Thursday, November 24, 2011

El escritor y el político



Estación de paso
El escritor y el político
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 24 de noviembre, 2011.

A primera vista, la literatura es un campo diametralmente opuesto a la política. El mundo escrito que es habitado por libros y autores es un espacio y un tiempo muy distinto al mundo no escrito poblado por personajes resbaladizos, a veces francamente siniestros, presas frecuentes de sus arrebatos, de sus rutinas y prácticas políticas. Uno se caracteriza por la búsqueda de cierta coherencia estética y argumental, por la capacidad de abstraer realidades del mundo no escrito, mientras que el otro se define básicamente por las contradicciones, las tensiones, los pleitos, la hipocresía. Ambas actividades son criaturas humanas, bestias domadas por el arte, por la inspiración y el trabajo, de un lado; o por los cálculos, los instintos o el oficio, por el otro.
Y sin embargo, para muchos autores y políticos, los vínculos entre literatura y política son muy cercanos. Las figuras del escritor y del militante, del novelista, el poeta o el líder político, suelen ser parte de una misma arquitectura vital. Saramago, Paz, el poeta Ernesto Cardenal, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Günter Grass, son figuras que simbolizan la extraña fusión de los mundos literario y político en una misma persona. Muestran una y otra vez que ni el mundo literario ni el mundo político son entidades químicamente puras, sino que con cierta frecuencia y en diferentes contextos, ofrecen a la vista el carácter poroso de sus fronteras, la flexibilidad de sus estructuras, la cercanía de sus objetos.
Bien visto, las relaciones profundas entre la literatura y política se explican porque comparten el mismo suelo. La imaginación literaria y la práctica política se nutren de las mismas ansiedades: la pasión y el cálculo, la intuición y el impulso, la razón y la fe. Y quizá uno de los mayores ejemplos de cómo coexisten el mundo de los libros y el mundo del poder se encuentre en la figura de uno de los escritores que dieron a la política cierto estatus teórico y práctico: Nicolás Maquiavelo.
Es relativamente poco conocido el hecho de que el gran autor florentino, mientras escribía obras monumentales de la política como su conocidísima “El Príncipe”, o “Los discursos sobre la primera década de Tito Livio”, o “El arte de la guerra”, al mismo tiempo escribía obras de teatro y novelas como “La mandrágora”, “Clizia”, y “Belfagor”. Aunque estas últimas nunca gozaron de la fama y celebridad que adquirieron muchos años después de su muerte las obras políticas de Maquiavelo, muestran una faceta poco conocida de un autor que, hechizado por los secretos del poder, mantenía también una obra literaria que le permitía tomar distancia de la vida política que transcurría entre palacios, rituales y cálculos del mundillo del poder (Martin Unzué, “Detrás del telón. Teoría política y literatura en Maquiavelo”. Revista Pilquen, sección Ciencias Sociales, año VII, n.7, 2005, Buenos Aires).
Maquiavelo representa, por supuesto, un caso distinguido, excepcional, extremo si se quiere, de las relaciones entre literatura y política, propias de una época donde el hombre culto compartía tanto la pasión por el arte como la pasión por el poder. Lo que suele encontrarse de manera más habitual en nuestros tiempos y callejones son literatos con pretensiones políticas y políticos con pretensiones literarias. Como hemos visto en el ámbito doméstico o extranjero desde hace tiempo, abundan los casos donde poetas y escritores se convierten en activistas, y donde los políticos profesionales suelen exhibir sus dotes poéticas o novelísticas, con resultados regularmente desastrosos, tanto para la literatura como para la política.
Ahora que arrecian los vendavales político-electorales, tendremos oportunidad de mirar nuevamente las tensiones que recorren las relaciones entre política, cultura y literatura. Tendremos políticos citando a autores más o menos famosos, mostrando dotes intelectuales o literarias, con el ánimo de hacerlos parecer más interesantes e ilustrados de lo que verdaderamente son. Algunos incluso ya tienen a la venta libros de sus memorias, de sus entrevistas con personajes célebres o extravagantes, entrevistas autoconstruidas para promocionar su imagen de políticos ilustrados. También tendremos escritores mostrando sus simpatías por tal o cual candidato y partido, lanzando señales para ser considerados para algún puesto público en el futuro. En fin, la tierra firme de la ciudadanía como el continente que une de manera irremediable los cálculos, los intereses y los oficios del escritor y del político.

Thursday, November 10, 2011

Discriminación y desigualdad


Estación de paso
Discriminación y desigualdad
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 10 de noviembre, 2011
Uno de los temas que se han colocado legítimamente en la agenda pública mexicana de los últimos años es el de la discriminación. “Invisibilizada” de la agenda política y gubernamental durante un largo ciclo, la discriminación es sin embargo una práctica ampliamente extendida en la sociedad mexicana, “histórica y cotidiana” si se quiere, aunque no se sabe bien el peso específico de las distintas formas de discriminación que se desarrollan, cultivan y reproducen en diversos territorios, grupos y clases sociales. Escondida entre los factores estructurales de la pobreza y la desigualdad que caracterizan el paisaje social mexicano, la discriminación es una bestia multiforme, cuyas raíces y expresiones varían según el contexto, los perfiles socioeconómicos, políticos o culturales de las comunidades, estratos sociales o segmentos que configuran la sociedad mexicana contemporánea.
Las narrativas edificadas sobre cierto sentido común, nos hablan de la discriminación como un fenómeno racial, étnico; en otras, la discriminación tiene su origen en la pertenencia, o no, a las localidades y territorios de la comunidades locales, imaginadas y reales, que configuran a los pueblos, las ciudades y las regiones; en otros relatos, la discriminación es esencialmente una práctica clasista, más que racista, y tiene que ver con el ingreso, el linaje o la posición social. En muchas de estas explicaciones la discriminación tiende a mirarse como un fenómeno “natural”, de cierta forma inevitable. Sin embargo, la discriminación es un fenómeno más complejo y sutil de lo que tratan de explicar o se imaginan las narrativas convencionales, y además es una práctica que implica altos costos sociales, que consolida clivajes y divisiones, debilita la cohesión e integración de grupos y sociedades, y mantiene prácticas que cuestionan o bloquean el proceso civilizatorio mexicano del siglo 21. En otras palabras, la discriminación es una práctica que tiende a endurecer y en muchos casos a agudizar las estructuras de la desigualdad social.
Recientemente el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (el CONAPRED), acaba de publicar los resultados de la Encuesta Nacional sobre Discriminación en México 2010, que muestran justamente algunos de los perfiles de dichas prácticas en nuestro país. Es un estudio que registra las percepciones de los ciudadanos según datos levantados entre habitantes de las tres grandes zonas metropolitanas de nuestro país (D.F, Guadalajara y Monterrey), que concentran a más del 25% de la población total del país. Lo interesante (o preocupante según se quiera ver) del estudio es que confirma la persistencia de la discriminación como una práctica social fuertemente arraigada en México, donde, como se afirma en el documento, “somos una sociedad con intensas prácticas de exclusión, desprecio y discriminación hacia ciertos grupos de la población”.
Orígenes de la discriminación. A nivel nacional casi el 60 % de las personas cree que la riqueza el factor que más divide a las personas, seguida de los partidos políticos y la educación. Este resultado puede mirarse como una expresión consistente con la persistencia de la pobreza en México y un incremento en una desigualdad real en la distribución de la riqueza, donde, según los datos proporcionados por la ENAHE para 2010, el 10% más rico de la población concentra el 34% de los ingresos promedios de los hogares, mientras que el 10% más pobre concentra solamente el 1.7% de. En otras palabras, la percepción de que la riqueza es un factor que divide a la sociedad, es consistente con la existencia de estructuras socioeconómicas de desigualdad que persisten a lo largo de las últimas tres décadas, según señala un estudio reciente de la CEPAL para México.
Tolerancia . La tolerancia religiosa en Guadalajara es muy significativa. Casi 70 de cada cien afirman que se respeta a los no católicos, mientras que 64 de cada 100 afirman que se respeta a las creencias de los protestantes.
Violencia contra las mujeres: aquí hay una paradoja: 92.2% dice que “no se justifica pegar a una mujer”, pero 54% cree que a las mujeres “se les golpea mucho”.
Aborto: 57.9% está en desacuerdo con que la mujer aborte, aunque entre las mujeres ese porcentaje alcanza al 70%. Según los datos, el 41.6% opina que se debe castigar a la mujer que aborta, contra el 43.7% que piensa que no debe ocurrir eso.
Derechos no respetados: Entre los encuestados de la ZMG se identifican como experiencias de discriminación el “No tener dinero” y la “apariencia física” (16.7% y 18.1%, respectivamente). Estos factores iluminan el rostro clasista de la discriminación que se observa en la ciudad y en nuestro país, y tiene que ver con lo que Bourdieu denominaba la “violencia simbólica” que expresa la discriminación, aquella asociada a la clase social, el gusto y el esnobismo, que configuran mecanismos de diferenciación para restringir las oportunidades de bienestar de los individuos, de una forma que resulta, en la práctica, dolorosa y duradera, como dispositivos simbólicos de discriminación y exclusión social.
En síntesis, los datos que proporciona la Encuesta muestran imágenes en blanco y negro –como todas las encuestas- de las opiniones y creencias que tienen los mexicanos sobre la discriminación. Los habitantes de la ZMG comparten de cerca varias de esas percepciones, pero se alejan en algunos casos de manera considerable de esas opiniones. No estoy seguro que es lo que explica esas diferencias y semejanzas, y tampoco lo que significan en términos de derechos sociales, derechos humanos y políticas públicas. De cualquier forma el ácido de la discriminación es una forma de violencia que cotidianamente se despliega entre ciudadanos y autoridades, y la tarea de identificar y medir ese tipo de violencia es ya una manera de colocar el tema entre los déficits institucionales, sociopolíticos y culturales de cualquier sociedad que reconozca en esas prácticas problemas sociales que requieren de soluciones políticas para volverse objetos de la acción pública.