la impresión que Giovanni Sartori tuvo de PML cuando este lo buscó para conversar con él en una visita a México hacia finales de la década pasada: “es un persona que sabe poco de muchas cosas”, dijo Sartori sin sarcasmo. Muñoz Ledo representa el espíritu de los tiempos políticos mexicanos: una moral elástica, basada en la búsqueda obsesiva de influencias, puestos y posiciones, donde la lisonja, el poder y el dinero se pueden acompañar muy bien.

Muñoz Ledo es el perfecto Fouché mexicano. El que fuera Ministro de la policía general de Napoleón y Duque de Otranto (1759-1820) fue un personaje político curioso, oportunista y siniestro, cuyos rasgos fueron descritos a plenitud por la biografía novelada de Stefan Zweig de 1929: “traidor nato, miserable intrigante, puro reptil, tránsfuga profesional, vil alma de corchete, deplorable inmoralista…”. Pero también cabe en la descripción del carácter otro político francés de la época, el Duque de Noailles, que hace con precisión exquisita Saint-Simon en sus Memorias (1857): “La más vasta e insaciable ambición, el orgullo más supremo, la opinión más confiada de sí, y el más completo desprecio por todo lo que no es uno mismo; la sed de riquezas, la ostentación de todo saber, la pasión por entrar en todo, en especial por gobernar todo (…) la más ardiente pasión de dominar, una vida tenebrosa, encerrada, enemiga de la luz, siempre ocupada en proyectos y búsquedas de medios para alcanzar sus objetivos, todos buenos por execrables, por horribles que puedan ser, con tal de que lo hagan llegar a lo que se propone; una profundidad sin fondo en el interior del Señor Noailles”.

Muñoz Ledo es un híbrido perfecto, mexicanizado, de Fouché y del Duque de Noailles, pero que incluye de manera notable los rasgos de un Gonzalo N. Santos (el viejo cacique potosino de los años cuarenta), de Jesús Reyes Heroles (quizá el último gran ideólogo del PRI), y de Fidel Velázquez (uno de los adalides del movimiento obrero del Revolucionario Institucional). No es el único híbrido político que tenemos, por supuesto, y los ha habido en el pasado y los seguiremos viendo en el futuro, pero destaca en un contexto de descomposición de las ideologías y de los partidos políticos mexicanos. A este personaje se la ha investido con el Honoris Causa de nuestra Universidad. Qué le vamos a hacer.

Thursday, December 20, 2018

Autonomia universitaria y pedagogía presupuestal

Estación de paso
Autonomía universitaria y pedagogía presupuestal
Adrián Acosta Silva
http://www.campusmilenio.mx/index.php?option=com_k2&view=item&id=14217:autonomia-universitaria-y-pedagogia-presupuestal&Itemid=349

¿Cómo se concibe el papel de la autonomía de las universidades públicas en el nuevo proyecto educativo nacional? ¿Cómo está eso de que no habrá rechazados en las universidades? ¿Cómo se relaciona la propuesta de creación de 100 nuevas universidades públicas con lo que ya hacen desde hace décadas las universidades públicas federales y estatales, las escuelas normales, los institutos y universidades tecnológicos en los distintos territorios del país? ¿Qué tipo de educación ofrecerán las nuevas universidades? ¿Harán investigación y difusión? ¿Qué tipo de profesores se contratarán? ¿Cómo se coordinarán? ¿Cuál es el papel de las instituciones particulares de educación superior en el nuevo proyecto educativo del sector terciario? ¿Cómo se articula la retórica del respeto a la autonomía universitaria con el diseño político del presupuesto federal?
La conferencia de prensa que ofreció la mañana del 12 de diciembre el Presidente, en la que presentó la iniciativa de cancelación de la reforma educativa del gobierno anterior no disipó las dudas y preocupaciones respecto a lo que ocurrirá con la educación superior en los próximos años. Las modificaciones propuestas al tercero constitucional no tocan para nada el tema, salvo que extiende la gratuidad de la educación a todos los niveles educativos, incluyendo el universitario. Y sin embargo, en el intercambio con los reporteros el Presidente afirmó sus promesas de campaña: educación universal y gratuita para todos, cero rechazados en las universidades públicas, creación de nuevas universidades públicas, becas para 300 mil jóvenes.
Sin entrar en detalles, el nuevo gobierno ha lanzado una declaratoria de intenciones articuladas a una (nueva/contra) reforma educativa en los cuales, de manera implícita, se afecta la autonomía de las universidades. En buena lógica, por ejemplo, el cero rechazados significa que las universidades deberán aceptar a todo aquel que solicite ingresar a alguna de sus carreras. Luego entonces, se suspenderán los exámenes de ingreso y selección que aplican dichas instituciones, ejerciendo su facultad para fijar políticas de admisión basadas en méritos académicos, disponibilidad de lugares y tipos de programas específicos. Resulta complicado entender como una promesa de campaña que ahora se traduce en programa de gobierno no disminuirá la autonomía académica de las universidades federales y estatales.
Parece ser que en la imaginación presidencial el problema no es de calidad sino de cantidad. Desde su perspectiva, las universidades no admiten a más estudiantes simplemente por falta de cupo. Luego entonces, hay que crear más instituciones y más aulas con más profesores para atender a todos los que solicitan ingreso, independientemente de su desempeño escolar, sus aptitudes y vocaciones, sus expectativas e intereses. Y aquí enseña la cola el diablo: ¿todos los que quieran estudiar medicina, abogacía o ingeniería civil tienen las capacidades y aptitudes escolares o intelectuales para hacerlo? ¿Todos los que quieran estudiar psicología, ciencia política, economía, física, o matemáticas, veterinaria, mercadotecnia o nutrición, deberán ser admitidos? ¿No hay reglas mínimas, elementales, de admisión y selección que deban discriminar a los solicitantes? ¿La equidad social y meritocrática en el acceso significa la “igualdad bruta” en el acceso?
Las implicaciones de la imaginación del nuevo oficialismo se nutren de una mezcla extraña de creencias, certezas e ilusiones. Hay algunas más o menos obvias: una profunda desconfianza o recelo del papel de las universidades públicas en las diversas entidades del país, la sensación de que reciben y gastan muchos recursos públicos con pocos resultados sociales, la certeza en que en las universidades anidan grupos e individuos asociados con las mafias del poder, prácticas de corrupción, irrelevancia de sus programas y proyectos de investigación, configuración de “fábricas de desempleados”. Pero al lado de esto se incluyen evidencias de que las universidades públicas se han convertido en instituciones de elite, pues rechazan a la gran mayoría de los solicitantes; hay manejos raros de los recursos, aunque las auditorias y fiscalizaciones sean positivas; bajo el paradigma de la políticas de calidad de los últimos años (2000-2018) el impacto de las universidades en la diminución de la pobreza y la desigualdad es ambiguo; el financiamiento público es insuficiente para resolver muchos de los problemas estructurales de las universidades.
Pero las nuevas políticas federales hacia las universidades no son solamente un asunto de imaginería y retórica. Es también un tema de decisiones y dinero. En perspectiva, la discusión sobre la autonomía universitaria inició con el presupuesto de egresos del 2019 que fue entregado al Congreso. Ahí se expresa lo que ya se temía: un descenso absoluto y relativo de los recursos a la educación superior. Segúh cálculos de la ANUIES, las IES federales tendrán 6.2 por ciento menos recursos en términos reales; las públicas estatales (que incluye a universidades, las de “apoyo solidario”, el Tecnológico Nacional de México, las tecnológicas y politécnicas), 3.2 por ciento menos (aunque aquí es el único rubro donde se incrementan en 471 millones en términos absolutos, quizá debido a la creación de las primeras universidades públicas anunciadas en la campaña presidencial); los subsidios extraordinarios a las universidades públicas bajan en un 43.6 por ciento; y el programa nacional de becas en un 52.6 por ciento.
De no modificarse el presupuesto enviado por el Ejecutivo al Legislativo en esta semana (que incluye no solamente más dinero al sector sino explicaciones elementales de los recortes brutales a los subsidios extraordinarios y a las becas, por ejemplo) estaríamos en presencia de una política que confirma que las universidades públicas no son prioridad para el nuevo gobierno. De ser así, la confusa retórica del oficialismo sobre la autonomía universitaria se resolverá con claridad en el severo trato político-presupuestal hacia la educación superior. La disputa entre la autonomía universitaria y el presupuesto federal se afirma como el eje de las tensiones de las relaciones entre el Estado y las universidades públicas, pero ahora bajo el tiempo nublado de la “cuarta transformación nacional”, donde la autonomía se lastima con el delicado sonido de la pedagogía presupuestal.
PS. Unas horas después de que este texto fuera enviado a publicación, el propio Presidente anunciaba que la disminución de los recursos federales a las universidades había sido “un error”, y que se corregiría de inmediato. La nueva propuesta presupuestal sería la misma, “en términos reales”, que la del 2018. Esta declaración se suma a las correcciones que el propio Presidente ha hecho de “errores anteriores”, como la de que en el borrador del presupuesto dado a conocer a fines de noviembre se contemplaba disminuir en 32% los recursos a la educación superior (“error de cálculo”), y la desaparición del término autonomía universitaria en la propuesta de reformas al tercero constitucional del 12 de diciembre (“error de dedo”). Por lo visto, habrá que acostubrarse a esta extraña dinámica que revela una mezcla sistemática de descuidos, impericias, provocaciones, prisas, y malhechuras químicamente puras del nuevo gobierno.

Tuesday, December 18, 2018

La música de acá



La música de acá, de Alfredo Sánchez
(EDUG, Guadalajara, 2018)
Adrián Acosta Silva

(Publicado en Laberinto, suplemento cultural del diario Milenio, 15/12/2018)
http://www.milenio.com/cultura/guadalajara-con-guitarra

La lectura del libro que nos ofrece el periodista y músico Alfredo Sánchez contiene un conjunto de crónicas y relatos periodísticos centrados en la vida de algunos de los personajes que han nutrido la vida cultural de Guadalajara en los últimos cincuenta años. Buen representante del periodismo cultural, locutor y productor de programas radiofónicos, músico destacado, cómplice frecuente de otros músicos, el autor conoce como muy pocos las experiencias, lugares, actores y representantes de una vida cultural que es mucho más diversa y compleja de lo que se cree.
18 personajes de la música local son entrevistados en La música de acá. Son retratos hechos a mano, surgidos fundamentalmente desde la admiración. Cinco de ellos nacieron entre 1920 y 1940, cuatro en la década de los cuarenta, seis de los cincuenta, y tres, los más jóvenes de los entrevistados, pertenecen a los años sesenta. Es decir, encontramos entre los personajes que desfilan en las páginas del libro, músicos que fallecieron a los 92 años (Domingo Lobato), y músicos que tienen hoy 54 años (Carlos Sánchez Gutiérrez). En su conjunto son voces que pertenecen a distintas generaciones de músicos que han vivido en Guadalajara a lo largo de más de medio siglo y que configuran un buen mapa de las sensibilidades y sonidos que han circulado por estas tierras mojadas.
Los entrevistados importan por lo que son, o por lo que fueron, pero importan también por lo que representan: trayectorias vitales individuales inevitablemente unidas a espacios físicos concretos: la Escuela de Música de la U. de G., el Lucifer –un mítico congal rockero del centro histórico tapatío-, el Copenhagen 77, o más recientemente el Barba Negra o El Rojo Café. En esos espacios se configuraron “microatmósferas” culturales adecuadas a los distintos espíritus de época que poblaron la música en Guadalajara desde los años cincuenta hasta finales del siglo pasado.
Otro elemento importante del libro es la diversidad de los músicos incluidos en sus entrevistas. De la música clásica al jazz, del rock al blues, de quienes fueron rigurosos formadores académicos de varias generaciones de músicos profesionales, hasta ejecutantes, compositores y cantantes formados en las aguas revueltas de la lírica popular, lo que tenemos en el libro es un muestrario de la educación sentimental de varias generaciones de músicos que hicieron de Guadalajara su lugar de residencia, el lugar desde el cual sus convicciones estéticas, intereses intelectuales y pasiones personales se conjugaron para forjar trayectorias destacadas en la música local y nacional.
Los años sesenta y setenta fueron el auge del rock y el blues en Guadalajara. La Revolución de Emiliano Zapata, Spiders, 39.4, La Fachada de Piedra, Toncho Pilatos, primero, y luego, en los ochenta, destacadamente El Personal o Escalón –agrupaciones en las que participó el propio Alfredo Sánchez-, configuraron trayectorias que alimentaron el carácter francamente escéptico, bastardo, de la “identidad” musical tapatía. Back o Nasty Sex, por ejemplo, sonaban en San Andrés, en Analco, en Oblatos, pero también en Jardines del Bosque o en Providencia, junto a las canciones de Javier Solís, el Mariachi Vargas de Tecalitlán, Los Terrícolas, Los Ángeles Negros, o Mickey Laure. Es un auténtico misterio cómo sobrevivieron los músicos entrevistados en un contexto dominado abrumadoramente por la música comercial local y extranjera, con pocos espacios para tocar en vivo, y con las permanentes reservas de compañías discográficas nacionales para promover los sonidos locales.
El texto reúne un conjunto de contribuciones testimoniales y biográficas importantes para construir una suerte de sociología cultural de la capital tapatía. Las entrevistas trabajadas por el autor a lo largo de varios años, para ser transcritas, revisadas y publicadas hoy en forma impresa, es un buen regalo para los lectores interesados en el pasado reciente de la vida cultural local. Después de todo, la música tiene siempre un sonido propio, con actores, protagonistas y espectadores específicos, que vuelve distinto lo nacional y lo universal a través de la imaginación, el oficio y la creatividad de músicos locales. En ese sentido, La música de acá reconstruye fragmentos de esa fascinante historia cultural.


Thursday, December 06, 2018

Un hombre sensato

Estación de paso

Un hombre sensato

Adrián Acosta Silva

(Publicado en Campus-Milenio, 06/12/2018)

http://www.campusmilenio.mx/index.php?option=com_k2&view=item&id=14004:un-hombre-sensato&Itemid=349


No se puede mirar fijamente al sol ni a la muerte

La Rochefoucauld


La primera vez que conocí en persona a Jorge Medina Viedas fue cuando me habló desde la ciudad de México para tomarnos un café en el restaurante del hotel Fiesta Americana de Guadalajara, una tarde de otoño del 2010. Ya antes, habíamos conversado algunas ocasiones vía telefónica y por correo electrónico sobre mi incorporación como columnista de Campus, un espacio que para ese entonces ya se había consolidado como un referente importante en los temas políticos y de políticas de la educación superior universitaria en México. La primera impresión que me causó Jorge fue su sencillez y amabilidad, su erudición y claridad en temas políticos universitarios y no universitarios. Pero fue su prudencia intelectual y política la que me permitió apreciar el perfil ético de Jorge. Para decirlo en breve, mi impresión primera fue la de estar hablando con un hombre sensato. Esa impresión se quedaría conmigo hasta el día de su triste y sorpresivo fallecimiento.

Esa sensatez no era gratuita ni extraña. Yo, como otros estudiantes universitarios de la carrera de sociología de la Universidad de Guadalajara, había seguido la trayectoria de Jorge desde su desempeño como Rector de la UAS (1981-1985), sobre todo en los avatares marcados por el enfrentamiento con el Gobernador Toledo Corro, y como parte de la tensión entre dos visiones, dos proyectos de educación superior universitaria, colocados en el contexto de la crisis larga que anticiparía un conjunto desordenado de cambios y movilizaciones en la vida social y política mexicana, que tenía como telón de fondo los años grises de la “década perdida” de los ochenta. La UAS de Medina Viedas representaba la izquierda universitaria mexicana, una izquierda no revolucionaria sino reformista, que había abandonado la ilusión del “punto cero” revolucionario como vía de acceso a las puertas del cambio político en México, y que había resistido en condiciones muy difíciles las presiones políticas y financieras de un gobierno estatal particularmente agresivo con la universidad pública histórica de Sinaloa.

Eran los años de la unificación de la izquierda en torno al PSUM, y Jorge, como muchos otros universitarios sinaloenses, veían con buenos ojos ese camino. Pero, al mismo tiempo, Medina Viedas, el Rector, había aprendido de sus años como militante comunista, como estudiante de derecho y luego como profesor universitario, que en ese camino habría que enfrentar el legado de los años negros de la historia política de la UAS: “La enfermedad”, y la pandilla de rufianes que expresaban rabiosamente esa expresión (“Los enfermos”), y la secuela de intimidaciones, asesinatos y acusaciones que llevaron en su trayectoria de sangre y violencia contra muchos estudiantes y profesores universitarios.

Esa experiencia en la UAS fue la que marcó para siempre su carácter. Enemigo de las simplificaciones y de los maniqueísmos de las izquierdas universitarias, fue también un crítico informado y sistemático de las derechas políticas. Fue un defensor apasionado de la autonomía universitaria a la vez que un impulsor de la idea del compromiso y responsabilidad de las universidades con la sociedad mexicana. Esa mixtura la desarrolló a través de sus escritos de toda la vida, textos periodísticos, ensayísticos y reflexivos quizá lejanos a los canones tradicionales de la vida académica convencional pero cercanos a los problemas y dilemas de la discusión y la acción política de los universitarios.

Seguramente, Jorge enfrentó situaciones y dilemas éticos, políticos y personales a lo largo de su vida. Estudiar un doctorado, incursionar en el periodismo, fundar un suplemento como Campus, desempeñarse como funcionario público en la SEP, le implicó compromisos y apuestas intelectuales y políticas importantes. Pero detrás de esas decisiones estaba siempre la ética de un hombre que tomaba decisiones sobre causas y sobre proyectos que, desde su punto de vista, valían la pena. A través de ellos, sobresalía el Medina Viedas discreto pero eficaz, observador atento, comprometido y prudente. Lo conversamos algún día desayunando en el café del hotel Del Parque, en Guadalajara. Frente al confuso panorama de los años que iniciaban con el gobierno de Peña Nieto y el regreso del PRI, luego de dos sexenios de un panismo desastroso, quizá valía la pena apostar a nuevas hipótesis políticas, sin enterrar el pasado de la izquierda, pero reconociendo la complejidad de un contexto en muchos sentido inédito en la historia política reciente del país.

Ese afán por entender y comprender antecedía o acompañaba el deseo de actuar. Por eso Jorge era un lector voraz, admirador del romanticismo de Chateaubriand y el realismo indómito de Stefan Zweig, de la imaginación y el lenguaje de Juan Rulfo y de Octavio Paz, del realismo mágico de Gabriel García Márquez y la poesía de Pablo Neruda, de la vastedad literaria de Carlos Fuentes y la profundidad exquisita de Sergio Pitol. Leer era una de sus aficiones y pasiones vitales. Y a través de sus textos uno puede mirar la influencia de sus lecturas y autores preferidos. Como muchos otros miembros de su generación, quizá Jorge siempre mantuvo la ilusión, o la certeza, de que los libros no ayudan a mejorar la vida pero sí a entenderla de manera más pausada.

Tengo frente a mí el libro que me obsequió el día que nos conocimos en Guadalajara: La utopía corrompida. Radicalismo y reforma en la Universidad Autónoma de Sinaloa (Océano, 2009), escrito conjuntamente con Carlos Calderón Viedas y Liberato Terán. Con su generosidad habitual, me regaló en su dedicatoria una frase que resume el sentido y el motivo de ese texto: una “historia de grandeza y horror”. El texto es un recorrido sobre la historia de la UAS, a través de diferentes momentos, episodios y coyunturas, poblado de anécdotas pero también de documentos históricos e institucionales. Desfilan por ahí “los enfermos”, rectores, profesores, gobernadores, compañeros de lucha y generacionales. Pero también un mapa de fuerzas en tensión: autonomía vs. heteronomía, academia y política, cultura y barbarie, compromiso y traición, oportunismo y coherencia. El epígrafe del texto, extraído de La aventura de Augie March, de Saul Bellow, es iluminador: “Si das un paso adelante puedes perder; pero si te quedas quieto te puede llegar la decadencia”. Jorge, como lo muestra su vida y trayectoria, nunca se quedó quieto.


Tuesday, December 04, 2018

El retorno del hiperpresidencialismo mexicano

El extraño retorno del hiperpresidencialismo mexicano

Adrián Acosta Silva
(Publicado en Nexos en línea, 03/12/2018)
https://redaccion.nexos.com.mx/?p=9730

Desde el proceso electoral federal hasta el espectáculo del ritual de toma de posesión del ejecutivo de este año, todas las señales auguran lo mismo: en México está de regreso el hiperpresidencialismo. La concentración del poder en la figura de la Presidencia de la República, el control legítimo sobre el poder ejecutivo, el dominio de partido en el poder en las dos cámaras, las intenciones por influir en las decisiones del poder judicial, muestran la presencia de un elefante morado en la sala. Si a ello se añade la propensión del nuevo presidente a denostar sistemáticamente a sus adversarios, a descalificar a organizaciones, medios y periodistas, y a las reacciones de adoración pública que diputados, senadores y muchos ciudadanos rinden al nuevo Presidente, el escenario se despeja con claridad. Hemos ingresado a un escenario de retorno de un viejo conocido: el poder presidencial como ejercicio e instrumento que somete a otros y predomina entre los poderes públicos.
El fenómeno viene de lejos y del fondo. La estructuración de un poder presidencial fuerte se gestó por vez primera en el juarismo y se consolidó en la dictadura del porfiriato. Si algo le debe de sus años de aprendizaje político el General Porfirio Díaz a Don Benito Juárez fue una lección maestra: para poner en orden a una República convulsiva, desafiante y corrupta era indispensable un Presidente fuerte, decidido a controlar a sus opositores a través del dominio del Congreso, de los jueces y de los poderes locales distribuidos indistintamente a lo largo del todo el territorio. Para ello habría que aliarse con grupos económicos y políticos clave, con sus líderes empresariales, hacendados y caciques locales, capaces de traducir sus intereses en orden político estable y duradero, funcionando en una lógica centralizadora y potente. Los orígenes decimonónicos del superpresidencialismo mexicano se resolvieron en la larga dictadura porfirista con la que amaneció el siglo XX mexicano.
Pero la Revolución Mexicana de 1910-1917 significó la rebelión de aquellos que fueron excluidos sistemáticamente de los beneficios de un orden oligárquico y despótico basado en una economía agroexportadora. Campesinos y proletarios estallaron una bomba: una revolución armada aliados con los liderazgos de una clase media emergente inconforme con el porfiriato y con sus prácticas centralizadoras y represivas. Desde las regiones, el reclamo por el federalismo surgió en clave nostálgica: la aplicación puntual de la Constitución de 1857, que desde su perspectiva había sido abandonada por el régimen porfirista. El resultado de esas rebeliones y reclamos fue el movimiento revolucionario que terminó con el régimen porfirista y abrió los cauces a una nueva utopía mexicana, basada en un federalismo efectivo, un ambicioso programa de reformas sociales y económicas de gran envergadura, la exigencia de fundación de una verdadera democracia basada en un orden político inclusivo, participativo y representativo.
Pero la sabiduría práctica y la experiencia de los jefes revolucionarios les indicaban que el camino hacia la utopía requería de recorrer y asegurar varias distopías indispensables. La promulgación de la Constitución de 1917 había sido posible por la hechura de batallas dominadas por balas, sangre y fuego. Para asegurar su implementación práctica, la traducción de un orden constitucional en un orden social, económico y político estable y legítimo requería de un instrumental metaconstitucional que había que imponer por la razón o por la fuerza. A lo largo de los años veinte, en medio de rebeliones locales, conflictos armados, asesinatos y venganzas, los jefes revolucionarios, encabezados por Plutarco Elías Calles, idearon una solución genial, a la vez práctica y duradera: la fundación de un partido político nacional que incluyera a los grupos revolucionarios dispersos en todo el país, que funcionara a través de estructuras de intermediación de intereses capaces de negociar y distribuir recursos económicos y puestos públicos, y que fuera liderada por una figura situada por encima de todos: el Presidente de la República.
Esa fórmula permitió generar una estructura de dominación política autoritaria pero legítima y efectiva, basada lo mismo en rituales electorales que en negociaciones políticas. Los poderes constitucionales y meta-constitucionales del Presidente – tal y como los enunciara Jorge Carpizo en su texto clásico- logtraron articular en esa figura los símbolos y las prácticas del poder político en México durante casi 70 años. Aunque su legitimidad y efectividad fue decreciente desde el movimiento estudiantil de 1968, el hiperpresidencialsimo mexicano gozó de cabal salud hasta entrados los años noventa, cuando una complicada mezcla de crisis económica y liberalización política –las dos grandes transiciones de fin de siglo- terminaron por debilitar el poder presidencial y su eficacia gubernativa.
Los años de la alternancia que llegaron con el panismo (2000-2012) significaron la transición del hiper al hipopresidencialismo mexicano. La figura presidencial perdió la centralidad simbólica y política de antaño, y nuevas fuerzas y poderes legítimos y fácticos tomaron posiciones en la gran plaza política nacional. La alternancia en el poder que significó el regreso del PRI a Palacio Nacional con Peña Nieto como mascarón de proa del Pacto por México, solo confirmó la debilidad imparable del poder presidencial, con los escàndalos de corrupción, el auge del narcotráfico, el incremento del poder de los gobernadores, y el predominio en el Congreso de fuerzas políticas no favorables al oficialismo. En el ocaso triste y en algún sentido patético del peñanietismo, las señales de la erosión del poder presidencial fueron inocultables, exhibidas con dramatismo luego de perder las elecciones federales de julio pasado.
Quizá eso explica el diagnóstico lopezobradorista y su ruta de soluciones ensayadas y ahora instrumentadas: los problemas de México tienen que ver con la ausencia de un liderazgo presidencial fuerte, claro y legítimo, capaz de actuar sobre las causas profundas de la desigualdad, la corrupción y la injusticia mexicana. Eso conectó muy bien con las aspriraciones de 30 millones de ciudadanos que decidieron otorgar su voto a AMLO y a su partido, MORENA, muy probablemente hartos del panismo, del priismo y el perredismo que se habían convertido en el núclo duro de la política mexicana. En ese relato épico, la concentración del poder formal e informal del presidente –es decir, el poder legal y el legítimo, o el constitucional y el metaconstitucional- está en el centro de las explicaciones del nuevo ciclo de hiperpresidencialismo mexicano. Hay en esta nueva transición algo de nostalgia y sed de lo perdido, la convicción de que lo mejor del futuro se encuentra en el pasado, de que el Presidente y el Pueblo son uno solo, de que la verdadera democracia ha llegado al poder, de que el problema son los enemigos del Pueblo-Presidente. Esa parece ser la música de fondo de la nueva metamorfosis política nacional.