Wednesday, September 26, 2012

Los ojos de Rushdie





Estación de paso

Los ojos de Rushdie

Adrián Acosta Silva

Señales de humo, Radio U. de G., 27 de septiembre de 2012.

Salman Rushdie es el símbolo viviente de la lucha contra la intolerancia y el fanatismo religioso. Como se sabe, el escritor hindú vive en la semiclandestinidad desde hace 20 años, condenado por algunas de las sectas más radicales del fundamentalismo islámico, que lo enjuiciaron, condenaron y persiguieron a raíz de la publicación de su libro Los Versos satánicos, en 1992. Aunque ahora se le ve más relajado y seguro viviendo en Nueva York, el episodio inaugurado por la quema de sus libros en Teherán, las acusaciones de infidelidad, herejía y blasfemia que pronunciara en ese entonces el Ayatola Jomeini, y la sentencia de muerte al que fue condenado por la teocracia iraní, configuran las estampas de la era del neo-oscurantismo que llegó con el resurgimiento de los fundamentalismos religiosos.

La lucha no es entre el bien y el mal, como pregonan los cruzados de siempre, sino una discusión, más compleja, sutil y profunda, entre la razón y la fe. Hoy que los vientos de la intolerancia vuelven a sacudir el ánimo público internacional, azuzados por la ultra-derecha norteamericana, el “caso Rushdie” vuelve a recordarnos el origen del mal. Las aguas profundas de la intolerancia se nutren del fundamentalismo, es decir, de la fe ciega de una interpretación dogmática, pretendidamente única, y teórica o políticamente correcta del Corán –como podría serlo de la Biblia, el Talmud, o cualquier otro texto religioso-, y que se presentan como las formas del pensamiento único que de cuando en cuando asaltan la razón en oriente y occidente. Víctima y símbolo de la época, el autor de Los hijos de la medianoche, o de Shalimar el payaso, ha pagado el precio impuesto por una secta cuyas sombras siempre le persiguen.

Vale la pena seguir el rastro de la vida intelectual de Rushdie, para entender cómo, antes y después de los Versos satánicos, sus principios se basan en la tradición moral e intelectual iniciada por Voltaire en Europa, cuya razón es proteger las libertades de expresión y de pensamiento contra la Iglesia, más que contra el Estado.

En julio de 1997, por ejemplo, Rushdie escribió Imagínate que no hay cielo. Carta al ciudadano seis mil millones: “Para mí, la religión, incluso en su forma más sofisticada, infantiliza esencialmente nuestro yo ético, al establecer Árbitros morales infalibles y Tentadores irremediablemente inmorales por encima de nosotros; los padres eternos, buenos y malos, luminosos y oscuros, del reino sobrenatural.”.

Presa de una irrefrenable curiosidad intelectual y vital pocas cosas han quedado a salvo de su mirada crítica. En estos veinte años ha dedicado decenas de textos, ensayos y comentarios breves a muchos asuntos incluyendo, por ejemplo, el rock. Fan confeso de Elvis Presley, de Jerry Lee Lewis, de Lennon, de Frank Zappa, de Tom Waits y de Paul Simon, escribió en mayo de 1999: “El ingenio no es la cualidad que se asocia con más frecuencia a la música de rock y, cuando se escuchan los gruñidos de cromañón de la mayoría de las estrellas de rock, se puede comprender fácilmente por qué. (…) No suscribo las exageradas pretensiones de la escuela de aficionados al rock de que las letras son poesía. Pero sé que me hubiera sentido ridículamente orgulloso si hubiera escrito algo tan bueno.” (Música de rock. Nota para una funda de disco)

Pero Rushdie, hombre sabio y mundano al mismo tiempo, ha elegido vivir sin temor, ejerciendo su irrenunciable libertad de escribir y pensar lo que quiera, a pesar de que sus rutinas incluyen el ser permanentemente custodiado por guardaespaldas. Ahora ha publicado la crónica de esas dos décadas de vivir a salto de mata (Joseph Anton, 2012), entre países y ciudades de ambos lados del Atlántico, condenado a la condición de un nómada que representa la libertad, la persecución y la maldición, la dignidad y la fuga, el deber moral y la vida práctica.

Los ojos de Rushdie reflejan el perfil indomable de una mirada clara, firme, a la vez ingenua y retadora. A sus 65 años, continúa mostrando la seguridad de sus principios, la legitimidad de sus dudas, la incontinencia de sus incertidumbres y curiosidades. Ya habrá tiempo y ganas de hacer el balance del contexto y la época que a Rushdie y a muchos otros les ha tocado vivir, una época en la que la reaparición siniestra de palabras medievales como “herejía” o “blasfemia” se confirmaron como las tropas de asalto de la intolerancia y el neo-oscurantismo que recorren el mundo.


Wednesday, September 12, 2012

Nacionalismos

Estación de paso
Nacionalismos
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 13 de septiembre, 2012.

Es un lugar común, o una certeza incómoda, o una nostalgia falsa, afirmar que el nacionalismo mexicano ya no es lo que era. Desde hace décadas, la fuerza intelectual, política y hasta cultural del nacionalismo se ha venido evaporando sin prisas pero sin pausas. Entre los procesos de reestructuración económica y la transición política, y con la persistencia de la desigualdad bárbara como eje de la sociedad mexicana del siglo XXI, el nacionalismo que conocíamos, o imaginábamos, fue mutando de apariencia, de rostro y de perfiles. Hoy, aquel nacionalismo que se enarboló con la Revolución Mexicana como su ideología y como programa político y popular, ha cedido el paso a un conjunto de expresiones simbólicas que, en nombre de la globalización, de la apertura a los mercados, de la ciudadanización, y el cosmopolitismo, ha terminado por convertirse en un paisaje de fuegos artificiales y sonoridades mariacheras, suertes charras y patriotismos mediáticos.
La celebración del bicentenario de hace dos años dejó en evidencia que ni el gobierno ni las oposiciones políticas ni las fuerzas vivas de la sociedad civil tuvieron nunca claro que debía celebrarse. La Estela de Luz, esa gigantesca, cara y fea obra inaugurada dos años después de que debía hacerse, simboliza muy bien el sentimiento de extravío y pérdida que caracteriza la demolición del viejo edificio del nacionalismo mexicano, ese artefacto que durante mucho tiempo imprimió cierto sentido, algún orden a la geografía de los sentimientos mexicanos. Hoy, sólo queda la colección de clichés y estereotipos de una proto-ideología capturada por los códigos de la estética del marketing, mezclados con una imaginería popular que conserva los rasgos de un nacionalismo ambigüo y contradictorio.
Cultivado pacientemente como un sentimiento que dio sentido de pertenencia, cohesión e identidad a un país que venía fracturado por un siglo de inestabilidad y de pérdidas (el largo siglo XIX), y luego de dos décadas de guerra y violencia civil (1910-1930), el nacionalismo surgió como un artefacto simbólico potente para construir la comunidad imaginada que se esconde detrás y a los lados de todos los nacionalismos del mundo. Vasconcelos fue, como se sabe, quien suministró la base de esa idea transformadora y legitimadora del nuevo orden institucional, con la creación de la SEP y la alucinante pero efectiva noción de la raza cósmica. El PNR, el PRM y finalmente el PRI, el muralismo mexicano, los libros de texto gratuitos, y posteriormente el cine, la radio y la televisión, se encargarían de construir los cimientos de la idea de que México era un país con un pasado luminoso, un presente optimista, y un futuro asegurado, próspero y orgulloso.
Alimentada por dosis variables de xenofobia y malinchismo, la paradoja nacionalista se fortalecía con los fantasmas de amenazas extranjeras, portadoras de ideologías exóticas, y de un constante temor a lo extraño. El yo nacionalista se simbolizó con las figuras de los héroes revolucionarios e independentistas, la historia de bronce, la patria en forma de madre generosa, la música ranchera y, años después, con el tequila, la gastronomía y hasta las artes, simbolizadas hasta el cansancio por el Huapango de Moncayo, la figura de Lucha Reyes, la pintura de Diego Rivera, o las películas y canciones de Pedro Infante.
El Estado mexicano y el régimen nacional-popular generaron y aceitaron con puntualidad sexenal los mecanismos para fortalecer un nacionalismo excluyente, autoritario y reacio a la comparación con otros sistemas políticos y otras culturas. La expansión de lo público –desde la educación hasta la economía y la creación cultural-, significó también el enraizamiento de un nacionalismo estatista, a la vez que un proyecto popular. La cuestión nacional se convirtió en un objeto de debate y deliberación política, un tema de adhesiones y de críticas intelectuales o académicas, un referente para examinar sus relaciones con la economía, la política y la cultura mexicanas.
Hoy, para mal o para bien, queda poco de ese viejo nacionalismo tricolor y sonoro. El viejo Estado nacionalista –nunca demasiado fuerte ni tampoco tan nacional ni coherente como a veces se piensa- cedió el paso a una estatalidad débil, contradictoria y confusa, que lo mismo repite los rituales y las fiestas de siempre, que celebra un extraño y vago cosmopolitismo comercial, económico y cultural. En medio de esa debilidad y confusión, el viejo nacionalismo se ha trastocado en los nacionalismos tribales o clasistas que encontramos todos los días en los diversos territorios y regiones del país, cuyos sonidos e imágenes –ruidosas, tumultuosas, caóticas- sólo confirman que la nuestra es, entre otras cosas, la era del post-nacionalismo.