Friday, October 23, 2009

Murciélagos en el crepúsculo

Estación de paso
Murciélagos en el crepúsculo
Adrián Acosta Silva
Señales de Humo, Radio U. de G., 29 de octubre de 2009.

Afirma el gran escritor brasileño Rubem Fonseca en uno de los capítulos de su novela La Biblia de Maguncia, que las sospechas son como murciélagos volando en el crepúsculo, las cuales, aconseja, “deben ser reprimidas o por lo menos vigiladas; llevan a los reyes a la tiranía, a los maridos a los celos y a los hombres sabios a la indecisión y a la melancolía…” . El párrafo parece adaptarse bien al espíritu de nuestra época, tan lleno de sospechas y balbuceos sobre tantas cosas, y tan escaso de certezas y saberes sobre casi todo. Uno de esos ámbitos de ignorancias que están poblados de sospechas mal disimuladas, es el referido al mundillo de las ideas y representaciones sobre el presente y el futuro de nuestra vida en común.
Me parece que desde hace tiempo se han instalado firmemente entre nosotros los murciélagos de la sospecha. Si se observa con algún detenimiento el tono dominante de nuestra vida pública, ese sin duda es el tono del pesimismo y de la desconfianza, que son, como se sabe, emociones emparentadas con las sospechas. Uno puede leer a los columnistas-estrella de los periódicos, o escuchar las voces y mirar los rostros de los “líderes de opinión” de medios electrónicos, y se encontrará sin muchos problemas con la sensación de que los demonios de la incertidumbre sobre el presente mexicano dominan el clima de los tiempos. Además, si uno es un cliente habitual del correo electrónico, del facebook, o recibe los blogs de medio mundo, encontrará un mar embravecido de información y especulaciones sobre los más diversos acontecimientos, personajes o temas, marcados con el tono de denuncia y de desconfianza que recorre desde hace tiempo el espacio público y los espacios privados. Como diría el rockero brasileño Lenine con fondo de guitarra y violines, el presente es una casa a oscuras, sin gracia, habitada por el miedo.
Ese es quizá el gran mal de la época, por lo menos para el caso mexicano y las vidas locales que lo habitan. Y sospecho que ese malestar con el presente le debe mucho a dos sombras mayores: la sombra del pasado y la sombra del futuro. De un lado, porque desde hace tiempo estamos enfrascados en un debate sobre el “nuevo pasado mexicano” (como le denomina el historiador Enrique Florescano), que nos ha llevado a cuestionar la mitología, los métodos de enseñanza y transmisión de la historia, los contenidos mismos de la nuestro pasado, el perfil de los grandes mitos fundacionales y los símbolos y héroes nacionales. Por otro lado, estamos también azorados frente a una sensación de presente interminable, que opaca o cancela expectativas y optimismos razonables sobre el futuro del país. La celebración del centenario y del bicentenario nos encuentra aturdidos entre un presente incómodo y en muchos sentidos indeseable para muchos, un pasado problemático y un futuro que se antoja imposible.
Esta discusión, sin embargo, es una discusión, una confusión y un debate entre elites intelectuales, de poder, o dirigentes, y siempre ha sido así. Uno podría pensar que el contexto intelectual que dio vigor a lo que se ha dado en llamar la transición mexicana, se agotó rápidamente en medio de múltiples expresiones de desilusión y desencanto de las propias élites respecto de los cambios experimentados desde hace varios años. El presente mexicano es el gran muro de las lamentaciones intelectuales, el tiempo y el lugar en el cual la decepción y la ansiedad han dado paso al escepticismo y la desconfianza abierta o soterrada. Desvanecidos desde hace tiempo los viejos mapas de izquierda y derecha, los horizontes intelectuales desde los cuales podrían ser comprendidos y eventualmente resueltos los grandes problemas nacionales, la alternativa que emerge entre las ruinas del presente es la del balbuceo, la confusión y el desamparo.
Esa es por supuesto una alternativa incómoda, es parte del estado natural de las cosas que nos han traído los polvos de viejos lodos. Frente a ellos, la prudencia quizá esa sea la gran clave para descifrar estos tiempos difíciles. Tal vez sea necesario seguir el vuelo de los murciélagos en el crepúsculo para aguardar tiempos mejores, aunque ello signifique para muchos el riesgo de la indecisión y la melancolía, como sugiere Fonseca.

Wednesday, October 14, 2009

Chismes y política: la realidad de los espejos (rotos)

Estación de paso
Chismes y política: la realidad de los espejos (rotos)
Adrián Acosta Silva
Señales de Humo, Radio U. de G., 15 de octubre, 2009.
Una de las curiosidades de la vida política mexicana contemporánea es la marcada propensión a convertirla en el centro de toda suerte de rumores, chismes y escándalos. Esa propensión no es nueva (ni ocurre sólo aquí, por lo demás), pero en los últimos años esa tendencia se ha recrudecido hasta alcanzar el centro simbólico y propagandístico de la bestia insaciable de los medios, como decía Mailer. No hay medio escrito, radiofónico, televisivo o virtual, que no contemple entre su oferta de “información” una sección, columna, una nota, reportaje o entrevista donde esos rumores y chismes se reproduzcan, se generen o se den por cierto sin más para construir a continuación el “análisis” instantáneo de la vida política local o nacional. La política suele aparecer en estos espacios como una farsa, una comedia o una tragedia, según lo dictaminen los observadores. Se trate de intrigas palaciegas, aldeanas o de cantina, los protagonistas cotidianos de la vida política aparecen como actores dispuestos a la transa, al embute, a colocarle zancadillas al otro, a colocar sus intereses personales por encima de sus funciones públicas, a estar dispuestos a lo que sea para alcanzar sus propósitos, sin importar el costo público, político o mediático de sus acciones.
Tenemos así la crónica de un escenario donde un ejército de farsantes, mentirosos, cínicos e hipócritas de diversa calaña y alcances protagonizan la sátira política de la temporada, mientras, abajo y al fondo, entre las luces mortecinas del gran teatro de la vida pública de los medios, otro ejército registra, inventa, o narra a su modo y oficio la puesta en escena del día, las actuaciones de los personajes, sus guiños y conversaciones, sus silencios, sus miradas, sus limitaciones. Ese otro ejército de reporteros, periodistas y opinadores profesionales o amateurs, interpretan lo que sienten o creen, y lo transmiten desde la óptica de sus prejuicios, sus ocurrencias o sus preferencias éticas o estéticas de carácter político, o anti-político. No existe el interés por saber la veracidad de lo que escuchan u observan, ni por verificar si lo que es apenas audible es cierto, o si las conversaciones en voz baja de los protagonistas es sólo una parte de lo que suele comentar dentro de la vida privada de ciudadanos y políticos. Eso, bien visto, no importa. Lo que es relevante es lo que dicen, creen, piensan o catalogan los intérpretes del vecindario, no los actores del espectáculo de todos los días.
Pero el asunto es un tanto más complicado, por el hecho de que la política y los políticos son el objeto de atención de medios que no pueden vivir sin la dosis diaria de escándalo y especulación que le rodea. Una práctica cotidiana es inventar historias, narrar anécdotas y vericuetos entre políticos, inducir o inventar rumores envenenados, para confirmar que el oficio de la política no es más que la suma de las personalizaciones correspondientes. Bajo el supuesto inconfesable de que la mejor política es la que no existe, y que lo que hay confirma que de la política formal y real nada bueno puede esperarse, los medios documentan paciente y fantasiosamente acusaciones, filtraciones y chismes, que entre más escandalosos parezcan, más enaltecen al chismoso de ocasión. El morbo político es el morbo de los que miran a un atropellado, tratando de mirar lo expuesto, de descifrar los daños, de observar lo que quedó a salvo, de especular cómo sucedió todo.
Gobernados por la convicción de que en política todo tiene una lógica coherente y esférica, una causa y un efecto calculados, los mirones y los chismosos del periodismo practican el viejo hábito de la especulación sin pruebas, de la invención de historias y hasta de actos de telepatía politológica, donde son capaces de saber lo que piensan los actores. Personajes y personajillos de nuestra vida política aparecen entonces como los protagonistas de novelones o novelitas de cálculo y ambición, de lágrimas, bostezos y risas, que son relatados también por personajes o personajillos de medios que desmenuzan hasta la náusea las palabras, los gestos y las poses de los observados.
La vida política se vuelve entonces en un juego de espejos rotos, en la que los políticos y funcionarios juegan un aburrido juego de cartas marcadas, que simplemente basta mirar a través de los medios para comprender el desarrollo y el desenlace del juego, y en la que los narradores se dedican a trasmitir a multitudes imaginarias sus fobias, impresiones y certezas. El narrador se vuelve un actor más de la política, pero no corre nunca con los riesgos del político y la política profesional. La imaginería y el delirio de los medios se han vuelto directamente proporcionales a la grisura, la ineficacia y la opacidad de la política profesional. La danza de sombras entre medios y política se ha convertido en el signo indomable del presentismo político.