Sunday, October 23, 2016

Política y decepción


Política y decepción: los dilemas del PSOE

Adrián Acosta Silva

(Publicado en la versión digital de Nexos, 22/10/2016)

http://redaccion.nexos.com.mx/?p=7873

“La política exige convivir con la decepción”. Las palabras fueron pronunciadas el 11 de octubre en una rueda de prensa por Javier Fernández, el presidente al cargo de la comisión gestora del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), diseñada para construir una salida política a la dura crisis que enfrenta ese partido en la complicada coyuntura española del último año que, luego de dos procesos electorales sin lograr llegar a la investidura presidencial de Mariano Rajoy (PP), ha colocado a su régimen político en un escenario inédito a lo largo de su historia democrática. Las palabras, el tono, el personaje y el contexto representan la lucidez intelectual de la reflexión política que puede surgir en las horas negras de las crisis de las democracias representativas contemporáneas.

Tal vez las palabras de Fernández exhuman cierta melancolía, pero también expresan la voluntad al aprendizaje de las lecciones de política democrática que hoy experimenta el partido histórico de la izquierda española. Pero son palabras y lecciones que también resuenan en las organizaciones de izquierda de otros contextos nacionales, cuyos perfiles se ha desvanecido rápidamente entre escándalos políticos, actos reales o simbólicos de corrupción, castigos electorales y extraños retornos de los nuevos populismos de izquierda y de derecha.

El episodio, sus imágenes y relatos, sus actores y espectadores, ayudan a comprender la profundidad de las transformaciones que la propia izquierda está experimentando en el mundo político contemporáneo. Impulsoras decididas de los movimientos de transición del autoritarismo a la democracia, las izquierdas socialdemócratas europeas se convirtieron también en los artífices de la organización de los nuevos regímenes políticos que combinaron en el último tercio del siglo XX reformas de mercado con la preservación de los Estados del bienestar. Capitalismo y democracia vivieron entonces un período de tensiones sin precedentes entre dos fórmulas fundamentalmente contradictorias pero que florecieron en medio del derrumbe del socialismo real y de los giros neoliberales que la crisis del capitalismo había generado en el pensamiento conservador europeo de esos años duros.

Las palabras de un hombre de partido, de izquierda, de voz baja, talante prudente y buen juicio, acaso incomodan a muchos dentro y fuera del PSOE. Curtido en los años maravillosos del partido de la rosa, testigo y protagonista de la transición política, el desarrollo económico y la construcción del moderno Estado social español, el asturiano Fernández (1948) verbaliza el recordatorio de los límites de la política, a la vez que las lecciones que exigen la prudencia y el realismo político. Vincular la política con la decepción no es solamente un acto de resignación y pesimismo político, sino también el producto de la experiencia, el cálculo y el pragmatismo, un acto simbólico de imaginación y tolerancia a la frustración que suelen traer las derrotas electorales; un llamado a la sensatez y a recobrar el sentido del tiempo y las circunstancias que la política democrática impone a sus actores y protagonistas.

Pero sus palabras significan también recordar la importancia de diferenciar la ética de la responsabilidad de la ética de la convicción, esa distinción capturada de manera aguda por Max Weber en El político y el científico. Es asumir la tensión inevitable de los dilemas que surgen entre la política de la fe y la política del escepticismo de las que tanto escribió Oakeshott. Esa combinación entre ética y política, entre las creencias, la responsabilidad y el realismo, forma parte del ethos que una izquierda como la que representa el PSOE requiere colocar en el centro ahora que los mapas y los vientos políticos ya no le favorecen como solían hacerlo.

En abierto desafío a la corrección política que predomina entre los nuevos populismos de izquierda y de derecha, el propio Fernández ha señalado que la democracia plebiscitaria no puede sustituir a la democracia representativa. Hoy que los referéndums, los plebiscitos y las consultas se emplean como los nuevos aceites de serpiente para tratar de resolver los males de las democracias representativas tradicionales, enfrentamos el hecho de efectos perversos o no deseados que terminan por minar las bases mismas de las instituciones democráticas y degradan la ética de la responsabilidad política de los dirigentes y funcionarios electos por los ciudadanos. Gran Bretaña y Colombia son los ejemplos más claros de la erosión institucional de las democracias representativas por parte de los propios representantes de la que son su fruto y semilla, algo que bien podríamos llamar una de las “paradojas democráticas” de nueva generación.

El color plúmbeo del cielo otoñal español hace juego con el tono metálico de las palabras del presidente de la gestora. Es el reconocimiento público de las viejas tensiones entre los imperativos de la razón y la realidad de las emociones. Es aceptar la decepción como resultado frecuente e incómodo de los cálculos de la política democrática. Es volver a recordar al viejo Fitzgerald cuando escribía aquello de admitir que las cosas no tienen remedio pero que vale la pena mantener el esfuerzo por cambiarlas, de asumir al fracaso como una fuente legítima de autoridad política. Enfrentar cara a cara los dilemas políticos de la coyuntura con una visión de largo plazo constituye el desafío crucial del PSOE, aunque las circunstancias y los humores no parecen favorecer hoy ese esfuerzo imaginativo. Las palabras y las cosas que sostiene Fernández perfilan las alternativas de la izquierda en un mundo en el que, parafraseando a Marx y Engels, no solamente todo lo sólido se disuelve en el aire, sino también en el que todo lo que se evapora parece endurecerse de forma acelerada e irremediable.

Pero la política siempre se juega en el corto plazo, y la española tiene relojes y calendarios fatales. Este domingo 23 de octubre el comité federal del PSOE se reúne para decidir si se abstiene o niega el apoyo a la investidura de Rajoy. Abrumado por las divisiones internas luego del fracaso de la gestión de Pedro Sánchez al frente de la organización, y acosado desde la izquierda por Podemos, la expresión político-electoral más importante del “Movimiento de los indignados” del 2011, las frías palabras del dirigente de la gestora resuenan nostálgicas y tristes como campanadas a la medianoche.

Friday, October 21, 2016

Dylan: música para infieles

Estación de paso
Dylan: música para infieles
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 21/10/2016)

¿Qué cómo son mis canciones? Pues mire usted, tengo canciones de muchas clases. Aunque no lo crea, tengo canciones de cinco, de seis, de siete, de ocho y de diez minutos.
Bob Dylan, 1965


El Nobel de Literatura concedido a Bob Dylan ha encendido viejas polémicas sobre los criterios con que se adjudica el Premio. Sin embargo, parafraseando al clásico, premio dado ni dios lo quita. Por ello, actualizo un texto que escribí en 2012 con motivo de los 70 años de Dylan, y que fue publicado originalmente en el suplemento “Tapatío” del periódico El Informador, de Guadalajara.
*********
Hace medio siglo, en la primavera de 1962, un joven tímido, que apenas pasaba de los veinte años, de aspecto descuidado y, para más señas, oriundo de Minnesota, lanzaba al mercado un disco titulado escuetamente “Bob Dylan”. El acetato incluía 13 canciones dominadas por una voz de sonoridad extraña, guitarras y armónica, 11 de las cuales eran versiones de temas de autores clásicos del folk y del blues como Woody Guthrie y Robert Johnson, y sólo 2 eran creación de un tal Robert Zimmerman.
El disco colocaba en escena por primera vez el trabajo de un aspirante a músico que había recorrido cafés y cantinas de la costa este norteamericana buscando trabajo y algo de dinero ejecutando canciones propias y ajenas. Instalado en Nueva York, Dylan iniciaba un largo camino que le llevaría a la edad de 75 años y a la grabación de 39 discos como solista, más una cantidad similar de conciertos en vivo, grabaciones extraídas de sótanos, versiones de canciones inéditas, películas, homenajes, tributos. Si alguien le hubiese preguntado a los 20 años sus impresiones sobre el futuro, seguramente respondería como lo hizo en 1965: “Yo no tengo esperanzas de futuro y sólo espero tener suficientes botas para cambiarme”.
Un torrente de inspiración y ansiedad inundaba la vida de un muchacho gobernado por sus impulsos e intuiciones. Imágenes, frases, palabras, nutridas de la poesía, de la biblia y el talmud, de los periódicos y de la radio, habitaban la cabeza de Dylan, quien se negaba a dormir porque tenía que escribir canciones. El secreto del metabolismo dylaniano comenzaba a revelarse: la obsesión vital de escribir como el centro de sus ocupaciones; la absoluta necesidad de plasmar en sonidos, palabras y oraciones sus impresiones, convicciones y creencias.
La fuerza de ese metabolismo acaso explica mejor su capacidad para cambiar de máscaras y ambientes de manera prodigiosa. Su vaguedad letrística, su eclecticismo sonoro, su capacidad para crear canciones en atmósferas imprecisas, han marcado una trayectoria de aguas profundas. Rebelde a las etiquetas y a los encasillamientos, escéptico frente a los halagos y las lisonjas, Dylan ha construido un personaje desligado de la persona; un músico que no se parece al individuo; un alias que puede ser cualquiera.
Un puñado de temas dominan la obra dylanesca: el poder, el conocimiento, la guerra, la soledad, los negocios, el amor, la salvación. Pero es quizá la figura del nómada, la experiencia de viajar y trasladarse continuamente de un lugar a otro, caminando, a bordo de automóviles, autobuses o trenes, el centro de la inspiración de Dylan. La experiencia del vagabundo eterno, del flàneur, como maldición: condenado eternamente a describir e interpretar lo que ve, a registrar con música y palabras el mundo y sus fantasmas, sus ángeles y demonios; el errante como representación de la sobrevivencia.
Luego de cinco décadas, Dylan significa el mito y la ruta, el crucero del camino y el grafiti lírico y sonoro, la señal y la ausencia. Muchos Dylans habitan todo este tiempo. Símbolo de los baby-boomers de la segunda posguerra, que dominó los cánticos de protesta y rebeldía de la primera mitad de los sesenta –desde The Freewheelin´ (1963) hasta Higway 61 Revisited (1965) y Blonde on Blonde (1966)-; el músico que abandonó un concierto folk en Nashville por los abucheos que una multitud furiosa exclamaba ante la irrupción de la guitarra eléctrica en las manos de un infiel, en pleno proceso de transformación hacia el sonido del rock. El Dylan de los primeros setenta es un compositor que se sumerge en las penumbras del desencanto y la melancolía -Blood in the tracks (1974)-, hasta el que al cierre de la misma década encuentra en el cristianismo una fuente de inspiración tan legítima como cualquiera –representadas por Slow Train Coming (1979) o Saved (1980)-, para luego recorrer los ochenta y noventa con el regreso al espíritu agnóstico de Infidels ((1983) y al sonido duro del rock con Under the Red Sky (1990). Eso preparó el camino para cerrar el siglo XX y comenzar el XXI, reposando en las aguas tranquilas del blues y del rock, con la cuatrilogía maestra de Time Out of Mind (1997), Love and Theft (2001), Modern Times (2006) y Togheter Through Life (2009), haste llegar al “estilo tardío” dylaniano con Tempest (2012), Shadows in the Night (2015) y Fallen Angels (2016).
A sus 75 años, Dylan ha acumulado reconocimientos y premios, desde Doctorados Honoris Causa por parte de prestigiosas universidades estadounidenses hasta el Premio Príncipe de Asturias en el 2007, el Pulitzer en 2008, y ahora el Nobel de Literatura. Sin embargo, también ha recibido el reconocimiento de sus colegas, como el homenaje que en 2011 le rindieron, a propósito de sus 70 ños de edad, ochenta cantantes y grupos de todo el mundo con el disco Chimes of Freedom, donde interpretan alguna de las canciones producidas por Dylan en el último medio siglo.
¿Qué se puede agregar a una trayectoria de errancias como principio y fin? ¿Cómo descifrar la relación entre nomadismo y supervivencia? ¿Qué podría decir el propio Dylan de su trayectoria, de sus canciones y de sus siete décadas y media de vida?. Sospecho que su mejor respuesta sería la contenida en la frase de My Back Pages, al recordar los primeros, hoy lejanos años sesenta del siglo pasado: “Ah, pero entonces era mucho más viejo/Soy más joven ahora”.


Thursday, October 06, 2016

El cortoplacismo y las universidades

Estación de paso

El cortoplacismo y las universidades

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 06/10/2016)


A la memoria de Luis González de Alba,
referente moral e intelectual de una generación

“Un fantasma recorre nuestra época: el fantasma del corto plazo”. Así comienza el libro Manifiesto por la historia de Jo Guldi y David Armitage, publicado originalmente en inglés en 2014 y traducido recientemente al español (Alianza Editorial, Madrid, 2016). Por supuesto, en la frase resuenan los ecos dramáticos y clásicos del Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels, pero se trata de un alegato actual, pertinente y provocador respecto de lo que los autores denominan como la “enfermedad del cortoplacismo”. Para decirlo en breve, esa enfermedad es producto de una crisis prolongada que recorre el pensamiento de la política y la economía, dominado ferozmente por calendarios y relojes centrados obsesivamente en la búsqueda de resultados e impactos de corto plazo más que en la reflexión sobre las consecuencias profundas a largo plazo de las acciones humanas.

Bajo este argumento general, los autores (historiadores universitarios) elaboran un reclamo iluminador a favor del largo plazo como una perspectiva que permita repensar las trayectorias y los efectos de los fenómenos sociales en distintos campos de la acción humana. Como lo han hecho recientemente en la economía autores como Thomas Piketty (“El capital en el siglo 21”), o hace algunos años en la sociología histórica Michael Mann (“Las fuentes del poder social”), en la ciencia política con Adam Pzeworski (“Democracy and Development”), o, de manera clásica, de los trabajos del propio Fernand Braudel en el campo de la historia (“La Historia y las ciencias sociales”), Guldi y Armitage ofrecen un deslumbrante recorrido general por la historia intelectual del tiempo en las ciencias sociales, desarrollando una discusión sobre la tensión constante que recorre los círculos académicos entre la imposición del corto plazo en el análisis social que predomina en el pensamiento occidental, y la necesidad del largo plazo que requiere una reflexión mayor y más profunda de lo que ocurre en el mundo. Temas como el cambio climático, la desigualdad social, las crisis de las democracias representativas, los ciclos de estancamiento económico con inequidad y polarización, la gobernanza y los cambiantes roles del papel del Estado en la vida social, forman parte de los temas que una agenda de largo plazo mantiene abiertos y pendientes de desarrollar.

Las implicaciones del cortoplacismo se hacen sentir con especial fuerza en el seno de las universidades. Resulta paradójico que una de las instituciones más antiguas de la humanidad se encuentre atrapada por la jaula de hierro del corto plazo, como una derivación de las restricciones presupuestales públicas y de las crecientes exigencias gubernamentales de producción de “indicadores de impacto” sobre sus resultados académicos. La propia naturaleza y organización de las universidades sólo se pueden entender en el largo plazo, una historia que recorre ya más de nueve siglos, si contamos su aparición desde la invención de la Universidad de Bolonia en 1088, o más si se contabilizan las primeras escuelas de nivel superior como la Universidad de Nalanda, en la India (con más de mil quinientos años de antigüedad). Esa paradoja entre una institución de largo plazo que se encuentra atrapada por la lógica del corto plazo, es quizá la que mejor representa los perfiles del debate actual sobre el tema del tiempo en las ciencias sociales.

La discusión mantiene su carácter abierto y polémico. Para los autores, las universidades son los únicos espacios institucionales donde el reconocimiento del largo plazo puede ser desarrollado como un ejercicio intelectual y académico que articule una visión general sobre el pasado y el futuro de las sociedades contemporáneas. La existencia de nuevas herramientas de información digitalizadas y, cada vez más, de acceso abierto (los “big data”) permiten desarrollar un trabajo interdisciplinario entre sociólogos, historiadores, economistas y politólogos para construir análisis e interpretaciones sobre los procesos de larga duración de los fenómenos sociales. Para Guldi y Armitage, las universidades públicas son uno de los pocos espacios institucionales potencialmente capaces de albergar procesos de investigación académica y de discusión pública sobre el futuro de largo plazo de las sociedades.

Tal vez habría que agregar al inventario de las enfermedades del cortoplacismo que se enumeran en el “Manifiesto por la historia”, el “presentismo”, esa extraña obsesión intelectual por explicar lo que ocurre en el presente, el aquí y ahora de la vida social. Sus manifestaciones ocurren todos los días en la vida universitaria: la evaluación de la productividad de los académicos, el declive de las tesis universitarias como ejercicios de formación y disciplina académica entre los estudiantes de pregrado y posgrado, la reducción curricular del papel de la historia y de las humanidades en los programas de estudio, el imperio de la razón utilitarista, forman parte de las causas que acaso explican que los fantasmas del corto plazo y del “presentismo” dominen la atmósfera académica de los campus universitarios en todo el mundo. En esas circunstancias, “el futuro público del pasado” (como le denominan Guldi y Armitage), es un reclamo intelectual que aboga por el re-descubrimiento del horizonte del largo plazo en las ciencias sociales. Es explorar el papel de la historia como ejercicio intelectual en la comprensión de las relaciones entre el pasado, el presente y los futuros posibles, deseables o indeseables. Es devolver la legitimidad perdida al largo plazo en el que todos estaremos muertos (Keynes dixit), pero sin el cual carecemos de brújulas y mapas de orientación en la búsqueda de algún sentido de futuro social.